Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

17 Entre traición y venganza

Con lo que no había contado era que el plan para eliminar al Bravo Negro y Adoya se basaría parcialmente en mí. La idea era sencilla: yo entraría en el callejón, fingiría entregarme, intentaría averiguar cuántas personas había ahí y, entonces, saldría corriendo. Mis nuevos aliados les caerían en emboscada a mis perseguidores —si es que estos me perseguían— y nos meteríamos luego a matar al Bravo Negro si este no se había dignado salir.

Al parecer, la cacería había recibido la aprobación de Frashluc. El Bravo Negro, para él, ya no era más que una piltrafa molesta y mi propuesta hasta lo había seducido, según el Albino. No podía, pues, haber caído con mejor aliado.

Salimos seis. El Albino y el Matasiete iban delante, arrebujados en sus capas. Yo, acompañado por el Bailador, iba en medio, con el bastoncillo de rodaria entre los dientes. No sentía ninguna excitación, pero sí un deseo de venganza. El Bravo Negro había explotado a niños, los había mutado, los había condenado a una muerte casi segura. Era un diablo, un asesino, y merecía la muerte. Y Adoya, por haber aterrorizado a Manras durante toda su infancia, por haber amenazado de muerte a mi familia, también él la merecía.

Por consejo del Albino, no dejé de repetírmelo mientras recorríamos las callejuelas oscuras hasta el antiguo refugio de los Ojisarios. Eran cerca de las cinco de la mañana y aún quedaban casi tres horas para que amaneciera. Los pocos Gatos con los que nos cruzamos en camino, por instinto, se echaban a un lado y se hacían casi invisibles en las sombras.

Llegamos a la zona y el Albino se detuvo. Dos de los matones se alejaron para colocarse al otro lado de la boca del callejón. Tras un rato, el Albino me susurró:

«Adelante, cantador.»

El Bailador me empujó suavemente para darme ánimos. Inspiré hondo. Sin armas, sin siquiera una piedra, avancé por la calleja, me detuve unos instantes junto a la roca que había justo en la esquina, eché un vistazo en el callejón… Y no vi nada.

Salí a plena vista y, tragándome los nervios, murmuré:

«Venga, Mor-eldal. Eres el Superviviente. Arrea. Arrojo y coraje.»

Recorrí el callejón hasta la puerta de donde Sla y yo habíamos sacado al alquimista el verano pasado. Iba a llamar cuando, de pronto, salidos de la casucha del fondo, surgieron dos perros ladrando. Enseguida, la puerta se abrió. No la del alquimista, sino la que conducía a la mina derrumbada. Puse los pies en polvorosa. Pero, claro, el Albino no había pensado que yo no corría tan rápido como un perro. O tal vez no esperaba que fuera a meterme tan profundo en el callejón. En cualquier caso, pronto los dientes de los perros me agarraron de las pantorrillas. Caí, grité, se me emborronó la mente, invadida por el pánico, y, bruscamente, sentí unos brazos aferrarme. Me metieron adentro.

Aterricé en el suelo de piedra, en una sala iluminada por una linterna. Los siete perros de Adoya estaban ahora todos dentro y, babeantes, con los colmillos sacados, me rodeaban, pero sin tocarme. Sin embargo, apenas me daba cuenta de ello. Fuese por traumatismo o por algún fenómeno inexplicable, mi mente se había quedado en blanco, atravesada tan sólo por imágenes armónicas. Ahora veía un río. Y alguien me tiraba adentro y… y me ahogaba. Me ahogaba como Dil en su pesadilla.

«Sucia rata,» decía una voz. «Mataste a mi hijo. El único hijo al que quería. Miserable guako. Voy a mataros a todos. Todos los mutantes. Os mataré a todos…»

Sentí una mano agarrarme el cuello. Pues claro, por eso no conseguía respirar. No era por el río. Era por el elfo oscuro que apretaba y apretaba…

Mi primer instinto fue el de pegarle una descarga mórtica. Lo hice. Lo que pasa es que fue tan poco enérgica que el elfo oscuro apenas se aturdió. Entonces me dije: concéntrate.

Me concentré y, en vez de recoger el morjás de mis huesos, lo recogí del hueso de ferilompardo que colgaba de un collar, y extrañamente lo recogí también del amuleto de Azlaria. La energía era tan densa que en unos segundos alcancé la mayor cantidad de morjás que había contenido jamás mi cuerpo. A punto de desmayarme ya, alcé la mano mórtica, la coloqué en el cuello de mi atacante y lancé la descarga.

Tal liberación de energía me dejó medio desfallecido. El Bravo Negro se derrumbó, pero enseguida Adoya lanzó un grito y los perros se abalanzaron. Y yo, que a duras penas lograba recuperar mi respiración, me cubrí el rostro con los brazos aullando a pleno pulmón. Por eso apenas oí los demás gritos y, cuando los perros dejaron de morderme, casi ni me enteré. Me tocó una mano. Lancé los restos de energía mórtica que me quedaban y arranqué a alguien un graznido de sorpresa.

«¡Será posible!» resopló alguien. «El guako me ha lanzado un hechizo.»

«¡Espabilao!» gritó otra voz.

Esa era familiar y, cuando el Bailador me ayudó a enderezarme e intentó apartar las manos de mi rostro, no me resistí. Incluso dejé de gritar y, anegado por el dolor, me quedé mirando la escena con ojos vidriosos. A mi alrededor, había habido una matanza. Adoya y sus perros estaban muertos. Así como otras dos personas. Y el Bravo Negro…

«Aún respira,» informó el Albino, agachado junto al elfo oscuro. Alzó unos ojos rojos hacia mí e hizo una mueca. «Tenía pensado dejarte el honor de acabar con él pero… me temo que no va a ser posible. Me encargaré yo.»

«Yo lo hago,» intervino el Bailador. Su voz temblaba. Repitió: «Yo lo hago.»

El Albino le dejó el honor y, entre el mundo de la muerte y de la vida, vi a mi compadre apartarse de mí, agarrar una daga y plantarla en el cuello del loco. La sangre brotó. Pero, en vez de desmayarme, esta vez no reaccioné. Tan sólo sentí unas lágrimas correr por mis mejillas. Unas lágrimas de horror. El Albino lanzó:

«¿Has encontrado algo interesante, Matasiete? Bueno. Pues embolsad, compadres. No nos quedemos aquí.»

Mi aspecto debía de ser realmente horrible porque ni siquiera me preguntaron si era capaz de levantarme. El Matasiete cargó conmigo y salimos de ahí a buen ritmo. El trayecto y lo que vino después se entremezclaron en mi mente. Me repetía: olvida, olvida, olvida… Toda esa escena con los cuerpos muertos, ¡quería olvidarlo todo! Y los perros. Quería olvidar el brillo vengativo en los ojos del Bailador al plantar la daga en el Bravo Negro. Y quería olvidar el miedo. Y quería olvidar que era yo quien los había condenado a muerte. Mi familia estaba a salvo, cabal… pero yo estaba más asustado que nunca. Y es que no quería meterme en la banda de Frashluc. No quería asociarme con unos asesinos. Aunque fueran asesinos de asesinos. Quería que todos, absolutamente todos ellos, se olvidaran de mí y me dejaran en paz.

Y así, sufriendo tanto por mis pensamientos como por las mordeduras, no hice ningún esfuerzo por salir de mi conmoción. Es más, hice el esfuerzo contrario. No quería volver a la realidad. Las voces se convertían en meros sonidos sin sentido, las imágenes se confundían con las que invocaba mi mente… y era mejor así. De lo real, tan sólo el contacto de los brazos que me agarraban contribuía un poco a reconfortarme y, sin importarme a quién pertenecían, yo los agarraba también con fuerza.

A ese consuelo, se añadía uno más extraño: del colgante de Azlaria, fluía un morjás regenerador que se propagaba por mi cuerpo, hacia las heridas. ¿Era real? No lo sabía. El caso era que en ese momento pensé con infinito alivio: elassar está conmigo.

* * *

En los tres días siguientes, no despegué la boca para hablar. Me dejaron en manos del viejo Fieronillas, que era algo así como el médico de la banda, y el anciano me contaba historias pasadas, me enseñó otra vez la imagen de su difunta esposa en su colgante y dedicó, en fin, tanto tiempo cuidándome y hablándome que, aunque antaño en El Cajón ya lo llamara «abuelo», ahora, pese a no llamarlo, lo pensaba. Era un buen hombre y, para alegría mía, era amigo con el viejo Bayl de los chocolates. No pasó ni un día en que el ciego no viniera con alguna golosina. Me sentía, en fin, requetemimado, requetecómodo y sereno. Y, no queriendo cambiar nada, me negaba a pronunciar palabra y permanecía en un silencio tan completo como el Lobito.

Varias veces vino alguno de la banda de Frashluc a informarse sobre mi salud. Es decir, lo que más los molestaba era mi mutismo. Al fin y al cabo, se suponía que debía responder a preguntas. Uno, creyendo que me burlaba de ellos, trató de hacerme hablar a la fuerza, sin éxito, y el viejo Fieronillas y su perro se enojaron de tal forma que ya nadie se atrevió a tocarme.

Al cuarto día, comencé a sentirme mejor pese a haber pasado una noche agitada por las pesadillas. Me enderecé en la cama y, al ver al viejo Fieronillas ocupado en enhebrar una aguja, lo contemplé un momento y vi cómo le temblaba la mano. Me deslicé fuera de mis mantas, me acerqué, le agarré las manos temblorosas y le ayudé a meter el hilo en el pequeño agujero.

«Ah, gracias, muchacho,» sonrió el viejo Fieronillas. «Mis manos ya no son lo que eran. Dime, ¿has cosido alguna vez?» Negué con la cabeza. «¿Nunca? Pues siéntate y observa. Aprender a remendar su propia ropa es esencial. Observa.»

Observé. Y, al de unos minutos, quise probar. El viejo, por supuesto, me dejó y terminé la labor con gran concentración. Y acabé de reparar mi abrigo desgarrado por los perros. Luego, viendo lo polvorienta que estaba la pequeña habitación en la que vivía el viejo, pasé la escoba y quité las telarañas del techo, le reparé una silla tal y como Rux, el mayordomo de Miroki Fal, me había enseñado y le lustré las botas. Viéndome tan atareado, el viejo Fieronillas sonreía.

«Parece como si me hubiera entrado en casa un hada de la limpieza,» comentó. «Venga, ya basta, pequeño, o se te abrirán de nuevo las heridas.»

De hecho, una de ellas, la más profunda, en el brazo, se había vuelto a abrir y el viejo Fieronillas me reprendió suavemente antes de aplicar de nuevo sus ungüentos.

«No puedo creer que hace ya tres días que no voy al Cajón dijo el abuelo. «Tal vez me pase ahora. ¿Quieres venir?»

Asentí y salimos los dos de casa, con andar lento, seguidos de Castaña, el perro del abuelo. Los del Cajón nos recibieron bien, aunque me fijé en que, como yo no metía ruido, dejaron de prestarme atención muy rápido. Era curioso ver cómo un mudo podía pasar del todo desapercibido.

Comí los restos que me dejó el abuelo y pasé una tarde agradable, acariciando a Castaña, mascando humerba y ayudando a Sham a limpiar vasos. Mi ayuda fue recompensada por una generosa merienda. De ahí que, finalmente, pensé que no era cierto que mi presencia pasaba desapercibida. La pregunta del tabernero me lo confirmó.

«¿Y bien, cantador? ¿Ya nunca nos vas a cantar? Sería una pena, ¿sabes?»

Las conversaciones enseguida cayeron y varios corroboraron diciendo: ¡queremos que nos cantes! Me giré lentamente, anonadado, y miré los rostros de los Gatos. Los rufianes, los ladrones, los mercaderes… todos ellos eran grandes habituales del Cajón. Todos ellos conocidos. Algunos me habían dado algún clavo por tal servicio o tal canción; otros se divertían burlándose de mí para oír mis réplicas de guako corrido; otros, menos sociables, me decían «alivia, guako» cuando les venía a contar trolas o los molestaba. Sham insistió:

«¿No nos quieres cantar?»

Alcé la vista hacia el gran elfo oscuro y negué con la cabeza.

«¿No?»

Volví a sacudir la cabeza. Y, pese a la decepción general, no cambié de opinión. El tabernero suspiró y me palmeó la mejilla.

«Sea, chaval. Pero entonces ayúdame en la barra.»

Lo ayudé. Y es que de alguna manera tenía que comunicarles que, si no quería cantar, no era porque estuviera enfadado con ellos sino porque… porque no quería y punto.

Cuando Loto el Manitas anunció las cuatro de la tarde, el viejo Fieronillas, Castaña y yo dejamos la taberna y fuimos a andar hasta el río Tímido. Yo le cogía del codo al abuelo, para que pudiese apoyarse. Cuando llegamos al río que bajaba en cascada hacia el Río de Éstergat, nos instalamos sobre una roca y contemplamos las vistas: Menshaldra, las aguas luminosas del río, los campos lejanos, los árboles de la Cripta. Éstergat era una ciudad enorme, pero desde la Roca podían verse los anchos dominios que gobernaba. Aquel día, hasta se distinguían las casas blancas de Azada, río abajo.

El abuelo estaba silencioso. Yo me quité las botas, me mojé los pies en el agua templada del río Tímido y, teniendo cuidado con no hincarme ninguna roca puntiaguda, regresé hasta el viejo y me dediqué a acariciar a Castaña a contrapelo con la punta de un pie.

Así de tranquilos estábamos cuando, de pronto, oí un:

«¡Espabilao!»

Me giré y vi a mis comparsas correr cuesta abajo. Iban seguidos de Rogan, con el Lobito, y se allegaban otros de la banda, entre los cuales Syrdio y el Raudo.

Sonreí anchamente y salí al camino. Acogí a mis comparsas con empellones amistosos, le di un beso al Lobito y no dejé de sonreír. El Sacerdote me miraba con una mezcla de curiosidad, alivio e incomodidad. Soltó:

«Así que es cierto lo que dijo el Bailador… Ya no hablas.»

Parecía casi una pregunta. Le dediqué una mueca sonriente como replicando: no importa.

«Pues qué mal,» intervino el Raudo, allegándose. «Con lo que te gusta a ti chulearte. Te estás haciendo una reputación de gran guako, tocayo.»

Me turbé. Vaya. Así que sabían. Claro. ¿Cómo no lo iban a saber? Adoya me venía a amenazar a la familia y al día siguiente se lo encontraba muerto junto con sus perros, el Bravo Negro y dos socios. Además, fijo que el Bailador les había contado lo ocurrido.

«Se nos ha quedado igual de mudo que el Lobito,» dijo Syrdio con expresión burlona. «Y eso porque eres un cobarde, Espabilao. Seguro que te has puesto a lloriquear como un cachorro cuando el Bailador lo escachufó. Y se te ha ablandao tanto la cabeza que te tiene que cuidar ese carcamal, ¿cabal?»

Lo miré con los ojos muy abiertos. Él lanzó de seguido:

«Gallina-isturbiao-bufón-mamarracho.»

Mi indignación llegó a su culmen y me tiré sobre él. Y como él seguía soltando insultos mientras rodábamos sobre la tierra y las piedrillas, le gruñí:

«¡Isturbiao, tu madre!»

Mis compadres, alrededor, gritaban: ¡a rodar! ¡a rodar! Pero Syrdio, entonces, me empujó a un lado y clamó:

«¡He ganao! Raudo, ¡mis veinte clavos!»

Se levantó bajo mis ojos atónitos. No habíamos acabado la pelea. Protesté:

«¿Qué fiambres has ganao? Yo no me he rendido.»

Syrdio se carcajeó y me dio un empellón.

«No, isturbiao. Al que he ganado es al Raudo. Dijo: veinte clavos al que consigue agitar la lengua al Espabilao,» explicó. «Y yo me dije: caramba, arriba la apuesta. Total, para hacerle saltar al Espabilao, soy un maestro.»

«Tenías las de ganar,» masculló el cap, divertido, y apuntó: «Aprontaré luego. Ahora no tengo veinte. A menos que el Espabilao tenga ya esos cinco dorados que prometió.»

Puse los ojos en blanco. No podía dejar de sentirme un poco traicionado —me habían arrancado a mi silencio sagrado, fiambres—, pero, al mismo tiempo… también me alegraba.

«Bueno, ahora no los tengo, natural,» dije. «¿No ves cómo me pusieron los perros? A poco más me jaman vivo. Pero, en cuanto pueda, encontraré la plata. Por cierto, por cierto, ¿visteis a Sarova?»

Rogan carraspeó.

«No. Fue directo a la barbería. Me enteré porque, al día siguiente, vino Samfen a preguntarme por ti.»

«Oh,» murmuré, sobrecogido. Recogí mi gorra del suelo. «¿Y qué le dijiste?»

El Sacerdote resopló.

«Pues que no tenía ni idea de dónde estabas. Por lo visto, Sarova está casi tan callado como tú. No les ha contado nada, y eso que el barbero le ha arreao una buena, me parece. Ah, y también, por lo visto les ha prohibido volver a pisar los Gatos.»

«¡Y no creo que vuelvan!» rió el Raudo. «Tanto guako los ha asustao. Bueno, yo arreo para arriba, que se nos va el reluciente.»

De hecho, ya atardecía y una luz anaranjada bañaba todos los Gatos. Ante la mirada interrogante de Rogan, dije:

«Arread. Ahora voy.»

Me alejé de vuelta a la roca y al viejo Fieronillas.

«¡Abuelo, abuelo! ¿Quieres que te acompañe a casa?»

El anciano sonreía.

«Ah… bueno, conozco el camino, chaval. Lo hago casi todos los días. Puedes ir con tus amigos. Lo único… recuerda que, cuando vengan a buscarte, tendrás que ir con ellos.»

Entendí que con ese «ellos» no hablaba de mis compadres sino de los hombres de Frashluc. Me ensombrecí pero asentí.

«Sí, abuelo. Lo sé. No lo olvido.»

El viejo Fieronillas alzó un índice y dijo:

«Espera.»

Rebuscó en un bolsillo y sacó un collar.

«Lo encontré hace un tiempo en un mercadillo y me llamó la atención. En Veliria, se le llama un collar de música. No sé si aún se llevan pero, antaño, sé que todas las tropas de renombre llevaban uno. Es tuyo, cantador. Sé que te gustan los collares.»

Emocionado, me pasé el collar de música al cuello y lo inspeccioné con curiosidad —era una sencilla cadena de cuero con un colgante en forma de zampoña. Soplé en uno de los tubos diminutos. Salió un simple sonido de soplo. Estaba claro que aquello era más un colgante decorativo que un instrumento. Sonreí.

«Gracias, abuelo.»

El viejo Fieronillas se había levantado de la roca. Agitó suavemente la cabeza, sonriente.

«De nada, cantador. No te olvides de las botas. Y pasa a verme si se te abren las heridas.»

«Lo haré. ¡Salú!» le dije.

Como él se alejaba hacia el corazón del Laberinto junto con Castaña, yo recuperé las botas, subí la cuesta y alcancé a mis comparsas, a Rogan y al Lobito. Pronto estábamos que si blablablá, que si qué bueno el abuelo, ¿habéis visto mi collar de la música? ¡Yo también quiero uno! Préstamelo. Que no te lo presto, desmorjao, que me lo rompes. Que no lo rompo. Bueno, va, pero sólo un segundo… Y, así, llegamos al refugio cuando ya oscurecía, nos instalamos alrededor de la fogata y, rodeado de mis compadres, concilié un sueño tranquilo, a salvo de las pesadillas.

Pensaba que los de Frashluc esperarían hasta el día siguiente para interrogarme. Me equivoqué. El Bailador vino a despertarme a las tantas, me sacudió, me arrancó de mi apacible sueño y yo mascullé:

«Que te fumiguen.»

«Levanta,» insistió el Bailador. «Frashluc quiere hablar contigo ahora.»

El «ahora» sonó apremiante. Espabilé pese a mí y refunfuñé:

«Tengo sueño.»

«Pues te fastidias y arreas,» me lanzó mi compadre.

Suspiré, me deslicé fuera de la manta tratando de no molestar a mis comparsas y seguí al Bailador fuera del Camastro. El cielo se había nublado y fui incapaz de evaluar la hora. En cualquier caso, era noche cerrada.

Tropecé varias veces de lo dormido que estaba aún. Seguí al Bailador por las callejuelas como un zombi. Al de un rato, él me metió algo en la mano.

«Embucha, te espabilará.»

Sin pensarlo, embuché, mastiqué, tragué… y el sabor me recordó de pronto a algo.

«¡La madre!» exclamé, incrédulo. «¡Eso era pasablanca! ¡Me has hecho embuchar pasablanca! ¡No quería embucharla!»

«Pensé que así te haría la cosa más leve,» replicó el Bailador. «Así sueltas todo y listo. Y lo mismo ni siquiera te acuerdas. Venga, no te amosques.»

Estaba amoscado, pero pronto dejé de estarlo: los efectos de la pasablanca no tardaron mucho en llegar. Cuando comencé a zigzaguear, el Bailador me agarró del brazo. Me hizo entrar en El Dragón Amarillo, el albergue de la Plaza Gris, y me dejó en manos de un hombre al que probablemente conocía de cara pero al que no reconocí dado mi estado.

«¿Se la ha tomado solo?» se extrañó el hombre.

«Le dije que la embuchara y embuchó,» replicó el Bailador.

«¿En serio? Qué grande es la amistad,» se rió el hombre y, arrastrándome hacia las escaleras, añadió: «Ven tú también.»

«¿Yo, señor?» se sorprendió el Bailador.

Subimos escaleras. Llegados arriba, me carcajeé, no sé muy bien por qué. El hombre resopló.

«Lo ha pillado fuerte,» observó.

«Es que a los sokuatas nos afecta más que al resto,» explicó el Bailador. «Eso el remedio no lo cambió.»

El hombre hizo una mueca.

«Mmpf. Espero que no vaya a ser un problema. Venga.»

Recorrimos un túnel que me resultó familiar y luego otros túneles desconocidos, y más escaleras. Nos cruzamos con algunas personas, no sé cuántas. Y llegamos finalmente a una sala acomodada, bien iluminada, con una gran alfombra, un pequeño manantial de agua caliente, un gran sillón y una pequeña mesa apartada. De pie, junto al sillón, estaba Frashluc, el viejo barrigón, mangaplateado como siempre. En cuanto el saijit que me agarraba el hombro me soltó, comencé a vagar por la habitación, desvariando y canturreando.

«Er… ¿No os habéis equivocado con la dosis?» preguntó Frashluc.

Me paré junto al manantial y miré el fondo. Estaba oscuro. Hundí la mano izquierda y me puse a cantar:

Está tan cristalina
el agua, y si la bebo,
¡en el reflejo veo
que estoy bebiendo el cielo!
¡Ayayayay!

«¡La madre, qué bonita es esta casa!» exclamé, riendo.

Y, en verdad, lo era. O al menos, era cálida y, de momento, me encantaba. Alguien me cogió el hombro con suavidad y me giré para ver el rostro del viejo Frashluc. Sonreí.

«Salú, abuelo, cómo vas.»

Oí una carcajada ahogada. Era el Bailador. Frashluc carraspeó.

«Ven aquí y siéntate.»

Me senté donde decía, sobre la alfombra, y él fue a sentarse ante mí, sobre el sillón. Sus ojos me escudriñaban.

«He cumplido con mi parte del trato. Ahora, cumple tú con la tuya, chaval. Y habla. ¿Quieres hablar, verdad?»

Parpadeé. ¿Quería hablar?

«Sí, abuelo. Quiero hablar. Tengo muchas cosas que decir.»

Frashluc sonrió.

«Bien. Pues habla.»

No fue tan fácil hacerme hablar, no porque no quisiese sino porque no se me ocurría qué decir: tuvieron que hacerme preguntas precisas. A esas, contestaba siempre. Y así, averiguaron la identidad de los hobbits —aunque probablemente ya la sospechasen—, se enteraron de la existencia del túnel que uniría Yadibia a Éstergat… y se enteraron también de que yo no sabía gran cosa más. Eso generó cierta exasperación. Había gente, en la sala. Unas… ¿cuatro, cinco personas? Además del Bailador y de mí.

«Dime, chaval,» retomó Frashluc. «Dices que ese viaje que hicisteis al valle lo hicisteis para ir a ver a tu maestro. ¿Quién era ese maestro?»

«¡Mi maestro!» dije con ánimo. Sólo pensar en él me arrancó una gran sonrisa y me rebullí en mi alfombra. «Mi maestro. Lo echaba tanto de menos. Entre la barbería, los compadres, mi hermano… me dije: me voy a casa. Y volví. Y le di los huesos.»

«¿Qué huesos?»

«Los huesos,» sonreí. «¡Los huesos de ferilompardo!» Estallé de risa y, cuando me calmé, agregué: «Los huesos. Elassar me dijo que eran una maravilla. Estaba contento. Porque se los llevé yo.»

No cabía en mí de gozo al recordarlo. Los ojos de Frashluc centellearon como si mis palabras lo hubieran afectado sobremanera.

«Está delirando,» resopló uno de los presentes.

Frashluc asintió con calma.

«Del todo. Dime, chaval. Otra pregunta: según tú, ¿sabe Korther que estás aquí?»

Esa no era una pregunta sencilla. Le devolví una mirada perdida. Tuvieron que reformular y entonces contesté:

«Yo no hablo con mi primo desde Día-Sagrado. Dijo que me iba a enseñar a su novia. Pero yo no fui. Y eso que me invitó a cenar gratis y todo. Pero tenía tanto miedo…»

«¿Miedo?» repitió Frashluc.

Asentí con un nudo en la garganta.

«Por Adoya. Y el Bravo Negro. Tenía mucho miedo.»

Frashluc asintió y, para sorpresa mía, tendió una mano y cogió la mía.

«¿Y ahora, chaval? ¿Ahora tienes miedo?»

Pestañeé, sonreí y negué con la cabeza.

«¡No! Ahora estoy bien.»

La mano paternal de Frashluc incluso me hacía sentirme más cómodo y todo.

«Una última pregunta, chaval. ¿Estás atento?»

Mi mirada se había extraviado pero volví a focalizarla en los ojos del viejo mangaplatas. Frashluc preguntó:

«¿Por qué crees que Korther no ha ayudado a salvar a tu familia y por qué yo sí que lo he hecho?»

Otra pregunta complicada. Reformuló:

«Korther no te ha ayudado, ¿verdad?»

Negué con la cabeza, ensombreciéndome. La dosis de pasablanca debía de ser menos fuerte que la primera vez que había tomado porque ya empezaba a notar los efectos depresivos de esta.

«No me ha ayudado,» murmuré.

«¿Por qué?»

«Porque tiene asuntos,» contesté.

«Mm, o tal vez… ¿porque le importa un comino lo que le ocurra a un guako?» me propuso Frashluc.

Sus palabras se clavaron en mí como dagas. Agaché la cabeza, confuso, y asentí. Entonces, Frashluc dijo:

«Pero tú no eres un simple guako. Eres un hábil ladrón, Draen. Puedes serme útil. Dime, Draen, ¿quieres serle útil al buen abuelo?»

Por un instante, recuperé mi buen humor y exclamé:

«¡Rabiosamente!»

«Bien,» sonrió Frashluc. «Porque ya sabes que, si el Bravo Negro podía darte mucho miedo, el abuelo también puede hacerlo y aún peor. Pero eso no será necesario, ¿verdad? Simplemente tienes que recordar quién es capaz de ayudarte cuando tienes un problema y quién no.»

Se incorporó, estiró de la mano para levantarme a mi vez y continuó:

«Lo único que quiero que hagas, Draen, es esto: sigue siendo un Daganegra. Vas a espiar a Korther. Vas a encontrarme la entrada de ese túnel. Sólo eso. Tienes tres días. ¿Crees que eres capaz de hacerlo?»

Mi mente se iba aclarando por momentos y, entendiendo lo que me proponía, o más bien ordenaba, farfullé:

«Sí, señor.»

Frashluc se mostró satisfecho.

«No olvides quién manda aquí,» añadió. Me levantó la barbilla y sus ojos se clavaron en los míos mientras murmuraba: «Obedéceme y no tendrás razón alguna para temerme.» Descubrió una herida de mi brazo provocada por una mordedura y agregó con voz más dura: «Traicióname y tu cuerpo y los de tu familia acabarán hechos pedazos.»

Ante sus ojos implacables, me puse a temblar como una hoja. No pude dejar más claro que había captado sus palabras rabiosamente bien. Entonces, Frashluc se irguió declarando:

«Lleváoslo y liberadlo.»

Cuando salí de aquella sala, esta me pareció menos amena que cuando había entrado. Mucho menos amena. Y cuando estuve bajo el cielo nocturno y el aire frío me despejó un poco la mente, pensé: fiambres, ¿qué ha pasado? ¿qué he dicho? ¿qué he hecho? La confusión aún no me dejaba pensar claramente, y me sentía aún más angustiado por ello.

«Espabilao,» me murmuró de pronto una voz.

Yo apenas había caminado por la Plaza Gris. El Bailador me alcanzó. Lo vi abrir la boca, pero no le dejé decir nada: le empotré un puñetazo en el vientre.

«¡Por haberme drogao, canalla!» le escupí. «Te aprovechaste. Somos compadres. Canalla. Canalla. Canalla…»

El Bailador tardó en recuperar el aliento. Me largué. Ahora caminaba más o menos recto. Más o menos. Estaba llegando al otro lado de la plaza cuando oí el jadeo del Bailador detrás:

«Espabilao. Espabilao, lo siento.»

La voz sonó tan miserable, tan dolorida que me detuve y me giré. Mi compadre estaba… Agrandé los ojos, incrédulo. Estaba llorando. ¡El Bailador, llorando!

«Perdóname, Espabilao,» retomó. «Yo… A mí me ordenaron. Y pensé que era mejor eso que que te sacaran las cosas a golpes por si te volvías terco.»

«Ya,» siseé, vivaz. «A ti lo que te ordenan y los compadres van después. Pues qué gracia. Como decía el otro, qué grande es la amistad.»

«¡Espabilao!» insistió el Bailador, desesperado. «No lo entiendes. Si no hago lo que me dicen, me sacan de los Gatos y me venden a los moscas. Y, si me afufo o bufo, me escachufan. Frashluc es un diablo.»

Apreté los dientes. Quise replicarle que a mí me hacían lo mismo y que además amenazaban con matar a mi familia. Sin embargo, sólo dije:

«Y, además, si afufas te quedas sin karuja. ¿Eh?»

Mi voz, más que de lástima, estaba llena de veneno y acusación. El Bailador se quedó como petrificado. Agregué con tono amargo:

«Un verdadero compadre no se va de su banda por carababhuesadas de esas. Y tú te fuiste, Bailador. No lo niegues. Te fuiste por la karuja. Te vendiste por una maldita planta. Vuelve con nosotros, fiambres. Y si Frashluc te escachufa, lo escachufo yo. Te doy mi palabra de guako. Ven,» insistí.

Esperé unos segundos. Él no dijo nada ni se movió. Entonces, dejé escapar una imprecación, le di la espalda y me marché.

Había traicionado a los Daganegras y eso lo asimilaba. Iba a traicionarlos todavía más y eso… más o menos, lo asimilaba. Pero lo que no asimilaba era que el Bailador pudiera ser tan isturbiao. ¡Con lo bien que lo quería yo! Y con lo bien que me quería él a mí. Definitivamente, ser un compadre no significaba que uno no pudiera ser tonto de remate.

Alcé la mirada hacia el cielo nublado y oscuro, barrí la calleja sombría con unos ojos aún trastornados y murmuré:

«Espíritus, si de verdad estáis por acá, proteged al Bailador. Protegedlo bien y ayudadlo, porque lo necesita.»

Y, de paso, ayudadme a mí también, añadí mentalmente. Suspirando, tomé la dirección del Camastro. Al llegar y reinstalarme entre mis compadres, caí dormido enseguida y sorné como un oso lebrín. Fue el único punto positivo de los efectos de la pasablanca: que me impidieron pensar demasiado sobre mi infame traición.