Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

4 La Fonda

En la Plaza del Espíritu, todo el mundo gritaba, tiraba piedras, corría, huía de los porrazos… Yo cantaba.

Nuestro barrio no lo tocan
ni los Perros ni los Sapos,
¡abajo los mangaplatas,
arriba todos los Gatos!

Varios repitieron: ¡arriba, arriba, arriba! Pasó volando por encima de mi cabeza una bola de «humo de cebolla» como lo llamaba Manras. El humo me picó los ojos, me los llenó de lágrimas y medio me cegó. Tosí. Me bajé de la carretilla donde me había encaramado y, viendo que aquello se estaba haciendo invivible, afufé con otros. Apenas llegué a un sitio respirable, me uní al coro bramando:

«¡Fuera! ¡fuera! ¡fuera!»

No había pasado una semana desde que se había firmado el decreto y apenas dos desde el robo de la Solancia y aquella mañana ya habían destruido la primera casa. Si el objetivo de Frashluc desvalijando el Palacio de verdad había sido el de disuadir a los mangaplatas de meterse en sus reinos, había fallado estrepitosamente. Los moscas ahora estaban por todas partes.

«¡FUERA!» berreé.

Y pestañeé. No se veía nada a través del humo. De pronto, un Gato pasó junto a mí gritando:

«¡Nos rodean! ¡Jurad! ¡Nos rodean!»

Corrimos. Los moscas habían rodeado las calles para cogernos de revés. Alcanzamos el primer cruce justo cuando llegaban ellos… Nos abalanzamos. Algunos, mayores, particularmente furiosos, se tiraron sobre los guardias. Yo me escabullí, tiré una piedra para cumplir y, perseguido, subí unas estrechas escaleras a la carrera, giré por una callejuela, galopé como el viento y, visto y no visto, estaba de nuevo en el corazón del Laberinto, sano y salvo.

Me quité el pañuelo de delante de la cara, tosí para aclararme la garganta, me retuve de restregarme los ojos y estornudé con un:

«¡Achiau! Aj, la madre.»

Uno de los efectos secundarios del humo de cebolla era que te llenaba copiosamente las narices. Un verdadero problema para mí porque me impedía cantar normal y el resultado quedaba ridículo, algo como:

Nuesdro barrio no lo dogan
ni los Berros ni los Sabos,
¡abajo los mangabladas,
arriba dodos los Gados!

Pues eso. Una vez respirado el humo, mi mayor contribución a la defensa del barrio se iba al traste.

Caminé de callejuela en callejuela, frotándome regularmente las narices. Eran ya las cuatro de la tarde y no había probado bocado, ¡con los quinientos siatos que me quedaban todavía! Ja, y yo hablando de mangaplatas… ¡si yo era un maldito burgués! Aunque al menos yo compartía: les había dado diez siatos a cada miembro de la banda para que se compraran ropa caliente y botas. Así que ahora, quitando algún isturbiao que se los había corrido isturbiadamente, todos los guakos del Raudo teníamos botas.

Le di una patada a una botella rota e iba a seguir caminando cuando una vieja señora que agitaba una sábana en un segundo piso me llamó:

«¡Guako! ¿Tienes nuevas de lo que está pasando en la plaza?»

Como un caballero, me quité la gorra contestando:

«¡Nos han rodeao, abuela! A buen seguro han estardao a alguno. ¡Pero sigue la bronca embroncá!»

La anciana asintió.

«Bueno. ¡Gracias, muchacho, y no te dejes pillar!»

«¡No hay cuidao!» dije alegremente.

Y reanudé la marcha. Desde que había surgido el problema de la demolición, reinaba entre los Gatos de la parte baja una fraternidad renovada: luchaban por sus hogares, la mayoría pacíficamente, simplemente negándose a marcharse, otros se enardecían con discursos… Los que más sufrían eran los de las bandas: huían de refugio en refugio, se desbandaban, se arruinaban, y algunos se enfurecían hasta sacar la navaja. Era un verdadero follón. Cabal que los guakos, en todo esto, pues tampoco pintábamos mucho pero, cuando nos pillaba algún buen voceador, pues nos animábamos a echar una mano en el frente. Algunos guakos habían preferido emigrar a la parte alta de los Gatos, pero la mayoría nos quedábamos en el Laberinto porque, a pesar de ser precisamente el lugar por donde los moscas hacían sus redadas, nos sentíamos menos expuestos. Las redadas, no las hacían contra nosotros, sino contra los mercaderes libres —para los que algunos de nosotros trabajábamos, era cierto, pero para los moscas llevarse a unos tiparrones con armas o tiestos enteros de dientepasión era más gratificante que volver a la comisaría con una panda de guakos desharrapados y de culpabilidad dudosa. El depósito de vagabundos no habría dado abasto.

Volví a estornudar y, al fin, pude respirar más normalmente. Me paré en medio de una callejuela escarpada, di una vuelta sobre mí mismo, me subí a una roca, me apoyé sobre el borde de lo que conformaba la base de la ventana o puerta, salté y aterricé en el refugio del Raudo. Teniendo dinero, hubiera sido ridículo quedarse en la calle con el lío que había y con el frío. Así que alquilábamos a la Casera, una señora miembro de una banda no sé muy bien si de mercaderes libres o qué. No es que fuera muy espacioso para los más de veinte guakos que éramos pero, a decir verdad, se estaba bastante bien.

Me avancé por la habitación, evitando a mis compadres tumbados. Algunos estaban enfermos, otros dormían porque se habían pasado la noche despiertos. Sonreí al ver al Lobito. El chicuelo dormía, cuidadosamente arrebujado con la manta que Rolg me había dado.

«Qué pasa, tocayo,» lanzó el Raudo desde un rincón y me hizo una señal para que me acercara. Estaba comiendo pescado.

Me acuclillé junto a él, tratando de no mirar demasiado la comida. El Raudo agregó mientras masticaba:

«Di, shur. Hazme un favor. Sácame diez dorados. Los necesito esta noche.»

Me ensombrecí de golpe.

«¿Diez?»

Ya era la tercera vez que me pedía dinero en dos semanas. Dos siatos por ahí, cinco siatos por allá… Y ahora diez. El Raudo asintió.

«Diez. De verdad que los necesito, tocayo. No te puedo explicar. Pero si no vienes con diez antes de las seis… mala cosa. ¿Lo pillas?»

Meneé la cabeza.

«No, no lo pillo.»

El Raudo me empujó la cabeza, chasqueando de la lengua.

«No seas tacaño, tocayo. Anda, ve.»

Lo miré con fastidio. Era el cap, vale, pero…

«Diez es mucho,» dije. «Te traigo tres. ¿Va?»

El Raudo dejó las últimas espinas en el suelo y se levantó con el bastón en mano.

«No, no va,» replicó. «Te estoy diciendo que vayas a buscarme diez. Si te lo pido, es que lo necesito. De verdad. Si no me los das, te llamaré mangaplatas.»

Me incorporé, alcé la vista, nos miramos a los ojos… E hice una mueca desafiante.

«Yo no soy un mangaplatas.»

El Raudo sonrió y me palmeó el hombro.

«Entonces demuéstralo. Arreando, compadre.»

El Raudo podía ser un buen tipo, simpático, incluso fraternal pero, cuando decía yo que era un buitre, es que lo era. Buaj. Mangaplatas, tu madre, pensé. Y salí del refugio de un salto. De vuelta a la calle, saqué mi bastoncillo negro, lo mordisqueé y un sabor delicioso me llenó la boca mientras tomaba la dirección de la Fonda, cuesta arriba.

Masajeé mi brazo derecho mientras subía. Por increíble que pareciera, aún sentía un ligero hormigueo. Había tardado lo menos cinco días en reanimar la mano y había necesitado otros tantos para que el morjás modulado por la Solancia volviera más o menos a su estado normal. En definitiva, llevaba tan sólo dos días sin despertarme por culpa de mi sobrecarga. ¡Y estaba más feliz que un alma bendita! Porque además de estar otra vez entero, ya no me dolía nada: el remedio del alquimista me había hecho pasar por mil infiernos, había vivido la muerte, la nada y luego, al resurgir de mi inconsciencia, había sido una liberación. No sabía muy bien todo lo que nos había hecho la sokuata, pero aquel remedio nos curó. No sé si de todo, pero ya no necesitábamos calmar ningún dolor, ¡porque ya no había dolor!

Deseaba ir a buscar al gnomo alquimista para, al menos, decirle: qué bueno, gracias, ya estoy curao. Pero eso ya lo tenía que saber. Y si, yendo adonde fuera que estuviese el gnomo, me topaba con Kakzail… este me aferraba fijo. Quería presentarle mis disculpas, natural, pero sin que pudiera echarme el guante.

Dejé el Laberinto y ascendí por las calles altas de los Gatos. En camino, avisté a una patrulla de moscas mientras esta se metía en una casa a registrarla. Me crucé con la mirada desconfiada de uno que se había quedado afuera… Sin dejar de mordisquear mi bastoncillo negro, fruncí la nariz y apreté el paso. Así como en los demás barrios los moscas eran los reyes, aquí se los notaba claramente a la defensiva. Nada de extrañar, pues algunas bandas de los Gatos iban armadas tan bien como ellos.

«Gaj,» dejé escapar de pronto. Mira que el Raudo siempre se salía con la suya. Aunque lo mismo esta vez sí que necesitaba de veras el dinero. Por su expresión, parecía como si esos diez dorados iban a pasar muy rápido por sus manos. Una deuda, quizá. Pero, si no hubiera sabido que el Espabilao estaría ahí para rescatarlo, no se habría mojado, ¿eh? Isturbiao.

Llegué a la Calle del Hueso, guardé el bastoncillo y, rascándome furiosamente la cabeza, me metí en el callejón de la Fonda. Hacía cuatro días que no iba. La última vez, hasta había compartido una infusión con Rolg y habíamos hablado de un poco de todo. Bueno, sobre todo había hablado yo. A veces, me preguntaba cómo fiambres conseguía no callar y no decir, a fin de cuentas, gran cosa. Tampoco era al estilo de Yerris. Él hablaba de hechos de verdad, yo decía cualquier cosa que me pasaba por la cabeza. Pero es que a lo bestia. Se me ocurría una idea y, zapa, la soltaba, tipo «¿sabías que cada vez que bostezas un lagarto pierde la cola?» y encadenaba con alguna narración llena de «sí porque tal y porque lo otro», me quedaba sin aliento, inspiraba y saltaba a otra cosa. Me temo que el remedio tenía algo que ver en todo esto, porque ahora era feliz, y tan feliz que lo enseñaba a espuertas y a puertas abiertas.

Volví a limpiarme la nariz y llamé a la puerta de la Fonda. Aguardé rebulléndome en el frío, hasta que me fijé en un detalle muy raro. La puerta estaba muy ligeramente abierta. Con una mueca extrañada, la empujé y entré. La mesa estaba ahí, pero las sillas y el sillón ya no estaban. La chimenea estaba limpia. El cuadro con la aldea había desaparecido, reemplazado por una herradura… ¿Y eso?, me pregunté, confundido. Tras empujar de nuevo la puerta de entrada, me metí en el pasillo de atrás. Los dos cuartos estaban vacíos. Subí a la carrera hasta el despacho de Korther y me quedé boquiabierto. ¡Estaba vacío! ¡Parecía como si me hubiera equivocado de casa! Bajé al sótano, donde había estado encerrado después de mi robo fallido de la Lágrima del Viento. Tan sólo encontré una rata muerta, trastos rotos y ni rastro de los sacos con ropa. Pero estaba la silla con dos patas rotas. Era increíble, pero la evidencia estaba ahí: los Daganegras habían abandonado la Fonda y se lo habían llevado todo.

¡Y bueno! ¿pero adónde habían ido?

Volví hasta la puerta de entrada e iba a salir cuando, de pronto, una mano negra empujó el batiente. Di un bote del susto y me escondí detrás de la puerta mientras esta se abría. Apareció un rostro negro como la noche, orejas puntiagudas, ropa sencilla pero en buen estado. El semi-gnomo cerró la puerta, pegó un grito ahogado al verme y resopló:

«¡Grah…! ¡La madre, qué susto me has pegado, shur!»

Yo sonreía de oreja a oreja.

«Salú, Gato Negro. Qué bueno verte. Creía que te había jamao un dragón, como nunca aparecías…»

Yerris se carcajeó y me dio un suave empellón.

«Últimamente estoy muy atareado. Korther me ha pedido que vaya a verificar que no se nos ha olvidado nada importante rondando por el despacho. ¿Qué tal te va?» preguntó mientras se dirigía hacia el pasillo de atrás.

«¡Bien!» contesté alegremente, siguiéndolo. «O sea que os habéis mudao. No me dijisteis nada.»

«Yo tampoco lo supe hasta esta noche,» me confesó Yerris. «Ab me vino y me dijo: vas a hacer de mozo de cuerda esta noche, muchacho. In-fer-nal. Me han salido agujetas por todas partes. Aquí y aquí es lo peor,» dijo, señalándose la espalda y el cuello. «Estoy molido. Yo no he nacido para cargar con muebles que pesan una burrada. Pero como estoy en el purgatorio, como dice el Diablo, toca tragar. Fíjate que Alvon estuvo aquí esta noche, hablando con el Diablo. Me saludó así hasta sonriente y todo, y yo muriéndome con ese bufete de caoba entre las manos. No levantó ni el dedo meñique para ayudarme. ¡Cuando te digo que mi mentor es un vago! Se avino para la recompensa de lo del Palacio y se ha largado de la Roca esta mañana. Que, por cierto, aún no te he dado mi enhorabuena. Ab me contó lo que hiciste. Dime,» añadió cuando llegábamos al despacho. «¿Tú ves algo entre las rendijas de las tablas? Es que Korther dice que a lo mejor se le deslizó algo.»

Rebuscamos mientras Yerris retomaba:

«Hay algo increíble que tengo que decirte. No sé si recuerdas aquella noche en que Sla me mandó al cuerno porque me había bebido el primer remedio del alquimista.»

«Estaba amoscada,» asentí, sonriente.

«A tope,» se carcajeó Yerris. «Y con razón. Mira, es que… no sé cómo decírtelo, pero es genial. Bueno, la madre de Sla casi me mata pero… No vas a créertelo.»

Intrigado por su ancha sonrisa blanca, lo animé:

«Suéltalo ya, compadre.»

Yerris se levantó, agitó la mano y consiguió al fin decir:

«Voy a ser padre.»

Me quedé atónito. Viendo mi reacción, Yerris se carcajeó.

«¿No es maravilloso?»

¿Maravilloso? Sí, lo era, pero es que ¡jamás se me había ocurrido que un compadre pudiera un día llegar a ser padre! La pura alegría de Yerris barrió mi confusión y sonreí, alegrándome a mi vez.

«¡La madre, qué bueno!» solté. Fue lo único que se me ocurrió decir.

«Es lo mejor que hubiera podido pasar,» admitió Yerris, animado. «Porque la madre de Sla no le habría dejado casarse conmigo jamás de los jamases. ¡Y así no le quedó otro remedio!»

Siguió parloteando, explicando sus planes para el futuro, diciendo que con los trabajos del Diablo se iban a montar en el siato, que no le faltaría de nada al pequeño… Parecía un adulto grave y responsable. Sólo que, en realidad, no tenía aún ni dieciséis años. Yo sonreía, escuchándolo. No encontrando nada en el despacho, salimos de la Fonda y caminamos por las calles, como en los viejos tiempos: el semi-gnomo hablaba y hablaba y yo escuchaba. Él ya no daba vueltas sobre sí mismo ni caminaba para atrás, o casi, pero, aparte, fue igualito que antaño. En un momento, poco después de que habláramos brevemente de lo que estaba pasando en la parte baja de los Gatos, le pregunté:

«¿Y Sla se tomó el remedio?»

Yerris se ensombreció y asintió.

«El alquimista le fabricó uno especial. Fue duro, pero al final salió todo bien.»

Enarqué las cejas.

«¿Le hablaste al alquimista? ¿O sea que sabes dónde está?»

Yerris hizo una mueca y echó un vistazo a su alrededor antes de carraspear:

«Sí. Pero se supone que es secreto. Si otros se enteran, podrían intentar raptarlo. Al parecer, unos ya lo intentaron.»

Tragué saliva. Caray, ¿que habían intentado raptar otra vez al alquimista? Meneé la cabeza.

«Yo no bufo. ¿Sosque está?»

Yerris vaciló.

«¿Para qué quieres saberlo? Ya estás curado, ¿no?»

Me encogí de hombros.

«Sí. No sé, era por decirle salú.»

Yerris puso los ojos en blanco y, como no decía nada por sí solo, no insistí y pregunté:

«¿Adónde está la Fonda ahora?»

Yerris sonrió.

«De momento, en ningún sitio.» Y, como yo lo miraba, desconcertado, agregó: «Pero, si quieres, te llevo a la casa del Diablo. ¿Venías a sacarle plata, no?»

Resoplé y corregí:

«Oro.»

Yerris frunció el ceño.

«¿Te pesan las deudas?»

Dejé escapar un suspiro mientras entrábamos en el barrio de Tármil y corregí de nuevo:

«Me pesan los compadres.»

Yerris se echó a reír.

«Ya veo. Estás metido en la banda del Raudo, ¿verdad? Ese tipo…»

«¡No, no, ahí te paro!» lo interrumpí alzando una mano. «Sé muy bien cómo es el Raudo y cómo son mis compadres. Pero va bien, Gato Negro. Va bien.»

Yerris me escudriñó con una mezcla de diversión e inquietud. Durante unos instantes, no hablamos. Subimos unas escaleras hacia Atuerzo. Al fin, el Gato Negro dijo:

«No puedes ser rico y compartir. Los mangaplatas ya lo saben.»

Emití un resoplido indignado.

«No soy un mangaplatas. Al diablo con los mangaplatas. Me revientan con sus tesoros. Y Frashluc el primero, porque dice que no es un mangaplatas y lo es rabiosamente. Yo no lo soy. ¿Corriente?»

Mi tono inflexible le arrancó a Yerris una sonrisa sorprendida. Asintió, divertido:

«Corriente, shur. Tú a lo tuyo. Tírales los dorados a los de tu banda. Si te hace feliz.»

Suspiré y no repliqué. Silenciosamente, me prometí que, al darle los diez dorados al Raudo, le diría: «se acabó, ya no más, ese dinero es del Lobito, no mío». No era mentira. Esos ochocientos cuarenta siatos habían pertenecido a Palmafría y eran, de hecho, para el Lobito. No para mí, ni para el Raudo. Para el Lobito.

La casa de Korther se encontraba irónicamente cerca del Tribunal de Justicia. Tenía un pequeño jardín y unas grandes cristaleras adornadas con bonitos barrotes blancos. Apenas la vi, Yerris se inclinó junto a mi oído murmurando:

«Otro mangaplatas, ¿eh? Pero al menos este lo es a costa de los de arriba y no de los de abajo,» relativizó.

Me encogí de hombros y él me guió por un caminito que había detrás, bordeado de altos setos. Entramos por el jardín sin que nadie nos viera y el Gato Negro me cuchicheó:

«Llama a la puerta de allá. Te abrirán. Dile al Diablo que no encontré nada en el despacho. Tengo que irme. Ha sido genial hablar contigo, shur,» lanzó con franqueza, dándome una palmada sobre el hombro. «A ver si creces un poco, que pareces un gnomo.»

Puse los ojos en blanco.

«Mira quién habló.»

El semi-gnomo sonrió anchamente.

«Salú.»

«Salú, papá,» me burlé. «Mis saludos a tu dama.»

Mi amigo alzó varias veces las cejas, burlón, y desapareció otra vez entre los setos. Tras asegurarme de que el jardín estaba bien protegido de la vista de los transeúntes, me acerqué hasta la puerta indicada. La casa, completamente blanca, tan sólo tenía una planta.

Llamé a la puerta —blanca, obviamente— y eché un vistazo curioso por la ventana contigua. A través de las cortinas, se veía un cómodo salón iluminado por la luz del atardecer. Acababan de dar las seis de la tarde. ¡Y yo todavía no había probado bocado!

Saqué mi bastoncillo negro y lo mordisqueé mientras aguzaba el oído en busca de ruidos de pasos. No los oí, pero sí que oí la puerta abrirse. Y apareció una niña en un bonito vestido —¡blanco, aún!— y nos quedamos suspensos por un momento. Nos miramos a los ojos. La semi-elfa tenía unos preciosos ojos castaños. Al cabo, una sonrisa desenfadada estiró mis labios, retiré el bastoncillo de la boca y solté:

«Salú, Zenira. Busco a tu padre.»

La niña hizo una mueca de disculpa.

«No está. ¿A ti te conozco, verdad?»

«Ya lo creo,» confirmé. «Nos vimos un día cuando recitabas geografía.»

Y Zenira puso entonces cara de acordarse. Sonrió.

«Pues claro. Trabajas para mi padre. Dijiste que a ti tampoco se te da bien la geografía.»

«Er… ya,» carraspeé e inquirí: «¿Tuviste buena nota?»

Zenira asintió.

«La mejor después de mi mejor amigo.»

Nos quedamos así, mirándonos. Y entonces ella preguntó con curiosidad:

«¿Qué es eso?»

Señalaba mi bastoncillo negro. Resoplé, incrédulo.

«¿No sabes lo que es?»

Zenira negó con la cabeza y, no sé por qué, mentí:

«Es regaliz.»

«¡Regaliz!» exclamó ella. «Me encanta el regaliz. Aunque… ese no se parece a los bastoncillos típicos,» observó. «¿Puedo probar?»

Hice una mueca y me metí el bastoncillo en la boca mascullando:

«La madre, no. Que tengo dolor de garganta. Y eso se contagia por los palos.»

«Mentira,» replicó Zenira.

Y como me ponía cara menos amigable, me apresuré a confesar:

«Un poco. Cabal. Pero es que, en realidad, no es regaliz. Lo he llamado así ahora por llamarlo de alguna forma. Pero esto es raíz de rodaria.» Por su expresión, entendí que no sabía lo que era la raíz de rodaria. Expliqué: «Es cosa de guakos. Como la humerba, pero en un poco mejor. Oye, ¿sabes cuándo va a volver tu padre?» encadené.

Zenira tenía los labios apretados en señal de descontento. En ese instante, se oyó un ruido de llave en la cerradura y la semi-elfa se giró bruscamente.

«¡Ese es mi padre!» murmuró.

Y, en vez de dejarme pasar, me cerró la puerta en las narices. Me quedé algo así como perplejo. Oí unas voces adentro. ¿Tendría invitados Korther? Vaya. Eso no arreglaba mis asuntos. Reteniendo las ganas de llamar otra vez a la puerta, me giré y… dejé escapar un gemido de terror.

Delante de mí, cortándome el paso de huida por el pequeño jardín, se erguía el cerbero de brumas sobre sus cuatro patas. Dakis me miró, ladeó la cabeza… y se abalanzó hacia mí.