Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

24 Venganza y esperanza

«A este, a este,» dijo el Raudo. «Está mamao total.»

De hecho, el viandante que acababa de salir de la taberna andaba zigzagueante, borracho perdido.

«Te toca a ti, Espabilao,» murmuró el Bailador.

Asentí.

«Voy.»

Tras echar un vistazo a la calle vacía y a la luz de los faroles, salí del pórtico trotando, me allegué al borracho y, siguiendo los consejos del Raudo, empujé, le hice perder el equilibrio y lo proyecté al suelo. Mi víctima se derrumbó emitiendo un grito ahogado. Le metí las manos en los bolsillos y saqué todo lo rápidamente sacable antes de dar media vuelta y salir disparado, perseguido por unos gritos patosos de borracho. Llegué al final de la calle y me reuní con mis compadres.

«¡Hecho!» anuncié alegremente.

«Caray, se te da bien esto, tocayo,» me encomió el Raudo mientras recogía mis ganancias. «Ya sabía yo que ese era un hijo de mangaplatas. Lo menos tres dorados hay aquí, incluso después de salir de la taberna. Lo raro es que no lo haya aliviado nadie antes…»

Oímos un silbido. Nos erguimos. Esa era la alarma de Manras. Significaba un: moscas a la vista y viniendo para acá.

«Afufemos,» murmuró el Raudo.

Nos largamos y el cap fue delante, porque llevaba el botín. En total, habíamos acumulado unos cuantos robos aquella noche. Íbamos a tener de sobra para comprarnos la karuja. Y es que, desde la enfermedad, ya no nos atrevíamos a mascar asofla, por si resultaba ser tóxica para nosotros también.

Caminé a buen ritmo junto con el Bailador, nos reunimos con Manras y, visto y no visto, desaparecimos del barrio de Tármil y nos refugiamos en los Gatos. Ahí, alcanzamos al cap en la Plaza Gris e hicimos el camino de vuelta juntos. Estábamos bajando por unas escaleras del Laberinto que llevaban directamente a la Calle del Despeñadero cuando el Bailador me agarró del brazo y dijo:

«Espabilao. ¿Recuerdas que me dijiste que me debías una?»

Resoplé.

«Natural, lo recuerdo.»

No le recordé que yo le había dicho que le debía hasta dos si quería, aunque si me pedía dos favores, probablemente se los habría hecho de buena gana.

«Entonces, avente y te explico en camino. Tú ve con el Raudo, shur,» añadió para Manras al verlo acercarse con curiosidad.

«Espera,» solté. Saqué de mi bolsillo dos huesos que había encontrado, algo roídos ya por los perros, pero aún firmes. «Dáselos al Lobito. Al Maestro todavía le faltan brazos. Se los colocaré cuando vuelva. Con esto ya tendrá el muñeco perfecto.»

«Perfectamente macabro,» se burló el Bailador.

Le di los huesos a Manras y saludamos al Raudo antes de dar media vuelta y subir de nuevo las escaleras. Los peldaños estaban llenos de ceniza. Desde hacía tres días, una nube negra igual de densa que la que había llegado al final del verano se había instalado encima de la Roca y no paraba de tirar ceniza. Se nos quedaba toda la ropa y la cara encenizada. Algunos decían que los plaareños del sur nos atacaban con armas nuevas cargadas de enfermedades. Otros decían que los volcanes de Ushimaka despertaban de nuevo, lo cual era una buena señal para algunos y una mala señal para otros… En fin, fuera buena o mala, yo me alegraba de que ya no hiciera falta renovar nuestras reservas de leña: la ceniza, de alguna manera, calentaba el aire y, aunque acabara de empezar oficialmente el invierno, no hacía frío y no había ni rastro de nieve.

Nos adentramos por una callejuela y, al cabo, rompí el silencio:

«¿Qué pasa, compadre? ¿Tienes algún problema?»

Estaba todo tan oscuro que apenas le veía al Bailador.

«Qué va. El problema lo tienes tú,» contestó.

Enarqué las cejas y, como no se explicaba, lancé un perplejo:

«¿Yo?»

El Bailador tanteó, me agarró del brazo y afirmó:

«Tú, Espabilao. Te andan buscando.»

Agrandé los ojos.

«La madre, ¿quiénes? ¿Los moscas?»

«Mmpf. No lo sé. ¿Por qué te andarían buscando los moscas?»

Me carcajeé, incrédulo.

«¿Que por qué?»

¿Porque era un ladrón, un asaltante y un mendigo profesional? Pero eso no lo sabían, ¿verdad? Fruncí el ceño y confesé:

«No lo sé.»

«Un tipo ofrece por ti una recompensa de diez dorados,» anunció de golpe el Bailador.

Me quedé boquiabierto y aturdido. Él me estiró de la manga y nos sentamos en el peldaño de una pequeña escalera.

«Diez dorados,» murmuré, anonadado. «Pero… ¿quién es ese tipo?»

«Apareció en El Cajón allá por las seis de la tarde, cuando el Albino estaba ahí,» explicó el Bailador. «Negó ser un mosca, pero alguien lo siguió al salir del Laberinto y, adivina qué, mentía como un bellaco: es un mosca. ¡Y él decía ser hermano tuyo!» añadió con una carcajada baja.

Hice una mueca. Fiambres. Ese debía de ser Kakzail. Pero ¿por qué razón me buscaba mi hermano mayor? ¿Tendría algo que ver con…? Una súbita posibilidad me hizo levantarme de un bote.

«¡Ha encontrado el remedio!» jadeé. «Bailador, ese tipo… fijo que es mi hermano de verdad. Es Kakzail. Él sabe dónde está el alquimista. Y si me anda buscando… ¡eso significa que el gnomo ha encontrado el remedio!»

Mis palabras fueron seguidas de un silencio. Entonces, el Bailador emitió un sonido atragantado.

«¡No puedo creerlo! ¿Tu hermano es un mosca?»

Palidecí.

«Lo es,» confirmé. «Pero no es mal tipo. Un poco raro, pero sin más. Oye, ¿no dijo dónde había que ir para la recompensa? Lo mismo me la da a mí,» bromeé. Aunque, en el fondo, me pregunté si era tan inconcebible que me la diera.

Oí a mi amigo suspirar y levantarse.

«Me has chafao el plan, pero total,» me admitió. «Hay otro tipo que me ofreció cinco de oro para que te encontrara y fueras a verlo. Un tipo que al parecer es amigo tuyo. Se llama Daln Asaveo. ¿Lo conoces, verdad?»

«Rabiosamente,» dije, divertido. Cómo no iba a conocer al Bor, si lo conocía mejor que a mi hermano mayor.

El Bailador prosiguió:

«Bueno. Pues oyó el asunto del mosca y quiere ayudarte. Pero, claro, si se entera de que no corres peligro, no me va a dar ni un clavo. No importa,» aseguró. «De todas formas, me alegro de que no te busque la moscardía. Lo que te iba a pedir era otra cosa que no tiene nada que ver. Arreemos.»

Seguimos andando por el Laberinto y yo esperé con curiosidad a que mi compadre dijera qué quería que hiciera por él.

«Sé dónde vive el Bravo Negro,» murmuró al fin. «Calle de la Rueda. Rískel. En una casa de azar.»

Estábamos llegando a la Plaza del Espíritu y la luz de un farol lejano iluminaba tenuemente nuestros rostros. El Bailador esbozó una sonrisa al ver mi expresión sobrecogida.

«¿Qué te parece?» preguntó.

¿Cómo que qué me parecía? Acababa de decirme dónde se encontraba el que nos había dejado mutados y nos había encerrado en una mina durante dos lunas… ¿y me preguntaba que qué me parecía? Me rebullí, inquieto. La plaza estaba desierta exceptuando a un hombre que dormía a pata suelta sobre una carretilla.

«¿Quieres ir a matarlo?» murmuré.

«Querer sí,» afirmó el Bailador. «Pero si me meto en ese antro no salgo vivo fijo. No estoy loco. No voy a suicidarme. Pero quiero que sepa que lo odio a muerte. Así que… he comprado pintura roja. Para usarla en el muro de esa casa. Y quiero que tú escribas esto: irás al infierno, Bravo Negro. Lo haría yo, pero no sé escribir. ¿Qué me dices?»

La idea me sedujo al instante. Sonreí anchamente.

«¡Fantástico! Le añadiré algún signo que me sé y saldrá en los periódicos y todo. Y… ¡fiambres, qué idea más genial!» me emocioné, brincando. «Espera. ¿Y si añadimos una firma? Una firma de los guakos. Pero que él no la pueda entender, claro. Tipo… un… un…»

«De eso me ocupo yo,» decidió el Bailador. Y, animado por mi entusiasmo, soltó: «Vamos.»

Fuimos a recoger la pintura en una cavidad y cruzamos Éstergat, tomando las calles más oscuras. Cuando llegamos a la Calle de la Rueda, habían dado ya las cuatro de la noche y, aunque dentro de algunas tabernas aún se oía ruido, la calle en sí estaba desierta. Nos metimos en una puerta cochera, al abrigo de la luz. Durante todo el trayecto, apenas habíamos cruzado palabra: yo no había parado de representarme mentalmente todos los signos que tenía que dibujar. Aún tenía dificultades con alguno y se lo confesé al Bailador en un cuchicheo desde nuestro cobijo. Él se encogió de hombros.

«Qué importa mientras se entienda que lo maldecimos.» Señaló una casa y volvió a retroceder diciendo: «Es esa. Que yo sepa. Hay que hacerlo rápido. Si alguien nos ve, dejamos la pintura y afufamos. ¿Listo?»

Asentí. Esperamos a que pasara el sereno y, cuando se alejó, nos abalanzamos con el bote de pintura. Nuestros pinceles eran meros palos con un guiñapo atado a un extremo. Unté el mío en el bote y comencé a escribir el mensaje, bien en grande, en la fachada de la casa de juego. Fui a tal velocidad que me entró complejo de escribano y todo. Añadí unos signos caéldricos al tuntún y el Bailador murmuró:

«¿Qué es eso?»

«Brujería,» repliqué, sofocando la risa.

Observé que mi compañero había añadido con su pincel improvisado un dibujo bastante conseguido de una calavera. Silbé entre dientes.

«Impresionante, Nat.»

«Lo tuyo también lo es,» reconoció él.

Intercambiamos una sonrisa cómplice y, considerando que añadir florituras no compensaba el riesgo de que nos pillasen, tiramos el bote y los pinceles y echamos a correr cuesta arriba. Llegábamos ya al final de la calle cuando oímos un grito detrás de nosotros y un:

«¡Hey, vosotros!»

Aceleramos y giramos hacia la Calle de la Rosa. Estábamos hacia la mitad cuando vi aparecer unas siluetas con uniforme al final y, agarrando al Bailador, nos metí en un callejón y nos envolví de sombras armónicas. Pensé en ir a refugiarnos en La Serena, pero luego me dije que una cosa era que las señoritas le dieran caricias a un guako y otra que lo escondieran de las autoridades. Mejor era salir de ahí sin pedir ayuda de nadie.

Vimos pasar a la patrulla y, sin más dilaciones, salimos del callejón y continuamos nuestra huida, pero esta vez era yo quien guiaba, de rincón en rincón, de cobijo en cobijo. ¡Parecía un verdadero Daganegra, oiga! Evitamos a todos los serenos hasta llegar al río de Éstergat. Una vez ahí, nos limpiamos las manos y nos inspeccionamos por si nos había salpicado la pintura. Reconfortados al no ver mancha alguna, iniciamos el camino de vuelta a casa comentando la jugada y riéndonos a carcajada limpia. La ceniza seguía cayendo pero, al contrario que la nieve, una leve brisa bastaba para borrar nuestras huellas. La única que no iba a poder borrar era nuestra ferviente maldición en pintura roja. ¡Que esa rata de Bravo Negro supiera que los guakos mineros seguíamos en el mundo!

De vuelta al refugio, dormí como un oso lebrín. Tanto que, al despertar, constaté que la mayoría de los compadres ya se habían marchado, mis comparsas incluidos. Probablemente a mangar al templo. Ya debían de ser casi las doce.

«Caray,» bostecé, enderezándome. Esto de cumplir venganzas trastornaba los horarios. Me fijé en la bolita que me habían metido en el bolsillo y me tragué la karuja antes de soltar: «¡Salú, Lobito!»

El chicuelo mudo alzó la vista de su muñeco y me acerqué a gatas preguntando:

«¿Qué tal va el Maestro? ¿Dónde están los huesos que te trajo Manras?»

El Lobito me los enseñó y pasé un buen rato colocándolos en el nakrús en miniatura, trenzando tallos para usarlos de cuerda. El Lobito estuvo observando mis quehaceres con intensa atención y, cuando le di el muñeco terminado, no cabía en sí de gozo haciéndolo caminar por todo el refugio.

«¡Anda! No lo vayas a romper, ¿eh? Que es frágil,» le previne. «Aunque se arregla fácil también. Huesos no faltan. Pero no es razón para romper al Maestro, shur. Ven, hoy vamos a ir a ver a un señor que ya conoces. El de la cama y la estufa caliente, ¿recuerdas? ¡Venga, arreando, guako!» lo animé.

Lo cogí de la mano y, saludando a los guakos que quedaban por ahí, me alejé rumbo al Espíritu Riente. En vez de pasar por pleno Laberinto, decidí bordearlo remontando el camino del Río Tímido. Llegamos al callejón de la taberna, subimos las escaleras de madera y llamé a la puerta del Bor.

Nadie abrió. Al de un rato, me senté con el Lobito sobre un peldaño y suspiré. Podía estar esperándolo todo el día y en vano. A lo mejor incluso había cambiado de residencia. El Lobito y yo estábamos en pleno concurso de muecas y visajes cuanto más groseros mejor cuando la puerta trasera de la taberna se abrió y apareció… el Bor. Sonreí ampliamente y me levanté.

«¡Salú, señor!»

«Chaval,» saludó el Bor, con una mueca medio sonriente medio tensa. Echó un vistazo a la boca del callejón, se cruzó con la mirada de un Gato desharrapado que pasaba arrastrando los pies y se volvió hacia mí. «¿Y el otro muchacho al que mandé que te buscara? Le prometí cinco siatos.»

«Ah, pues apronta, se los daré, es compadre mío,» aseguré. «Aunque él dijo que no se los darías porque tú creías que el mosca que me busca viene por mandado, pero no es eso, es que es mi hermano de verdad. Si quieres te lo explico.»

El Bor me miró con esa expresión de búho que me asustaba un poco. Pasando junto a mí lanzó un:

«Pasemos adentro.»

Entramos y me puse a contarle con ánimo:

«Verás, es que yo antes no sabía que tenía familia. Pero al salir del Clavel, me enteré de que tenía una. Me perdieron en el Valle…»

«Te abandonaron por pesao, querrás decir,» se burló el Bor mientras posaba dos vasos sobre la mesa y sacaba una botella. «Siéntate.»

«Bueno, ellos dicen que fue un accidente,» aseguré, tomando asiento. Acepté el vaso que me tendía mientras continuaba: «El caso es que Kakzail, mi hermano mayor, fue gladiador en Tasia. Es un guerrero de verdad. Por eso lo cogieron como mosca, supongo… ¿Esto es vino azul?»

«Radrasia celeste,» declaró el Bor, alzando su propio vaso. «Lo mejor de lo mejor. Continúa.»

Le di un sorbo al líquido azul claro y por poco lo escupí todo. Tragué y se me quedó la boca en fuego.

«¡La madre!» tosí. «Esto mata, Bor… digo, señor, perdón. Oye, por cierto, ¿Frashluc te devolvió los ochocientos cuarenta?»

Los ojos del Bor centellearon.

«Como que me los va a devolver, Cuatrocientos. No conoces bien a Frashluc. No quiso creerme cuando le confesé que Palmafría me los había dado a mí… Puedo darme por satisfecho de que no me haya confundido con uno de los secuaces de Gowbur. Salí bien parado del lío… y de rebote me he enterado así, un poco por casualidad, de que tú eres… o más bien eras un Daganegra.»

Bajo su mirada atenta, me encogí de hombros y asentí.

«Cabal.»

«Mm. Tampoco me dijiste que fuiste uno de los niños secuestrados del Bravo Negro,» añadió el Bor con calma.

Lo escudriñé pero fui incapaz de adivinar sus pensamientos. Repetí:

«Cabal.»

«Y… tengo entendido que esos niños están muy enganchados a la karuja,» completó el Bor.

Mientras le daba un sorbo a su vaso, sus ojos no me soltaban. Hice una mueca y asentí en silencio, confirmando. Algo nervioso, desvié la mirada y centré mi atención sobre el Lobito. El chicuelo se había metido a medias debajo de la cama con el Maestro. Lo vi que le levantaba las dos patas esqueléticas para hacerlo andar sobre las manos y me carcajeé por lo bajo. Mi maestro nakrús sí que no habría sido capaz de hacer el payaso de esa forma, no porque no quisiera sino porque le faltaba agilidad.

El Bor rompió el silencio.

«Si fuiste Daganegra, sabrás hacer armonías.»

Asentí, girándome de nuevo hacia él con orgullo.

«Natural que sé. Soy un as.»

«Tal vez entonces podamos llegar a un acuerdo,» meditó el Bor. Bajó la mirada hacia mi vaso y frunció el ceño. «No me digas que no te gusta la radrasia celeste.»

Puse cara de disculpa.

«Es que quema bestial. Prefiero la radrasia normal.»

«Guakos,» se burló el Bor. «¿No sabes que desdeñar la bebida de su anfitrión es una ofensa imperdonable?» Le puse cara de que no, no lo sabía, y él suspiró tendiendo la mano. «Trae eso.» Se lo bebió de un trago y, sin mostrar signo alguno de ebriedad, retomó: «De modo que no te andan buscando los moscas sino tu familia. Di, Cuatrocientos. ¿Sabes que no cualquier padre pagaría diez dorados por recuperar a un hijo? Por el Barrio Negro antes encuentras a uno dispuesto a vender a un retoño por ese precio y por menos.»

Aquello me dejó suspenso. Anoche, no lo había visto desde esa perspectiva. Al fin, meneé la cabeza.

«No es el barbero el que paga, es mi hermano mayor. Es que él sabe dónde está el alquimista que anda buscando un remedio contra la sokuata. No sé si te conoces la historia esa…»

«Lo suficiente,» afirmó el Bor, pensativo. «Mmpf. Mira que tener a un hermano policía… Te compadezco, Cuatrocientos, ¡eso es tener mala pata!»

Se carcajeó con sorna y me encogí de hombros, molesto. Balanceé los pies y, tras un silencio, dije:

«Antes has hablado de un acuerdo.»

El Bor asintió y se inclinó sobre la mesa confesando:

«Estaba pensando convertirte en socio. Pero con ese hermano que tienes… sería muy molesto si te fueras de la lengua.»

Lo miré, indignado y entusiasmado a la vez.

«Que yo no me voy de la lengua, Bor. ¿Has dicho socio me emocioné.

El Bor golpeó la mesa con brusquedad y siseó:

«Nada de Bor, maldito…»

Palidecí al ver en sus ojos un destello criminal.

«Perdón, señor. Señor, señor, señor,» repetí aplicadamente como para grabármelo en la mente. Me mordí el labio y recuperé la sonrisa repitiendo: «¿Socio?»

El Bor me escudriñó. Era increíble pero la radrasia no parecía haberlo afectado gran cosa. Me hizo una señal para que me acercara. Obedecí.

«Primero,» dijo, «ve a ver a ese mosca hermano tuyo y resuelve ese asunto que tienes pendiente.» Asentí. «Bien. Si le hablas de mí, aunque sea bajo el nombre del señor Asaveo, te patearé el trasero hasta que ya no lo notes.»

Puse los ojos en blanco y volví a asentir. Bruscamente, el Bor me agarró del cuello del abrigo y me siseó entre dientes:

«Hablo en serio, chaval.»

No me cabía duda. Me exasperé.

«Lo sé, señor. No soy un soplón.»

«¿No? ¿Y por qué no me denunciarías a tu propio hermano, Cuatrocientos?» me replicó el Bor sin soltarme. «¿Tal vez porque me ayudaste a evadirme? ¿Es eso lo que te impide bufar?»

Lo miré, perplejo y herido.

«No,» protesté con total sinceridad. «No es eso. Yo nunca te traicionaría, Bor. Digo, señor. De verdad. Lo juro.»

El Bor me observó a los ojos y me soltó.

«Entonces, ¿por qué?» suspiró.

Me rebullí, sin saber qué contestar. Al fin, como el Bor no decía nada, pese a la vergüenza que me daba decirlo, balbuceé:

«P-porque has sido bueno conmigo y… porque me caes bien.»

El Bor enarcó las cejas. Meditó mi respuesta un instante. Y sonrió con cara burlona.

«¿Cuánto cobras por lamerme las botas, Cuatrocientos?»

Si no hubiera tenido la tez ya oscura de por sí, me habría puesto rojo como un tomate. Resoplé.

«Que te fumiguen.»

El Bor se carcajeó y, cogiéndome por los hombros con un brazo fuerte, me zarandeó exclamando:

«¡El Cuatrocientos me quiere! Por una vez, voy a creerte. Mira, vas a ir a ver a ese hermano y, mañana, a medianoche, te avienes al Puente Fal, orilla sur, sin falta. ¿Sabes dónde está, verdad?»

«Natural,» resoplé. Eso caía por el Parque de la Tarde, en Tármil. Lo miré, intrigado. «¿Qué vamos a hacer en el Puente Fal?»

«Ahá,» negó el Bor. «Nada de preguntas.»

Brinqué, entusiasmado.

«¡Vamos a explotar el puente!»

El Bor puso los ojos en blanco.

«He dicho: nada de preguntas. Si tan bien te caigo, procura que eso no cambie, ¿eh? Explotar el puente,» repitió, incrédulo. «Menudas ideas de revolucionario tienes, Cuatrocientos. Y ahora alivia y haz lo que tengas que hacer. Si surge algún imprevisto, avisa. Si no puedes avisar o llegas tarde, no te esperaremos. Y, por supuesto, te quedarás sin tu parte.»

«Mi parte,» repetí, elocuente.

«Dos dorados,» especificó el Bor. «Sin mucho esfuerzo de tu parte… si es que realmente sabes hacer armonías.»

Sonreí. Aquello se estaba poniendo cada vez más misterioso.

«Estaré ahí,» prometí. «A la medianoche. Bueno. ¿Y la dama también viene?»

«¿Taka? Por supuesto que no,» resopló el Bor.

«Oh,» dije, algo decepcionado. «Es que, como dijiste esperaremos, creí que…»

«No,» me cortó el Bor. «Ella no estará. Tal vez si vienes mañana y lo haces todo bien puedas verla. Ella también parecía caerte bien,» se burló.

Hice una mueca cómica.

«Sí, pero quitando la jaboneta,» confesé. «Bueno. Salú, señor. ¡Lobito!» llamé. «Arreando, que vamos a ver al hermano barbudo. Deja ya de marear al pobre Maestro. ¿Pero ya me lo has pringao todo? Vamos a ver, cuando te sacas los dedos de las narices, te los limpias así, en el abrigo, ¿entiendes? No en el Maestro. Eso es una guarrada. Si supiera, madre, si supiera… ¡te convertiría en babosa! Andá, Lobito, date prisa.»

Lo arrastré hasta la salida, cerré la puerta detrás de mí y fuimos rumbo a Tármil. Como el Lobito tenía patas muy cortas, no íbamos muy rápido. Cuando llegamos a la Avenida de Tármil, me di cuenta de que no sabía dónde encontrar a Kakzail. Si lo hubiera pensado antes, le hubiera podido preguntar al Bor… Pero no lo había pensado. Con lo que me quedaban tres opciones: o preguntar por Kakzail en la comisaría, o volver a casa del Bor o… ir a la barbería. La primera opción la deseché de inmediato por considerarla muy desagradable, la segunda por vagancia y la tercera… por aprensión. Por fortuna, había una cuarta opción.

Me dirigí avenida arriba hasta llegar a la Explanada. Daban ya las dos campanadas cuando empecé a subir la gran escalinata que llevaba al Capitolio. Iba a ser la primera vez que entraba ahí. Mi principal objetivo era preguntar por Yal, pues había llegado a la conclusión de que, sin duda, Kakzail le había preguntado por mí y fijo que Yal sabía dónde encontrar al gladiador. Al entrar en la enorme sala principal, sin embargo, recordé el mapa del que me había hablado el Raudo hacía dos semanas y, al verlo, ahí, tan imponente, me apresuré a acercarme, arrastrando a medias al chicuelo detrás, quien arrastraba a su vez al Maestro.

El mapa ocupaba toda una pared. Era para quedarse boquiabierto. Empezaba a unos dos metros de altura y se extendía hasta el techo. Tardé un rato en entender qué representaba. Y me llevé una decepción al ver que los nombres de las ciudades estaban escritos con los signos del owram. No se entendía nada… ¡Pero espera! Ahí, abajo de cada nombre, aparecía una versión más pequeña, traducida al drionsano. Entorné los ojos, leí «Okbot» y, mareado ya de levantar tanto la cabeza, la bajé y le dije al Lobito:

«Vaya basura de mapa.»

Sobre todo porque la ciudad de Okbot aparecía en la esquina izquierda del mapa y formaba parte de Prospaterra mientras que las Colinas de las Tormentas se suponía que estaban más lejos. Conclusión: no aparecían en el mapa. Miré los bordes dorados con cierto temor, preguntándome hasta qué punto las Colinas de las Tormentas estaban lejos de Éstergat. Eché un vistazo a mi alrededor y me crucé con la mirada de un funcionario que me vigilaba. Se dirigió hacia mí, sin darse prisas, tal vez pensando que afufaría del Capitolio. Al contrario, me acerqué.

«Señor, salú. Ando buscando a mi primo. Trabaja aquí de secretario. Se llama Yálet Ferpades.» Al ver que no se le aclaraba la cara al funcionario, explicité: «Hace no sé qué de papeleos y rollos de esos. ¿Lo conoce?»

Al fin, mi interlocutor me señaló unas mesas donde se atendía a la gente.

«Espera ahí y te atenderán.»

Asentí con formalidad.

«Corriente.»

Acababa de sentarme en un banco con el Lobito cuando reconocí una silueta que me puso los pelos de punta. No era ni Korther, ni Frashluc, ni el Bravo Negro… Era Lowen. Estaba vestido como un pequeño caballero y escuchaba con cara distraída la conversación de un corro de mayores, entre los cuales había una humana con un bonito vestido blanco y azul y un ancho sombrero amarillo. No la veía bien, pero por su postura, adiviné quién era. La madre de Lowen Frashluc.

“Si cruzas una sola palabra con el chaval, si lo miras, estás muerto.”

La advertencia del Albino resonó en mi cabeza como una alarma, con casi tanta insistencia como lo hacía el bong de la mina cuando tenía hambre. Me levanté el cuello del abrigo todo lo que pude, me cubrí el rostro con la mano izquierda, le agarré al Lobito con la otra e inicié la retirada con toda la discreción posible. Fue entonces cuando al isturbiao del Lobito le dio por estirar hacia el otro lado.

«¡Lobito!» siseé.

El Lobito lloraba. Y es que no le había dado tiempo a coger al Maestro, que tan bien había instalado en el banco. Eché una ojeada desesperada al grupo de mangaplatas y regresamos hasta al banco con rapidez. Cogí al Maestro, se lo tendí al Lobito y murmuré:

«Nos vamos pero ya.»

Lo levanté en brazos y troté hasta la salida. Estaba ya casi en el umbral cuando una voz sorprendida soltó un:

«¿Draen?»

Mi corazón dio un bote, aceleré y frené de golpe cuando me topé con un elfo oscuro vestido con el uniforme de la Golondrina. Era Yum. Vaya. No podía salir corriendo ahora sin siquiera saludar a mi antiguo compañero de oficio, ¿verdad? Procurando no girar la cara hacia Lowen, carraspeé:

«Anda, Yum. Cuánto tiempo.»

El elfo oscuro nos miraba a mí y al Lobito con curiosidad.

«Unas tres semanas lo menos,» aprobó. «No se te ha vuelto a ver por la oficina. ¿Encontraste otro trabajo?»

Meneé la cabeza.

«Estuve muy enfermo. Y luego… pensé que ya el director me habría botao.»

Yum resopló.

«De eso no hay duda. Te despidió hace un buen rato. Mala suerte. Si hubieras mandado una nota diciendo que estabas enfermo a lo mejor se lo habría pensado.»

«Y venga,» repliqué, escéptico. «El director me tenía manía.»

«Mmpf. Al contrario,» aseguró Yum. «No te lo tomes mal, pero no cualquiera acepta contratar a un mocoso extranjero recién salido de la cárcel. A los patrones no les gustan los problemas. Como dicen, agacha la cabeza y te pondrán un saco a cuestas, no la agaches y te la cortarán,» citó con expresión fatalista. «Bueno, tengo que seguir trabajando. Pásate cuando quieras por la Explanada, delante de la mantícora, hacia las siete. Solemos reunirnos la pandilla habitual, ya sabes. Por si te apetece conversar. Buenas tardes.»

Sonriente, le revolvió el cabello al Lobito. Este, encaramado entre mis brazos, lo miraba fijamente con sus ojos azules. Resoplé y sonreí.

«Salú y gracias por la invitación,» respondí.

Yum saludó tocándose la gorra y se dirigió a la carrera hacia unas escaleras interiores del Capitolio. La Golondrina a su servicio, murmuré mentalmente. Bah, pensándolo bien, no me importaba haber dejado la mensajería: apenas me daba para comer, así que no habría estado como para alimentar al Lobito y menos para echarle una mano al Raudo a la noche. Ahora vivía como el santo espíritu patrón.

Iba a reanudar mi silenciosa retirada cuando, de pronto, vi aparecer en el fondo de la sala a Yal con un carrito lleno de cajas. La dama de Frashluc seguía hablando… Y Lowen me miraba. El pequeño mangaplatas me había reconocido. Fiambres, y qué importaba. Di media vuelta y me adelanté hacia mi primo con premura. Con la gente que iba y venía, Yal no me vio hasta que le estiré de la manga y dije:

«Hola, Yal.»

Se detuvo en seco y me miró con ojos abiertos como platos.

«Madres de las Luces,» pronunció al fin. Echó un vistazo a su alrededor antes de señalar su carretilla. «Entrego esto y enseguida vuelvo. No te muevas de aquí, ¿eh?»

Asentí y, constatando que el Lobito estaba medio dormido, en vez de posarlo, fui a sentarme en la esquina más cercana sin soltarlo. Cuando volví a mirar hacia la entrada del Capitolio, no vi a Lowen ni a su madre. Bien… Respirando con más tranquilidad, esperé formalmente a que Yal regresara. Tal vez un cuarto de hora más tarde, apareció de nuevo y, no viéndome enseguida, resopló, exasperado:

«No me digas que se ha ido…»

«Estoy aquí,» le dije. Traté de espabilar al Lobito, pero no hubo manera: no quería andar, estaba cansado.

Yal me miró de arriba abajo mientras me levantaba. Inspiró.

«Bueno. He pedido un descanso de unos minutos. Salgamos. ¿Sabes que Kakzail lleva buscándote desde hace casi media luna?» añadió mientras nos dirigíamos hacia la salida.

«Precisamente,» dije. «Yo también lo ando buscando.»

Yal enarcó una ceja, escéptico.

«¿En serio?»

«Bueno… He pensado que si me anda buscando es porque el alquimista encontró el remedio, ¿no?» argumenté.

Yal me miró con cara suspensa, meneó la cabeza y, sin contestar, salió afuera. Lo seguí, algo desorientado por su silencio. La ceniza seguía cayendo y, pese a que los barrenderos la limpiaban varias veces al día, la Explanada estaba gris. Las carretas levantaban polvaredas y los saijits se arremolinaban de aquí para allá, los unos conversaban, los otros se apeaban de los ómnibus o caminaban a paso ligero sin mirar casi a su alrededor. Si lo hubieran hecho, habrían visto las pandillas de guakos, deslizándose entre la muchedumbre como renacuajos en un río agitado. Habrían visto a los tullidos que se reunían junto al Templo Mayor a extender la mano a los piadosos. Y, en fin, habrían visto mi mundo. Un mundo que no les interesaba más que un puñado de ceniza.

Soplé para apartar un trozo grande de ceniza que rondaba ante mis ojos y caminé detrás de Yal. En vez de bajar la escalinata, mi maestro siguió por el ancho paseo que bordeaba la fachada del Capitolio y fue a sentarse en un banco apartado. Así instalado, sacó de su bolsillo un bocadillo, alzó la vista hacia mí y soltó:

«Dime cómo has podido, Mor-eldal. Dime cómo has podido hacerle una jugada así a Korther.»

Su voz no era ni seca, ni acusadora: vibraba de decepción e incredulidad. Desvié la mirada y me senté con el Lobito, en silencio. No me extrañaba que sacara el tema: sabía que lo iba a sacar. Era de cajón. Y aun así… esperaba tanto que Yal no me dejara a un lado como había hecho Korther… Me tragué el nerviosismo como pude.

«Frashluc tenía encerrado a Rogan,» expliqué. «Tenía que salvarlo.»

Yal emitió una carcajada sardónica.

«Salvarlo, pues claro. Mira, todos cometemos errores, pero el tuyo fue épico, Mor-eldal. ¿Cómo se te ocurre meter al nieto de ese cabecilla en el despacho de tu propio cap? Cuando me lo contaron me quedé a cuadros. No sabía dónde meterme. Yo que le dije un día a Korther que eras un chaval prometedor… Espíritus misericordiosos. Y encima luego desapareces sin ni siquiera hacer el esfuerzo de ir a verme. Mírame.»

Giré la cabeza hacia él y lo miré a los ojos. Me sentía a la vez compungido, irritado y aliviado. Compungido, porque le había defraudado a mi maestro; irritado, porque me sacaba un tema del que no quería hablar; y aliviado porque… bueno, porque me alegraba estar hablando con mi primo, aunque este me abroncase. Una bronca de cuando en cuando era hasta reconfortante. Hasta una buena azotaina podía serlo. Por desgracia, a Yal no se le daban bien los sermones. Retomó con voz más pausada:

«¿Te has preguntado alguna vez qué es lo que quieres hacer de tu vida, Mor-eldal? Mírame,» repitió. Alcé de nuevo la vista. Él, con el bocadillo aún sin tocar entre las manos, continuó: «Vives en la calle, supongo. Seguramente con alguna panda de guakos, con esa criaturilla que tienes ahí… Con Manras, Dil y el Sacerdote al que has salvado como un héroe. Bueno, Draen. Dime sinceramente, ¿adónde quieres ir a parar con eso? ¿Cuáles son tus planes para el futuro? Te lo pregunto en serio.»

Me quedé mirándolo sin replicar hasta que vi que él realmente esperaba una respuesta. Entonces, me mordí el labio, me rebullí y lancé:

«Quiero hacer como hiciste tú. Quiero ir a la escuela. Quiero aprender. Estoy… ahorrando para… poder ir a la escuela,» mentí.

No sé por qué solté esa mentira. Creo que para que Yal me mirara con un poco más de consideración. Enseguida me pareció ridículo, me pasé una mano por la cara y rectifiqué, abochornado:

«No. Es mentira. No tengo un clavo.»

Yal me miró con esa expresión de quien parece pensar: ¿pero qué me está contando este guako? Dejé caer la mano de la cara y, nervioso, me apresuré a cambiar de tema.

«Siento mucho lo de Korther. Ni siquiera quiso verme. Me expulsó directo. Rolg dijo que si el cap me ponía los ojos encima me escachufaba. Y si le hablo a Lowen me escachufa Frashluc. Menos mal que uno no puede estar doblemente escachufao. Para eso debería convertirme en lich. Los liches siempre mueren dos veces. Eso decía mi maestro…» Resoplé. «Caray. Cada vez que lo pienso… Soy un fracasao de mil pares de narices. Lo gracioso es que ahora no me va mal. Me gano la vida. Me gano la karuja. Y… si el alquimista ha encontrado un remedio de verdad, sí que podría ahorrar para ir a la escuela. Y entonces iría, te lo juro. Y mis comparsas irían también. Para aprender. Y…»

Tragué saliva y callé. Yal no decía nada: masticaba su bocadillo. Tras un largo silencio, engulló su último bocado y comentó:

«Te veo aterrizar en el Clavel dentro de un pacivirtud, sarí. En fin, tengo que volver a mi despacho. Kakzail trabaja de guardia de seguridad en la Gran Galería. Está de turno de día. No te costará encontrarlo, supongo. Salúdalo de mi parte.»

Se levantó y se sacudió la ceniza del sombrero antes de añadir:

«Yo que tú les haría un poco más de caso a los mayores. A Kakzail, por ejemplo. Y a tus padres. Tal vez tú no te acuerdes casi de ellos, pero piensa que ellos te criaron durante casi seis años… Son tus padres. Si alguien tiene el deber de echarte una mano, son ellos. Si alguien te quiere bien, son ellos.»

Ante mi expresión sorprendida, él me dedicó una leve sonrisa molesta y realizó un ademán hacia la entrada del Capitolio.

«Tengo que irme, de verdad. Si algún día me buscas, vivo justo ahí, en esa casa de postigos verdes. ¿La ves?» Señaló un edificio que hacía esquina con la Explanada. «Segundo piso. Número tres. Pero, si vienes, ven solo, ¿vale? No me vengas con toda la tropa, que te conozco.»

Asentí con el corazón encogido.

«Natural, elassar. Gracias.»

Mi maestro me miró con una expresión que no logré descifrar muy bien. Tan sólo entendí que no estaba enfadado conmigo. Para sorpresa mía, tendió una mano y me revolvió el pelo. Cayó un río de ceniza.

«Cuídate, sarí,» me dijo con suavidad.

Sonreí y lo vi alejarse con energía hasta la entrada del Capitolio. Cuando desapareció, me giré hacia el Lobito dormido, tendí un dedo ceniciento hacia su mejilla y le dibujé tres puntos negros, y luego en la otra. Me carcajeé por lo bajo y le susurré al oído:

«Gato guako, cuidao, ¡que el Maestro te va a devorar!»

Y, cogiendo al muñeco, fingí devorar al chicuelo para despertarlo.