Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

14 Asofla

Oía voces tranquilas a mi alrededor. Estaba tan amodorrado que aún no sabía si soñaba o estaba despierto. Entonces, noté que una mano me sacudía el hombro y dejé escapar un gemido de protesta soñoliento.

«Vaaamos, levanta,» dijo una voz serena.

Era la voz de Aberyl. Su brazo fuerte me apartó de la mesa y, sentado en mi silla, me froté los ojos, cegado por la luz del fuego que aún chispeaba en la chimenea. Avisté una silueta sentada en el sillón del cap de los Daganegras y… desperté de golpe. Fiambres. Me había quedado dormido y ahora… ¿dónde diablos estaba Yerris? Buscándolo con la mirada, lo vi tumbado en un jergón, aparentemente dormido. Luego me crucé con el rostro embozado de Aberyl. Sus ojos me sonreían. En cambio, Korther no me sonreía.

Sin decir una palabra, el cap replegó los dedos de una mano, invitándome a acercarme. Me levanté y, mientras daba unos pasos hacia él, pensé en decirle que sentía mucho lo de aquella famosa noche de los Barrancos, que me había… no sé, raptado un espíritu o qué sé yo… Pero, claro, no dije nada, porque temía meter la pata otra vez. Y, como al detenerme ante él me crucé con sus iris reptilianos y violetas, vi el silencio eternizarse y mi nerviosismo aumentar. Me humedecí los labios, inspiré, espiré, busqué frenéticamente en la expresión de Korther algún indicio que me hiciera entender que me había perdonado… y no lo encontré. Él esperaba una disculpa. Y yo fui incapaz de dársela. En su lugar, se me llenaron los ojos de lágrimas y estas comenzaron a correr profusamente por mis mejillas.

Korther resopló suavemente.

«Lo que faltaba. ¿No eres capaz de decir un ‘lo siento’, rapaz?»

Sollocé e hipé:

«L-lo s-siento.»

El elfocano acogió mi disculpa poniéndome cara satisfecha.

«Bien. Eso ya es un avance. Deja de llorar, hijo. Tus lágrimas no te harán mejor Daganegra.»

Me miró con una sonrisilla, invitándome a serenarme, pero es que yo ya estaba lanzado y no conseguía parar. Viéndolo, él borró su sonrisa y se giró hacia Aberyl con expresión exasperada.

«¿Lo sacudo o qué hago?»

Ab se carcajeó por lo bajo.

«Tú eres el cap. Se supone que sabes manejar a tus sarís.»

Korther hizo una mueca y, torpemente, me palmeó la espalda mascullando:

«Si te crees que llorando vas a conseguir que me olvide de tu jugada, te equivocas, rapaz. Ni tampoco voy a consolarte como si fuera tu madre. Caray. Serénate, hombre.»

Al fin, hice un esfuerzo y me tranquilicé. Me limpié la nariz en mi abrigo y el cap hizo una mueca de repugnancia.

«La elegancia en persona, rapaz. Dime, ¿has venido a la Fonda por alguna razón especial?»

Algo abochornado por mi prestación, me encogí de hombros, inspirando ruidosamente.

«Sí. Bueno. Creo. Yabir y Shokinori están en Éstergat. Los vi en los Gatos.»

Korther esbozó una sonrisa, y su sonrisa se ensanchó. Le echó una ojeada a Aberyl antes de soltar:

«¿De verdad, rapaz?»

«Sí,» afirmé. «Me persiguió el lobo otra vez. Por el Laberinto.»

«Anteayer,» puntualizó Korther.

Asentí y me petrifiqué, mirándolo a los ojos.

«¿Cómo…?»

«No te lo vas a creer,» sonrió el cap. «Los subterranienses andaban buscando a una persona capaz de meterse en un lugar altamente seguro y, buscando, buscando… dieron con un Daganegra. Yabir es un hombre culto y habla owram perfectamente. Su drionsano, en cambio, es horrible. Pero comprensible. Shokinori, él, no entiende ni papas. Al parecer es algo así como su guardaespaldas. Sólo que ambos son hobbits y digamos que su aspecto no impone mucho,» bromeó, riendo. «Bueno, como ves, el asunto va viento en popa. Es una pena que tú y yo hayamos perdido confianza porque, de lo contrario, te habría encomendado una misión muy importante.»

Yo me había quedado mirándolo, boquiabierto. Korther me echó una ojeada burlona y, rascándose la barbilla, añadió:

«Así es la vida, rapaz. ¿Qué tal va Yerris?»

Extrañamente, se lo preguntaba a Ab. Este se agachó junto al Gato Negro y le tanteó el cuello, como buscando el pulso. Sólo entonces me fijé en el frasco vacío que había sobre la mesa, junto a la armónica… Un frasco vacío, me repetí, súbitamente alarmado. ¿Podía acaso ser…? Inspiré de golpe y dejé escapar:

«¿Eso es la poción?»

«Ajá,» confirmó Aberyl. «Dessari Wayam la dejó de verdad en la casa antes de marcharse con esas extrañas gemelas y esos tiparrones.» Realizó un vago ademán hacia Yerris y, levantándose, agregó: «Por ahora, no tiene las convulsiones de la última vez. Con un poco de suerte, la poción funcionará.»

El joven Daganegra se sentó en una silla y, de paso, recogió la armónica y la inspeccionó con curiosidad. Fruncí el ceño y estuve a punto de decirle que no tocara, que eso era del Gato Negro, pero, tenso como estaba, callé. Mientras Aberyl se ponía en equilibrio y apoyaba las botas sobre la mesa, el cap retomó:

«¿Y bien, rapaz? Si has venido a la Fonda, supongo que lo has hecho con intención de obtener mi perdón… y de comportarte de ahora en adelante como un Daganegra y no como un mocoso cobarde y desertor.»

Me sentí palidecer y lo miré con cautela.

«Sí, señor. Pero el alquimista…»

Me humedecí los labios, callé, y Korther enarcó una ceja.

«¿Qué pasa con el alquimista, rapaz?»

Tragué saliva.

«Pues… que se ha ido.»

Korther se encogió de hombros.

«Lo sé. En su nota, dice que hará todo lo que pueda para encontrar el remedio para los sokuatas. ¿Qué más quieres? No conseguiréis nada persiguiéndolo o amenazándolo. Déjalo estar. Mira Aberyl: ha esperado cinco años antes de encontrar un remedio a su inestabilidad energética.»

Enarqué una ceja. ¿Inestabilidad energética? ¿Ab? Bajo mi mirada sorprendida, Aberyl hizo una mueca sonriente, dejó la armónica en la mesa y declaró alegremente:

«Ese gnomo es el mejor alquimista de Prospaterra. Créeme, muchacho: intenté convencerlo para que se quedara a trabajar con nosotros. Nos fabricó algunos productos absolutamente geniales… Pero, por desgracia, dijo que no. Yo, Dessari Wayam, no colaboraré nunca más en una banda de criminales,» citó con burla, alzando el índice. Y suspiró. «Con lo bien que lo tratábamos.»

«Mmpf. Trata al mendigo como a un príncipe y olvidará hasta tu nombre,» pronunció Korther. Sus ojos se posaron sobre mí y destellaron con el reflejo del fuego de la chimenea. «Oye, rapaz. ¿Puedes hacerme un favor?»

Agrandé los ojos. ¡Un favor! Me apresuré a asentir, entusiasmado y expectante.

«¡Ah pues natural! ¿Qué favor?»

El cap me evaluó con la mirada un instante antes de sonreír.

«Alivia.»

El corazón me dio un vuelco. Volví a asentir, nervioso, y retrocedí hacia la puerta de salida echando un vistazo al cuerpo aún inmóvil de Yerris.

«C-corriente,» balbuceé. Quité la tranca, estiré el pomo y el frío me sobresaltó. Murmuré: «Salú.»

Korther no me miraba. Pero, justo cuando fui a cerrar la puerta, lo vi fruncir el ceño con expresión levemente decepcionada. ¿Habría esperado tal vez de mí que reaccionara de otra manera? ¿Que le pidiera quizá que confiara en mí y me diera una oportunidad para llevar a cabo esa misión tan importante para Shokinori y Yabir? Pues venga, ¿y para qué? ¿Para que el lobo de esos subterranienses volviera a tirárseme encima? La madre. Que no quisiera toparme con ese monstruo otra vez no significaba que yo fuera un mocoso cobarde… ¿verdad?

Vacilé unos segundos ante la puerta cerrada y, entonces, le di la espalda y me alejé por la Calle del Hueso. Al de un rato, me di cuenta de que estaba caminando hacia el Río Tímido y no hacia la pensión del Bello-Lado. Y también me percaté de que no me sentía bien. Reconocí los síntomas: un picor desagradable en los ojos, las manos que se me agarrotaban, un malestar general que no tardaría en empeorar…

«Fiambres,» gruñí.

Se suponía que la sokuata debía de haber durado al menos un par de días más…

Inquieto, alterado, me paré en medio de una calle desierta cogiéndome la cabeza con ambas manos.

Bueno, ¿y ahora qué hacía? Ignoraba si el alquimista habría dejado una reserva de sokuata, pero podía ser. Pese a todo, vacilé pues no me apetecía nada volver a la Fonda a pedir una dosis.

Seguí avanzando sin rumbo preciso, tratando de pensar. Podía ir al Espíritu Riente y pedirle karuja al Bor. Sabía que él me la daría aunque yo no tuviera gran cosa que darle por lo pronto. Sin embargo, yo caminaba en el sentido contrario. ¿Tal vez porque no quería decepcionar al Bor? Tal vez.

Cuando llegué al Río Tímido, me arrodillé junto a un hilo de agua, en un lugar rocoso no demasiado peligroso, y hundí las manos en el riachuelo. Pese al frío de la noche, el agua estaba templada. Bebí y mascullé débilmente:

«¿Qué haces, Mor-eldal? ¿Qué fiambres haces?»

Tenía que moverme de ahí. Pensé en mis comparsas y en Rogan. Ellos habían tomado sokuata unos días después que yo y probablemente se encontraran todos bien. Al menos era algo.

Con cierta dificultad, me levanté y, temblando de pies a cabeza, regresé a la calle que bajaba siguiendo el Río Tímido hasta el río de Éstergat. Me daba la impresión de haberme convertido en un espíritu cojo que erraba por Éstergat sin objetivo alguno. Avanzaba, y no sabía muy bien hacia qué. Hasta que, de golpe, llegué a una escalera, no la vi y resbalé. Caí rodando y los Espíritus de la Fortuna debieron de estar de mi lado porque, aparte de contusionarme todo el cuerpo, salí milagrosamente vivo. Una vez abajo, dejé escapar todo el aire de mis pulmones junto con un:

«Isturbiao.»

Con esfuerzo, me enderecé y me fijé entonces en que dos siluetas se habían parado junto a mí y se agachaban, recogiendo… monedas. Mis monedas.

«Que os fumiguen…» mascullé por lo bajo.

Me levanté y, la verdad, no sabía muy bien cuáles eran mis intenciones pero, de todas formas, no las pude poner en la práctica porque, en ese instante, uno de los aprovechadores se giró hacia mí y me empujó. No lo hizo con mucha fuerza, pero la suficiente para enviarme de nuevo al suelo dado mi estado. El ladrón rió.

«Diablos, el chaval está borracho perdido. Es increíble que haya sobrevivido a la caída.»

«Los Espíritus protegen al borracho y al niño,» le replicó su compañero. «Venga, no te entretengas.»

Pronto dejé de oír sus pasos y volví a enderezarme. Fui a recuperar mi gorra que se me había caído y seguí avanzando, tambaleante, cuesta abajo. Al de una eternidad, llegué, creo, a la calle que había justo encima del Hipódromo y que delimitaba la parte más baja de los Gatos. La recorrí con lentitud hasta que avisté a dos siluetas sentadas en el umbral de una casa en ruinas cubierta de plantas trepadoras. Apenas se veían en la oscuridad, pero mi instinto me dijo que formaban parte de la banda del Raudo. ¿No había dicho el Bailador que se habían instalado hacía poco en una casa en ruinas con vistas magníficas sobre el Hipódromo? Sin pensarlo mucho, me aproximé, tratando de controlar mis temblores. Al fin, me detuve y los dos guakos se levantaron.

«¿Quién eres?» preguntó uno con curiosidad.

Contesté con voz contenida:

«El Espabilao. ¿Está aquí el Raudo?»

Los oí murmurar entre ellos y uno dijo al fin:

«Está. Pero no se lo despierta en mitad de la sorna. Se amoscará si lo haces.»

Me encogí de hombros y pasé el umbral sin que ellos me dijeran nada. Parte del interior ruinoso tenía un tejado medio rehecho con tablas y lonas. Debajo de este, se adivinaban bultos acurrucados. Me paré con la mirada fija en estos últimos. No sé cuánto tiempo estuve así, de pie, sin hacer nada. El caso es que, al cabo, abrí la boca para pedir ayuda… y, antes de que saliera ningún sonido de mi garganta, me derrumbé.

Caí sobre alguien que emitió una imprecación. A continuación, oí voces confusas y sentí unas manos que me giraban para tumbarme boca arriba. Estaba todo muy oscuro y no conseguí reconocer a la silueta que me palmeó la mejilla mientras me decía:

«Abre la boca, shur. Brasas, ábrela ya y mastica esto.»

Le hice caso pese a que mi mente advirtió que lo que me daba ese guako no era la típica bolita de karuja sino algo en forma de tallo. Tragué.

«Mastícalo, diablos. Si no, no tiene tanto efecto. Toma. Esta mastícala de verdad.»

Cogí otro tallo y mastiqué. Increíblemente, el dolor iba menguando poco a poco. Cuando al fin reconocí la voz de mi salvador, hice una mueca. Era Syrdio. Resoplé.

«¿Qué… es esto?»

«Asofla,» contestó otra voz. Ese era el Bailador. «Tranquilo, yo la llevo tomando desde hace tres días y estoy vivo. La gente dice que es tóxica, ya sé, pero parece que a los sokuatas no nos afecta igual. Al menos eso creo. Lo bueno es que la asofla crece por todas partes. Bueno, ¿qué fiambres haces viniendo aquí, Espabilao?»

Me enderecé y seguí masticando la asofla. Tenía un sabor amargo. Asofla, me repetí, incrédulo. Sabía lo que era: era una planta negra que crecía como la mala hierba junto al río y en los bordes de los caminos. Uno de los primeros días que había pasado en Éstergat, Yerris me había pillado arrancando una de la tierra y me había pegado un susto de muerte cuando me había gritado: ¡suelta eso, shur, es la mano del diablo!

Me mordí el labio y me encogí de hombros. Mano del diablo o no, acababa de devolverme al mundo. Y esa era una noticia fabulosa. Más que fabulosa. Porque significaba: adiós sokuata, adiós karuja… ¡y adiós alquimista!

Al fin, expliqué:

«El alquimista dice que seguirá buscando el remedio, pero se afufó y yo ya no sé dónde está.»

Hubo un silencio. Y entonces Syrdio siseó:

«¿Has perdido al alquimista?»

Enseguida, sentí que la atmósfera se calentaba.

«Se afufó,» repetí. «Pero dice que…»

«Isturbiao,» me interrumpió Syrdio. «¿El Gato Negro tampoco sabe dónde está?»

«No. Ni Sla tampoco. El gnomo se ha ido,» insistí. «Y Korther ya no quiere ocuparse del asunto…»

«¿El cap Daganegra?» interrogó el Bailador.

«Cabal,» afirmé.

Inspiré una bocanada de aire cuando Syrdio me empujó gruñendo su descontento. Cuanto más masticaba, menos me ardían los ojos y más me dolían todos los músculos… por culpa de esa estúpida caída por las escaleras. Me levanté con la impresión de haber sido pisoteado por un corriacero. Y, viéndome de pie, Syrdio volvió a empujarme y choqué contra el muro en ruinas con un resoplido.

El Bailador se interpuso protestando:

«¡Hey, Syrdio, relaja el nervio! El Espabilao no tiene la culpa. Sin los Daganegras, el alquimista todavía estaría con los Ojisarios, ¿recuerdas? Además, ya no nos importa el alquimista. Tenemos la asofla. Agua al vino,» insistió.

Syrdio se tranquilizó, emitió un «baj» de desinterés y se alejó sin una palabra. Me fijé en que algún otro guako se había despertado y acercado a mí para ver qué pasaba, aunque la mayoría seguía durmiendo.

«Bailador,» dije en voz baja. «Si sabías lo de la asofla ya el otro día… ¿por qué no me lo dijiste?»

Por su breve silencio, adiviné su mueca molesta. Contestó:

«Como digo, estaba probando.» Me agarró de la manga y me invitó a que nos alejáramos de donde dormía la banda. Cojeando un poco, lo seguí hasta un muro en ruinas mientras él me decía: «Fue un golpe de suerte. Estaba allá por Lysentam y sabía que no iba a llegar vivo a Éstergat sin karuja, así que pensé: al diablo. Y me dio por meterme un gran puñado de asofla en el gaznate. Yo creía que iba a morir, pero la planta me devolvió a la vida. No quita todo lo malo,» admitió. «Pero está casi tan bien como la karuja, y lo bueno es que no hay que dejarse los dientes para que te den un tallo: ¡crece por todas partes! Así que problema resuelto. Al diablo con el alquimista.»

Me dio una alegre palmada en la espalda que me arrancó un gruñido de dolor.

«¡Cuidao, condenao! Que estoy dolido,» protesté, masajeándome la espalda.

«Oh, vaya,» se sorprendió el Bailador. «¿Te dieron un recorrido los Daganegras?»

Resoplé.

«No, no, qué va. Me caí por una escalera viniendo para acá.» El Bailador se carcajeó con incredulidad y aseguré: «No miento. Me duele todo.»

«Anda, pues yo tengo remedio para palizas y caídas, si quieres. Toma.»

Me puso algo redondo en la palma de la mano.

«¿Qué es?»

«¿Que qué es? ¡No me digas que nunca lo has probado! Es pasablanca. Mata los dolores, aleja el frío y anima el espíritu. Igual que la radrasia, pero no te deja resaca. Funciona incluso mejor siendo sokuata.»

Tan bonito me lo presentó el Bailador que tragué el bombón sin dudármelo y seguí masticando el tallo de asofla. No noté ningún cambio, pero dije de todas formas:

«Gracias.»

El Bailador se arrimó al muro.

«De nada. Así al menos pasarás la noche alegre. ¿Sigues trabajando de Golondrina?»

«Sí. ¿Y tú?»

«¿Yo? Me he aficionado a las tabernas de los Gatos,» declaró. «Hago encargos. Deberías hacer como yo. Pasarse el día fuera cuando hace frío es prejucial pa la salú. Me lo dijo una linda de La Llama Azul, para que veas.»

Torcí la boca en una mueca y, a mi vez, ensalcé mi trabajo:

«Corriendo no se pasa frío. Tú no sabes la de gente que conozco en la Calle de la Rueda, la Calle de la Rosa… ¡Pues vaya! Si supieras… Y…»

Me carcajeé y me tambaleé. El Bailador me ayudó a recuperar el equilibrio y a sentarme. Una extraña euforia me invadía y, embargado por un agradable calor, seguí parloteando sobre la Golondrina y mis encuentros laborales. No sé muy bien qué conté. Nada muy coherente, seguramente. Mientras tanto, el Bailador compartió conmigo una pequeña reserva de asofla para que me durara unos días. En un momento, me dio por entonar una canción y mi compañero, carcajeándose, me amordazó con la mano para que no despertara a la guakería. Tiempo después, cuando ya los demás compadres empezaban a rebullirse en el refugio, yo seguía delirando incansablemente:

«Y yo te digo, compadre: ¡viva el guako! Los mangaplatas tienen oro y plata, pero nosotros tenemos huesos. ¡Huesos! Mi maestro dice que es lo más importante. Es vital.»

«Natural,» se carcajeó el Bailador. Aspiró el humo de su cigarro de humerba y me lo pasó.

«Natural,» repetí, aceptándolo. «Y, compadre, mis comparsas son mucho más que oro y plata porque tienen huesos. Es muy fácil de entender. Yo lo sé desde hace mucho. Me escuchas, ¿eh?»

«Desde hace mucho,» repitió aplicadamente el Bailador mientras ahogaba un bostezo.

Asentí.

«Mucho. Los huesos. Sí. Por eso los nigromantes de verdad respetan más la vida que los demonios: porque dan morjás a los huesos que se mueven y se lo quitan a los que no se mueven. ¿Entiendes, eh? Luchamos por la vida incluso más allá de la muerte. Eso decía mi maestro y es cierto.»

«Mm, seguro,» aseguró el Bailador. «¿O sea que tienes maestro?»

«Sí, hombre, tengo. Sin él, estaría escachufao. Me gustaría volver a ver su cráneo. Y oírlo hablar. Él me enseñó a cantar. Lo echo de menos,» confesé.

Hubo un silencio. Mi euforia de antes se iba transformando poco a poco en una mezcla de apatismo y melancolía. Al cabo, el Bailador dijo:

«A veces es mejor echar de menos a alguien que no poder echar de menos a nadie.»

Hubo otro silencio y, entonces, me cogió el cigarro y se levantó.

«Oye, ¿sabes que está amaneciendo ya? Hablas más que las cotorras de los Gatos, Espabilao. Deberías volver con tu primo mientras no se te ha ido todavía el efecto de la pasablanca. Así no te dolerá nada. ¿Corriente?»

«¡Corriente!» afirmé.

Me incorporé a mi vez y, tras sufrir cierto vértigo, logré permanecer en pie.

«Oye, Bailador,» dije entonces. «¿Adónde dices que tengo que ir?»

El Bailador resopló.

«A ver a tu primo. O a la Golondrina, qué sé yo.»

«¡La Golondrina!» exclamé. «Pues claro. Voy.»

Le enseñé una gran sonrisa, le palmeé la espalda amigablemente y me fui. Mi mente tan sólo comenzó a darse plenamente cuenta de mi estado cuando, ya en la Avenida de Tármil, pasé cerca de Las Bailarinas. Justo al lado, estaba la Calle del Poniente, la calle de la barbería, y me detuve para contemplarla. Miré la cristalera. La tienda aún estaba cerrada.

«La barbería, no,» dije en voz alta. Ignoré la mirada prudente que me echó un viandante y afirmé: «Yo quiero ir a la Golondrina.»

Iba a girarme cuando un movimiento en una de las ventanas del segundo piso me hizo alzar la cabeza. Las cortinas se movían. Al de un rato, volvió a aparecer un rostro de mujer. La reconocí. Era la misma muchacha de tal vez dieciséis años a la que había visto anoche, sentada a la mesa familiar. Me crucé con sus ojos y, entonces, Samfen asomó a su vez la cabeza. Me quedé así como paralizado y estaba dudando de si alzar una mano para saludarlos cuando de pronto alguien me cogió del pescuezo.

«¿Quieres apartarte de delante de mi puerta, bribón?»

El señor me apartó él mismo y, como él se giraba para cerrar la puerta de su casa, le enseñé el dedo medio por reflejo y me alejé con un andar no muy recto. No me atreví ya a alzar la mirada hacia la ventana de la barbería. Pasé por la Explanada para limpiarme la cara y las manos y, cuando llegué ante la oficina de mensajería, estaba más o menos repuesto de la pasablanca, pero en su lugar todos los dolores que esta había acallado durante la noche habían resurgido. Suspiré. Sabía que el Bailador no me había drogado con mala intención, pero ahora me arrepentía terriblemente… sobre todo porque temía haber abierto demasiado la boca. Le había hablado de nigromancia. ¿Cómo se me había podido ocurrir hablarle de huesos, morjás y nigromancia? Lo único que me reconfortaba era pensar que el Bailador tampoco parecía haberle dado mucha importancia a mis delirios.

Entré en la oficina cuando las campanas del Templo Mayor daban las nueve campanadas. Llegaba tarde y la mirada de Dalem, el oficinista, me dio a entender que el director se había enterado. Fiambres. Soltando un salú general más bien discreto, seguí sin detenerme. Fui a revestir el uniforme detrás de uno de los biombos del pasillo y la madre lo que me costó ponerme los pantalones. Gracias a mi piel algo oscura, no se veían demasiado las magulladuras pero aun así… pues se veían. Recordando confusamente la caída, volví a maravillarme de que aún estuviera vivo. Me llevé la mano a mis tres colgantes y los palmeé con satisfacción. Con la protección de la estrella del Daglat, del colgante de mis ancestros y del collar del Sacerdote… ¡como si me tiraban los diablos desde la cima de la Roca! Sobreviviría fijo.

Puse los ojos en blanco ante mis pensamientos disparatados y rebusqué la asofla en el otro abrigo para pasármela a los bolsillos de mi uniforme. Sonreí con alegría y es que, ahora que tenía la mente clara, me daba plena cuenta de lo que significaba el descubrimiento del Bailador. Me sentía como… como si me hubiese liberado de la mina de salbrónix una segunda vez. Recordé algo que había dicho Yerris hacía tiempo, algo como que un guako se buscaba la vida y no se la daban hecha, y era cierto. El alquimista no había arreglado ningún problema: lo había arreglado un guako. Mi sonrisa se ensanchó mientras me metía un tallo de asofla en la boca. Solté en un murmullo:

«Viva el Bailador.»

Me senté en el suelo y acabé de ponerme las botas. Me coloqué la gorra número cuarenta y dos y estaba tanteando mis bolsillos en busca de mi lápiz y mis hojas cuando Dermen asomó la cabeza por un lado del biombo.

«Muchacho. El director quiere verte.»

Miré la expresión del empleado con cara suspensa y, aprovechando que este me daba la espalda, escupí la asofla, la guardé en mi bolsillo y seguí a Dermen por el pasillo sin una palabra hasta el despacho del director. La puerta estaba abierta y el director, sentado en el escritorio, alzó la vista cuando yo asomé la cabeza.

El director era un humano relativamente joven para estar en su puesto. Regordete y bajito, vestía como un caballero mangaplatas. Mis compañeros de oficio opinaban que era un buen patrón. Aun así, tenía sus manías. Consideraba capital que los mensajeros de la Golondrina ofreciéramos una imagen impecable para realzar la propia imagen de la compañía y, así, prometía gratificaciones a los que se acercaban más a su modelo de «mensajero ejemplar», que era, para él, un muchacho limpio, activo, servicial, discreto y… puntual. Me crucé con sus ojos verdes y creí leer en ellos un claro: estás despedido.

Siguiendo los consejos de Yum sobre cómo dar coba a un patrón irritado, me quité respetuosamente la gorra, entré en el despacho y pregunté con tono profesional:

«¿Me llamaba, señor director?»

«Draen Hílemplert,» me dijo este a bocajarro. Se recostó en su sillón y me fulminó con la mirada. «Llegas una hora tarde al trabajo y, para colmo, lo haces con la cara magullada… Hasta ahora tu comportamiento era intachable. Confío en que esto no volverá a ocurrir.»

Parpadeé. La madre, ¡no me despedía! Reprimiendo mal una sonrisa, brinqué interiormente de alivio y forcé una cara afligida.

«Perdón, señor. Es que…»

«No quiero saber nada,» me cortó el director. Ante su expresión claramente decepcionada, bajé los ojos y juzgué prudente callar. Tras un silencio, agregó: «Tu falta queda escrita y no la olvidaré. ¡Dermen! Dale un poco de pomada al muchacho y que se arregle la cara. Y luego a trabajar. Sólo trabajando se puede ganar uno el pan honradamente. ¿Verdad, Draen Hílemplert?»

«Sí, señor,» afirmé con cara convencida.

La expresión del director se hizo más amigable. Me liberó y salí del despacho resoplando suavemente para acabar de relajarme. Amable, Dermen me ayudó a esconder los rasguños y golpes con una pomada. No me preguntó cómo me los había hecho y yo no le dije nada.

«Listo,» anunció entonces Dermen con una sonrisilla.

Le devolví la sonrisa y él iba a alejarse cuando Dalem, el jefe oficinista, apareció por el pasillo con expresión turbada.

«¡Muchacho! Oh… Estás ahí. Er… Espera un momento, ¿quieres?» me lanzó. Y llamó a la puerta del director bajo mi mirada sorprendida. Demonios, ¿qué pasaba ahora?

Con el ceño fruncido, me acerqué y alcancé a oír lo que le decía Dalem al director en un murmullo nervioso:

«Un agente de policía anda buscando al muchacho…»

«¿Qué muchacho?» replicó el director con voz más alta.

«A… a Draen Hílemplert,» contestó Dalem.

Al oírlo, me detuve en seco y palidecí mortalmente. La madre, ¿y por qué me andaba buscando la moscardía ahora?