Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante

21 Indecisiones y amenazas

Tan bien y tan cómodo se estaba en aquel árbol que dormimos como osos lebrines y, cuando abrí los ojos y vi el cielo bien iluminado, me aseguré de que aún quedaba tiempo para las doce antes de volver a cerrar los ojos y vaguear escuchando el canto de los pájaros. Por primera vez desde hacía muchos despertares, me sentía lleno de energía. Aquella mina de salbrónix tal vez no nos afectaba tanto como a los saijits normales, pero tanto luchar contra su energía mermaba así y todo nuestras fuerzas. Ahí, en cambio, tumbado a salvo en el viejo árbol, me invadía un profundo bienestar.

Al cabo de un rato, empujé suavemente los pies de Manras y me deslicé afuera de nuestro nido. Bajé hasta el pie del árbol y me dediqué a buscar el desayuno sin alejarme demasiado. Encontré algún insecto que reconocí y tragué masticando enérgicamente, topé con algo que se parecía a una lechuga pero, por si las moscas, no la cogí. Acabé por encontrar tres caracoles gordos, los metí en mi bolsillo y los traje de vuelta al pie del árbol, donde me puse a cantar:

¡Tarán tran tran!
Despertad, almas benditas,
que ya ha salido el sol,
que ya ha salido el sooool.

Con algún berrido más y alguna exclamación, los animé a bajar del árbol y les tendí a cada uno un caracol.

«¡Buen desayuno!»

Con los ojos agrandados como platos, ambos observaron cómo comía mi propio caracol y Manras soltó un:

«Beeej, yo no me como eso, Espabilao.»

Le dediqué una mirada burlona y le dije:

«Mangaplatas.» Y, con aire de emperador, me giré hacia lo que, a mi ver, era el noreste y me puse a andar clamando: «¡Volvamos a la ciudad, que tenemos cita con el Gato Negro!»

Cuando, un rato después, eché una ojeada hacia atrás, no dejé de fijarme en que Manras y Dil masticaban el caracol sin poner cara de asco. Y sonreí ampliamente.

Aquel día, el cielo estaba azul y radiante y una brisa cálida agitó los mechones delante de mis ojos cuando llegamos a los lindes del bosque. Resoplé para apartar el pelo y lancé:

«¡Carababhueso el último que llega al Puente de Luna!»

Quedaba un buen trote hasta ahí y, pese a que saliéramos disparados soltándonos pullas, al de un rato regulamos el ritmo, hasta que, metiéndonos entre las casas que bordeaban el Camino Blanco, avistamos el puente con sus dos esbeltas torrezuelas y nos pusimos a correr como endemoniados. Llegamos los tres casi al mismo tiempo. Casi, pues yo llegué antes. Les dediqué una sonrisa, jadeando.

«¡Se siente, shurs!»

Me respondió una voz de barítono:

«¡Apartaos, muchachos, que paso!»

Nos apartamos prestamente de en medio del puente y dejamos pasar a un viejo con una carreta repleta de sacos. Uno estaba medio abierto y pude ver que llevaba manzanas dentro. Suspiré y pensé: ojalá hubiera manzanos en la Cripta.

Pasamos por delante de los guardias que vigilaban el puente sin que estos nos echaran más que un vistazo, y el resto del camino hasta el Parque de la Tarde lo hicimos siguiendo el paseo de la orilla del río, deteniéndonos cada vez que veíamos algo interesante y echando de cuando en cuando miradas aprensivas a nuestro alrededor, como si temiéramos que de pronto unos Ojisarios fueran a atacarnos en pleno día armados con sus ballestas y sus perros. Llegamos al parque sanos y salvos.

Ignoraba qué hora era y, para averiguarlo, nos dirigimos primero al pequeño templo que había junto al parque. Cuando entramos y cruzamos la sala llena de bancos, el sacerdote, un humano delgado, joven y de ojos muy vivos, nos miró con cara llena de compasión y, a mi pregunta, respondió:

«Son casi las doce. Espera, hijo mío,» agregó. Me miraba a mí. «Esta mañana vino una buena señora a traerme ropa usada. Si esperas un poco, tal vez pueda darte algo.»

La perspectiva de llegar tarde a la cita me molestaba, pero ¿quién hubiera podido rechazar tan generosa propuesta? Asentí, sonriente.

«Sería muy amable.»

El sacerdote encendió un cirio, lo posó ante el altar de los Ancestros y realizó un signo de devoción antes de alejarse y desaparecer por una portezuela. Miré los cirios con una mueca pensativa. Un cirio de esos fijo que valía más de diez clavos… El sacerdote reapareció casi enseguida llevando entre sus manos una camisa bastante blanca y una vieja gorra con la visera agujereada. Yo tendía los brazos, listo para recoger mi regalo y agradecerle, cuando él detuvo su gesto.

«A cambio, no olvides pronunciar una oración a los ancestros del Templo de la Lisonjera. Así se llama mi templo.»

Sonreí y me llevé el puño al pecho con solemnidad.

«No hay cuidao, le diré una oración. Gracias, señor sacerdote,» añadí, como él me daba la camisa. Me puse esta y me coloqué la gorra soltando: «Bendita sea la generosidad del sacerdote del Templo de la Lisonjera y muchos años lo guarden sus ancestros y los ancestros de la Lisonjera. Paz y virtud. ¿Va bien?» inquirí.

El sacerdote se carcajeó, divertido.

«Bastante bien. Venga, salid y dejad a los ancestros velar sobre este lugar sagrado. Y que también velen sobre vosotros, pequeños. Recordad que hasta las almas más pequeñas son veladas por los Espíritus de nuestros ancestros mientras les brinden respeto.»

Manras y yo asentimos y capté la mirada molesta que le echó el sacerdote a Dil. Fruncí el ceño. ¿Ese sacerdote no creería también que los «diablillos» como Dil eran criaturas malignas, verdad? Buah. Preferí no preguntárselo. Salimos con rapidez del templo y regresamos al Parque de la Tarde justo cuando el campanario del Templo Mayor daba las doce del mediodía. Nos instalamos en un banco de piedra, en la plaza central. El problema con ese parque era que, siendo tan grande, era difícil saber dónde Yerris esperaba encontrarnos. Y lo bueno era que el Gato Negro, siendo precisamente tan negro, destacaba bastante. Lo veríamos de lejos. Estaba pasando una mano curiosa por mi camisa nueva y constatando que, aunque usada, era de buena calidad cuando Manras me estiró de la manga.

«¡Espabilao! Es él, ¿no?»

Alcé la vista y lo vi. No venía solo: iba acompañado de Slaryn, la Adivina y el Topo. Sonreí y, al ver que ellos acababan de avistarnos también, pasé de levantarme y les dediqué un saludo con la mano.

«Salú, shurs,» dijeron Sla y Yerris al mismo tiempo cuando nos alcanzaron.

«¡Salú, salú!» les repliqué. Y me levanté al fin, alegre de verlos a los cuatro. «¿Cómo habéis hecho para reencontraros?»

Yerris carraspeó y Slaryn sonrió.

«Digamos que vuestra escapada ha dado que hablar en los Gatos. Yerris y yo acordamos encontrarnos en… un sitio y, en cuanto me enteré de lo ocurrido, fui y ahí estaba el Gato Negro, esperando a que la princesa le sacara de apuros.» El Gato Negro puso los ojos en blanco y la elfa oscura confesó: «En realidad, no he podido hacer gran cosa. Vuestros compañeros se han dispersado por todo el Laberinto. La Adivina y el Topo estaban en la Plaza Lana.»

Hice una mueca y dije:

«Ese sitio no es un buen refugio.»

Bien recordaba yo que los Ojisarios me habían pillado ahí con extrema facilidad.

«No lo es,» coincidió Sla. «Por eso hemos encontrado otro. Aunque sigue sin convencer a Yerris.»

Este puso cara de disculpa.

«Es que refugiarse en el Laberinto para huir de unos demonios que viven en el Laberinto no me encanta especialmente.»

«El que decía que el Laberinto era un lugar lleno de maravillas,» se burló la Daganegra.

«Y lo es. Pero no ahora mismo,» carraspeó Yerris. E hizo un amplio ademán. «Qué importa, no tenemos nada mejor de momento. El caso es que los Ojisarios se han vuelto el hazmerreír del Laberinto y están más cabreados que un gato con el agua al cuello. ¿Tienes noticias del Sacerdote?» preguntó.

Negué con la cabeza, ensombreciéndome.

«No. Pensaba ir ahora a ver qué tal. ¿Dónde está ese refugio?»

«Huh, huh,» intervino la Adivina con una sonrisilla. «Para saber dónde está, o hay que ser adivino o alguien debe mostrártelo.»

Ladeé la cabeza, curioso.

«Eso es una buena cosa.»

«Te lo enseñará Yerris,» decidió Sla. «Yo tengo que ir a… negociar.»

La observé con cara intrigada, Yerris y ella intercambiaron una mirada y agrandé los ojos, anonadado, creyendo entender.

«¿Negociar con los Ojisarios? ¿Para liberar al alquimista?»

«No, no, no,» rió Slaryn. «Negociar con nuestro cap. No hables más de la cuenta,» añadió en un murmullo que sin duda oyeron el Topo, la Adivina y mis comparsas.

Me tragué las palabras y, como vi a Slaryn retroceder un paso como para alejarse ya, apunté:

«¡Voy contigo!»

Slaryn se detuvo en seco.

«¿Qué? No, shur. No puedes… Es ridículo. A ti apenas te conoce. No me serás de ninguna ayuda.»

«No iré a negociar,» aseguré. «Me debe veinte dorados, eso es todo.»

Y tenía intenciones de pagar los cuidados de Rogan con esos siatos, añadí mentalmente. Los dos Daganegras me miraron con caras aún más sorprendidas que los demás.

«Veinte dorados,» murmuró Yerris, incrédulo. «Fiambres, ¿qué hiciste, shur?»

Me encogí de hombros.

«Una cosa.» Sonreí al verlos positivamente impresionados y apunté: «Entonces, ¿puedo ir contigo, Sla?»

Slaryn asintió, pensativa, y Yerris se aclaró la garganta.

«Lo siento, pero yo no me ocupo de unos mocosos, shur, tengo cosas que hacer. Y dejarlos solos en el refugio no me llama nada…»

«¡Hey, mocoso, tu madre! ¿Qué te has creído?» lo interrumpió Manras, sulfurado. «No necesitamos que te ocupes de nosotros. Iremos a vender periódicos y a ganarnos el pan.»

Asentí, inquieto.

«Corriente, pero no os alejéis de los moscas y, si hay un Ojisario o cualquier isturbiao que se mete con vosotros, os ponéis a gritar como escalufniaos.»

«Natural,» replicó el pequeño elfo oscuro.

Era más seguro, de todos modos, vagar por Rískel o Tármil que meterse en el Laberinto sin una buena banda para protegerse. Me despedí de ellos, citándonos en la escalinata del Capitolio a las seis, y dejando a Yerris, a la Adivina y al Topo, me alejé con Slaryn por el parque. Salimos de este y ascendimos por las calles de Tármil a buena marcha. Ya cruzábamos la Avenida cuando le pregunté:

«¿Vas a pedirle a Korther que nos ayude?»

Slaryn caminaba a grandes zancadas. Por prudencia probablemente, había escondido su largo cabello rojo bajo un bonito velo naranja.

«El problema es que con Korther no se ‘pide’, se negocia. Cuando fui a verlo anteayer, no parecía muy dispuesto a mover un dedo para ayudarnos. Dijo que se lo pensaría…» Resopló con sarcasmo. «Korther, desde luego, no es de los que actúan con rapidez. Así que menos mal que tu amigo os sacó de apuros.»

«Ya… Pero, sin el alquimista, no duraremos más de dos lunas,» le recordé.

Slaryn hizo una mueca.

«Lo solucionaremos. De algún modo.»

Quise creerla y no hablamos más durante el resto del trayecto. Para no tener que cruzar los Gatos, Sla nos hizo dar un rodeo pasando por Atuerzo y bajando por las escaleras de la Vieja Muralla, aterrizando casi directamente en la calle de la Fonda. Se metió en el callejón y, tras echarme una ojeada, llamó a la puerta, y lo hizo dando toques de tal forma que parecía una contraseña. La puerta se abrió un poco y apareció el rostro muy pálido de un humano moreno y relativamente joven. No lo conocía.

«Salú, Aberyl,» dijo Sla.

«¿Y ese?» inquirió el tal Aberyl.

«Es un sarí,» contestó la elfa oscura con calma.

Sin pedir más explicaciones, Aberyl abrió la puerta en grande. Entramos. La última vez que había estado ahí, apenas me había fijado en el interior. Esta vez, pude verlo con más tranquilidad. Había una mesa con sillas, una butaca, una chimenea apagada y, sobre esta, un cuadro que representaba la calle de una aldea. Pese a que Korther no podía lógicamente estar a falta de dinero, aquella habitación no era lujosa, desde luego no como la de Miroki Fal.

«¿Dónde está Korther?» preguntó Slaryn.

«No tardará,» contestó Aberyl. Dio unos golpecitos suaves a la única puerta interior que había, se sentó a la mesa y continuó lo que, al parecer, estaba haciendo antes de que llegáramos: meter un montoncito de polvo gris dentro de un frasco.

«¿Sabes lo que es la satranina?»

Me lo preguntaba a mí, tal vez porque, llevado por la curiosidad, me había acercado a la mesa para ver mejor lo que estaba haciendo. Asentí.

«Yálet me dijo que era un sedante.»

Aberyl esbozó una sonrisa sin enseñar los dientes.

«Mm. Un sedante fuerte que puede hacer dormir a una persona si lo respira de cerca.»

Retrocedí un paso, prudente.

«Vaya. ¿Y lo utilizas a menudo?»

Aberyl se encogió de hombros, divertido.

«A veces. Por ejemplo, cuando trabajas de noche, le haces respirar eso al propietario y tienes toda la casa para ti durante varias horas.»

Aquello me impresionó y me imaginé de pronto cómo, corriendo con aquel frasco de Ojisario en Ojisario, los dejaba a todos dormidos y conseguía sacar al alquimista de su territorio y salvar a todos mis compañeros… La escena, aunque muy probablemente irrealizable, me arrancó una sonrisa vengativa.

De pronto, la puerta interior se abrió y Korther apareció. El elfocano me examinó con rapidez con sus ojos reptilianos de diablo antes de fijarse en Slaryn y suspirar con paciencia.

«Buenos días, jovencitos. ¿Qué puedo hacer por vosotros?»

«Lo sabes muy bien, Korther,» dijo Sla con tono seco. «Mi madre te desorejará cuando salga de la trena y se entere de que dejaste a su hija metida en una mina de salbrónix, explotada por los Ojisarios. ¿Qué dirán los demás caps Daganegras cuando sepan que dejas a tus sarís en manos de unos criminales sin hacer nada? ¿Qué dirán cuando sepan que dejaste que los mutaran como si fueran cobayas? ¿Qué dirán nuestros cofrades cuando sepan que tus sarís han regresado reptando ante los Ojisarios para pedirles sokuata porque tú te negaste a ayudarlos?»

Me quedé atónito. Cada pregunta estaba formulada con una irritación creciente. Sin parecer muy sorprendido, Korther alzó unas manos apaciguadoras.

«Cálmate, querida. No llegarás a ningún sitio ni sulfurándote ni echándome la culpa de lo que te han hecho los Ojisarios. Tienes razón: como cap, me comprometo a echar una mano a los jóvenes de la cofradía. Pero no me comprometo a ayudar a unos imprudentes que se meten a espiar a los Ojisarios para salvar a un traidor. Te lo expliqué bien claro la última vez.»

«¡Yerris no es un traidor!» gruñó Slaryn.

«Lo fue. Otra cosa es que lo fuera de buena gana. Pero fue y sigue siendo un traidor.»

Los ojos de Slaryn centellearon.

«Dale al menos una oportunidad, Korther. Él quería ser un Daganegra. Yo no. Y lo echas a él y no a mí. No es justo.»

«La vida es injusta, querida. Y yo no perdono fácilmente.»

«Si muero, mi madre no te lo perdonará a ti,» replicó Slaryn.

Korther meneó la cabeza, suspirando.

«Y eso me entristecería, te lo aseguro.» Se avanzó con las manos en los bolsillos. «Mira, Slaryn, la situación no pinta tan mal. Ayer le dijiste a Alvon que teníais sokuata para dos lunas, ¿verdad?»

«Para… un poco más,» confesó Slaryn. «Los Ojisarios volvieron a pillar a algunos, no sé cuántos. Aún nos queda volver a encontrar a los sokuatas que se libraron.»

El cap asintió, meditativo, mientras yo palidecía. ¿Así que no nos habíamos escapado todos? Fiambres…

«Bien. Estupendo,» dijo Korther. «Entonces tal vez dure tres o hasta cuatro lunas, ¿correcto?»

Slaryn realizó una mueca sarcástica.

«¿Estupendo?» repitió. «Me parece todo menos estupendo. Cuatro lunas de vida es una miseria. Aunque, total, los Ojisarios van a matarnos antes porque nadie hace nada para acabar con esa banda, y menos Korther el Desalmao.»

«Ya estamos otra vez echando la culpa,» le hizo notar Korther con calma. «Escucha, querida, el Bravo Negro hasta hace cuatro días era un donnadie y hoy le está haciendo competencia al mismísimo Frashluc de los Gatos. ¿Sabes quiénes somos los Daganegras en todo esto, Slaryn? Unos ladrones profesionales, un poco aventureros, mercenarios… pero no somos guerreros, ni héroes, ni suicidas. Tus amigos tuvieron una suerte de mil demonios escapándose. Ahora el Bravo Negro habrá reclutado a más gente. Podría reclutar a un ejército. Si de verdad sacaba noventa perlas de salbrónix al día, estará podrido de dinero. Esas perlas no las vendes por menos de quince siatos cada una, y tal vez me quede corto.»

Quince siatos, pensé, frunciendo el ceño. Y él me había dado sólo cinco siatos por las cinco perlas que le había vendido en invierno. Me había tomado el pelo.

«Creo que también olvidé mencionarte,» añadió Korther, «que el Bravo Negro y yo llegamos a un acuerdo de mutuo entendimiento hace un tiempo. Le pagué una buena suma y ese granuja aceptó destruir cierta información. Información, por cierto, que robó Yerris de mi despacho el año pasado, aquí, en la Fonda. Él mismo lo confesó. Fue un descuido de mi parte, lo admito, pero no me digas que esa no fue una traición canallesca de parte de ese santo inocente que tan bien parece haberte conquistado, querida.»

Slaryn le devolvió una mirada turbada y se pasó la mano por la frente murmurando un:

«Espíritus.»

Me armé de valor e intervine:

«Korther. Yerris no quería traicionarle. Esos tipos lo obligaron y…»

«Lo educaron para que lo hiciera,» me cortó Korther. «No te pongas de su lado, rapaz. Bastantes problemas tienes ya. Bueno, vamos a ver. Habéis venido aquí para pedirme que olvide el trato con el Bravo Negro y os eche una mano para capturar a ese alquimista porque, por lo que he entendido, es vuestra única salvación. ¿No se os ha ocurrido que tal vez os hicieron creer que esa sokuata es una poción de mutación muy difícil de fabricar y que, en realidad, no lo sea tanto? Quién sabe, tal vez la fórmula para fabricar esa sokuata no sea tan complicada y pueda ser retomada por algún otro alquimista, o bien,» dijo, «tal vez esa historia de que os morís si no tomáis sokuata la inventaron para asustaros.»

Slaryn emitió un gruñido lleno de sarcasmo.

«¡Sí claro! Yerris me contó lo que les pasó cuando los Ojisarios dejaron de darles sokuata: al de una semana estaban medio muriéndose.»

«Medio muriéndose,» apuntó Korther. «Tal vez les pusieron un veneno en el pan para que sacaran conclusiones falsas. O tal vez, al de un tiempo, se habrían desintoxicado, desmutado o qué sé yo.»

Slaryn bufó:

«Imposible: el propio alquimista le dijo a Yerris que sin sokuata moriría.»

«Yerris,» repitió Korther. Bajo la mirada fulminante de la elfa oscura, puso los ojos en blanco. «No digo que tu historia no sea cierta, Slaryn: sólo digo que, hasta ahora, no tenemos ninguna prueba de nada.»

«¡Eso es porque no me escuchas, isturbiao!» exclamó Slaryn. Pareció a punto de añadir algo, lanzó un gruñido exasperado, realizó un ademán furioso, dio media vuelta, abrió la puerta y se marchó dando un portazo.

Parpadeé, asombrado, y, por un instante, estuve tentado de seguirla, pero entonces recordé mis veinte siatos.

«Madres de las Luces,» suspiró Korther, sentándose en su butaca.

«Extraño asunto, ¿eh?» soltó Aberyl, recostándose en su silla.

«Y que lo digas, Ab. Y que lo digas,» murmuró Korther.

El pálido humano se metió el frasco de satranina en el bolsillo y dijo:

«No sé qué te parecerá, pero a mí la idea de dejar a treinta niños morir por culpa de un alquimista y un criminal no me gusta mucho. Ya sé que podría ser arriesgado pero… tener a un buen alquimista en nuestra cofradía podría resultarnos muy útil.»

Korther lo miró como si se hubiera vuelto loco. Resopló y desvió los ojos, incrédulo.

«Tú y tus ideas estrambóticas, Aberyl. Mira, de momento, el Bravo Negro lo único que sabemos que ha hecho es capturar a unos guakos y meterlos en una mina a sacar salbrónix, exactamente como hacen los patrones de las fábricas en los Canales, y a esos nadie los detiene, ¿no? Buaj. ¿No irás tú también a llamarme desalmado? ¿Es que ahora me toca ocuparme de los problemas que aquejan a los guakos de los Gatos? Hombre, ya, Ab, no iré a tomar una decisión precipitada que nos ponga a toda una banda criminal en nuestra contra y nos hunda de golpe. Ahí sí que nuestros cofrades se reirían de mí a carcajada limpia. Y quedaría en la historia como Korther el Buenazo, aquel cap que, por intentar salvar a treinta guakos, mandó al garete su fortuna y acabó asesinado por un criminal que hasta hace tres días no sabía casi ni lo que era una moneda de oro. ¡Vamos!»

Chasqueó la lengua con desdén y vi las comisuras de los labios de Aberyl levantarse pronunciadamente.

«Estás poniéndote nervioso, Korther.»

«¿Yo, nervioso? ¡Bah!»

«Qué hermoso es tener la conciencia tranquila cuando uno cierra los ojos y se despide del día para entrar en otro,» pronunció Aberyl con tono de sabio.

Alzó el embozo azulado ante el rostro y se levantó. Korther le soltó una mirada burlona.

«Déjalo, Ab. Mi conciencia está muy tranquila. Tengo mil asuntos en la cabeza, hago lo que puedo.»

«Frawa no te lo va a perdonar,» comentó Aberyl con tranquilidad.

Korther levantó los ojos al cielo.

«Si Frawa dejara de entrar y salir de la cárcel y se ocupara un poco más de su hija, tal vez esta no habría acabado compadrando con un traidor y prefiriendo la calle a la Guarida. Pero, qué diablos, ahora que Rolg se ha ido, tal vez te ofrezcas tú a hospedar a esa joven gata,» se burló.

«Mm. Demasiado fogosa para mi gusto,» dijo Aberyl. Sus ojos azules y muy claros sonreían. Se posaron en mí y, sobresaltado de que de pronto se fijaran en mi presencia, puse cara de quien oye y espera pacientemente a que los mayores lo escuchen sin tener la más mínima intención de ser cotilla. «El muchacho, en cambio, parece más tranquilo. ¿No será este el que te ayudó a robar la Wada?»

Korther sonrió.

«El mismo. ¿Qué quieres, rapaz?»

Lo miré con expectación.

«Pues… Verá. Tengo a un amigo herido en el Hospital de la Pasionaria. Y necesito dinero para pagar los cuidados.»

«¡Ah! Vienes a reclamar los veinte siatos, ¿verdad?» Asentí y Korther rebuscó en sus bolsillos. «Aquí tienes… siete siatos en monedas de plata. Dales eso. Y si no es suficiente, te daré más.»

No me quejé, sonreí y recogí las monedas diciendo:

«Corriente. Gracias. Oye, ¿es verdad que Rolg se fue de la Guarida?»

Korther hizo una mueca y carraspeó.

«Sí. Se fue.»

Me ensombrecí.

«¿Pero adónde?»

Korther me dedicó una mueca misteriosa y sus ojos me evaluaron con atención.

«Los Espíritus lo saben. En su ausencia, recordémoslo como a un buen hombre, ¿eh?»

Palidecí mortalmente.

«¿Murió?»

Recordaba muy nítidamente la última vez que lo había visto, cubierto de marcas negras, con sus dientes afilados, y, en fin, transformado en un demonio. ¿Y si, cuando lo había visto, se encontraba en realidad en peligro de muerte y se había muerto sin que yo lo ayudara y…? El elfocano se carcajeó por lo bajo.

«No. Ese viejo elfo está vivo y más vivo que ninguno. Se tomó unas vacaciones, eso es todo. Todo el mundo necesita cambiar de aires de vez en cuando.»

Suspiré de alivio y entonces me quedé mirándolo con fijeza. Está vivo y más vivo que ninguno, me repetí. ¿No había dicho mi maestro nakrús que los demonios rendían culto a la Vida, convencidos de que ellos estaban más vivos que los saijits normales? Korther lo sabía. Sabía que Rolg era un demonio. Quién sabe, a lo mejor Korther también lo era, pensé con un escalofrío. Bueno, mientras no averiguara que yo tenía una mano muertoviviente… Inspiré y meneé la cabeza. Lo de cambiar de aires me hizo pensar en Yal y pregunté:

«¿Y Yal? ¿Dónde vive ahora?»

«Válgame el cielo, Yal aún no ha vuelto de Kitra,» me informó Korther. «Ha estado muy ocupado. De hecho, no se ha enterado de nada de lo de tu aventura por la mina. No quise preocuparlo. No debería tardar en volver.»

Asentí con la cabeza, absorto, y Korther me sonrió.

«Oye, rapaz. Dime, eres consciente de todo lo que los Daganegras han hecho por ti, ¿verdad?»

Más bien de todo lo que Rolg y Yal habían hecho por mí, rectifiqué mentalmente. Pero asentí de todas formas y Korther prosiguió:

«Entiendo que hayas intentado salvar a Yerris. No te lo echo en cara. Y hasta puede que tengas razón y Yerris sea simplemente un pobre guako torturado e incomprendido.»

Agrandé los ojos, esperanzado.

«¿Entonces lo va a perdonar?»

Korther hizo una mueca.

«Er… Digamos que aún no me siento en condiciones de perdonarlo, pero tal vez algún día, si me demuestra que sabe ser leal… Quién sabe, la vida está llena de sorpresas.» Oí a Aberyl ahogar un resoplido divertido mientras se arrimaba a un muro. Korther retomó: «En cualquier caso, tú sigues siendo un sarí de la cofradía y, como tal, vas a hacerme un pequeño favor. Si ocurre algo, como que los Ojisarios capturen a más niños o… cualquier cosa que tú creas importante, vienes aquí y me lo dices. Estos días, si yo no estoy en la Fonda, estará Aberyl. ¿Has entendido?»

Me encogí de hombros.

«Rabiosamente.»

Korther sonrió de nuevo y me palmeó la mejilla.

«Pues ve a ver a ese amigo herido y a ver si se recupera.»

Asentí con energía, eché una mirada al humano pálido y dije para ambos:

«Salú.»

Salí de ahí y, tanto pensaba ya en Rogan y en el hospital, que olvidé tomar un rodeo y pasé de pleno por la Plaza Gris de los Gatos. Cuando oí un fuerte «¡hey, mozo!», me sobresalté con el corazón desbocado, creyendo ver Ojisarios por todas partes. Me fijé entonces en el viejo Fiks sentado en un bordecillo de piedra con unos compañeros y dejé escapar un resoplido de alivio.

«Hacía tiempo que no te veíamos por aquí, cantador,» me saludó el viejo obrero.

Sonreí y me acerqué.

«Fiks, qué bueno verte, qué susto me has pegado. ¿Cómo andas?»

«Pues ya ves, charlando con la tropa,» contestó el viejo obrero mientras sus compañeros seguían hablando animadamente. «Te veo muy pálido, como si no te hubiera dado el sol en lunas. Dime, ¿no habrás hecho alguna trastada que te haya llevado al Clavel?»

Resoplé haciendo un vago ademán.

«Qué va. Si yo a los moscas no los conozco.»

«¿Oh? Pues me alegro,» sonrió Fiks, haciendo esa cara de quien deja claro que, total, no eran asuntos suyos. «De todos modos, ¡bien sé yo que eres buen chaval!»

Le devolví la sonrisa y, entonces, avisté, más allá de Fiks, al otro lado de la plaza, a unas siluetas familiares. Era mi tocayo el Raudo con dos compadres de su banda. Y su mirada de guako atento estaba posada sobre mí. Fiambres. De pronto, tuve perfecta conciencia de las monedas que llevaba en mi bolsillo, las noté en peligro y solté:

«¡Bueno! Tengo que irme. Salú, Fiks.»

Volteé y salí corriendo de la plaza subiendo una calle hacia Atuerzo. En un momento, eché un vistazo atrás y, viendo que el Raudo me seguía y bien rápido, agrandé los ojos, aceleré y un temor sordo me invadió. Por algo a mi tocayo le llamaban el Raudo: al de unos instantes, me alcanzó y me agarró del brazo.

«¡Hey, Espabilao! ¿Por qué fiambres corres?»

«¡Suéltame!» le grité.

El Raudo enarcó las cejas.

«Diablos. ¿Qué mosca te ha picado?»

Lo fulminé con la mirada y estiré para liberarme. El elfo pelirrojo me soltó con cara de ir en son de paz.

«Oye, tocayo, ¿no me mirarás con esa cara por lo de los dorados que me diste la última vez?»

«No te los di: me los robaste,» gruñí.

Apreté los dientes al ver a los dos compañeros del Raudo alcanzarnos. Habíamos llegado a la calle que seguía los restos de la Vieja Muralla, justo en la frontera con Atuerzo. Estaba algo transitada, pero la gente pasaba sin echarnos siquiera una mirada. Retrocedí, poniéndole mala cara al Raudo.

«No te acerques, isturbiao.»

Noté un destello de burla y exasperación en los ojos del Raudo.

«Sólo quería decirte que me alegro de que hayas salido vivo del infierno. Y ahora llámame isturbiao otra vez y te arrimo un guantazo, shur.»

Me encogí de hombros y, habiéndome ya alejado unos cuantos pasos, le dije:

«¡Desmorjao!»

Di media vuelta y salí corriendo. Para fortuna mía, el Raudo esta vez no me persiguió.

Cuando llegué al hospital, dejé mis siete siatos a un dependiente, quise ver a Rogan y una joven enfermera me condujo hasta una gran sala llena de camas y pacientes donde me dejó buscar a mi amigo. Vagué entre las camas y, al no verlo, por un terrible momento pensé que no lo encontraría. Pero entonces lo vi al fondo, junto a la ventana que daba a un patio. Estaba tendido, dormido y tan pálido que daba miedo. Me arrodillé junto a él y contemplé el vendaje antes de desviar la vista de nuevo hacia su rostro. Le toqué la frente y me concentré. Con insistencia, pese a que la piel de sokuata lo protegía contra mis sortilegios, conseguí encontrar una brecha para acelerar la transformación del morjás de sus huesos y convertirlo en jaipú. No era mucho, pero siempre ayudaba algo, o al menos eso decía mi maestro nakrús. Cuando hube consumido mi tallo energético casi entero, le murmuré:

«Sacerdote, te pondrás bien. Me lo han dicho mis ancestros y, aunque no los conozco, ellos no se equivocan. ¡Infiel el que no me crea!»

Esbocé una sonrisa al percatarme de que inconscientemente había imitado su tono exaltado. En la sala, se oían los murmullos de los enfermeros y los quejidos de los pacientes despiertos. Tras un silencio, me levanté y me fijé en que el muchacho que estaba en la cama de al lado me miraba con cara llena de sorna. Fruncí el ceño poniéndole cara de ¿tú qué miras? y él pareció que iba a guardar silencio pero entonces soltó un:

«Guako.»

Enarqué las cejas. No era la primera vez que oía aquella palabra pronunciada como un insulto, pero sí la primera que me la decía un chaval de esa forma, como si por tener padres él era más y yo por no tenerlos era un donnadie. Pues no señor. Se me pasaron por la mente varias réplicas, algunas bastante buenas como «canijo besaplatas» o «enfaldao», pero finalmente preferí no armarla, me erguí y lo ignoré tan dignamente como pude.

«Sacerdote,» dije en voz baja. «Siento que la compañía no sea tan buena en el hospital como en el pozo. Pero verás como te pones bueno en un pacivirtud y estarás pronto contándome una de tus historias y yo te la pondré en canción.» Sonreí. «Mañana vuelvo y te traigo una manzana. Dijiste que era la fruta que más te gustaba. O tal vez una flor. Ya sé cuál. Una flor-de-luna. Mi maestro decía que era buena para todo. Lo único… que en el valle había muchas, pero aquí no he visto ninguna. No te preocupes, si no encuentro te traeré otra cosa, ¿corriente?»

Rogan, por supuesto, no me contestó. Pero yo estaba seguro de que me había oído. Al cabo, con un suspiro, me alejé. Y me retuve de darle un puñetazo a la pierna vendada del canijo besaplatas. Porque yo era un buen guako, y a mucha honra.