Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante

3 Éstergat

La primera impresión que me produjo Éstergat fue inolvidable. Incluso desde lejos, se veía el mar de casas que subía y subía por la enorme Roca. El Camino Imperial que llegaba a la ciudad por el norte estaba tan lleno de carretas y gente que mis oídos se ensordecían y zumbaban como abejorros. Los cachorros sacaban la cabeza de la caja para curiosear y yo hacía lo mismo, agarrado a una de las barandillas de la carreta. Dirasho me había dicho ya dos veces que no me asomara demasiado, pero yo no paraba de olvidarlo.

Cruzamos una vez el río de Éstergat y luego otra vez, a través de las Puertas de Moralión, como las llamó Hishiwa. Ascendíamos por una ancha y bulliciosa calle cuando este exclamó:

«¡Y esto es la Explanada!» Desembocábamos en una enorme plaza. «¡Mira! Esa es la Fuente de la Mantícora. ¿Ves la criatura?»

La vi, petrificada, con un gran chorro de agua que salía de su enorme boca. Agrandé los ojos, impresionado, y esperé que el ferilompardo no se pareciera a eso. El viejo Dirasho detuvo el carruaje no muy lejos de la mantícora.

«Supongo que a partir de aquí sabrás ir a la cristalería de tu tío, ¿verdad?» dijo.

«Sí, señor, si no queda muy lejos,» aseguró Hishiwa. Y, tras acariciar a Morro Blanco, se apeó de un salto ágil. «¡Muchas gracias por llevarnos!»

«De nada, muchacho, me habéis animado el viaje con tanta pregunta,» sonrió. «¿Y tú, pequeño?» añadió mientras yo me dejaba caer al lado de Hishiwa con el Zorro Rojo en brazos. «¿Sabes adónde ir?»

Me encogí de hombros e Hishiwa soltó:

«Le echaré una mano, no se preocupe, señor.»

«Bien. Oye, pequeño, devuelve al Zorro Rojo, no es para ti, es para la hija de mi sobrina, ¿entiendes?»

Me mordí el labio y asentí, decepcionado. Le di al cachorro y el viejo Dirasho se tocó el sombrero.

«¡Buena suerte, muchachos!»

Agitó las riendas y el carruaje pronto desapareció entre tanto alboroto de personas, ruedas y cuadrúpedos.

«¿Y bien?» me dijo Hishiwa. «¿Sabes por dónde cae tu casa?»

Miré a mi alrededor. Y alcé la mirada hacia un gran árbol sin ramas. Lo señalé.

«Qué árbol más raro.»

Hishiwa esbozó una sonrisa.

«Normal. Es un farol, no un árbol. Sirve para iluminar las calles. Pronto lo verás: ya no falta mucho para que caiga la noche. Mira, sígueme a la cristalería. A lo mejor a mi tío se le ocurre algo para encontrar a los tuyos.»

Asentí y, asegurándome de que seguía teniendo mi saco y mi manta, seguí a mi compañero. Todo lo que veía me llenaba de asombro. De pronto, exclamé:

«¡Oh, no, mi bastón!»

Me lo había olvidado en la carreta. Di media vuelta y salí corriendo. Hishiwa gritó algo detrás, no sé qué. Regresé a la Explanada, seguí el camino que había tomado, creo, el viejo Dirasho. Y al de un rato me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo encontrarlo entre tanta gente.

Miré a mi alrededor y un temor sordo me invadió cuando no vi a Hishiwa por ningún sitio. ¿Dónde estaría? Di media vuelta, pero no encontré la Explanada hasta pasado un buen rato. Me subí a la fuente de la mantícora, oteé… Nada, no vi a mi compañero. Y vaya, ¿cómo se me habría ocurrido que un día perdería a un compañero simplemente porque lo había perdido de vista en un mar de saijits?

«¡Cuánta gente!» exclamé.

Súbitamente, vi surgir una luz. Alcé la mirada hacia el farol iluminado y sonreí, maravillado, cuando vi a un hombre encender otro.

«Vaya, sí que es hermoso,» murmuré.

Eso me hizo darme cuenta de que la noche estaba cayendo y yo aún no había encontrado ningún refugio. Me puse a bajar una ancha calle hasta que avisté al fondo de otra un árbol. Suspirando de alivio, corrí hasta él, pero me fijé en que era demasiado fino, así que seguí buscando. Anduve un rato por un camino desierto que bordeaba el río de Éstergat y, como no encontraba ningún árbol, me dije al cabo: ¿qué hago? Mi maestro decía que las estrellas guiaban al hombre perdido, así que me detuve y alcé la mirada hacia las estrellas, pero sea por la luz o algo, no alcancé a verlas. En estas estaba, buscándolas con empeño, cuando un niño algo mayor que yo, con gorra ladeada y manos en jarras, se interpuso en mi camino.

«Espera un momento, shur. Eso que llevas… ¿son pieles?»

Enarqué una ceja cuando lo vi tender una mano hacia mi ropa. Asentí.

«Son pieles de conejo.»

«¡Caray! ¿Los cazaste tú?»

«Sí.»

«Pues venga,» rió. Me fijé en que le faltaba un diente. «¿Y esa manta?»

«De conejo también,» contesté.

«¿Calienta?»

«Ya no tanto,» confesé.

Resopló, como si hubiese dicho algo gracioso.

«Dime. ¿Sosque reposas la oreja?»

«¿Qué?»

«Que dónde dormiste ayer,» especificó.

Me encogí de hombros.

«En el bosque.»

«¿En el bosque?» Se carcajeó. «¿En un parque o en un bosque de verdad?»

«En un bosque de verdad,» afirmé.

«Huh. Ya veo. ¿Y te haces tanta caminata todos los días?»

Negué con la cabeza.

«Acabo de llegar.»

«¡Ah! Entiendo. ¿Y tus viejos?» Me encogí de hombros. Él meneó la cabeza. «¿Vas a volver al bosque con esta oscuridad? ¿Tienes ojos de caborro?»

«¿Ojos de qué?»

«De caborro, shur, de caborro. Es un animal sobre dos patas que vive al lado de los caminos y que sale a buscar arañas de oro para rellenar las suyas. No me ha entendido,» rió ante mi expresión confusa. «Hablando en serio: me prestas un trozo de la manta y compartimos refugio. ¿Te parece?»

No esperó mi contestación. Se alejó, haciéndome una señal para que lo siguiera. Lo seguí.

Me llevó al porche de una casa, un refugio tan bien protegido del viento que me hizo pensar en un árbol hueco y me gustó. Mi compañero se tumbó, me tumbé y él nos tapó con la manta. Tras un silencio en el que mi nuevo compañero carraspeaba y tratábamos de encontrar una posición cómoda, pregunté:

«¿Las arañas de oro son de oro de verdad?»

«Por fuera no, por dentro sí,» contestó.

«Oh. Pero si tienen oro, no se comen, entonces, ¿por qué las cazan los caborros?»

Lo oí resoplar.

«Madres de las Luces, ¿lo preguntas en serio? Vamos a ver, criatura: los caborros son bandidos y las arañas son bolsas de dinero. Y ahora calla que los propietarios nos van a oír.»

Agrandé los ojos.

«¿Hay gente detrás de la puerta?»

«Fiambres, sí. ¿Qué te crees, que nos quedamos afuera porque nos gusta pasar frío? Cierra tus luceros y sorna.»

Le hice caso y, como estaba tan cansado, concilié el sueño en unos segundos. Nos despertó al alba el grito del propietario de la casa.

«¡Fuera de aquí!» nos bramó. El hombretón furioso agitaba su bastón ante él y me asustó tanto que me levanté como una liebre. Soltando imprecaciones, mi compañero salió corriendo con la manta y yo lo imité mientras el hombre nos decía:

«¡Ojalá os agarren pronto los diablos, malnacidos!»

Perdí de vista a mi compañero e, instantes después, me encontré en una calle y me di cuenta de que no sabía ya dónde estaba. Intenté buscar a mi compañero —que es que además se había llevado la manta— pero mis esfuerzos fueron vanos.

«Y otro compañero perdido,» suspiré.

No volvería a ver a ese muchacho hasta pasado más de un año.

Amanecía y las calles estaban ya algo animadas. Anduve largo rato y tenía tanta hambre que, en un momento, me paré y le dije a una mujer:

«Tengo hambre.»

Ella pasó de largo con una mueca entre compasiva y entristecida. Normalmente, mi maestro, cuando le decía eso, me contestaba: pues ve a arrancar raíces. El problema es que en esa ciudad no había raíces. Tras repetir mi queja tal vez una centena de veces, en voz alta, entre dientes, en mi cabeza, estallé:

«¡Tengo hambre!»

Pasaba al lado de una mesa con comida cuando vi a una joven ponerle una cosa redonda en la mano al que estaba detrás del puesto y llevarse una barra de color oscuro… Fruncí el ceño y me acerqué.

«¿Qué es eso?» pregunté.

El hombre echó miradas a su alrededor antes de contestarme:

«¿Cómo que qué es eso? Pan de cebada, hijo. ¿Quieres comprar? Son dos clavos y medio el panecillo, un cinclavos el pan y diecisiete clavos la hogaza,» recitó.

No lo entendí.

«¿Unos clavos?» repetí. Y señalé los que fijaban la mesa, parecidos a los del cofre de mi maestro. «¿Como esos?»

El hombre silbó, como impresionado.

«Madre mía. ¿Pero de dónde sales tú, hijo?»

«De las montañas,» contesté.

Él meneó la cabeza y, tras echar otra mirada alrededor, me dio un panecillo y me enseñó un redondel plateado.

«Esto es un medio clavo. Toma, quédate con la moneda. Cuando tengas cinco de esas, podrás comprar un panecillo como los Espíritus mandan. Y ahora largo y ni una palabra sobre esto o te desorejo.»

Agrandé los ojos y me alejé con rapidez, sacándole un generoso bocado a mi pan y escudriñando la moneda con mi otra mano. Tenía un agujero en medio, y alrededor había algo grabado, en ambos lados. Espíritus, pensé entonces, alzando la cabeza. Me intrigaba eso de los Espíritus. Ya los había oído mencionar varias veces por Hishiwa y el viejo Dirasho.

Vagabundeé por las calles, mirando en silencio todo ese mundo extraño, hasta que llegué a una fuente y me apoyé para mirarme en el reflejo. Hice unas muecas, soplé sobre el agua y la imagen se turbó. Sonreí.

«Tan rígidos no son los espejos de agua.»

Toqué el agua. ¡Estaba caliente! No mucho, pero un poco. Hundí la mano y luego el brazo. Tras unos instantes, hundí el otro y entonces vi algo en el fondo. Lo recogí. Era un hueso. Como los que le daba a mi maestro. Me senté en un bordecillo de piedra y lo mordisqueé, sintiendo la energía mórtica brotar de este. Aunque yo no la necesitaba como mi maestro, sorbí la energía.

«¿Quién eres, pequeño?» dijo de pronto una voz.

Alcé la vista y vi a un anciano mirándome. Tenía grandes orejas puntiagudas y llevaba una gran capa verde oscura, muy parecida a la de mi maestro.

Me quité el hueso de la boca y contesté:

«Soy Mor-eldal.»

El viejo elfo esbozó una sonrisa, enseñando unos dientes carcomidos.

«Pues menudo nombre… No eres de aquí, ¿verdad? Tienes un acento horrible. ¿Cuánto tiempo llevas en Éstergat?»

«Un día,» dije.

«¡Un día! ¿Y de dónde vienes?» me preguntó con voz ligera.

«Del valle de Evon-Sil,» respondí. «De las montañas. Estoy aquí para descubrir el mundo.»

«Eso es tener objetivos,» sonrió él. «Ven, vayamos a sentarnos ahí en ese bordecillo más ancho. Tu historia me interesa. No todos los días se encuentra a un muchacho del valle con esas pintas de salvaje y con un hueso en la boca, ¿sabes? Je. Pero dime, ¿has viajado solo?»

Me acerqué y me senté en el bordecillo junto al anciano diciendo:

«Sí, vengo solo. He caminado durante muchos días. Pero luego me encontré con buena gente y un viejo me trajo a Éstergat con una carreta estirada por un caballo.»

«Pues sí que fue amable. ¿Y te dejó solo? Eso fue menos amable,» comentó el anciano.

«No, no, fue muy amable.» aseguré, frunciendo el ceño.

El anciano puso cara pensativa.

«Ya… ¿De modo que no conoces a nadie aquí? ¿Y qué es lo que vas a hacer en Éstergat?» Cavilé, buscando una respuesta a eso. De hecho, ¿qué era lo que iba a hacer? Ahí no se podía cazar ni trepar a los árboles. El viejo elfo asintió con una leve sonrisa. «Conque no lo has pensado todavía. Pues yo te lo voy a decir, escucha. Hoy, o mañana o dentro de una semana alguien se fijará en ti y se dirá: vaya, ¿será ese un rapaz desmadrado? Y, visto y no visto, te llevará junto con su banda, el cap, viéndote tan desamparado, te aceptará y hará de ti un mendigo. Con esas pintas, te auguro buen éxito: hasta un desalmado te daría un clavo. Y, así, poco a poco, aprenderás la vida del Gato de Éstergat, te harás ladrón y burlarás a la gente y, dentro de unas lunas escasas, te habrás convertido en un incurable guako de la calle.»

Lo miré, impresionado. Ese elfo parecía conocer todo mi futuro.

«No sé,» vacilé. «Mi maestro me dijo que los ladrones no eran buenos.»

«¿Tu maestro? De modo que tienes a un maestro,» masculló el anciano con el ceño fruncido. «¿Dónde está ahora?»

Puse cara reservada y bajé la mirada hacia mi hueso.

«Muerto.»

Era verdad, en cierto modo: era un nakrús.

«Ya veo. De modo que has llegado a una ciudad que no conoces y estás tan solo como el Caballero Cojo. ¿No tienes dinero, verdad?»

Entrecerré los ojos, y luego sonreí y saqué el medio clavo que me había dado el hombre del pan de cebada. El anciano puso los ojos en blanco.

«Esto te pagará como mucho un mendrugo de pan rancio. El colgante que llevas al cuello, ese igual te pagaría un panecillo. ¿De dónde lo has sacado?»

Bajé la mirada hacia mi colgante. Era una correa de cuero bueno con una plaquita de metal y unos signos que ni siquiera mi maestro entendía. Me encogí de hombros.

«Siempre lo he llevado. Mi maestro me dijo que a lo mejor me lo dio mi familia.»

El anciano lo examinó y asintió, pensativo.

«¿Y no te acuerdas de tu familia?»

«Casi nada,» admití. «Mi maestro dijo que, cuando me recogió, yo le dije que tenía seis inviernos. Pero yo no me acuerdo.»

«¿Y eso cuándo pasó?»

Me encogí de hombros y me puse sombrío. No me gustaba pensar en un pasado tan lejano. Contesté, sin embargo:

«Hace cuatro años.»

«Ya veo. Bueno. Escucha, muchacho. Seré un viejo elfo pobre y cojo, pero malo no soy y no voy a dejar que un chico como tú, tan inocente y bueno, acabe metido en la boca del lobo. Te voy a echar una mano. Mira,» añadió. «Ahí, al otro lado de la plaza, ¿ves la Estrella del Daglat en esa puerta, con una rosa debajo? Es la insignia de La Rosa de Viento. Es una taberna. Barata y no muy buena, pero una de las mejores del Barrio de los Gatos. ¿Tienes hambre?»

«Ah, pues sí, bastante,» reconocí.

El anciano sonrió y me dio unas monedas.

«Entonces, deja ese hueso ya y ve a comprarnos unos bocadillos con queso. ¿Ya has entrado en una taberna? ¿No? Pues vas a la barra, te subes a un taburete para que te vea el tabernero y le dices bien alto: ¡señor tabernero, quiero dos bocadillos con queso! Le das las monedas y vuelves aquí con los bocadillos. ¿Has entendido?»

Asentí enérgicamente, metí el hueso en mi saco, me levanté y salí corriendo hacia la puerta con las monedas en la mano e iba a empujarla cuando esta se abrió y oí un barullo de voces y cristales. Esperé a que pasara el hombre que salía y entré. Lo que vi me dejó boquiabierto. Había mesas, gente y hasta perros. Reconocí la barra fácilmente, me subí a un taburete y grité:

«¡Señor tabernero, quiero dos bocadillos con queso!»

El barullo de la taberna enseguida se redujo y el hombretón que tenía delante se carcajeó, mirándome con diversión.

«Templa el tono, pequeño salvaje, que me sobresaltas a la clientela. Menudo vozarrón tienes. Siéntate en el taburete, no sea que pierdas el equilibrio, y ya te traigo en nada unos bocadillos. Trae esas monedas.»

Se las dejé en su gran manaza y me senté, dándole la espalda a la barra y contemplando mi alrededor con curiosidad. Las conversaciones se habían reanudado y el ruido me aturrullaba. Antes de que tuviera tiempo de aburrirme, el tabernero apareció del otro lado de la barra anunciando:

«¡Dos bocadillos con queso, muchacho!»

«Gracias,» dije. Cogí la comida, la miré con curiosidad, le di un bocado y resoplé, masticando. «¡Está bueno! ¡Gracias, señor tabernero!»

Y, bajo su mirada divertida, salí de ahí corriendo. Crucé la plaza y encontré al viejo elfo ahí donde lo había dejado. Me sonrió.

«Veo que ya has empezado sin mí.»

Le di su bocadillo y me senté, masticando a dos carrillos.

«¿Está bueno, eh? O más bien debería decir estaba,» rió el anciano. Y es que yo acababa de meterme el último trozo en la boca. Él retomó: «¿Sabes? Si me escuchas ahora con atención, tal vez te encuentre a una persona que pueda comprarte buena comida todos los días.»

Lo miré con fijeza y tragué lo que tenía en la boca.

«¿De verdad?» dije. «¿Dónde está esa persona?»

El viejo elfo me observó con atención antes de replicar:

«¿Sabes lo que es una hermandad?»

Asentí.

«Un montón de hermanos. Yo tuve alguno, antaño. Creo.»

El anciano sonrió.

«Sí. Una hermandad es una familia en la que la gente se instruye y colabora. Bueno. Resulta que yo pertenezco a una. Y he pensado que no estaría mal agrandar la familia. ¿Has oído hablar de los Daganegras? No, claro, lo suponía. Bueno. Los Daganegras somos una cofradía especial. No tenemos entre nosotros a pícaros ladronzuelos, ni estafadores de tres al cuarto, y menos a gente mala. Los Daganegras tenemos un código. Y hasta sabemos un poco de magia.»

Estuve a punto de decirle, ¡ja! yo también sé un poco de magia, y hasta más que un poco. Pero lo callé justo a tiempo, porque no tenía que hablar de eso. Me mordí la lengua sin despegar los ojos del anciano. Este continuó:

«Lo he pensado y he decidido que tú podrías ser un buen Daganegra. Tendrías comida, una casa donde dormir, y hasta un maestro que te enseñaría muchas cosas.» Sus ojos me observaban de reojo. «¿Qué me dices? ¿Te gusta la idea?»

Sonreí.

«Pues sí, mucho. ¿Qué tengo que hacer?»

«Vuelve aquí al anochecer y siéntate en esta misma fuente. Vendrá a buscarte un miembro nuestro. Y, por cierto, no le digas a nadie nada sobre esto, ¿eh? Los Daganegras somos una cofradía secreta,» me dijo, guiñándome el ojo.

Y, como yo asentí, sonrió y tendió una mano arrugada para revolverme el cabello como lo hacía mi maestro. Sentí enseguida un arranque de confianza por aquel elfo.

«Hasta pronto, pequeño. No olvides: aquí, al anochecer. El joven se llama Yálet.»

Se levantó y lo vi alejarse cojeando. Sólo cuando desapareció pensé en que había olvidado preguntarle cómo se llamaba él.