Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

26 Un destino

Tenía la impresión de que derivaba entre las olas y que me estiraban por todos los lados filamentos energéticos. Parecían querer ahogarme. Contrariamente a mis dos travesías anteriores por un monolito, esta duró más y no perdí el conocimiento aunque sí me sentí terriblemente mareada. Syu no se desató de mi cuello en ningún momento y traté de apaciguarlo mientras un Frundis extasiado tocaba una complicada sinfonía de ritmo rápido.

“¡Maravilloso! ¡Maravilloso!”, exclamaba.

Yo, sinceramente, no vi nada maravilloso durante la travesía pero bien sabía que a veces los gustos de Frundis eran inextricables.

“¿Estamos… otra vez vivos?”, preguntó Syu, temblando.

“Eso parece”, contesté.

Abrí los ojos y paseé una mirada a mi alrededor. Enseguida entendí que aquello distaba mucho de ser la isla de Márevor Helith. Estábamos metidos en una enorme jaula. Y aún era de noche. ¿Una jaula?, me repetí, moviéndome hacia los barrotes. En ese instante, Márevor apareció de la nada, a unos pasos de mí. Nos echó un vistazo rápido, masculló algo entre dientes, contrariado, y alzó las manos para cerrar el portal. Jaixel acababa de enderezarse y permanecía inmóvil, como analizando la situación.

—¿Dónde… estamos? —tartamudeó Iharath, espabilando.

—En Dathrun ya debería ser de día —razonó Aryes, consultando su reloj. Agarró los barrotes y entornó los ojos para tratar de ver algo a través de la oscuridad.

—¿Estamos en una jaula? —interrogó débilmente Drakvian.

Aprobé.

—Eso parece. Es más, parece que estamos en una calle llena de jaulas. —Oí un gruñido bajo y agregué con la voz temblorosa—: Y con bestias dentro.

Enseguida nos dimos la vuelta para asegurarnos de que en nuestra jaula no había ninguna criatura. Nos relajamos un poco y nos giramos todos hacia Márevor.

—¿Adónde diablos nos has traído? —bufó Iharath. Sacó su nueva linterna y la activó. El rostro del nakrús apareció en todo su esplendor. Abrió la boca y nos dio la peor respuesta que podía darnos:

—No lo sé.

Permanecimos unos segundos boquiabiertos.

—¿Que no lo sabes? —repetí débilmente—. ¿Quieres decir que no sabías adónde llevaba tu monolito?

—Sí que lo sabía. Se supone que el monolito tenía que conducirnos a Ribok y a mí hasta los alrededores de Shtroven, en el Principado de Néih. Pero he utilizado una combinación para poder dejaros en camino… en mi isla. Por lo visto, no ha funcionado. Tal vez nos encontremos en medio de la ciudad, pero no puedo afirmarlo…

El sonido quejumbroso de Iharath lo interrumpió.

—Un experto en monolitos decías. ¡Qué diablos! Tenemos a Drakvian en ese estado y tú haciendo experimentos extraños con combinaciones de monolitos. Podrías habernos llevado a todos a la isla y luego utilizar alguna otra mágara para desplazarte a Shtroven, ¿no crees? Dioses misericordiosos, ¡tienes aún doscientos años para encontrar a tu gahodal, te recuerdo!

Márevor Helith se encogió de hombros, sin que el tono duro del semi-elfo pareciese estremecerlo ni lo más mínimo.

—Mejor curar las cosas a tiempo —replicó—. Y lo siento. No pretendía traeros hasta aquí. Ha habido interacciones. A veces surgen imprevistos. Tal vez se debiera a que seis personas eran demasiadas. No tengo ni idea…

—Lo sientes —repitió Iharath—. Me alegro de que lo sientas.

—Por una vez que me disculpo —suspiró el nakrús—. No os toméis las cosas tan dramáticamente. Os encontraré un buen sitio en la ciudad para que Drakvian descanse todo lo necesario. ¿Qué importa estar en mi isla o aquí mientras tengáis un buen sitio para descansar? Sólo… hará falta velarnos un poco la cara, eso es todo.

¡Un poco!, pensé con ironía. Ya me imaginaba caminando por la calle en compañía de dos esqueletos mientras la gente se paraba boquiabierta a contemplarnos.

Unos ruidos de pasos contra los adoquines de la calle vacía nos alarmaron de golpe. Me quité prestamente la capa y se la tendí a Márevor.

—Deberías quitarte ese sombrero y ponerte la capucha —le aconsejé.

—¿Qué tiene de malo mi sombrero? —replicó. Sin embargo, se puso mi capa y ocultó el sombrero rojo debajo de ella. Aryes le prestó su capa a Jaixel; Iharath siseó.

—¡Maldita linterna…! No consigo apagarla…

El nakrús se la quitó de las manos y la apagó en unos segundos. Tratamos de sumirnos en el más completo silencio.

El ruido de pasos murió, y una silueta con una antorcha apareció ante la jaula. Era un elfo oscuro. Echó una ojeada a la jaula de enfrente, en la que dormía de un sueño profundo un oso de pelaje rojizo. Iba a pasar de largo cuando se detuvo en seco y giró su mirada hacia nosotros. Su expresión se deformó.

—¿Dónde…? —Dejó escapar un resoplido ruidoso y dio unos pasos hacia atrás, amedrentado—. Pero ¿qué hacéis en esa jaula? ¿Quiénes…? Oh, dioses. ¿Qué habéis hecho con el animal que estaba dentro?

Abrí la boca sin saber qué contestar, pero de todas formas el elfo oscuro no esperó ninguna contestación: volteó y echó a correr mascullando que iba a llamar a la guardia. Desapareció por la calle, entre las jaulas y las bestias. Me giré de nuevo hacia Márevor Helith, fulminándolo con la mirada.

—No desesperemos —soltó el nakrús—. Tal vez pueda soltar un sortilegio explosivo para abrir estos barrotes. Mm. Iharath, ¿sigues teniendo esas Trillizas?

El semi-elfo asintió. Aryes sacudió la cabeza, incrédulo.

—Vamos a despertar a toda la ciudad si empezáis a explotar barrotes —objetó—. Y, personalmente, empiezo a dudar de que estemos en Shtroven. Creía que en el Principado de Néih se hablaba otro idioma.

—El asperiano —aprobó Márevor con tono de profesor mientras tomaba las Trillizas—. Muy cierto. Pero en la ciudad, hay mucho mirleriano. Así como gente de las Ciudades Gemelas. Aun así, no descarto que el monolito se pueda haber desviado…

—Está claro que se ha desviado —gruñó Drakvian—. De lo contrario, no nos habrías metido en una jaula de animales. Huele a pelo y a sangre. Una pena que la criatura que estaba aquí se haya ido.

Agrandé los ojos, pensando de pronto en una posibilidad del todo extravagante.

—¿Crees que la criatura pudo atravesar el monolito en sentido contrario?

Márevor Helith se encogió de hombros pero pareció estar contestando a otra pregunta cuando dijo con tono meditativo:

—Ahora que lo pienso, tal vez no haya sido una buena idea crear el monolito al lado del estanque. No me extrañaría que el agua haya entrado en colisión con otras energías y…

Una súbita idea me golpeó y solté una exclamación por lo bajo, interrumpiéndolo.

—Acabo de tener una idea genial —declaré. Sonreí anchamente—. No vamos a hacer explotar nada. Tengo sangre de hidra en polvo.

Enseguida los ojos de Drakvian se iluminaron pero se ensombrecieron cuando me vio descolgar el saquito de Ahishu de mi cinturón.

—¿En polvo? —masculló—. Eso es horrible.

—Si se mezcla agua con sangre de hidra en polvo destruye el hierro en unos pocos minutos —expliqué con rapidez—. O incluso menos.

Solté un sortilegio de luz armónica y empecé con la otra mano a verter el contenido dentro de la cerradura.

—¿Y de dónde sacamos el agua? —preguntó Aryes, mientras me atareaba.

Me encogí de hombros.

—La última vez, escupí y funcionó.

Y así lo hice esta vez también. Al haber echado más cantidad, la cerradura se fundió todavía más rápido, emitiendo silbidos y soltando humo. Al fin, empujé la puerta y la jaula se abrió.

—Listos —declaré.

Salté la altura que nos separaba de la calle. Esta era ancha y bordeada enteramente de jaulas. La mayoría debía contener animales relativamente grandes, dado su tamaño. Hicimos bajar a Drakvian con cuidado, en su litera, pese a sus protestas. Ella aseguraba que ya era capaz de andar, pero yo sabía perfectamente que si hubiese sido el caso ya se habría puesto de pie hace rato.

Márevor Helith estuvo a punto de escacharrarse al bajar la pequeña altura. Soltó una exclamación ahogada y se agarró a Jaixel, haciéndole perder a este el equilibrio. Sostuve al lich con una mano rápida e hice una mueca al sentir bajo mis dedos el contacto duro de los huesos. Crucé su mirada dorada y, por unos segundos, me quedé suspensa. Unos recuerdos amenazaron con invadir mi mente… Le solté el brazo, desvié la mirada y bloqueé la filacteria con exasperación: no era precisamente el mejor momento para regresar al pasado.

—De prisa —susurró Iharath. Echaba ojeadas nerviosas hacia el fondo de la calle e, interiormente, me maravilló que el elfo oscuro aún no hubiese regresado con toda una tropa de guardias.

Nos apresuramos a recorrer la calle en el sentido contrario al que había tomado el elfo oscuro. En una de las jaulas, vi a un lobo sanfuriento abrir sus ojos brillantes y mirarnos en silencio. En otra, divisé una extraña criatura de orejas enormes a la que fui incapaz de dar un nombre. Syu, privado del refugio de mi capucha, se rebullía inquieto sobre mi hombro.

“No sé”, dijo. “Yo sigo pensando que hemos cambiado de vida.”

Sus palabras despertaron en mí cierta turbación.

“Quizá tengas razón en sentido figurado”, concedí. Sonreí en la oscuridad. “Pero seguimos siendo gawalts.” Mi aseveración pareció tranquilizar al mono.

Al fin, doblamos la esquina y pronto nos encontramos frente a un muro de más de cinco metros de altura. Del otro lado, se adivinaba la forma de un tejado y de una chimenea.

—No podemos huir por aquí con Drakvian —se desesperó Iharath.

Eché un vistazo a mi alrededor. En la zona en la que estábamos ahora, las jaulas se apilaban las unas encima de las otras, vacías. El muro continuaba a ambos lados y tuve la impresión de que aquel lugar era una especie de recinto para animales. Tal vez algún museo o quién sabe. En tal caso, lo más probable era que tan sólo hubiera una entrada.

—La llevaré levitando —declaró de pronto Aryes. Advirtió mi expresión sombría y puso los ojos en blanco—. Entre pasar por encima de un muro y bajar un precipicio de cien metros, hay una gran diferencia —me aseguró.

Asentí, resignada: era la mejor solución, por no decir la única que nos quedaba, a menos que Márevor Helith se sacase otro monolito de la manga. Mientras Aryes levitaba solo hasta arriba para echar un vistazo, alcé mi mano enguantada y toqué la superficie del muro. Podría escalarlo relativamente fácil, decidí. Otra cosa era que lo consiguiesen Márevor Helith y Jaixel.

—Del otro lado hay un patio con casas —declaró Aryes en un susurro cuando volvió a posarse en el suelo.

—Perfecto. Os comunico que no sé levitar —dijo el nakrús, molesto.

—Yo sí —articuló Jaixel.

Márevor Helith se sobresaltó, sorprendido, y el rostro del lich se hizo menos lúgubre.

—Es decir, sé levitar un poco —rectificó—. En quinientos años, se aprenden muchas cosas.

—Y también se olvidan —replicó el nakrús, sonriente.

Nos pusimos de acuerdo con rapidez: Aryes transportaría a Drakvian, Jaixel a Márevor, y yo le ayudaría a Iharath a escalar. Por cómo el semi-elfo contemplaba el muro, adiviné que en su vida había escalado algo tan alto. Aryes tomó a la vampira entre sus brazos; ella le enseñó sus colmillos y bufó por el dolor.

—Lo siento… —se disculpó Aryes.

Aryes y Jaixel acababan apenas de elevarse junto a Drakvian y Márevor cuando resonaron unas voces apagadas en la calle de las jaulas. Me puse lívida. Me pegué al muro y le animé a Iharath con un gesto apremiante. Escalé el muro sacando las garras mientras un Frundis animado me llenaba la cabeza de ruidos extraños seguramente sacados de nuestra «maravillosa» travesía. Aryes me sobrepasó. Y luego pasaron los muertosvivientes. Al fin llegué a la cima del muro y me giré. El semi-elfo parecía estar a punto de caerse.

—Tú puedes, Iharath —solté, agitada, tendiéndole una mano. Unos ruidos de pasos contra los adoquines se acercaban…

Iharath me cogió la mano y lo ayudé a subir como pude.

—¿Y cómo hago yo para bajar? —murmuró Iharath con una voz temblorosa. Iban a aparecer de un momento a otro, me dije, aterrada. Y nosotros seguíamos en lo alto del muro…

—Estate quieto —dijo de pronto Aryes. Lo cogió por la cintura y dejó escapar una maldición—. Agárrate y no te muevas… —siseó.

Me deslicé del lado del patio y comencé a bajar. Cuando llegué al fin abajo, crucé la mirada de Aryes y ambos sonreímos.

—Por los pelos —me susurró.

Y calló bruscamente al oír una voz del otro lado del muro más fuerte de lo que hubiéramos sospechado.

—¡Te lo juro! La jaula estaba llena de gente.

El rugido bajo de una criatura le contestó.

—Vas a despertar a las bestias —gruñó otra voz—. No, esto no tiene sentido. ¿Quién diablos se atrevería a robar una bestia así, Sriski? Es capaz de darte una coz y mandarte al Mar de Plata. Y tu historia de que había gente enjaulada… en fin. Prefiero no comentarlo. No sabía que fueras un aficionado al kaljac. Yo que tú, dejaría de beber durante el servicio.

El otro, que debía seguramente ser el elfo oscuro, le contestó algo por lo bajo que no oí.

—Ya claro, ¡se ha esfumado! —masculló el guardia, siseando—. Ve a decirle eso al capataz. Era una de las criaturas más caras, Sriski. ¡Apostaría a que valía más de doscientos mil kétalos! Lo cazaron en las Colinas de las Tormentas. No quiero ni pensar cómo va a reaccionar el gremio cuando se entere de esto. Espera, ¿qué hace esa tabla ahí? —agregó.

Agrandé los ojos al recordar la litera, tragué saliva por el mal lado y tosí irremediablemente, rompiendo el silencio.

—¡Ojos divinos! —jadeó el guardia.

—¿Qué ha sido eso? —farfulló el elfo oscuro.

Me hubiera maldecido cien mil veces en un segundo si me hubiera sido posible. Aryes me tomó del brazo y nos alejamos por el patio con precipitación, sosteniendo a Drakvian con todo el cuidado que nos permitían las prisas. La vampira caminaba resollando pero avanzó sin protestar.

Salimos del patio y desembocamos en una avenida ancha, con fuentes, árboles y flores. El cielo empezaba ya a azularse. Unas especies de linternas iluminaban aún los adoquines desde lo alto de sus postes y vi que muchos edificios que bordeaban la calle llevaban extraños signos en las puertas y carteles de todo tipo. Dos jinetes pasaron al galope sin soltarnos tan siquiera una mirada. Comprobé así y todo con alivio que Drakvian se había embozado con la capa. En cambio, Jaixel y Márevor tenían problemas tontos: mi capa resultaba ser un poco corta para el nakrús y de cuando en cuando sobresalían sus pies esqueléticos por debajo de la túnica; en cuanto a Jaixel, le costó sumamente esconder sus manos en las mangas de la capa de Aryes.

Márevor agitó levemente su cráneo debajo de la capucha.

—Ahora estoy seguro, estamos en Shtroven —declaró alegremente—. Esta es la Calle de la Luz. No pongáis esas caras: ¡la ciudad es una pura maravilla! Hay gremios y cofradías a montones y no pasa un día sin que ocurran cosas entretenidas. Venid. Tengo a unos cuantos viejos amigos en la ciudad. En especial Sgrina Yetdalar. Ya debe de tener unos ochenta años pero me extrañaría que se haya olvidado de mí y estoy seguro de que os hospedará todo el tiempo que haga falta.

Sacudí la cabeza, alucinada. Si supiese Lénisu lo que nos había ocurrido, estaba segura de que habría estrangulado a Márevor Helith. El nakrús a veces parecía un chapucero compulsivo. Aunque, ciertamente, había conseguido en un tiempo récord lo que yo me había propuesto en un primer momento, que era salir de Ajensoldra. Y tuve que confesarlo: saber que no había ningún Shargu cerca dispuesto a matarme me resultaba reconfortante. Le eché una mirada al nakrús y traté de reprimir una sonrisa, sin conseguirlo.

—Cabe esperar que la criatura que ha pasado el monolito no era un gahodal —comenté, burlona—. De lo contrario, ahora estaría dando vueltas por el Bosque de Belyac.

El nakrús resopló.

—Qué ideas. Fuera lo que fuera esa pobre criatura, no ha podido llegar a Belyac. Es imposible. Yo no la he guiado y, a menos que fuera un experto celmista, que no creo, habrá acabado los dioses saben dónde. Se habrá llevado una buena sorpresa —suspiró. Nos carcajeamos por lo bajo. Desde luego, cada vez que uno se cruzaba con Márevor Helith, ocurrían imprevistos—. De todas formas, en el hipotético caso de que fuera un gahodal —retomó el nakrús—, no habría cambiado nada: voy en busca de un esqueleto de gahodal, no de un gahodal vivo. Yo no mato animales. —Soltó de pronto una risa que me puso los pelos de punta y alzó su mano enguantada—: ¡Seguidme, hijos míos! Tengo pensado quedarme aquí unos días. Os haré visitar la Basílica de Cristal. Cuando la vi por primera vez, hace… hace… bueno, hace muchos años, quedé maravillado.

Lo vimos alejarse por la calle oscura con un andar rígido. Jaixel meneó la cabeza debajo de su capucha y comentó:

—En quinientos años, no ha cambiado.

Siguió al nakrús y enarqué una ceja, divertida. Por lo visto, el lich empezaba a ser un poco más hablador. Aryes carraspeó.

—¡Bueno! Menuda sorpresa, ¿eh? Shtroven —pronunció—. Un poco más, y nos manda a Kunkubria. Pensándolo bien, el dicho de Ató de “haberse ido a Kunkubria” cuando se llega tarde no es tan figurado.

Iharath y yo sonreímos, y Drakvian gruñó.

—¿Vamos a ver a esa Sgrina, sí o no? —En sus ojos azules brilló un reflejo tétrico—. Ya sé que tiene ochenta años, pero ¡tengo una sed…!

Nos reímos de su macabro humor y seguimos a los dos nigromantes por las calles de Shtroven. Durante el trayecto, no dejé de preguntarme si aquella ciudad, a fin de cuentas, no se convertiría en nuestro nuevo hogar.