Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

23 Patrullas

Aquel mismo día empezaron las patrullas. Tras desayunar copiosamente me dirigí con Frundis hacia el cuartel. Aseth, el capitán de la guardia, nos asignó a cada nuevo cekal un grupo de patrullas y, junto con Laya y Galgarrios, seguí a otros cuatro guardias por la calle del Sueño, mientras Ozwil y Revis se marchaban hacia el norte. A pesar de haber cambiado de grupo en el último minuto, Galgarrios no protestó: parecía alegrarse, no solamente porque trabajaría conmigo, sino también y sobre todo porque aquella patrulla se pasaba todo el día fuera de Ató pero volvía cada tarde, al contrario que la otra. Anduvimos tal vez durante una hora por el camino antes de meternos en el bosque, en busca de rastros sospechosos. Rastros de nadros… o de vampiros, pensé con un escalofrío.

En el camino, los guardias charlaban tranquilamente, contándonos historias terroríficas que tenían por solo objetivo darnos miedo. Y, de hecho, lo consiguieron, al menos con Laya, Galgarrios y Syu. Frundis se complacía escuchando esas historias y yo me hacía la incrédula y la valiente, asegurando que ya había matado a un dragón y que nada podía asustarme. Mi seguridad fingida hizo reír a más de uno.

Sin embargo, cuando nos adentramos en el bosque, los guardias cayeron en un silencio completo. Lo más probable era que no encontrásemos nada raro, pero seguimos avanzando, alerta. Observé con curiosidad los gestos precisos de una humana rubia de unos cuarenta años que parecía pasarlo todo en revisión, como buscando si algo, en ese bosque frondoso, hubiese cambiado.

En un momento, llegamos a una zona que me resultó muy familiar y eché una mirada hacia delante. El lugar donde había encontrado a Iharath y Drakvian no debía de andar muy lejos.

—¿Shaedra? —susurró Laya, con los ojos agrandados por el miedo—. ¿Has oído algo?

Negué con la cabeza.

—Me pareció oír el rugido de un dragón, pero seguramente me haya equivocado.

El elfo oscuro que había estado atemorizando a Laya, un tal Wujiri, se carcajeó por lo bajo.

—Serían mis tripas. Tengo un hambre de mil demonios. Narsia —llamó, alzando un poco la voz—. ¿No crees que deberíamos estar comiendo ya esas deliciosas tortas que siempre nos traes?

La humana rubia se detuvo.

—¿De veras tienes tan poca noción del tiempo, Wujiri? Apenas llevamos andando tres horas. Una más y hacemos una pausa —prometió con una sonrisa socarrona.

—Oh, venga, ¡Narsia! —rogó el elfo oscuro con un aire más pícaro que suplicante.

Los otros dos compañeros, Makatos y Aldirn, intercambiaron miradas burlonas, pero Narsia hizo un mohín, impaciente.

—Wujiri —lo advirtió—. Tenemos a novatos con nosotros. No debemos darles a entender que todas las patrullas se paran cada dos por tres a comer tortas.

—¡Por supuesto que no! —rió el elfo oscuro—. Nadie hace unas tortas como tú. Por eso no hacen tantas pausas.

Los otros dos guardias se carcajearon y Laya y yo intercambiamos sonrisas. Narsia, sin embargo, negó con la cabeza con autoridad.

—Ni hablar —decretó—. No insistas —añadió, al ver que su compañero abría la boca para soltar algún lamento más.

Íbamos a seguir andando cuando oímos el silbido lejano de una espada que salía de su vaina. La alarma nos invadió. Narsia desenvainó.

—¡Adelante, chicos!

Nos precipitamos hacia el ruido y pasamos corriendo cerca de la roca donde me había sentado aquella misma noche. Oía los latidos precipitados de mi corazón y adiviné que Laya, con la cara de desesperación que tenía, no debía de estar menos aterrorizada. Sin embargo, a mí no me aterraba tanto la idea de tener que luchar contra unos nadros rojos como la de encontrarme al maestro Ew de pie junto al cuerpo sin vida de Drakvian.

“Eso sí que es macabro”, me dijo Frundis, disgustado, mientras me llenaba la cabeza de redobles de tambor.

Suspiré.

“Lo sé.”

Sin embargo, unos minutos más tarde, cuando vi Navon Ew Skalpaï, espada en mano, paseando unos ojos de loco en torno suyo, quedé espantada. Eso sólo podía significar una cosa…

—¡Maestro Ew! —exclamó Narsia, tan atónita como sus compañeros—. ¿Qué diablos hace usted aquí?

El humano bufó y la miró. Entonces, poco a poco, sus ojos fueron perdiendo el destello de locura que brillaba en ellos. Al cabo, su rostro lleno de cicatrices se suavizó, aunque muy ligeramente.

—Un vampiro —declaró—. Huele a vampiro. Hay un vampiro en el bosque.

Desde luego, su explicación había sido clara.

—Un vampiro —repitió Narsia—. Dioses. ¿Está seguro?

Por su tono, deduje que la guardia no acababa de creérselo. Sin embargo, a Navon Ew Skalpaï parecía traerle sin cuidado su incredulidad. Dio un paso hacia el oeste, decidido, y todos adivinamos sus intenciones.

—¡Espere! —exclamó Narsia—. ¿Qué va a hacer?

El cazavampiros enarcó una ceja.

—Pues, empezar la caza, por supuesto.

Me puse lívida. Todos nos removimos, inquietos.

—Esto… —carraspeó Narsia—. Hay que avisar al Mahir de que hay un vampiro cerca. Maestro Ew, ¿quiere que alguno de nosotros se quede con usted para ayudarle?

Ew Skalpaï meneó la cabeza, con un rictus en el rostro.

—No sabéis cazar vampiros —comentó simplemente.

—Eso es cierto —se apresuró a aprobar Wujiri.

Sin más dilaciones, el cazavampiros hizo un gesto de saludo y se alejó por el bosque, ansioso de encontrar a su presa… Retomamos el camino hacia Ató y, mientras los demás comentaban el suceso hablando de la terrible reputación de Ew Skalpaï, yo avanzaba en silencio junto a ellos. La inquietud me carcomía por dentro. Ojalá ese humano no fuera tan bueno cazando vampiros, suspiré mentalmente.

—Tranquila —me dijo Galgarrios con una sonrisa bonachona—. Un vampiro no puede hacer nada contra tantos guardias.

Wujiri enarcó una ceja.

—¿La matadragones está asustada? —se burló.

Gruñí.

—Qué va. Sólo aprensiva.

Durante los tres días siguientes, Ew Skalpaï buscó a Drakvian día y noche. Por un lado, la gente admiraba su dedicación: la noticia de que un vampiro podía estar merodeando por Ató era más bien para causar pánico. Pero, por otro lado, el empeño fanático con que el cazavampiros operaba inspiraba cierta mofa. Tres días pasé patrullando por los bosques circundantes sin que mis compañeros y yo encontrásemos rastro alguno de nadro rojo o vampiro. Finalmente, la vida de guardia era más monótona de lo que podía parecer a primera vista. Todas las tardes, volvía agotada a la taberna. Eso sí, las tortas de Narsia eran una delicia. Cuando se lo dije a Kirlens, este se carcajeó y me tendió un plato lleno de arroz humeante.

—A lo mejor debería contratarla —bromeó, sentándose a la mesa.

Negué con la cabeza.

—Imposible. A Wigy le salen igual o mejor —afirmé—. Y sus pasteles le dan mil vueltas a la mejor torta del mundo.

Ante mi tono categórico, Kirlens soltó una ruidosa risotada.

—De hecho, si tuviese que hacer esos pasteles yo, te aseguro que ya habría perdido a todos los clientes.

Le devolví la sonrisa y bostecé sin quererlo.

—¡Ah! —dijo Kirlens, frunciendo el ceño—. A la cama. Tú y Kyisse. No es plan que mañana te encuentres con un nadro rojo y te quedes dormida, ¿mm?

Puse los ojos en blanco y me levanté, cogiéndole la mano a Kyisse. Fuimos a darles las buenas noches a mis hermanos. Wigy había salido, probablemente a ver a su amigo Nart, pensé, divertida. Llevé a Kyisse a su cuarto y le conté una historia de las tantas que me sabía hasta que la pequeña cerrase sus ojos. Entonces empujé suavemente la puerta y regresé a mi cuarto. Ahí me encontré a Syu durmiendo ya profundamente en su jergón. Cuando me tumbé, sin embargo, el mono, como un sonámbulo, se levantó, trepó a la cama y se acurrucó junto a mí. Sonreí sola en la oscuridad y concilié el sueño casi inmediatamente.

* * *

—Eres un glotón, Wujiri.

Narsia refunfuñaba y el elfo oscuro engulló el último bocado antes de dedicarle una sonrisa inocente.

—Eres una verdadera diosa de la cocina, Narsia —dijo.

—Wujiri…

—Te lo aseguro —insistió, teatral.

Laya y yo resoplamos, divertidas. Galgarrios se pasaba una mano pensativa por su cabello rubio. Estábamos sentados en un borde del camino principal, en plena pausa. A pesar de ser tan sólo nuestro cuarto día de patrulla, empezaba a entender que lo de las pausas tenía lugar más frecuentemente de lo que aconsejaba el capitán de la Guardia de Ató. Al menos, eso ocurría con nuestra patrulla: tan sólo debían de ser las tres de la tarde y aquella era nuestra tercera pausa del día.

—Deberíamos retomar nuestra vuelta —observó entonces Narsia, poniéndose en pie.

Sin protestar, Wujiri y los demás la imitamos… y nos giramos en un solo movimiento hacia un ruido de cascos contra la piedra del camino. Era un jinete de Ató. Cuando llegó a nuestra altura, sorprendentemente, se paró.

—¡So! —dijo—. ¡Guardias! Gracias a los dioses, estáis aquí. El Mahir requiere vuestra presencia ahora mismo. Ha ocurrido una urgencia.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Narsia. Por lo visto, no estaba acostumbrada a que le interrumpiesen la patrulla de esa forma.

—Una niña ha desaparecido. La niña de Klanez —explicó con tono grave.

Me quedé helada.

—¿Cómo que desaparecido? —solté, alterada, tratando de reprimir la oleada de pánico que amenazaba con invadirme.

—Sí. Al parecer, se la llevaron para el suroeste, rumbo a la Torre de Shéthil más o menos. Hay rastros de varias personas. Sin duda los subterranienses están detrás de todo esto —escupió con desdén—. Pobre niña. Bueno, yo tengo que seguir avisando a las demás patrullas por si ven algo. ¡Hiá!

El caballo partió al galope por el camino y me quedé mirándolo unos segundos, pasmada. Kyisse… Un súbito sonido de flauta prolongado me sacó de mi torpor. Los demás guardias estaban hablando entre ellos, comentando la noticia.

—¡Adelante! —dijo Narsia—. Volvamos a Ató.

Sin esperarlos, eché a correr por el camino a toda prisa. El jaipú se desparramaba por todo mi cuerpo, impulsándolo como si el viento lo empujase. Rápidamente distancié a toda mi patrulla y llegué a Ató en apenas media hora. Sin embargo, no entré en la ciudad: torcí directamente hacia el sur. Junto a los lindes del bosque, tres siluetas de guardias parecían estar conversando animadamente.

Me detuve ante ellos, jadeante. Los tres se habían quedado mirándome con aire sorprendido.

—¿Dónde está tu patrulla? —preguntó uno de ellos.

Me percaté de que quien me hablaba era nada menos que Aseth, el capitán de la guardia. Respirando entrecortadamente, hice un gesto vago hacia atrás.

—Por ahí —resollé—. ¿Y Kyisse?

El capitán frunció el ceño.

—Sabes que un guardia normalmente nunca debería separarse de su patrulla.

Le solté una mirada aburrida y escudriñé el bosque.

—¿Por dónde la han llevado? —insistí.

Fue otro de los guardias quien contestó:

—En cuanto llegue tu patrulla, iremos a buscarla. Hemos enviado a un rastreador, nada menos que a Ew Skalpaï. No te preocupes. No creo que esos raptores hagan daño a la niña. Seguramente andan buscando alguna recompensa.

—O buscan ir al castillo por sus propios medios —añadió su compañero, sombrío—. A menos que sean enviados de Dumblor. No les habrá gustado que…

—Ahí vienen —lo interrumpió Aseth.

Me giré y vi a mi patrulla aparecer por el camino, hacia Ató. No nos habían visto. Puse las manos a ambos lados de mi boca y grité con toda la fuerza de mis pulmones:

—¡AQUÍ, PATRULLA!

Los tres guardias mascullaron entre dientes, retrocediendo. Syu se tapó las orejas, gruñón.

—Creo que ya te han oído —comentó el capitán. Reía por lo bajo—. Por Nagray, joven cekal, ¿dónde aprendiste a gritar así?

Me ruboricé, dándome cuenta de que estaba demasiado nerviosa para poder controlarme. Pero al menos, Narsia me había oído y ahora ella y sus compañeros bajaban la pendiente a todo correr. Mis prisas parecían haberles dado alas a ellos también, observé.

—¿Estáis seguros de que eran subterranienses? —pregunté, mientras se acercaba mi patrulla.

—Ni idea —confesó el capitán—. Lo que está claro es que lleva más de dos horas desaparecida.

—La joven Wigy Zab nos avisó de su desaparición —añadió el guardia que parecía más hablador—. Al parecer, al principio creyó que se había ido a la Guardería a jugar con los nerús. Pobre niña.

Al fin, Wujiri, Makatos y Aldirn nos alcanzaron. Narsia, Galgarrios y Laya iban detrás. Todos respiraban ruidosamente.

—Dioses —resopló Wujiri—. Hola, capitán. ¿Qué… ha… pasado?

El capitán Aseth explicó tranquilamente lo ocurrido en unas breves frases mientras sus guardias se recuperaban y entonces nos señaló el bosque.

—Vamos a seguir el rastro. Ánimo, muchachos. Tenemos que salvar a esa niña.

Movidos por tan noble objetivo, mi patrulla se puso en camino y seguimos al capitán mientras sus dos compañeros regresaban a Ató. Al de una hora, nos encontramos con la otra patrulla que nos esperaba con impaciencia. Eran tres: ese tonto arrogante de Yerry, su compañero Omarsh y Sarpi. Por lo visto, esta había decidido bajar de su torre de vigía para retomar las armas. Cuando reanudamos la marcha, me apretó el hombro como para infundirme ánimo y decirme que encontraríamos a Kyisse.

Pero, cuanto más reflexionaba sobre lo ocurrido, más me preocupaba. Kyisse, la Flor del Norte, la Última Klanez, la niña única capaz de entrar en el mítico castillo de Klanez… ¿cómo no se me había ocurrido que alguien podría querer raptarla? Quedaba por saber si esos malditos canallas pedirían algún rescate o tendrían pensado ir al castillo de Klanez.

“Es terrible”, aprobó Frundis, indignado, e hizo sonar unas trompetas heroicas, declarando: “¡Tenemos que salvarla!”

Asentí con la cabeza e inconscientemente aceleré el ritmo. Anduvimos durante horas, hasta que la oscuridad se volviese tan impenetrable que tuvimos que pararnos. En total, éramos once guardias. Nos instalamos en un pequeño claro y nos sentamos todos alrededor de dos fogatas. El capitán de la guardia parecía haberse tomado el rescate de Kyisse con mucha seriedad ya que él mismo había decidido acompañarnos. Afortunadamente, había previsto que no la encontraríamos el mismo día y la comida no faltaba. Durante la cena, se inventaron muchas historias sobre la identidad de los raptores. Makatos hasta insinuó en un momento que podía tratarse de anefáins. Aunque yo dudaba mucho de que aquel pueblo nómada se molestara en raptar a niñas. Otro habló de legendarios monstruos que habitaban el castillo de Klanez. El capitán gruñó.

—No tiene sentido. Esa pequeña consiguió ahuyentar a dos nadros rojos con sus poderes celmistas. Dudo de que sean monstruos. Además, las pisadas atestiguan de que son saijits. Eso sí, deben de ser raptores profesionales.

—De eso yo no estaría tan seguro —intervino una voz.

Alzamos la mirada del fuego y vimos aparecer la silueta de Ew Skalpaï. Se sentó no muy lejos de mí, frente al capitán.

—¿Qué quieres decir? —preguntó este, enarcando una ceja.

Percibí su leve reserva y deduje que el cazavampiros no acababa de convencerle tampoco al capitán.

—Ningún verdadero profesional dejaría una huella tan clara —explicó tranquilamente el maestro Ew—. No, no son profesionales.

—Para usted, los vampiros tampoco son profesionales —intervino Yerry, burlón—. Aunque el último vampiro parece serlo más, ¿verdad? A lo mejor se ha convertido en un fantasma. O a lo mejor no existió nunca —añadió por lo bajo.

Omarsh ahogó la risa en su bol. Laya los fulminó a ambos con la mirada, como desafiando a cualquiera que se riera de su antiguo maestro de har-kar. El capitán frunció el ceño y volvió a posar sus ojos oscuros en el cazavampiros.

—¿Así que la pista es clara?

—No es evidente verla, pero cualquier buen rastreador la vería —asintió el cazavampiros.

—Entonces seguiremos la pista y que los dioses quieran que encontremos a la niña sana y salva —dijo el capitán a modo de conclusión.

Todos aprobaron y pronto nos envolvimos cada uno en nuestras mantas, aunque en realidad la mayoría prescindió de ellas, ya que hacía un calor como pocas veces hacía en verano en Ató. Definitivamente, todo parecía indicar que entrábamos en un Ciclo del Ruido, pensé.

Antes de sumirme en un profundo sueño, vi a Navon Ew Skalpaï, sentado en una roca, con la mirada posada en las oscuridades de la noche. ¿Acaso su odio irracional por los vampiros se debía a su trabajo? ¿O bien a algún otro acontecimiento en su vida? Tal vez, a imagen de Jaixel, había perdido a algún miembro de su familia por culpa de un vampiro… Meneé la cabeza, burlándome de mí misma. ¿Desde cuándo me preocupaba yo por los secretos de los demás?

Cuando desperté, aquella mañana, me quedé un momento aturdida al verme tan rodeada de guardias con túnicas amarillas. Galgarrios, junto a mí, se enderezó mirando a su alrededor con una gran sonrisa.

—No pareces echar de menos Ató —observé, socarrona.

El caito se encogió de hombros.

—Cuando se trata de un objetivo tan noble como salvar a una niña, no me importa cruzarme toda Ajensoldra —me aseguró.

—Ya, pues espero que no tengamos que cruzarnos toda Ajensoldra —masculló Laya con amargura.

Puse los ojos en blanco. Desde luego, Laya no andaba cerca de tomar como ejemplo a Shakel Borris. Nos pusimos en marcha tras un desayuno frugal y seguimos a Ew Skalpaï a buen ritmo por las colinas boscosas. Cruzamos un río y cuando el sol desaparecía por el horizonte, alcanzamos a divisar un extenso lago. En la lejanía, se alzaba una especie de ancha torre en ruinas.

—La Torre de Shéthil —murmuró Wujiri a mi lado—. ¿A quién se le ocurre acercarse a ese lugar maldito?

Visto desde lejos y bajo la luz cálida del poniente, el paisaje era hermoso. Sin embargo, conocía las historias que se contaban sobre esa torre. Hablaban de espectros y de ardoxias y de un monstruo llamado Ugabira que arrancaba el corazón de sus víctimas y los devoraba. Me estremecí nada más pensarlo. Aún recordaba el día en que unos guardias habían contado en el Ciervo alado la vez en que osaron acercarse a menos de cien metros. Habían oído gritos terribles y echaron a correr como pudieron sin mirar atrás.

—El rastro parece dirigirse hacia la Torre —observó Ew Skalpaï, sombrío.

Me recorrió un escalofrío. ¿Qué secuestradores podían osar acercarse a esa torre, y con una niña de ocho años? Debían de ser unos desalmados. Apreté los puños con fuerza, prometiéndome que esos saijits, fuesen quienes fuesen, lo pagarían caro. Muy caro.

Aquella noche, el sueño de todos fue agitado y despertamos a la mañana siguiente con la impresión de haber luchado durante cinco horas seguidas. Entre bocado y bocado de arroz frío, Wujiri soltó con tono dramático:

—He soñado con que unos orcos nos cernían y nos mataban a todos antes de sacarnos nuestros corazones e ir a ofrecérselos a Ugabira.

Narsia lo fulminó con la mirada.

—¡Wujiri! —protestó.

—Pues yo he soñado con que venían unas arpías a capturarnos —intervino Laya, con una expresión de terror—. Nos llevaban muy alto muy alto. Y luego nos soltaban. Era horrible.

Muchos resoplaron divertidos y Sarpi soltó una carcajada.

—Dejaos ya de pesadillas.

—Pues a mí me preocupa —afirmó Laya—. Sé que los sueños no cuentan la verdad. Pero estos sueños son diferentes.

—Lo sé, Laya —suspiró el capitán con paciencia—. Son los típicos sueños muy realistas que uno hace cuando viene un Ciclo del Ruido… y cuando uno se deja llevar por el miedo —agregó—. Y el guerrero debe saber controlar su miedo, ¿verdad?

La elfa oscura puso cara atormentada pero asintió.

—Sí, capitán.

Guardamos todas nuestras pertenencias y nos pusimos pronto en marcha, siguiendo a Ew Skalpaï. Caminaba junto a Galgarrios y Laya, pensativa. Aquella noche, yo había tenido un sueño especialmente extraño: todo el cielo se había cubierto de una oscuridad total. Ni el más mínimo sortilegio de luz funcionaba y, en las tinieblas, sólo brillaban los ojos dorados de Kyisse. Sin ser macabro como los de Wujiri o Laya, el sueño me ponía los pelos de punta.

Nos acercábamos inexorablemente hacia la torre. ¿Podía tratarse acaso de un sucio engaño para que muriésemos todos a manos del Devorador de Corazones? Sin duda, más de uno se lo preguntaba. Cuando al fin salimos del bosque, pudimos observar la Torre de Shéthil con todo lujo de detalles. Cuanto más avanzábamos, más sentía aumentar la tensión.

—Ew Skalpaï —llamó el capitán—. ¿Cómo puedes estar seguro de que se han ido en esa dirección?

—No lo sé —admitió el cazavampiros, echando una mirada hacia las vastas praderas que rodeaban la torre—. Pero sé que han salido del bosque por aquí. No nos llevan mucha ventaja y van a pie como nosotros. Con estas llanuras, los veríamos desde lejos. No pueden esconderse en otro sitio.

—A menos que hayan cruzado el río de nuevo y nos hayan despistado —intervino Narsia.

El cazavampiros negó con la cabeza.

—No. Lo habría sabido —afirmó con seguridad.

Los guardias intercambiaron miradas, y seguimos avanzando bajo el sol de la mañana. Pronto empecé a oír un zumbido extraño. Fruncí el ceño.

“¿Frundis? ¿Eres tú?”

Pero el bastón dormía. Solté un sortilegio de reconocimiento y me fijé en que el aire estaba poblado de energía brúlica en bruto. La zona estaba totalmente desequilibrada energéticamente.

La torre en ruinas se alzaba en la orilla del río, cubierta de hiedra y de arbustos. Tan sólo el arrullo del agua rompía el relativo silencio.

—Al menos no se oyen gritos —murmuré.

—¿Hasta cuándo? —replicó Laya, con la mano sobre el pomo de su espada.

El capitán Aseth se giró hacia su compañía.

—Omarsh, Yerry, Sarpi: quedaos aquí y vigilad los alrededores. Los demás, venid conmigo.

Dimos la vuelta a la torre, prudentes, pero no vimos nada sospechoso. Pese a su amplitud, la torre sólo tenía una entrada con una puerta cubierta de liquen. En lo alto, se veían aspilleras y canecillos rotos.

—Wujiri, Galgarrios, Shaedra —dijo de pronto el capitán—: por la izquierda. Makatos, Narsia, Laya, por la derecha.

Desenvainamos nuestras espadas y nos separamos. Avanzamos formando un amplio semicírculo hacia la torre. Cuanto más nos acercábamos, más tenía la impresión de que la energía en el aire se compactaba. Llegó al fin Ew Skalpaï hasta la puerta y la empujó con brusquedad. Esta se resistió y él empujó con más ímpetu hasta que la puerta chirriase contra la piedra. Con la espada en mano, avanzó un paso. Y se detuvo en seco cuando oímos de pronto salir del interior un rugido infernal.

—¿Qué ha sido eso…? —preguntó Laya con un grito ahogado.

Paralizada de espanto, vi cómo un enorme brazo negro con garras surgía del batiente abierto y empujaba brutalmente al cazavampiros antes de desaparecer.

—¡Ew Skalpaï! —exclamó el capitán precipitándose hacia él para sostenerlo.

Sin embargo, antes de que llegase a él, Ew Skalpaï ya se había recobrado. No le dedicó ni una mirada al capitán: blandió su espada y se impulsó hacia adelante, cruzando el umbral con los ojos brillantes de locura.