Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

16 El código

Durante los días siguientes, me acostumbré a dar largos paseos con Ujiraka. Era un elfo oscuro curioso, al que le encantaban los acertijos, las bromas malas y los juegos de memoria. Según me dijo, soñaba con ser un hombre reconocido “como Lénisu” y se imaginaba, a los cien años, sentado tranquilamente en alguna casa acomodada contando a sus nietos las grandes aventuras de Ujiraka Basil. Ojalá pudiera concretar sus sueños.

Al día siguiente de mi conversación con Spaw, hablé largo y tendido con Suminaria, sentadas junto a la fuente de la Pagoda de los Vientos. Ella, por supuesto, no había venido sola: Nandros nos vigilaba desde el otro lado de la plaza. La tiyana me miró casi con envidia cuando le narré mis peregrinaciones por los Subterráneos y se alegró al saber que Aleria y Akín estaban vivos. Y a mi vez, la escuché hablar sobre las intrigas de los Ashar y casi deseé que no me las hubiera contado: tenía la impresión de que cuanto menos sabía sobre los líos de esa poderosa familia, mejor me iría. Suminaria me confesó sin tapujos que las acciones de los Ashar la indignaban sumamente.

—Te aseguro que si mañana algún comerciante le resultase molesto a mis padres, no tendrían ningún reparo en hundirlo económicamente a base de influencias —me reveló en voz baja—. Mis padres no entienden que no me gusten esas prácticas y a mí me da miedo que puedan ser tan generosos a veces y otras veces tan desalmados. Como dice Sirseroth, son esclavos del dinero y del poder —se lamentó—. Sólo les interesa eso.

¿Como a Deybris Lorent, tal vez?, pensé, irónica, en ese momento. Veía claramente que Suminaria se sentía asfixiada en Aefna pero en cuanto traté de consolarla la tiyana puso los ojos en blanco.

—Sé muy bien cuál es el destino de una Ashar —replicó—. Tampoco es que me pese realmente, pero me gustaría cambiarlo aunque sea un poco.

Esbocé una sonrisa.

—Cada uno puede cambiar su destino —filosofé. Sea a mejor o a peor, añadí para mis adentros.

Me daba cuenta de que la tiyana había cambiado mucho en un año: era más abierta y al mismo tiempo menos natural. Ella misma me confesó que, con la hipocresía que la rodeaba, le era difícil no ser hipócrita a su vez.

—Es terrible cómo el entorno puede afectar al comportamiento de una persona —meditó, mientras retomábamos el camino de vuelta hacia su casa. En aquel momento, Frundis componía y tan sólo me alcanzaban unas notas de piano inconexas.

—A mí también me pasa —le aseguré—. Por ejemplo, cuando tengo a alguien delante que desenvaina la espada con claras intenciones de matarme, mi actitud cambia radicalmente.

Suminaria resopló, divertida.

—No hablaba de ese tipo de actitudes, sino del modo de ser.

Levanté los ojos al cielo.

—Lo sé.

Dimos unos pasos en silencio hasta que Suminaria girase sus ojos rosas hacia mí.

—¿Sabes? Hacía tiempo que no hablaba con una verdadera amiga.

Enarqué una ceja al advertir el cambio de tono en su voz.

—¿En serio? —vacilé—. Pero… seguro que tienes amigas en Aefna.

—Sí, a montones —replicó Suminaria, encogiéndose de hombros con aire sombrío—. Pero la mayoría son interesadas. Tan sólo quieren ser amigas mías porque soy la heredera de los Ashar. Y las demás… Bueno. Según mi madre, las amistades de una Ashar deben serlo por cuestiones prácticas. El tío Garvel dice que sólo se puede considerar a alguien un amigo cuando lo tienes atado con la rienda al cuello. —Hizo una mueca de repugnancia—. Mi tío Garvel es infame.

La miré sin saber qué contestar y continuamos andando. Cuando llegamos ante el palacio de los Ashar, Suminaria me echó una discreta ojeada, como dudando en decirme algo, aunque finalmente se limitó a observar:

—Supongo que tan sólo estarás de paso por Aefna y que volverás pronto a Ató.

—Pronto, seguramente —respondí.

La tiyana asintió, sin parecer esperar una respuesta más explícita.

—A veces, me gustaría poder decir yo también: me voy de Aefna, de aventuras por el mundo. —Suspiró, desanimada—. Pero sé que es imposible. Esta semana mismamente tengo que ir de bailes en comidas y de comidas en meriendas. Y hoy se suponía que tenía clase de piano —añadió con un mohín—. No tengo casi tiempo ni para respirar.

Sacudí la cabeza y la saludé, juntando las manos ante mí.

—Como decía el maestro Áynorin, “si el río no te lleva hacia tus sueños, súbete a la orilla y búscate otro”.

La tiyana me devolvió la sonrisa y el saludo.

—Ojalá fuera tan fácil —pronunció—. Que los dioses te acompañen, si te vas pronto a Ató, Shaedra.

Asentí y ella entró por el portal. Antes de seguirla, Nandros me lanzó una mirada exasperada.

—Gracias por alentar su rebeldía, joven ternian —masculló, irónico.

Le enseñé todos mis dientes.

—De nada —repliqué.

Lo saludé y me alejé por la ancha calle pensando que al menos yo no tenía ocupaciones tan raras como las de Suminaria.

* * *

Lénisu tardó toda una semana en reaparecer, pero lo hizo con una caja bajo el brazo. “Dentro de un par de días estaré de vuelta”, me repetí, resoplando, mientras lo veía entrar por la puerta principal de la casa del Nohistrá. Le dio unas palmaditas sobre el hombro a un joven Sombrío conocido que estaba junto a la entrada y se dirigió hacia mí.

—Buenas, sobrina —me saludó alegremente—. Todo está arreglado.

—¿En serio? —pregunté, mirando atentamente la caja que llevaba, mientras subíamos las escaleras.

—En serio —afirmó él, lacónico—. He tardado un poco más de lo previsto, porque mis acompañantes cayeron enfermos a mitad de camino y tuve que dejarlos al cuidado de unos granjeros antes de seguir el viaje. ¿Qué tal los días por Aefna?

Lo contemplé un momento, suspicaz.

—¿Enfermos, eh? Qué casualidad.

Mi tío puso los ojos en blanco.

—¿Qué tal por Aefna? —repitió.

—Bien. Ujiraka y yo nos hemos pateado toda Aefna de arriba abajo. Syu se pasa el día en los mercados de la Plaza de Laya y Frundis ha compuesto una nueva obra lírica. Ah, y Wanli se ha marchado hace unos días.

Lénisu enarcó una ceja.

—¿Adónde se ha marchado?

Resoplé.

—Si te crees que yo me entero de algo de los asuntos de los Sombríos… Aunque admito que tampoco le he preguntado adónde iba. Dijo que tenía asuntos que atender, sin más. Casi, casi, me ha recordado a ti cuando lo dijo —añadí, poniendo cara inocente.

Llegábamos al despacho del Nohistrá y Lénisu me revolvió el cabello.

—Ve a pasearte por Aefna, si quieres. Me temo que voy a estar un buen rato charlando con Deybris.

Asentí y con cierta inquietud lo vi pasar la puerta. ¿Y si al Nohistrá de Aefna no le satisfacía esa caja y pensaba que no era la buena? ¿Y si Lénisu estaba intentando engañarlo?

Con estas preguntas preocupantes en mente, volví a bajar hasta la planta baja. Había dejado a Frundis en mi cuarto y Syu se había ido a fisgonear por la Plaza de Laya, así que deambulé sola por la mansión sin objetivos claros. Sonreí a un niño de unos ocho años que jugaba con un cachorro; saludé a Abi Yawni y me crucé con otro Sombrío que me dedicó una sonrisa franca. Un escalofrío me recorrió mientras me alejaba. ¿Quién sabía si ese Sombrío no sería un Shargu?, me pregunté. Aun sabiendo que, ante un demonio, cualquier saijit en su sano juicio no desearía más que verlo muerto, era inquietante pensar que podía estar saludando a gente que se dedicaba a matarlos… Sin enterarme, acabé ante la puerta de la sala de entrenamiento de la mansión. Tras una ligera vacilación la empujé y entré. La sala estaba desierta. ¿No decía el maestro Dinyú que el har-kar lo ayudaba a veces a concentrarse y a serenarse?

Alcé los brazos y me impulsé, realizando unas volteretas hasta llegar al centro de la habitación. ¿Qué habrá pensado hacer el capitán Calbaderca al leer mi carta?, me pregunté, mientras realizaba un movimiento preciso de har-kar. Encadené los ataques, imaginándome que luchaba contra una mílfida, e iba a darle una patada al aire cuando me detuve en seco y fruncí el ceño. ¿Y cómo podría saber que el capitán Calbaderca había recibido efectivamente esa carta?, reflexioné. A lo mejor ya no estaba en Ató, sino recorriendo la Tierra Baya en busca de los abuelos de Kyisse. O bien se había hartado de buscarlos ya y había vuelto a Dumblor… pero eso era improbable: Djowil Calbaderca no era de los que se rendían fácilmente. Él era capaz de buscar a los abuelos de Kyisse durante años hasta encontrarlos.

Con un suspiro, me senté sobre el parqué de madera y apoyé la barbilla en la palma de la mano, meditabunda. Me preocupaba demasiado por cosas que no podía resolver, pensé.

—¿Buscando a un adversario? —preguntó de pronto una voz.

Levanté bruscamente la cabeza y vi a Néldaru Farbins en el marco de la puerta. El esnamro me miraba con su habitual expresión lunática.

—Buenos días, Néldaru —contesté—. Creía que estabas fuera de la ciudad.

—No. Pero no suelo venir aquí. Lénisu me ha dicho que la semana próxima te vas a Ató.

Agrandé los ojos.

—¿Ha dicho eso? —Una sonrisa se dibujó lentamente en mi rostro—. ¿Así que al Nohistrá no le importa que me vaya de Aefna?

Néldaru se encogió de hombros.

—No le importó que se fuera su propio hijo —comentó.

Asentí, animada, y me levanté ágilmente, dirigiéndome hacia la puerta.

—Dime, Shaedra —dijo de pronto el Lobo—. Aceptaste ser una Sombría para salvar a Lénisu, ¿verdad?

Me sorprendió la pregunta.

—Evidentemente.

Néldaru frunció el ceño, pensativo.

—Así que tu deseo no era ser una Sombría o ser la pupila de un Nohistrá, sino salvar a tu tío.

—Sí.

Me mordí el labio, preguntándome adónde quería ir a parar. Curiosamente, Néldaru tuvo entonces una media sonrisa y retrocedió para dejarme pasar.

—Entonces, bienvenida a la cofradía, Shaedra —declaró.

Lo miré con sorpresa y al cabo me reí.

—Gracias, Néldaru, pero no acabo de entender tu razonamiento. ¿Me das la bienvenida sólo porque no quería entrar en la cofradía?

—Por tus actos —me corrigió Néldaru—. Ojalá todos acatasen el código de los Sombríos como tú.

Resoplé, incrédula.

—¿Yo, acatar el código de los Sombríos? Pero si ni siquiera me lo he leído —protesté.

Néldaru enarcó una ceja y esbozó una sonrisa.

—Pues deberías, es bastante instructivo. Por desgracia, muchos Sombríos no lo acatan.

Puse los ojos en blanco: me lo suponía. Néldaru me dedicó un saludo y lo vi alejarse en silencio por el corredor preguntándome si algún día acabaría de entender a ese extraño esnamro.

Los siguientes días fueron felices y sin mayores revoluciones. Lénisu no desapareció en toda la semana, pasando largas tardes junto a mí charlando y contestando a preguntas sobre su vida como Sombrío. Su versión distaba bastante de la de Ujiraka en algunos aspectos, pero bien sabía yo que a Lénisu siempre le gustaba matizar y, aunque hablase con cierta diversión de sus misiones, sus comentarios teatrales le quitaban todo atisbo de heroicidad. Cuando le pregunté de manera directa si realmente había entregado todos los papeles a Deybris Lorent, se mostró increíblemente franco contestando:

—No. Pero le he entregado todas las pruebas que tenía yo contra él.

Tras un paseo por la Plaza de Laya, nos habíamos sentado en una colina a las afueras de Aefna y veíamos desde ahí los rayos dorados del atardecer bañar de llamas los tejados y las inmensas cúpulas del Palacio Real.

—¿Qué tipo de pruebas? —insistí—. Es… ¿un asesino? ¿Un traidor? —Esbocé una sonrisa burlona antes de añadir—: ¿O un demonio?

Lénisu meneó la cabeza con gravedad.

—Asesinos lo son todos —comentó—. Simplemente mandar a unos Sombríos en una misión imposible te convierte en un asesino. Y en un traidor a la cofradía. Y eso lo han hecho todos los Nohistrás alguna vez. Aún recuerdo la vez en que el Nohistrá de Neiram mandó a unos compañeros míos a una muerte segura en pleno territorio de orcos, al norte de Daylam. Ni siquiera se molestó en llegar a un acuerdo con los orcos para recuperar los cuerpos. —Me estremecí, lívida de espanto—. A veces nuestros queridos “jefes” se dejan llevar por la codicia —susurró amargamente.

—Pero… los Sombríos pueden optar por no aceptar la misión, ¿verdad? —pregunté—. Podrían haber rechazado.

Lénisu hizo una mueca.

—Admito que en el caso que te he mencionado esos Sombríos eran voluntarios. Pero no siempre lo son. Los Nohistrás siempre tienen maneras de coaccionar. Con promesas varias, o por deudas. Supongo que ya te habrá explicado alguien el sistema jerárquico de la cofradía.

Puse los ojos en blanco.

—¿Lo de los seis grados? Lo aprendí en la Pagoda Azul cuando era nerú —solté—. Bota, manonegra, bravo, capitán, oscuro y arsero —recité, divertida.

—Exacto. —Frunció el ceño y tras un silencio, retomó la palabra—: Ya te conté lo ocurrido en las Tierras de Ceniza, ¿verdad?

Sus ojos violetas me miraron, interrogantes. Asentí.

—Fuiste a coger la corona de los Astras con tres compañeros.

—Así es. Esa misión, nos la había asignado el Nohistrá de Agrilia. Weyléh Kan —pronunció. Hizo un mohín de desagrado—. Volvimos con la corona y con otras joyas valiosas. Weyléh quiso quedarse con todo y nos dio una recompensa bastante elevada, pero que no era comparable con lo que le habíamos entregado. A dos de mis compañeros no les gustó el trato, protestaron pero el Nohistrá les rió a la cara. —Marcó una pausa y vi que inconscientemente posaba una mano sobre el pomo de Hilo, acariciándolo, pensativo—. Días más tarde, desaparecieron todas las joyas que trajimos. Se supo que esos dos Sombríos se las habían robado a Weyléh. Y este se lo tomó mal.

Me miró con cara elocuente y un escalofrío me recorrió.

—¿Murieron? —pregunté.

—Sí —contestó simplemente Lénisu, retomando un tono más ligero—. Ya ves lo que pasa cuando un Sombrío roba a otro. Acatan el código y te consideran un traidor y, si no tienes pensada una defensa, eres saijit muerto. Bueno. Esa es una de las sabrosas historias que se hallaban en esa famosa caja —concluyó, levantando los ojos hacia el horizonte.

—Demonios…

Tragué saliva, alterada, tratando de no arrepentirme de haber entrado en una cofradía con asuntos tan poco eriónicos. Callamos un rato y contemplamos el hermoso atardecer entre las nubes coloreadas. Pasó un pájaro azul volando no muy lejos y seguí el curso de su vuelo hasta que desapareció. Entonces observé:

—Pero a ti, Deybris Lorent te robó la espada.

Lénisu soltó una breve carcajada.

—Sí —aprobó—. Pero Deybris Lorent es un Nohistrá. Además, debo reconocer que él tenía un fin algo loable: pretendía liberar a unos Sombríos encarcelados. Aun así, se comportó como un… er…

—¿Un canalla? —propuse.

—Exactamente, un canalla —afirmó, esbozando una sonrisa, y agregó—: Si fuese un Sombrío de honor, debería haber aplicado el código e intentado matar a Deybris Lorent.

Lo observé, alarmada.

—¿Matar al Nohistrá? Wuw —soplé, impresionada—. Me alegro de que no seas demasiado honorable, tío Lénisu.

Él meneó la cabeza, divertido.

—¡Ah!, sobrina —dijo, tumbándose en la hierba con las manos detrás de la cabeza—. A veces pienso que lo soy demasiado.

Enarqué una ceja, socarrona.

—¿De veras? —De pronto vi una sombra despegarse de las casas de Aefna y sonreí—. ¿Tanto como Srakhi?

Lénisu alzó levemente la cabeza y soltó un suspiro exasperado al ver al say-guetrán que nos vigilaba desde la lejanía.

—Ese gnomo es insoportable —gruñó. Y se enderezó con una súbita energía—. Por cierto, Shaedra, ya que estamos a salvo de oídos indiscretos… y antes de que ese gnomo corra a rescatarnos de algún monstruo imaginario —añadió—, déjame que te avise de algo.

Ladeé la cabeza, intrigada al notar su tono indeciso.

—¿De qué se trata?

—Esto… verás —dijo, con aire molesto—. Como sabes, los Sombríos tienen muchos trabajos. Roban reliquias y joyas… salvan princesas y matan dragones —bromeó, teatral, pero enseguida retomó un tono cauteloso al añadir con las manos juntas—: Y también los hay muy valientes que matan demonios.

Me miró con una mueca prudente, creyendo tal vez que me entraría el pánico o quién sabe. Para su sorpresa, le dediqué una ancha sonrisa y asentí con tranquilidad:

—Lo sé, tío Lénisu. Ya me avisaron.

Lénisu abrió la boca pero soltó simplemente un:

—Ah.

Lo miré de reojo y carraspeé.

—Por casualidad… ¿no sabrás quiénes son esas personas que se dedican a matar demonios?

Lénisu resopló y se apoyó sobre mi hombro para levantarse.

—Ni idea, sobrina. Yo sólo quería avisarte del problema para que tuvieses todavía más cuidado. Los hay algo paranoicos que al mínimo indicio…

—Los hay paranoicos, pero tú no tienes ni idea de quiénes son, ¿eh? —repliqué, suspicaz.

Lénisu me miró con cara aburrida.

—No te conviene saber nada más sobre el asunto, sobrina. Ya ves, esa era una de las razones por las que no quería que te metieras en la cofradía —me confesó por lo bajo.

—Bah —dije, quitándole importancia a sus remordimientos, y cambié de tono—. Dime, ¿piensas que sería capaz yo de revelar los nombres a otros demonios si me los dieses? —pregunté. Y me estremecí por dentro al oír mis propias palabras.

Lénisu me miró detenidamente y se encogió de hombros.

—Que tú seas buena, no significa que no haya demonios que sean verdaderos monstruos —me hizo notar.

Solté un jadeo.

—¿Así que a ti te parece bien que haya cazademonios?

La vacilación de Lénisu me dejó espantada un rato aunque, antes de que llegara a contestar, me levanté de un bote y apunté:

—Tienes razón. Mejor no me reveles nada.

Lénisu estuvo a punto de decir algo pero se contuvo e hizo un ademán hacia Aefna para que emprendiésemos el camino de regreso. Los últimos rayos de sol desaparecían ya en el horizonte. Mientras caminaba junto a mi tío, no dejé de darle vueltas a una inquietante pregunta: ¿y si Lénisu no me había contado la verdad aquel día, en Meykadria, y había hecho más que dejar abandonado a un joven demonio en un agujero? ¿Y si Lénisu Háreldin era un cazademonios? Pero no, no podía serlo, y menos ahora que sabía que los demonios no eran malos en sí. No era un cazademonios, me repetí. Pero no cabían dudas de que conocía a más de un Sombrío que sí lo era.