Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre

20 Rocas y ramas y perlas

Como en los Subterráneos no había albas ni atardeceres, de cuando en cuando sacaba la piedra de nashtag que había cogido en la torre de Kyisse para saber la hora. Durante la primera “noche” apenas dormí y, visto que la noche anterior tampoco había reposado mucho, desperté a la mañana siguiente agotada, bostezando cada tres minutos, a pesar de la música alentadora de Frundis.

—Tenéis una pinta horrible —observó Aryes. Agrandé los ojos y especificó—: Syu y tú.

De hecho, en aquel mismo instante, el mono abría la boca en un enorme bostezo de mono.

“No he podido dormir”, reconoció Syu. “Tengo la impresión de que hay mil ojos que me espían.”

“Yo también”, admití, echando un vistazo hacia los rincones más oscuros de la caverna.

—Me repondré desayunando —le aseguré a Aryes.

Miré entonces a los viajeros que se ajetreaban, formando círculos y comiendo de las provisiones. Dabal Niwikap, el enorme mirol, desayunaba a grandes mordiscos un trozo de carne asada. En Dumblor, para cocinar, se utilizaban recintos donde una roca especial absorbía todas las humaredas del fuego. Aquí, en cambio, la pequeña fogata desprendía una voluta de humo compacto que se alzaba libre hasta la oscuridad de la parte superior de la caverna.

Desayuné con hambre y dejé de bostezar.

—Mira —me dijo súbitamente Aryes.

Seguí su mirada y vi a Kaota y Kitari en plena conversación con el capitán Calbaderca, del otro lado del grupo.

—Vamos por el mismo camino que cogí yo hace un mes —comentó Spaw. Sentado junto a nosotros, llevaba un rato en silencio, pensativo.

Eché una ojeada hacia nuestro alrededor. Todos parecían muy animados con sus conversaciones.

—Spaw, tengo la impresión de que quieres decirnos algo importante —le pregunté, bajando la voz.

El demonio hizo una mueca cómica.

—Tal vez. Pero creo que no es el momento oportuno —replicó.

Suspiré y asentí para decirle que lo entendía. A pesar del ruido que hacían nuestros compañeros, seguro que alguno de ellos estaba atento a nuestras palabras.

—Además, yo siempre digo cosas importantes —añadió el demonio, levantándose—. Voy a hablar con el capitán.

Aryes carraspeó.

—A saber lo que se trae entre manos ese… esto… Spaw.

El kadaelfo calló, sonrojándose. Casi había metido la pata. En ese momento, Kyisse, sentada junto a nosotros, se echó a reír y adivinando, con mucha sagacidad, la palabra que había estado a punto de emplear Aryes, dijo:

—¿Temonio?

Sentí que mi corazón dejaba de latir durante un segundo y traté de no inmutarme.

—Kyisse, ya te dije que esa era una palabra poco elegante. No se le puede llamar así a un amigo.

—¿No?

—No.

Kyisse se mordió la mejilla, pensativa.

—Vale —aceptó al fin, tras reflexionar un rato.

“Por todos los dioses, esta niña puede provocar una catástrofe”, le solté a Syu y a Frundis, aterrada.

El mono se subió al hombro de Kyisse y me dirigió una sonrisa traviesa desde su pequeña atalaya.

“Todos podemos provocarla”, replicó. “Pero Kyisse es una buena gawalt. A veces hay que confiar.”

“Cierto”, coincidí.

De la melodía de violines, salió la voz cantarina de Frundis sentenciando:

“Confía en quien te trata de proteger y desconfía de quien te sonríe a la cara y te apuñala por la espalda.”

Hice esfuerzos por no reír.

“Una evidencia dicha con solemnidad”, aprobé, muy divertida.

“Son los versos de una canción”, explicó el bastón. Y entonces entonó la misma con un tono alegre acompañado con notas precipitadas de guitarra. Una canción ideal para ponerse en marcha, pensé.

* * *

Durante los días siguientes, pasamos por túneles angostos, cavernas de todos los tamaños, e incluso, de cuando en cuando, vimos algunos bosquecillos con riachuelos que surgían de la roca y volvían a desaparecer.

Chamik conocía todas las plantas. Las nombraba y nos hablaba como si hubiese vivido con ellas. Yo escuchaba con fascinación sus anécdotas y sus explicaciones, preguntándome cuántos libros había leído y cuánto tiempo había necesitado para saber tanto. El joven caito, halagado por mi evidente admiración, contestaba a mis preguntas con verdadera pasión. Spaw, al principio, había seguido la conversación, aunque luego confesó que no entendía ni la mitad y me recomendó que Chamik, Lunawin y yo creásemos un grupo de alquimistas.

—No es tan mala idea —aprobé, teatralmente pensativa. Sin embargo, al hablar de alquimistas, no pude evitar pensar en Daïan, secuestrada los dioses sabían dónde por haber creado una poción poderosa.

Cuando Chamik y yo hablábamos de plantas, Aryes solía huir para hablar con Yelin, Kitari y con un tal Hiito Abur, que llevaba una ballesta enorme a la espalda. La mayoría de los aventureros apenas nos dirigían la palabra, pensando tal vez que nosotros éramos algo así como unas figuras legendarias. Aunque a muchos no les inspirábamos exactamente respeto, sino más bien indiferencia. Todos ellos no viajaban para llevar a Kyisse a su hogar, sino para utilizar a la niña como instrumento para penetrar en el castillo y desvalijarlo, pensaba yo, algo apenada.

Durante el viaje, tuve tiempo de contar varias veces cuántos éramos. En total, conté cincuenta y ocho personas. Los Leopardos siempre se sentaban aparte, así como otros tres que formaban un grupo de cazarrecompensas llamados los Awfith. Casi todos los aventureros tenían un aspecto temible y cuando, al cuarto día, estalló una pelea, me pregunté cuánto tiempo durarían esos cincuenta y ocho… Felizmente, en aquella ocasión, bastaron unas palabras autoritarias del capitán Calbaderca para poner fin al altercado. ¡Como si no tuviésemos otros problemas! Más de una vez nos sentimos todos rodeados de criaturas hambrientas que nos espiaban, evaluando nuestra fuerza, ocultas entre las rocas. Y Yoldi Hyeneman recurrió dos veces a sus petardos para hacerlas huir. Aquel humano tenía toda una mochila llena de artilugios, aunque, como comentó una caita por lo bajo, no muy lejos, estos tan sólo servían para criaturas asustadizas. No quería imaginarme el resultado de uno de esos petardos contra el hocico de un dragón de tierra.

Aquellos días fueron del todo novedosos para mí. Descubrí muchísimas cosas sobre los Subterráneos, no solamente por Chamik, sino también por Lemelli Trant, la geóloga, que, a sus treinta y dos años, me dio la impresión de ser una verdadera experta de rocas. Poco a poco, me daba cuenta de lo diferente que era la vida de los Subterráneos de la de la Superficie. Todas aquellas largas conversaciones, mientras andábamos, me instruyeron más que cualquier libro sobre los Subterráneos que pudiera haber leído en Ató. Lemelli me hablaba como una maestra a un alumno, sin perder jamás su tono humilde y sosegado. De cuando en cuando, me preguntaba, curiosa, sobre mi vida en la Superficie, y yo le contestaba con la misma sinceridad, aunque omitiendo ciertos detalles obviamente.

Un día, desembocamos en una pequeña caverna de la que salían otros dos túneles y donde crecían unos pocos árboles. Como Chamik me había asegurado que aquellos troncos no eran corrosivos, Syu y yo decidimos echar una carrera hasta la copa de uno de ellos.

Mientras los demás soldados se instalaban para cenar, Syu y yo nos apartamos discretamente. Llegados al pie de un árbol bastante alto, nos miramos con los ojos entornados.

—¿Listo? —pregunté.

“Pff, a mí me lo preguntas”, replicó el gawalt. “A la de tres. Uno. Dos. ¡Tres!”

Nos precipitamos hacia el tronco y comenzamos a subir a toda velocidad. Con las garras rozando la corteza, me impulsaba hacia arriba, sin poder evitar sonreír ampliamente. Un sentimiento me invadió que no sentía desde hacía tiempo: el de la libertad.

Cuando llegué a la cima, Syu me esperaba agitando tranquilamente la cola, tratando de regular su respiración.

“Como siempre, gano yo”, declaró. “¿Has visto?”, añadió, antes de que le replicase.

Señalaba un resquicio de la caverna, no muy lejos de donde estábamos. De ese lugar, se desprendía una luz tenue.

“¿Crees que es piedra de luna?”, pregunté, intrigada.

El mono se encogió de hombros y entonces se oyeron gritos abajo. Kaota, al pie del árbol, hacía grandes aspavientos para decirme que bajara. Syu y yo suspiramos.

“Que suba ella”, gruñó el mono.

“Será mejor que bajemos”, dije sin embargo. Como Syu hacía un mohín, apunté: “La cena está abajo.”

Enseguida se animó y bajamos más tranquilamente. Kaota, sin comentar nada, meneó la cabeza como dando a entender que mi caso era un caso perdido y me informó:

—El capitán Calbaderca quiere hablar contigo.

Enarqué las cejas, aprensiva. Djowil Calbaderca charlaba tranquilamente con Spaw y Aryes, alejados ligeramente del grupo. Mientras me dirigía hacia ellos, observé que Kaota se reunía con Kitari para cenar y en ese momento me di cuenta del hambre que tenía.

Cuando llegué a la altura del capitán, este me hizo un signo para que me sentara.

—Estamos hablando de la ruta que debemos tomar —me explicó Spaw.

El capitán asintió.

—Spaw me dijo que, según los rumores, la ruta del oeste está a rebosar de criaturas que pasan a la Superficie. Si es cierto, puede que tengamos que cambiar de planes. Por no mencionar que Lemelli Trant, la geóloga, dice que podría haber terremotos en esta época del año por algunos túneles.

Lo observé, perpleja. ¿Acaso creía que los Salvadores éramos una especie de adivinos capaces de prever los terremotos?, me pregunté, ladeando la cabeza.

—Por el momento, hemos seguido la ruta del oeste —prosiguió—, pero estoy considerando pasar por el norte, por el Bosque de Piedra-Luna, el Loro, y luego dirigirnos a Kurbonth desde el norte, para recargarnos de víveres. Esto nos retrasaría de varias semanas de viaje. Espero que eso no suponga ningún problema —acabó por decir, con tono interrogante.

Parpadeé, desconcertada, Aryes se mordió el labio, confuso, y Spaw se rascó el codo, pensativo.

—¿Nos preguntas a ver si un retraso podría ser un problema para entrar en el castillo de Klanez? —preguntó este último.

—Bueno, reconozco no ser ningún experto en leyendas —dijo el capitán Calbaderca—. A lo mejor vosotros encontrabais algún inconveniente que yo no había visto.

—Yo ninguno —tercié—. Si pasamos por lugares seguros, todavía mejor.

—Sin duda —aprobó Aryes, que siempre había sido prudente como un gawalt—. Aunque reconozco que con unos guardias como Kaota y Kitari, estaremos seguros en cualquier sitio —añadió.

El capitán Calbaderca esbozó una sonrisa y movió la cabeza.

—Entonces tomaremos el primer túnel que vaya hacia el norte —decidió—. Gracias por vuestra opinión.

Puse los ojos en blanco y Spaw contestó con calma:

—De nada, capitán.

El capitán pareció sumirse de nuevo en profundas cavilaciones. Lo dejamos elucubrando rutas y nos fuimos a cenar. Les hablé del objeto que habíamos visto Syu y yo, en la cima del árbol, y enseguida se interesaron varios aventureros por el hecho.

—¿Qué forma tenía? —preguntaba un ternian, llamado Dathem. Era el más joven de los aventureros, con Sabayu, y, pese a su aspecto algo tétrico, era uno de los que más hablaba con nosotros.

—No lo sé. Algo rectangular —respondí.

—Interesante —intervino entonces un belarco musculoso y pequeño—. Voy a echar un vistazo. A lo mejor se trata de oro blanco.

Enarqué una ceja escéptica y, al ver que se levantaba, decidido a averiguar lo que era, varios se rieron y le dijeron que no valía la pena. Pero el belarco, sin oír razones, se aproximó a la pared de la caverna y empezó a escalar. Nada más verlo subir lamenté haber hablado de aquella luz. ¿Y si tan sólo se trataba de una ilusión? ¿Y si el belarco se caía…?

—No te preocupes —me dijo entonces Aedyn Sholbathryns, la celmista brúlica, con tono pausado—. Es Gefiro Dorsinbergald. Es un escalador nato.

De hecho, el monje guerrero escalaba con gran elegancia. Llegó hasta donde el resquicio sin aparente dificultad. Se quedó un instante mirando algo y entonces cogió el objeto, se lo metió en el bolsillo y comenzó a bajar. Todos lo esperábamos, impacientes, pero, para hacer durar el suspense, Gefiro anduvo hasta el centro del círculo que se había formado y entonces sacó el objeto. Este era de forma irregular, con huecos y bultos, de superficie blanca y luminosa. Enseguida se levantaron murmullos impresionados.

—Una perla de dragón —declaró entonces el belarco.

Según había leído en la biblioteca de Dumblor, las perlas de dragón o mandelkinias eran una especie de roca que remodulaba las energías del entorno, generalmente para estabilizarlas. Al parecer, se vendían muy caro. Había libros enteros sobre dicha perla pero no me había interesado demasiado en ahondar en el tema. Mientras algunos comentaban el hallazgo, diciendo que aquello era una señal de buen augurio para la expedición, me acerqué con Aryes hasta los sacos de víveres. En el mismo instante en que cogía un trozo de pan, un sonido terrible retumbó por los túneles y las cavernas. Intercambié con Aryes una mirada de pavor. Los aventureros, con la presteza del que está habituado a semejantes sorpresas, desenvainaron sus armas. El capitán Calbaderca se había precipitado hacia la boca del túnel más ancho, seguido de dos Espadas Negras.

—Felxer —dijo el capitán—. Vigila el túnel que está junto a la roca roja.

El Espada Negra enseguida obedeció, llevándose a otro Espada Negra. Kaota y Kitari se habían apostado junto a nosotros, alerta.

—¿Qué creéis que es? —preguntó el humano de la alabarda, Ácnaron Rivshel.

—¿No será un dragón? —añadió burlón Rumber Eguinbo, mientras avanzaba, envainando otra vez su espada larga al ver que la batalla no era inminente.

—No lo creo, se asemejaba más a la caída de una roca enorme —contestó Kuavors con aire de experto.

—¿Tú qué sabrás de esto, poeta? —replicó Enelk Tanshuld, el celmista perceptista, al cronista—. Dejadme a mí averiguarlo, con un sortilegio me bastaría.

—Pues adelante —gruñó Yoldi Hyeneman, el de los proyectiles explosivos.

Enelk y Yoldi parecían dispuestos a enzarzarse en una disputa y los demás aventureros suspiraban, exasperados, pero en ese momento, afortunadamente, el capitán Calbaderca volvió hacia nosotros a todo correr.

—Recoged todo. Voy a mandar a unos centinelas. En cuanto vuelvan, elegiremos el túnel más seguro.

—¿Y eludiremos la pelea? —inquirió Kelina, jugueteando con su maza. Su sangre de orco parecía estar ansiando luchar.

—Con lo que te hubiera gustado machacar a un dragón —comentó Eneliria, una sibilia cuyos ojos brillaban de malicia.

El capitán Calbaderca frunció el ceño.

—Lo que hemos oído no lo ha producido ningún dragón.

—¿Cuál es su teoría, capitán? —preguntó Ácnaron, apoyándose sobre su alabarda.

—Aún es demasiado pronto para estar seguros —replicó él—. Podría ser un desprendimiento de rocas. Apresuraos.

Todos se arremolinaron, recogiendo sus pertenencias. Entre tanto revuelo, le cogí la mano a Kyisse para que no se apartara de nosotros.

—¿Huir? —preguntó la niña.

Asentí.

—Es la mejor forma de actuar.

“La más sabia, en todo caso”, afirmó Syu. “Esto me da muy mala espina.”

“Y a mí”, confesé.

Los aventureros, con sus sacos a la espalda, se habían reunido en torno al capitán, preguntando y protestando que por qué tenían que ser los Espadas Negras los que fuesen elegidos centinelas y no algunos de los aventureros.

—Porque los Espadas Negras estamos muchísimos mejor preparados que vosotros, ¡es un hecho! —gruñó finalmente un ternian de nariz aguileña.

Sin soltar a Kyisse, me acerqué al grupo con Spaw, Aryes, Kaota y Kitari, y observé con atención la reacción del capitán Calbaderca. Su rostro se ensombreció y brilló un destello de irritación en sus ojos, mientras surgían exclamaciones de protestas entre los aventureros.

—Ménessif, ahórrate tus comentarios —retrucó el capitán—. No necesitamos más escisiones. Y ahora, ¡silencio, digo!

Su voz autoritaria se impuso entre los gruñidos y murmullos, que murieron, ahogados por un silencio sepulcral. Mientras el capitán nos pedía calma y serenidad, noté cómo Kyisse me apretaba más la mano, asustada. Con un súbito impulso, le di un beso en la frente tranquilizador.

—No te preocupes —le dije.

Entonces, oí un grito. Y un restallido metálico que se parecía mucho a un choque de espadas.

Enseguida, todo se le fue de las manos al capitán Calbaderca. Impulsados por una suerte de locura febril, varios aventureros vociferaron, y, blandiendo sus espadas, sus mazas y sus lanzas, se adentraron por el túnel de donde había salido el grito del Espada Negra. El capitán Calbaderca clamó y se interpuso antes de que todos se abalanzasen.

—¡Orden! —tonó.

En ese momento, uno de los que habían pasado ya, creo que Ácnaron Rivshel, el de la alabarda, gritó:

—¡Son mílfidas aladas!

Oí entonces rugidos estridentes que no podían salir de ninguna garganta saijit. Syu temblaba tanto como yo.

—Demonios —jadeé.

—Eso es peor que los demonios —replicó Spaw en un murmullo. Estaba pálido como la muerte.

—¡Retirada! —exclamó el capitán Calbaderca.

Allá, del otro lado del túnel, se oían choques de espada y gritos de todo tipo. Empezamos a correr hacia el túnel que guardaba Felxer.

—Maldita sea —gruñó Kaota, echando un vistazo hacia atrás—. ¿Por qué no se retiran?

—Deberíamos ayudarlos —dijo uno de los aventureros, mientras nos metíamos en el túnel a la carrera.

—Además, el capitán se ha quedado atrás —añadió otro—. Estaría feo perderlo tan pronto.

—Yo voy a dar media vuelta —decidió de pronto Kelina.

Tuve la impresión de que el mundo se iba a derrumbar sobre nosotros.

—¡Monstruos miserables! —gritaba la voz lejana de uno de los aventureros, entre el ruido estruendoso de las armas y los rugidos.

Es el fin, pensé, aterrada. Los Subterráneos eran un verdadero hervidero de monstruos… Según había leído, las mílfidas aladas eran criaturas inteligentes pero sanguinarias que atacaban en grupo y se nutrían de la sangre de sus presas. Frundis estaba exultante, invadiéndome con una música de tambores, flautas y choques de piedra.

“A lo mejor nos espera algo peor al final de este túnel”, observó, riendo.

“¡Frundis!”, me quejé, atónita. “Esto es serio.”

“Lo sé. Perdón. ¡Cuidado con la cabeza!”

Bajé la cabeza por instinto pero entonces me di cuenta de que hablaba de su cabeza. El bastón se golpeó contra una estalactita. Hice una mueca culpable.

“Lo siento”, le dije.

“Ejem”, se contentó con decir.

Varios aventureros habían dado ya media vuelta para ayudar a los que estaban peleando cuando Udy Elvon declaró:

—Ya no hay huida posible.

Me impresionaron sus palabras, sobre todo porque el drow no solía abrir la boca más que para decir lo justo.

Sin embargo, no entendí lo que decía hasta que vi la luz de la caverna iluminando las paredes. Los dos túneles desembocaban en la misma caverna, me dije, consternada.

—Media vuelta —dijo precipitadamente Felxer—. Este túnel da sobre un precipicio.

De pronto, se vieron proyectadas unas sombras en el suelo, junto a la salida del túnel… El batir de las alas llenaba la cueva con un sonido atronador.

Dejé pasar a los guerreros y resoplé. Sentí mi corazón latir a toda prisa, mientras la sangre golpeaba mis sienes. Y, para rematarlo todo, Kyisse, que siempre había sido la serenidad en persona, rompió a llorar. Los únicos que quedábamos, en la mitad del túnel, éramos nosotros, con el cartógrafo, la geóloga, el poeta, Chamik y Yelin; además, por supuesto, de Kaota y Kitari, que se removían, inquietos.

—¡Escondeos! —nos gritó la joven Espada Negra por encima del trueno continuo de alas, cuando una mílfida pasó cerca de la boca del túnel. Tan sólo pude ver una sombra fulgurante pasar por la abertura antes de desaparecer. La caverna tenía toda la pinta de ser bastante grande.

Nos metimos en uno de los numerosos huecos que había, entre las rocas, y Aryes, Spaw, Lemelli y yo intentamos tranquilizar a Kyisse. Finalmente, el que lo consiguió fue Syu, quien se sentó sobre sus rodillas y empezó a hacer muecas cómicas que la hicieron sonreír y olvidar el miedo.

—Menudo contratiempo —comentó Spaw.

—Odio estar así de inactivo —gruñó Yelin. Sin embargo, el joven caito temblaba como una hoja en otoño.

—¿Cuántas mílfidas habrá? —preguntó al de un rato Durinol, el cartógrafo.

—Voy a acercarme a la entrada de la caverna —contestó Kaota, saliendo del escondite.

—No —intervine, aterrada—. Es un peligro.

Kaota me miró de hito en hito y soltó una carcajada por lo bajo.

—Lógicamente, por eso voy yo, que soy una Espada Negra. Quedaos aquí —añadió, antes de alejarse.

Kitari la alcanzó y le murmuró algo. Su hermana asintió secamente y siguió andando hacia la salida del túnel, con precaución. Desapareció entre las rocas y la vi poco después reptar, pegada contra el suelo. Reprimí un enorme suspiro y retrocedí en el escondite. Todo parecía indicar que a los Espadas Negras no se les enseñaba a utilizar las armonías para ocultarse. Recordé, sin embargo, que Lénisu tampoco sabía nada de armonías y aun así era bueno en sigilo.

—Cada vez que lo pienso —suspiró Spaw, sumido en sus pensamientos.

—Qué mala suerte —aprobó Durinol—. Y cuando pienso que le había dicho al capitán Calbaderca que era mejor pasar por el norte. Pero claro, él es el capitán y yo un cartógrafo. El día en que se reconozcan mis competencias, a lo mejor avanzamos.

Intercambié una mirada elocuente con Aryes pero no comentamos nada.

“Al final me voy a desencajar la mandíbula”, masculló Syu, después de enseñarle otra mueca payasa a Kyisse.

Resoplé, divertida, y contesté:

“Gracias por calmarla, Syu. Yo soy un desastre para esas cosas.”

Entre el clamor metálico que invadía el túnel y la caverna, distinguí claramente el rugido estridente de una mílfida.

“Eso ha sonado muy cerca”, observó Frundis, con aire experto.

Kitari se levantó de un bote y, al ver lo que nosotros no veíamos, se precipitó hacia delante. Me quedé helada. Eso sólo podía significar una cosa. Cogí a Yelin por el cuello para hacerlo retroceder puesto que éste se había abalanzado hacia la salida del escondite. Posé un dedo sobre los labios y me envolví en armonías. Cuando asomé la cabeza, me sentí como si me tragara la tierra.

Una criatura azul con alas negras, acababa de posarse sobre el saliente en altura a la salida del túnel. Llevaba en una mano una espada corta y con la otra acababa de tirar un objeto contra Kaota. La belarca se tambaleó pero alzó su espada y se preparó a luchar contra la mílfida. No lo pensé dos veces: reforcé mi sortilegio armónico y eché a correr.

—¡Shaedra!

El grito de Aryes resonó a mis espaldas, aterrado.