Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento

12 Fuga y espinas (Parte 2: Traiciones y cadenas)

Pasó el mes de Tablonas, llegó Riachuelos y pasó mi cumpleaños. Los días eran cada vez más calurosos y yo seguía limpiando suelos y colgando ropa. En total, en el Santuario, había catorce sacerdotisas, cinco Arsays de la Muerte, ocho portadores, siete sirvientes y un jardinero, además de algún que otro monje que decidía pasar unos días, para meditar. Syu recobró muy rápidamente su salud y, cuando Jisleya no pasaba por ahí para controlarme, jugábamos, hablábamos y nos divertíamos como dos nerús. Aburrida de tener que inclinarme siempre hacia el suelo, utilicé a Frundis como palo para sujetar el trapo y su música alegre me animaba mientras recorría los pasillos tarareando. Jisleya me pilló varias veces cantando y un día se quejó a Djawurs de mi comportamiento. Tenía la impresión de que me tenía ojeriza desde el primer día. Afortunadamente, Djawurs no le hizo ni caso.

Noysha y Zalhí eran las únicas personas con las que realmente hablaba, a la noche, durante la cena. Preparaban la comida para las sacerdotisas y la Niña-Dios, y luego comíamos todas juntas, con Sakún, el jardinero, y Liturmool, que se ocupaba del exterior del Santuario. A las otras tres sirvientas, Zalhí les llevaba la comida en las habitaciones de la Niña-Dios. Eleyha era una de ellas, y apenas me cruzaba con ella, aunque cuando me veía notaba en sus ojos una especie de curiosidad, que se fue amainando con el tiempo al ver que no soltaba rayos multicolores para matar dragones.

Un día en que estaba colgando las túnicas de las sacerdotisas bajo un sol de mil demonios, me llamó la ayudante de cámara de la Niña-Dios. Terminé de colgar una de las túnicas, recogí a Frundis, Syu se subió a mi hombro y nos aproximamos al edificio.

—¿Qué ocurre, Shaluin? —pregunté.

—La Niña-Dios quiere verte.

La noticia me sorprendió y enseguida me pregunté, esperanzada, si al fin el exilio de Lénisu y Aryes había acabado.

—¿Ahora? —pregunté, echando un vistazo a la cesta medio llena de ropa aún por colgar.

—Eso ha dicho —contestó la caita—. Ve. Ya colgarás la ropa más tarde.

Seguí a Shaluin por la larga veranda, y mientras ella se iba hacia las cocinas, yo subí las escaleras hacia las habitaciones privadas de la Niña-Dios.

Iba a ser la primera vez que la veía desde que trabajaba para guardar su Santuario impecable. La puerta del cuarto estaba abierta e iluminada por la luz del día, pero como no corría ni una gota de aire, hacía tanto calor como afuera. Entré en la habitación en silencio. Vi a Lacmin y a otro Arsay de la Muerte sentados a una mesa, jugando tranquilamente a una partida de Erlun.

Al verme, se giraron los dos hacia mí, desconfiados.

—Er… Estoy buscando a la Niña-Dios —dije—. Al parecer, quiere hablarme.

Lacmin movió una ficha antes de contestar:

—Adelante, es esa puerta.

Señaló una puerta detrás de ellos y me acerqué. De paso, miré el tablero de juego y sacudí la cabeza. Lacmin acababa de hacer una jugada temeraria.

Llamé a la puerta y oí una voz que me decía:

—Pasa.

El cuarto de la Niña-Dios estaba cargado de colores. Los muros estaban llenos de tapices y de cuadros, el dosel era dorado y las cortinas de un verde oscuro intenso. Sobre la cama, estaba sentada Eleyha, abrazando una muñeca. Al entrar, hizo que su muñeca me saludara y le sonreí. La Niña-Dios, sentada a su tocador, me miraba, con un vaso en la mano. Me examinó en silencio, tomó un sorbo e hizo una mueca.

—Shaluin me ha dicho que viniera —dije, molesta.

—Sí. Al parecer —observó con lentitud—, llevas más de un mes limpiando suelos.

Su aire burlón me hirió profundamente. Me vino en mente una réplica mordaz, pero me la callé e inspiré hondo para calmarme.

—Supongo que te habrá venido bien —prosiguió ella. Al parecer, cuando no se trataba de una visita oficial, no tenía ningún problema en hablar en primera persona—. Los pagodistas soléis ser muy orgullosos.

“A ella le vendría de perlas limpiar suelos”, le gruñí a Syu, conteniendo difícilmente mi rabia.

La Niña-Dios sonrió al ver mi expresión. Bebió lo que quedaba en su vaso y lo posó en la mesa.

—Tengo noticias de tus amigos —dijo al fin, y levanté unos ojos intensos hacia ella, expectante—. Fueron exiliados para diez años. Y he podido reducir la pena por la mitad. Ahora te queda cumplir tu promesa.

Lívida de estupefacción, la miré con la sensación de estar ahogándome lentamente.

—He pensado que ya has lavado suficientes suelos. Eres una pagodista. Creo que puedes hacer algo más que eso.

—¿Cinco años? —exclamé, interrumpiéndola.

La Niña-Dios frunció el ceño, descontenta por mi reacción.

—Un trato es un trato. Cinco años son menos que diez —observó pacientemente—. Me serás útil. Eleyha, llévala a su nuevo cuarto.

En estado de choc, seguí a la pequeña elfa oscura sin protestar.

“¡Cinco años, Syu!”, lamenté.

El mono movía la cola, pensativo.

“Esos son muchos años”, coincidió. “Aunque por el momento debes reconocer que este mes lo hemos vivido más tranquilos que nunca. No ha habido ni secuestros, ni arrestos, ni demonios.”

“Cierto”, admití, sonriendo ante el optimismo de Syu. Enseguida mi rostro se ensombreció. “Pero Lénisu y Aryes igual lo están viviendo muy mal. Sigo pensando que deberíamos haber organizado un rescate y pasar de la vía legal.”

Recordé que en la carta que me había mandado el maestro Dinyú en respuesta a la mía me decía que mi sacrificio era admirable, aunque deploraba que tuviese que perder a una alumna. Y me pedía que siguiese por esa vía mientras me pareciese llevadera. Deria y Dolgy Vranc me habían mandado una carta desde Ató diciéndome que debería haberles contado lo que me pasaba, y me habían asegurado que pronto volverían a Aefna a rescatarme. No había conseguido hacerles entender que no había encontrado una mejor manera de ayudar a Lénisu y a Aryes.

Eleyha se paró, abriendo una puerta en el fondo del pasillo.

—Este es tu cuarto —me declaró con una ancha sonrisa. Su anterior timidez parecía haberse desvanecido.

—Gracias, Eleyha —le dije—. ¿Cómo se llama tu muñeca? —le pregunté, curiosa.

La muñeca estaba bastante descolorida y parecía ser la preferida de la niña.

—Mamá —me contestó, animada. Y palidecí al entender que probablemente la niña había perdido a su madre hacía tiempo y que su muñeca se había convertido en una especie de sustituto mudo.

—Vaya. Encantada de conocerte —le dije a la muñeca, y me crucé con los ojos verdes de la elfa oscura—. Dime, ¿sueles estar siempre con la Niña-Dios?

—Sí.

—¿Qué crees que me va a pedir que haga, ahora? —pregunté, entrando en el cuarto.

—Mucha cosa —contestó ella alegremente—. Dice que harás lo que sea por ella para salvar a tus amigos —añadió, con su tono infantil.

Sentí un tic en la comisura de los labios y recompuse mi expresión mientras echaba un vistazo a mi cuarto. Al fin, me giré hacia la niña.

—Espero verte más a menudo ahora —le dije amigablemente.

Eleyha sonrió y se alejó por el corredor, murmurándole unas palabras a su muñeca. El cuarto era pequeño, pero tenía dos ventanas grandes y una cama cómoda. Distaba bastante de mi celda con claraboya donde había dormido hasta ahora.

“Bien”, dije, sentada en la cama. “¿Y ahora qué?”

Oí unas notas de piano y bajé mis ojos hacia el bastón.

“¿Qué?”, le animé.

“Aunque no te guste, la niña tiene razón”, me dijo Frundis. “Dependes de la Niña-Dios para que rebaje la condena. Aunque también podríamos ir directamente a Kaendra y liberarlos. Yo podría ayudarte.”

Resoplé, divertida, al recordar la última vez que Frundis había querido ayudarme con sus armonías. El mediano Hawrius de los Leopardos había sufrido un síncope al ver el monstruo de tinieblas que se había deslizado a todo correr por la calle.

“Déjalo. Creo que hay demasiados guardias en Kaendra como para enfrentarse a todos ellos. Dicen que Kaendra es la ciudad más peligrosa de toda Ajensoldra. Entre los guardias y los monstruos, acabaríamos o encarcelados o devorados. Claro que normalmente ni el monstruo más tonto devoraría un bastón de madera”, añadí.

“Por algún motivo me convertí en bastón”, exultó Frundis.

Syu y yo intercambiamos una mirada divertida.

“Nuestro amigo bastón alardea bastante bien”, comentó el gawalt. Aprobé con la cabeza, mientras Frundis suspiraba con paciencia.

—Bueno —dije, levantándome al de un rato—. Vamos a acabar de colgar la ropa.

Al salir del cuarto, me percaté de que mi frase, oída por un extraño, podría haber sonado bastante rara. Desde luego, la gente no podría entender que un mono gawalt me pudiera ayudar en una tarea doméstica.

* * *

La primera misión que me mandó hacer la Niña-Dios fue ordenar su biblioteca particular. No le gustaba la clasificación de Djawurs, y me pedía que ordenase los libros por orden temático. Su biblioteca consistía en una gran estantería que cubría un muro entero y tuve que utilizar la escalera para alcanzar los estantes de arriba. Me costó bastante clasificar los libros, ya que muchos trataban de religión o política, y yo no era muy entendida en esos temas. Sin embargo, también había novelas bastante recientes y cuentos tradicionales. Me pasé cinco días ordenándolo todo y cuando le anuncié a la Niña-Dios que había acabado, no se mostró satisfecha y tuve otra vez que cambiar de sitio unos libros siguiendo sus indicaciones.

Tenía toda la impresión de que la Niña-Dios quería poner a prueba mis nervios. Jamás había sentido tan claramente la autoridad de una persona y a duras penas conseguía aguantarla. Aun así, la Niña-Dios tenía un corazón mucho más tierno que Jisleya. La Hiena, como la apodábamos los sirvientes, era una verdadera bruja. Los aparentes privilegios que me daba la Niña-Dios la fastidiaban hasta tal punto que cada vez que me la cruzaba o bien fingía no verme o bien me miraba fijamente y me soltaba una frase desagradable. Era todavía peor que Marelta o Yeysa, porque no era lo suficientemente inteligente como Marelta para darse cuenta de su comportamiento ridículo, ni lo suficientemente tonta como Yeysa para contentarse con alguna sencilla metáfora infantil. Inexplicablemente, mi presencia la enojaba aunque yo no le había hecho nada.

Muchas noches, Syu, Frundis y yo aprovechábamos el nuevo cuarto para salir por la ventana e ir al bosque a disfrutar de un poco de libertad e intimidad. Era el único momento en el que me transformaba en demonio con total tranquilidad. Como el bosque estaba lleno de arbustos peligrosos y espinosos, al principio no nos atrevíamos a correr por ahí y preferíamos trepar a los árboles. Sin embargo, con el tiempo, empezamos a conocer la zona y a movernos con menos aprensión. Le repetí varias veces a Syu, por temor, que no probase ninguna baya que encontrase por ahí, y el mono me replicó que no tenía espíritu suicida.

“No, pero a veces eres muy goloso, y eres temerario”, le repliqué cariñosamente.

Para colocar correctamente a Frundis a mi espalda, fabriqué una especie de cinturón con correas que pasaban por encima de mis hombros y que sujetaban el bastón de manera que ya no me estorbaba en mis movimientos. Las correrías nocturnas me devolvieron la agilidad en nada de tiempo.

La primera semana de la Gorgona, la Niña-Dios me pidió que fuese a verla y, cuando acudí, me explicó que tenía que ir al Templo de Aefna para presenciar una importante ceremonia religiosa.

—El Niño-Dios estará ahí, y todos sus sacerdotes, y también el Dáilorilh.

—De acuerdo —dije, sin saber muy bien qué pintaba yo en todo aquello. Más de una vez la Niña-Dios había ido al Templo y al Palacio Real durante el mes anterior, y nunca había juzgado necesario avisarme.

—Vendrás conmigo —me explicó entonces—. Quiero que avises a una persona para decirle que venga a verme.

—¿De quién se trata? —pregunté.

—De Sirseroth Ashar.

Agrandé los ojos como platos, sorprendida doblemente. La Niña-Dios estaba sin duda hablando del celmista brejista del Palacio Real que había ganado una corona en el Torneo. Pero lo que más me sorprendía era que la Niña-Dios tuviese tratos con los Ashar. Adivinando mis pensamientos, la joven pálida sonrió.

—Supongo que ya sabrás reconocerlo —dijo—. Búscalo en el Templo, estará ahí. Y cuando le hayas traído junto a mí, ve a comprar limones y vuelve al Santuario.

—¿Limones? —repetí, confundida.

—Lo que oyes. Quiero que estés en el patio delantero dentro de una hora. Ah, y no lleves ni al mono ni al bastón. Te dan un aire ridículo.

Sin una palabra más, se metió en su cuarto y me dejó con el ceño fruncido, frente a dos Arsays de la Muerte. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que iba a echar de menos el cubo de agua y los suelos del Santuario.

Una hora después estaba en el patio, vestida con una larga túnica blanca que me había traído Eleyha. Syu estaba enfadado con la Niña-Dios por habernos separado y lo había intentado tranquilizar, pero no había conseguido convencerlo de que se quedara en el Santuario.

“No me verá nadie”, me aseguró el mono.

Y de hecho, ni yo fui capaz de saber dónde estaba cuando empezamos todos a bajar la cuesta. A partir del Anillo, la gente comenzó a unirse a la procesión para acompañarla hasta el Templo. Pese a que aquel día había una fiesta religiosa, veía claramente que Aefna estaba mucho más vacía que durante el Torneo.

Por primera vez, entré en el Templo, un enorme edificio junto al Palacio Real, de piedras oscuras, pináculos altos y esculturas impresionantes.

“Wau”, soltó la voz de Syu en mi mente.

Paseé mi mirada a mi alrededor, pero no vi al mono por ninguna parte. Los portadores llevaron la litera de la Niña-Dios en el interior del Templo y empezaron a subir las escaleras hasta los palcos superiores, mientras yo me quedaba abajo, alucinada por la vista espectacular. La sala principal del Templo lo ocupaba casi todo, con sus columnas majestuosas, sus imágenes religiosas y guerreras. Al cabo de un rato, me puse a buscar a Sirseroth Ashar. La sala se estaba llenando de fieles y me costaba circular. Estaba casi segura de que Syu no se había atrevido a entrar con tal amasijo de personas.

Me costó más de media hora encontrar al Ashar, pero al final lo conseguí. Tenía el mismo pelo rubio que Suminaria, y algunos de sus rasgos se parecían mucho a los de la joven tiyana. Llevaba una túnica negra y tenía un aspecto bastante lúgubre. Me dirigí hacia él y carraspeé.

—¿Sirseroth Ashar? —pregunté.

El joven tiyano giró su rostro pálido hacia mí. Sus escamas rojizas brillaron alrededor de sus ojos.

—¿Sí? —Su tono de voz era más dulce que brusco y me sorprendió.

—La Niña-Dios quisiera hablar con usted —dije simplemente.

—¿La Niña-Dios? —repitió Sirseroth, frunciendo el ceño—. ¿Qué quiere?

La pregunta me pilló desprevenida. ¿Y yo qué sabía lo que quería la Niña-Dios? Me encogí de hombros.

—No lo sé.

—Bien. Ya voy.

Al parecer, esperaba que lo guiase hasta ella así que crucé la sala entre la muchedumbre y esperé a que él me alcanzase para subir las escaleras. Como no sabía dónde se había instalado la Niña-Dios, fui mirando por todos los lados hasta encontrarla.

—Está ahí —le señalé a Sirseroth—. Si me disculpa, voy a ir a comprar limones.

Sirseroth levantó una ceja, sorprendido, y sonrió, iluminando su rostro lúgubre.

—¿Eres sirvienta de la Niña-Dios? —me preguntó.

—Sí —suspiré.

—No pareces alegrarte —se rió él—. Dime una cosa, ¿te ha parecido que hoy la Niña-Dios estaba de buen humor?

—Pues… No lo sé. Siempre está un poco rara.

—Es una persona divina —observó el tiyano. Pero no parecía tener prisas por ir a ver a esa “persona divina”.

—Sí —carraspeé y solté, observándolo detenidamente—: ¿es usted un Ashar de verdad?

Sirseroth hizo una mueca y asintió.

—Así es.

—No parece alegrarse —me reí, retomando sus palabras—. Yo conocí a una Ashar.

Sirseroth enarcó una ceja, sorprendido.

—¿Quién era?

—Suminaria —contesté—. Era una buena amiga.

El rubio parecía haberse olvidado de que tenía cita con la Niña-Dios.

—Suminaria —murmuró—. ¿Por qué dices que era una amiga tuya? ¿Cómo la conociste?

—En Ató. Soy alumna de la Pagoda Azul… Bueno, lo era antes de entrar al servicio de la Niña-Dios.

Sirseroth puso cara pensativa y asintió.

—Entiendo. Bueno, voy a ver qué quiere de mí la Niña-Dios.

—Buena suerte —le deseé.

Parecía sumido en sus pensamientos y sin ánimos de moverse cuando lo dejé para volver a bajar las escaleras. Salí del Templo y busqué a Syu.

“Syu, no hace falta ya que te escondas, la Niña-Dios está en el Templo.”

No oí ninguna respuesta. Caminé un poco por la calle, llamándolo, y de pronto sentí un peso sobre mi hombro y resoplé.

—¡Syu! Eres incorregible, algún día me matarás del susto.

El mono gawalt me sacó la lengua, risueño. Fui a la Plaza de Laya a comprar unos limones, y luego caminé hasta la Pagoda pero no me atreví a entrar. La ceremonia del Templo iba a durar todavía varias horas, así que no tenía ninguna prisa. Pasé por delante del cuartel, y luego fui al escondite de Lénisu, me deslicé por la trampilla y vi que no parecía haber pasado nadie por ahí desde la partida de Lénisu y Aryes. Al fin, cansada de andar, me dirigí hacia el camino que subía hasta el Santuario, pasando por la herrería, pequeño refugio de los Comunitarios.

Estaba cantándole a Syu una de sus canciones favoritas cuando de pronto oí un ruido en la espesura. Me giré hacia la izquierda y vi a tres siluetas negras abalanzarse hacia mí. Y a mi derecha otros dos saijits vestidos de negro intentaban acorralarme. Uno de ellos llevaba una cuerda. Entendí inmediatamente que sus intenciones no eran buenas.

“¡Salta y huye!”, le grité a Syu.

Di un bote y eché a correr cuesta abajo con el corazón latiéndome a toda prisa.

—¡Socorro! —exclamé aterrada, con todas mis fuerzas. Al ver que me perseguían, les arrojé el saco lleno de limones.

Confié en que Syu sabría arreglárselas solo para encontrar un escondite. Preguntándome con desesperación quiénes eran esos locos vestidos de negro, bajé desaladamente la cuesta, pero entonces oí el ruido de una cuerda. Entendiendo de pronto que la cuerda era una especie de lazo, sin mirar hacia atrás, me tiré hacia la izquierda, realizando una voltereta, y me adentré en el bosque. En cuanto pude, trepé a un árbol, sacando mis garras e hiriendo apenas la corteza por las prisas. Las siluetas rodearon mi árbol. Los oí mascullar y echar pestes contra mí y contra los arbustos y sus pinchos.

—¡Baja de ahí, no te haremos daño! —gruñó una voz.

Reprimí una risita irónica. ¿Acaso esperaban que me lo creyese? ¿Cuánto tiempo estarían aguardando, al pie del árbol? Ya podían esperar horas, que si no se movían, yo tampoco. Sin embargo, cuando vi una de las siluetas sacar sus garras y empezar a trepar por el árbol sentí la sangre congelarse en mis venas. El ternian se acercaba a mí demasiado rápido. Me miró y sus dientes feroces aparecieron bajo su máscara. Entonces pronunció la palabra que acabó de causarme horror.

—Vamos, pequeña demonio, sólo queremos ayudarte.