Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento

11 Sacrificio

—¿Tú otra vez? —preguntó Djawurs con irritación, al verme aparecer por el patio del Santuario.

Aquel día, su túnica era gris y llevaba un collar de oro con el símbolo eriónico. Su carácter acelerado no había cambiado.

—Vengo a hablar con la Niña-Dios —solté con una voz apagada.

Djawurs me contempló con severidad.

—Me temo que no has entendido el abismo que te separa de la Niña-Dios, jovencita. No puedes verla a todas horas, cuando te viene en gana. A esta hora, está en el Obelisco.

—¿El Obelisco? —repetí, confusa.

Mi ignorancia acabó por exasperar a Djawurs.

—Arriba de esta colina, está el Obelisco. Ahí van todos los peregrinos eriónicos a rezar.

—Oh.

Antes de que pudiera decir nada, Djawurs adivinó mi intención y me detuvo.

—Ni se te ocurra subir al Obelisco. Sería un sacrilegio.

—¿Un sacrilegio? —me indigné—. Pero yo ya sé cómo se reza a los dioses.

—No se puede hablar en el Obelisco. O esperas aquí, o das media vuelta.

Estaba claro que Djawurs prefería la segunda opción, pero yo opté por la primera.

—Está bien, esperaré aquí —declaré, sentándome tranquilamente en el muro blanco que rodeaba el Santuario.

El humano fijó sus ojos grises sobre mí con clara exasperación, e iba a añadir algo pero al cabo se retuvo y siguió su camino, suspirando. Sus grandes zancadas precipitadas lo llevaron pronto lejos de mi vista.

Coloqué a Frundis sobre el muro y despegué al mono de mi cuello. Apenas se había apartado de mí desde que habíamos salido del cuartel, incluso para desayunar, y me preocupaba su estado. El viento seguía soplando, pero la lluvia había amainado y ya apenas se recibían unas gotas de cuando en cuando.

“Syu, ¿te duele algo?”, pregunté, por enésima vez.

“No”, contestó el mono. “Pero tengo frío.”

Si hubiese tenido los conocimientos de Aleria, quizá hubiese podido intentar sondearlo, pero mis competencias en endarsía eran patéticas, tenía que confesarlo. Se me daba mucho mejor curar con plantas que con energías. Cubriendo a Syu con mi capa, lo dejé descansar mientras yo iba a explorar la zona. El bosque que rodeaba el Santuario era denso y tenía que ser tenebroso hasta en los días soleados. Había todo tipo de arbustos, algunos con espinas enormes y puntiagudas que inspiraban cierto respeto. En un momento, reconocí un arbusto con bayas azules que tenían toda la pinta de ser esantlas. Eran muy venenosas y me pregunté si las usaban para invitados pesados como yo.

No quise alejarme mucho por no dejar solos a Syu y a Frundis y regresé al Santuario con presteza. La lluvia había empezado otra vez a caer y decidí refugiarme debajo de la tejavana más cercana, maldiciendo a Djawurs, que ni siquiera se había molestado en franquearme la entrada. Esperé ahí quizá una hora. De cuando en cuando, veía pasar a peregrinos subiendo por la cuesta que llevaba al Obelisco.

Con cierta pesadumbre, me dije que todos los kals de Ató ya estarían en las carretas dirigiéndose hacia Ató. El maestro Dinyú me había dicho que me esperaría, pero yo le había asegurado que no hacía falta, y que seguramente volvería con Deria y Dolgy Vranc. No iba a retrasarlo más por culpa de mis problemas. No sé qué excusa iba a soltarles el belarco a mis compañeros para justificar mi ausencia, pero poco me importaba en aquel momento.

Cuando vi aparecer por el camino que bajaba la litera blanca con sus cuatro portadores y tres Arsays de la Muerte, empecé a decirme que mis intentos serían vanos. ¿Quién era yo para esa imagen eriónica intocable de Ajensoldra? Me hubiera jugado toda una casa llena de plátanos a que había subido hasta el Santuario inútilmente.

Cuando la litera pasó por delante de mí, se me ocurrió abordarla, pero la expresión de los tres Arsays me dieron mala espina y me quedé inmóvil, de pie junto al muro del edificio, reprimiendo mi impulso difícilmente. Un rayo de sol salió de entre las nubes e iluminó el Santuario y levanté la mirada hacia el cielo. Parecía que la lluvia iba a parar justo cuando al fin iba a poder entrar, pensé.

Pero no entré enseguida sino que tuve que esperar una hora más antes de que el portador de llaves me permitiera pasar. Esta vez, me guió hacia las escaleras y subí al segundo piso con aprensión. Llegamos a un amplio pasillo que cruzaba toda la anchura del Santuario.

El portador de llaves, con su rostro siempre serio, llamó a la puerta de enfrente. Djawurs abrió casi enseguida y, cuando me vio, su rostro se ensombreció.

—Adelante —me dijo sin embargo.

La sala en la que entré era pequeña y se parecía a una sala de estudio. La Niña-Dios estaba concentrada en la lectura de un pergamino y movía los labios al leer. Djawurs se sentó en una silla y yo permanecí de pie, preguntándome si sería de buena educación interrumpir a la Niña-Dios en su lectura. Djawurs parecía estar esperando pacientemente. Todo indicaba que los sacerdotes no tenían la noción del tiempo muy bien asimilada. Llevaba ya dos horas esperando afuera, bajo la lluvia, y estaba más que harta de esperar inútilmente.

Estaba planteándome dar media vuelta y marcharme de esa escena ridícula cuando al fin la Niña-Dios se dignó a levantar la cabeza. Sus ojos oscuros me examinaron de arriba abajo.

—Si has venido a que la Niña-Dios te conceda el mismo favor, tu esfuerzo ha sido inútil —dijo entonces con tranquilidad—. Mi consejero me ha dicho que eres muy terca.

—He venido a pedirle otro favor —la interrumpí, antes de que pusiese a prueba mis nervios definitivamente.

—De acuerdo. La Niña-Dios te escucha.

—Quisiera que rebajaras la duración de un exilio —dije, tensa.

—¡Qué descaro! —saltó Djawurs—. Ya sabes que no damos ese tipo de favores. Salvar a una sirvienta del Santuario no es una razón para molestarnos con tus caprichos.

—Por favor, Djawurs —intervino la Niña-Dios—. Rebajar la duración de un exilio está en mis manos. —Observé que la joven había olvidado hablar en tercera persona—. No se trata de quitar la condena. Pero esto es más que un favor —agregó, girándose hacia mí y retomando un tono autoritario—. Esto puede costarte más de cinco mil kétalos. Consideremos que la Niña-Dios te ofrece dos mil kétalos para devolverte el favor. Dos mil kétalos es mucho dinero para ti, supongo. Sin embargo, eso no es suficiente para rebajar la condena. Necesitarás mucho más, ¿pero cómo lo vas a pagar?

Entendía muy bien adónde quería ir a parar la Niña-Dios. Me estaba diciendo que tendría que hacer algo por ella. Sus ojos grises intentaban sondear mis pensamientos y me recorrió un escalofrío.

—¿Qué quiere que haga? —le pregunté.

—Que trabajes para mí —anunció con claridad.

Oí el gruñido atónito de Djawurs.

—¡Niña-Dios…! —protestó—. No estará pensando seriamente…

—Hace más de un mes que Saurek murió y aún no se ha reemplazado. La Niña-Dios necesita una sirvienta más —replicó ella.

—¡Pero hay muchísima gente que estaría dispuesta a sacrificar su vida por servirla, Niña-Dios! —exclamó él.

—Siempre son iguales. Sacerdotisas y sirvientas religiosas. Y además, esta será una sirvienta que no costará nada a la comunidad eriónica —añadió, con una sonrisa sarcástica.

Me quedé impresionada al ver cómo la Niña-Dios había conseguido hacer callar a Djawurs. El humano se rebullía en la silla, inquieto, mientras la Niña-Dios se interesaba otra vez por mí.

—Bien, ¿cuál es tu decisión?

—¿Cuánto tiempo tendré que trabajar para ti?

La Niña-Dios enarcó una ceja pálida, con aire calculador.

—Digamos, el tiempo que estén exiliados tus amigos.

No había más que hablar. En mi estado desesperado, el trato no podía ser mejor. Lo que había que hacer por los amigos, suspiré.

—Acepto.

—Entonces no hay más que hablar. Djawurs, llévala con Noysha y Zalhí y diles que la preparen.

El humano enseguida se levantó y pasó delante de mí echándome una mirada poco amigable. Cuando hubimos bajado las escaleras, empecé a oír los gruñidos de Djawurs.

—Ridículo —oí que mascullaba por lo bajo.

Lo cierto era que no entendía yo tampoco por qué la Niña-Dios quería que la sirviera. ¿En qué podía servirle yo? ¿Darle lecciones de har-kar y de armonías? ¿O quizá quisiese aprender mi especialidad, es decir, hacer todo lo posible para meterse en líos?

Ambos estábamos sumidos en nuestros pensamientos y, sin haber cruzado ni una sola palabra con Djawurs, me quedé entre las manos de dos jóvenes sirvientas.

Noysha era una sibilia de pelo azul muy claro que no paraba de hablarme mientras yo las observaba y las escuchaba con fascinación. Zalhí era una pequeña elfa oscura cuyos dientes blancos sobresalían en su rostro de un azul casi negro. Lo primero que hice fue dejar a Syu y a Frundis en un lugar tranquilo, donde el mono pudiese descansar a gusto. Le pregunté a Zalhí si había plátanos por ahí y la elfa oscura enseguida le fue a llevar al mono un plátano, haciéndole mimos. Las dos se admiraban de que hubiese sido capaz de adiestrar a un mono gawalt y, como no me entendían cuando les decía que no lo había adiestrado de ninguna manera, desistí y las seguí hacia otra sala donde me quitaron mi túnica de har-kar y me dieron ropa parecida a la que llevaban ellas: una túnica blanca y por encima otra túnica de color granate muy larga que me llegaba hasta los talones. Admiraron el bonito collar que llevaba al cuello y tuve que reprimir un suspiro al preguntarme por qué Spaw había elegido como mágara un collar que fuese tan elegante.

—¡Sólo faltan las sandalias! —anunció Noysha.

Me quité las botas de Lénisu, que empezaban a estarme algo estrechas, y puse las sandalias de cuerda que me dejaron. Se rieron de mí al ver que no sabía cómo anudarlas alrededor de mi pie y Zalhí tuvo que enseñarme mientras Noysha salía en busca de un tal Liturmool. Las dos sirvientas eran bastante simpáticas, pero aun así tenía la terrible impresión de que me iba a aburrir mucho si la Niña-Dios pretendía encerrarme en ese Santuario durante los demonios sabían cuánto tiempo. Claro que el exilio a Kaendra no debía de ser mucho mejor. Seguramente el Mahir de Aefna había mandado a Lénisu y Aryes ahí con el fin de que trabajaran en algún lugar, por ejemplo las minas, y en ese caso el trabajo sería muchísimo peor que el de servir a la Niña-Dios, decidí. Además, si se reducía la condena, probablemente sólo estaría ahí unos meses, me dije, e intenté convencerme de ello.

Aún no sabía si alegrarme de que la Niña-Dios hubiese aceptado ayudarme o si desconfiar de su trato. Pero no podía estar preocupada todo el tiempo. De modo que decidí seguirles la corriente a Noysha y Zalhí e intenté apartar mis inquietudes.

—Ya estás lista para ser una sirvienta de la Niña-Dios —me declaró Noysha, después de que me hubiese mareado el pelo, para “arreglarlo”, según ella.

Liturmool, un joven religioso que parecía estar en las nubes, me hizo dar una vuelta silenciosa por el Santuario y sólo al llegar delante de la puerta de la cocina me explicó que todas las mañanas tendría que realizar ese recorrido.

—¿Qué? —solté, incrédula—. ¿Todas las mañanas?

—Es un ritual para los dioses —me dijo Liturmool—. Todos lo hacemos, y es necesario para mantener la paz espiritual.

Lo contemplé un momento, frunciendo la nariz, y suspiré, pensando que al menos ser sirvienta de la Niña-Dios no parecía ser un trabajo muy arduo si me dejaban irme a pasear y meditar.

De vuelta del paseo, una sirvienta de edad madura se acercó a mí y me cogió del brazo, apretujándomelo con fuerza y examinándome como al ganado.

—Parece enérgica —aprobó.

La miré con cara de pocos amigos.

—Usted también —repliqué entre dientes.

Noysha, Zalhí y Liturmool interrumpieron su tranquila conversación para mirarme con aire escandalizado.

—Pero habrá que controlar esa lengua —soltó la mujer, después de observarme con unos ojos amenazantes que me dejaron lívida de terror—. Lavarás la ropa todos los días y limpiarás los pasillos. Noysha, tú pasarás a la cocina.

Me cogió el rostro entre sus dedos y me miró con aire crítico. Su cara hinchada y roja y sus ojos fríos y oscuros me parecieron de mal augurio. Me giró la cara como si estuviese evaluando a un caballo.

—¿Cuál es tu nombre?

—Shaedra —contesté.

—Shaedra —repitió, secamente—. Tu impertinencia me ha dado una imagen execrable de tu persona. Pero piensa que tu trabajo es lo principal. Yo puedo echarte por un despiste o por un comportamiento inapropiado.

No le dije que yo no había pedido el trabajo y que era la Niña-Dios quien me había metido en esto. Me soltó la mandíbula y la observé salir de la sala con rabia. ¿Por qué siempre tenía que haber personas que sólo vivían para fastidiar a los demás?

Oí la risa de Noysha y la miré, sorprendida.

—Esa es nuestra jefa, Jisleya —me dijo, acercándose a mí—. ¿Cómo te has atrevido a responderle así?

—Cuando te diga algo, procura no llevarle la contraria. Jisleya no suele ser muy molesta mientras hagamos nuestro trabajo —dijo Zalhí, con una mueca cómicamente seria.

—Jisleya —repetí, meditativa—. Bueno. A partir de ahora lo sabré. ¿Así que voy a pasarme todo el día lavando suelos? —pregunté, intentando esconder mi decepción.

—Es lo que he hecho yo durante más de un año —dijo Noysha—. La verdad es que estoy contenta de pasar a la cocina.

—No te alegres tanto —la previno Zalhí—. Te vas a hartar de fregar platos.

Hice una mueca. Desde luego, mi futuro próximo no parecía muy alentador.

Aquella tarde, las demás sirvientas tenían permiso para salir e ir a hacer las compras como todo el mundo en el Día Negro. Pero a mí, como nueva recluta, no se me otorgó ningún privilegio, sino un cubo de agua, jabón y un trapo grueso para frotar el suelo. Jisleya me mandó que limpiase una de las alas del Santuario y me abandonó a mi suerte. Me había dejado encadenar por la Niña-Dios por chantaje, me repetí por enésima vez.

Me habían dado una vieja túnica para que no estropeara la otra en mi trabajo y la remangué antes de arrodillarme y empezar a frotar. Normalmente, en el Ciervo alado, era Wigy la que se ocupaba de limpiar la taberna. En las horas siguientes, supe rápidamente lo que podía llegar a cansar un trabajo tan monótono. Y lo peor eran mis pensamientos. Había llegado a la conclusión de que hubiera sido mejor pedir tan sólo dinero a la Niña-Dios, contratar a los Leopardos y pedirles que salvaran a Lénisu y Aryes. Claro que era un plan descabellado, pero en aquel momento mi trato con la Niña-Dios me parecía totalmente incongruente.

Estaban entrando los rayos de sol del atardecer por la ventana cuando vi de pronto una silueta que me miraba atentamente.

—¿Eres Eleyha, no es así? —le pregunté a la pequeña elfa oscura.

Eleyha asintió, nos contemplamos durante un rato en silencio, y al fin soltó:

—Quería… Quería darte las gracias por haberme salvado la vida —farfulló, y sin esperar mi respuesta, salió corriendo por el pasillo.

Me pasé una mano sucia por el pelo, sorprendida, y reanudé mi trabajo. En un momento, pensé que debería avisar al maestro Dinyú de que no volvería tan pronto como lo esperaba.

—Todo esto es tan ridículo —mascullé entre dientes, estrujando el trapo hundido sobre el cubo.

¿Qué me importaba el suelo del Santuario? ¡Yo sólo quería que Lénisu y Aryes fuesen otra vez libres! En el fondo, sabía que mi táctica no era tan mala, pero así y todo no conseguía apagar la rabia que me causaba tener que servir a una Niña-Dios caprichosa.