Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios

14 Voluntarios

Aquella mañana, cuando desperté, lo primero que vi fueron dos ojos negros que me contemplaban sin apenas parpadear. Eran los ojos de uno de los caitos, el pelirrojo con barba y con la nariz torcida.

Posé los codos sobre la tierra y me enderecé ligeramente, pestañeando. Apenas había empezado a clarear y la Luna aún brillaba en el cielo.

—Es muy pronto —gruñí, soñolienta.

—Buenos días, jovencita —me dijo el pelirrojo—. Debo decir que anoche parecías más peligrosa que ahora. No eres más que una niña.

—Una niña que consiguió llegar hasta nuestro fuego sin ser vista —comentó Uman—. Está claro que algo sabe de artes mágicas.

Enarqué una ceja, sorprendida al oír las palabras «artes mágicas». El maestro Yinur había dicho que algunas personas apartadas de la civilización denominaban así a las artes celmistas. Claro que había que ver qué significaba el concepto de «civilización» para el maestro Yinur.

—¿Artes mágicas? —repitió el caito moreno—, ¿de veras crees que esta niña es…?

Me miró con el ceño fruncido, desconfiado. Les sonreí a los tres, divertida al ver sus reacciones.

—Soy alumna en la Pagoda Azul —les dije—. Y soy har-karista.

—La Pagoda Azul —repitió el pelirrojo—. Vaya, eso me trae malos recuerdos. Recuerdo a algunos de sus antiguos alumnos a los que conocí. Unos tipos muy tercos.

Uman me miraba con interés.

—¿Has dicho har-karista?

—Ajá —repliqué.

—Qué casualidad. Conocí a un har-karista, hace apenas unos meses. Su nombre es Pyen Farkinfar, ¿lo conoces? —Negué con la cabeza—. Me derrotó en un duelo. Fue una dura lección —admitió. Y entonces se levantó—. Será mejor que nos pongamos en marcha. Despierta a tu tío y marchémonos.

Me giré hacia Lénisu y comprobé qué tal se encontraba. Su fiebre había caído y su herida parecía haber echado todo el pus de modo que no pude más que maravillarme por los efectos de la aladena. Jamás había podido comprobar unos efectos positivos tan revolucionarios o al menos eso me pareció en el momento.

Lo desperté dándole palmaditas en la mejilla.

—Lénisu, despierta —le dije.

—¿Que despierte? —replicó él, despertando—. ¿Es que aún puedo despertar?

Su pregunta me hizo preguntarme si realmente le había bajado la fiebre pero luego constaté que Lénisu estaba más lúcido de lo que creía. Lo ayudé a levantarse y le metí a Frundis entre las manos para que pudiera apoyarse mejor, pidiéndole al bastón que de paso le ayudase moralmente con su música. Cuando estuvimos listos, los demás ya habían tapado el fuego y nos metían prisas para que avanzáramos.

—Esperad —les dije, vacilante—. Tengo un saco naranja en ese bosque, lo dejé ayer ahí porque era demasiado vistoso… Voy a ir a recogerlo.

—Ni se te ocurra —replicó el caito pelirrojo.

Entonces me fijé en que no habían comido nada para desayunar y empecé a preguntarme desde cuándo no habían comido los tres, por no hablar de Lénisu… Carraspeé.

—Esa mochila tenía pan y queso —dije, como de pasada—, es una pena tirar la comida de ese modo. Pero, claro, si no queréis ir a recogerlo…

Enseguida vi que los tres intercambiaban miradas pensativas. Estaban hambrientos, confirmé, para mí.

—¿Dónde está esa mochila? —preguntó el caito moreno.

Levanté las manos atadas y señalé el bosque a mi derecha sin una palabra. Un cuarto de hora más tarde andábamos todos en el camino y los mercenarios parecían más contentos después de haber desayunado algo, aunque fuera sin duda un desayuno muy frugal. Y al menos yo había recuperado mi mochila de toda la vida.

Lénisu y yo caminábamos muy juntitos, atados a la misma cuerda, siguiendo a Uman que iba delante. Lénisu avanzaba en silencio. No me decía ni una palabra y me inquietaba su aspecto y su mutismo. Era evidente que sufría y me preguntaba por qué seguía avanzando si sabía que cada paso lo acercaba más de Ató y del Mahir. Algo debía de tener pensado, reflexioné, esperanzada.

El caito pelirrojo y el más joven de los tres se llamaba Liin y el moreno Kuayden. Ambos estaban metidos en una conversación animada sobre Ató y sus mejores bebidas. Parecía que los tres mil kétalos se los iban a gastar para emborracharse durante el tiempo que pudiesen.

—Me parece poco provechoso beber esas asquerosidades —tercié tranquilamente—. Podríais hacer mejores cosas con esos tres mil kétalos.

Kuayden me fulminó con la mirada.

—Cierra la boca, no sabes de lo que hablas.

—¿En qué emplearías tú el dinero? —me preguntó Uman, girándose hacia mí, sin mostrar sin embargo mucho interés por la conversación.

—La verdad… no tengo ni idea —reconocí—. Yo nunca he necesitado dinero. Pero está claro que no me pasaría los días bebiendo, como dicen ellos. Sobre todo si esos tres mil kétalos se han ganado inmerecidamente.

El rostro de Uman se volvió más sombrío.

—¿Inmerecidamente? —repitió Kuayden, indignado—. Con la herida que me ha hecho tu condenado pariente creo que he merecido los tres mil kétalos para mí solo. Desgraciadamente, esa cantidad hay que dividirla en seis —añadió, como para sí.

Giré la cabeza y vi que efectivamente tenía una herida en el brazo bastante fea.

—Siento lo de tu brazo —intervino Lénisu, cojeando y resoplando—. Se me escapó el ataque. Ya sabía que no iba a poder venceros a los tres juntos, fue un reflejo.

Vi la mueca sorprendida de Kuayden.

—Bueno, en realidad tampoco me duele mucho. Estoy habituado a ese tipo de heridas. —Hubo un silencio y añadió poco después—: Yo también siento lo de tu pierna. Podríamos haber llegado a Ató anoche de no ser por esa maldita pierna.

Lénisu hizo una mueca pero no contestó y seguimos avanzando en silencio durante unos minutos.

—Tres mil kétalos es una cantidad miserable —dije de pronto—. No sabéis lo que estáis haciendo. Probablemente conseguiríais mucho más liberando a Lénisu: él tiene muchos contactos.

—No tan raudo, querida sobrina —replicó Lénisu—. Yo no estoy dispuesto a darles ni un mísero kétalo a estos matones.

—Y no te lo pedimos —replicó, gruñendo, Liin, el pelirrojo.

—Pero pensad un poco —intervine—. Si Lénisu resulta no ser el Sangre Negra, ¿de qué habrá servido todo esto? No os pagarán.

—Sí nos pagarán —soltó Uman—. Sea él el Sangre Negra o no. Si no respetan el trato, ningún mercenario que conozcamos se habrá quedado sin enterarse de ello. Deja ya de intentar vendernos tu opinión. No tenemos mucha paciencia con los niños pesados.

Agrandé los ojos, ofendida, y puse cara tozuda.

—Está bien. Tenías razón, Lénisu. Son unos matones.

—Avanza y deja de hablar, Shaedra —me dijo Lénisu—. Dime, ahora que todavía tengo un poco de consciencia, ¿por qué diablos has salido de Ató?

Me mordí el labio, sonrojándome.

—No te enfades. Me enteré de que estabas cerca de Ató y sabía que tenía que actuar rápido antes de que llegaras… Te acusan de ser el Sangre Negra y de crímenes que nunca has cometido. Y Nart me dijo que estaban tan convencidos de tu culpa que… que apenas iban a juzgarte —murmuré con dolor—. Pero había olvidado que estabas herido. Y yo no he estado muy hábil con las armonías. Ha sido un desastre de plan, pero no te preocupes, saldrás de esta.

Lénisu sacudió la cabeza débilmente.

—Lo dudo.

—Sólo tienes que decirles la verdad —insistí.

—No me escucharán —replicó—. Y además, ¿qué verdad contarles? Hay tantas verdades que sería absurdo intentar explicarlas todas, no me dejarían tiempo para explicarlas. El asunto es… complicado. Yo les importo una sarrena —me aseguró.

—Siempre es mejor decir la verdad —le aseguré—. Un buen Mahir sabe reconocer la verdad de la mentira cuando tiene delante al acusado.

—Jamás pensé que un Mahir pudiera ser bueno —rió Lénisu, sarcástico. Apoyó la pierna mala demasiado y soltó un gruñido de dolor. Cuando hubo recuperado un movimiento regular, suspiró—. Además, la verdad podría tener consecuencias todavía más catastróficas que una mentira.

Lo fulminé con la mirada.

—Lénisu, una cosa son los secretos y otra las mentiras. No puedes mentir indefinidamente. En cambio, la verdad es dura como la piedra de Léen. Me lo dijo Sain, un día.

—Sain… —repitió Lénisu, frunciendo el ceño—. A ese hombre no le salvó la verdad, la soga se la llevó con él al mundo de los espíritus. Yo no confío mucho en los repartidores de Justicia.

Invadida por una tristeza indefinible, iba a decir algo cuando de pronto me choqué contra Uman, el cual se había detenido en seco.

—¡Au! —me quejé.

—Salid del camino —siseó Uman, de pronto—. Viene gente.

Enarqué una ceja.

—¿Y por qué debería molestaros? Sois mercenarios legales, ¿no? Podéis ir adonde queráis…

Me empujó hacia un lado y lo seguí sin rechistar, mirando hacia el camino con los ojos entrecerrados. Enseguida mi expresión se iluminó de alegría.

—¡Kahisso! —exclamé, sonriendo anchamente—. ¡Lénisu, es Kahisso! Volvió de una misión bastante peligrosa y desde entonces se ha quedado en la taberna, con Wundail y Djaira. Seguramente Kirlens les ha pedido que me buscaran.

—¿Kirlens? —repitió Liin—. Ese nombre me suena.

—Es el tabernero del Ciervo alado —expliqué rápidamente. Y quise levantar una mano para agitarla pero el caso es que seguía maniatada—. ¡Kahisso! —exclamé, pegando saltitos.

Uman me fulminó con la mirada.

—¿Qué quieren esas personas?

—Encontrarme —expliqué sencillamente—. No os van a hacer ningún daño. Son raendays, «Honor, Vida y Coraje» —les recité, por toda explicación.

—¡Raendays! —resopló Kuayden.

—¡Kirlens! —dijo Liin, asintiendo con la cabeza—. ¡Ahora caigo, por supuesto! Pasamos la noche en su albergue más de una vez.

Uman los miró alternadamente y luego nos escudriñó a Lénisu y a mí.

—No me gusta esto —comentó, sombrío—. Liin, Kuayden, guardad un ojo atento sobre el Sangre Negra. No quisiera que nos lo quitasen de las manos poco antes de llegar a Ató.

Sin embargo, volvimos al camino. El cielo ya tenía un color rosáceo matinal y el sol derramaba su luz blanca generosamente.

En total, el grupo que se nos acercaba lo componían seis personas. Era toda una tropa. Estaban por supuesto Kahisso, Wundail y Djaira, además de Aryes, Deria y… Agrandé los ojos, atónita. ¿Galgarrios?

Cuanto más se acercaban, más me sentía ridícula, maniatada entre un grupo de mercenarios después de haber cumplido exitosamente mi objetivo de encontrar a Lénisu.

En los últimos metros, todos se detuvieron, excepto Deria, que se abalanzó hacia mí con la cara llena de felicidad. Pasó junto a Uman sin que él hiciera nada para impedírselo. A decir verdad, parecía algo perdido.

—¡Shaedra! —gritó la drayta, aterrizando ante mí—. ¿Por qué te has ido sin avisarnos? ¡Nos has dado un susto de muerte!

Sonreí.

—Buenos días, Deria. Siento no haber tenido tiempo para avisaros…

—Lénisu —resopló Deria entonces, girándose hacia mi tío con cara espantada—. Estás horrible.

Apoyado sobre Frundis y pese a estar semi-consciente, Lénisu soltó una carcajada.

—Lo sé, Deria. Desde luego, he vivido días mejores.

—¿Qué significa esto? —vociferó Djaira, adelantándose al resto del grupo y acercándose tanto a Uman que advertí un ligero movimiento de retroceso por parte del semi-elfo—. ¿Por qué habéis maniatado a Shaedra?

Deria y yo nos quedamos boquiabiertas al ver la temible expresión de la pelirroja. Uman, sin embargo, permaneció impávido.

—Quiso robarnos a nuestro cautivo durante la noche —contestó tranquilamente pero con una voz tan firme como la de Djaira—. Este hombre es un criminal.

—Soltadla —dijo Djaira con un tono que no admitía réplica—. Todo esto es ridículo. Shaedra es una alumna de la Pagoda Azul. Podéis meteros en un buen lío si entráis en Ató de esta forma.

Sin que me hubiera dado cuenta, Aryes y Galgarrios se habían aproximado y estaban ahora junto a mí.

—Hola, Shaedra —me dijo Galgarrios, sonriente.

Aryes me miró con una expresión cómica muy elocuente con la que me preguntaba más o menos cómo demonios había podido acabar maniatada por esos mercenarios.

Galgarrios estaba buscando algo en su saco y, sacudió la cabeza, con el ceño fruncido.

—¿Tienes un cuchillo, Aryes?

Aryes puso los ojos en blanco.

—No hacen falta cuchillos —replicó.

Empezó a deshacer el nudo y me liberó prestamente. Liin recogió la cuerda y forzó a Lénisu a alejarse ligeramente del grupo, como si quisiéramos robárselo en cualquier momento.

Los mercenarios protegían a su cautivo como a un tesoro de tres mil kétalos y, sinceramente, su comportamiento me producía más bien repulsión. ¿Qué persona moralmente buena podía desentenderse totalmente de lo que era justo o no y ajusticiar a un inocente a cambio de dinero?

No permitieron a nadie acercarse a Lénisu, ni a Kahisso, que se suponía era un buen curandero, y, durante el camino de regreso a Ató que hicimos juntos, los mercenarios apenas cruzaron unas palabras con los demás. Deria quiso saber lo que había pasado y todos escucharon sin mucha sorpresa la relación de mi fracasado rescate.

Poco después de ponernos en marcha, Kahisso les preguntó a los mercenarios si era normal que dejasen a su preciado cautivo en unas condiciones tan lamentables y Uman contestó simplemente:

—La ventaja que tiene es que sabemos que no puede huir muy lejos.

Y varias horas más tarde, cuando Lénisu empezaba ya a dar tumbos y yo ya estaba en mi enésimo plan para convencer a Uman, Kuayden y Liin que no les convenía hacer sufrir a Lénisu de esa forma, Aryes se paró en seco, negando con la cabeza.

—Esto es intolerable —soltó—. Hay que hacer algo. Lénisu no puede continuar así. Habría que… construir una camilla. No sé, algo, pero yo ya no puedo aguantar esto.

—Tienes razón —dije inmediatamente—. Construyamos una camilla. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes?

No sé cómo, conseguimos convencer a Uman de que avanzaríamos mucho más rápido si construíamos una camilla para Lénisu. Así que hicimos una pausa, los raendays compartieron la comida con los mercenarios y fuimos a un bosquecillo a recuperar palos resistentes para construir la litera. Quisimos utilizar la cuerda que maniataba a Lénisu pero Kuayden se negaba a quitarle la cuerda, de modo que frente a sus negativas Deria sacó de su mochila una cuerda de varios metros y me la dio con precaución.

—No la estropees —me dijo seriamente—. Es un regalo de Dol.

Sonreí, divertida. Dolgy Vranc estaba convencido de que un buen viajero siempre tenía que viajar con un poco de cuerda. Concretamente, en nuestro viaje por las llanuras de Drenau la cuerda nos había salvado las cuatro ruedas del carromato… por no hablar de las veces en las que nos habíamos atado todos a ella para bajar el Acantilado de Acaraus o subir algunas cuestas empinadas en el Macizo de los Extradios.

Atamos los palos, hicimos una camilla y comimos en menos de una hora. Luego Wundail y yo pusimos nuestras capas sobre la litera y entre Liin y Uman tumbaron a Lénisu encima y aproveché para mojarle la herida de la pierna y aplicarle otra vez unas hojas de aladena, pero los mercenarios no dejaron que Kahisso, pese a sus argumentos, se acercara a su cautivo. Liin y Kuayden se encargaron de levantar la litera para continuar el viaje.

Pese a las capas, la litera debía de ser extremadamente incómoda. Por eso me extrañé cuando vi que Lénisu se había dormido casi inmediatamente. Si hubiera tenido algún barril cerca no habría podido dejar de hacerme las uñas en él de pura preocupación. Normalmente, Lénisu tenía una tez pálida, pero nunca pajiza y verdosa como en ese momento. Solté un suspiro de angustia y me masajeé las sienes. Empezaba a dolerme la cabeza de tanto rechinar los dientes.

Había recuperado a Frundis y ahora el bastón estaba en plena tarea creativa de modo que los sonidos fluían, discordantes o formando pequeñas melodías que se repetían constantemente y no mejoraban mi jaqueca.

En un momento, Syu, que no había parado de esconderse durante el viaje, apareció de detrás de un arbusto y se subió a mi hombro en un salto elegante de gawalt.

“Me he hartado de andar”, explicó, cuando lo miré con curiosidad.

Puse los ojos en blanco pero no dije nada.

—¡Shaedra! —soltó Aryes, con los ojos agrandados.

Lo miré, alarmada.

—¿Qué pasa?

—He conseguido oír lo que te decía Syu. ¿Cómo es posible? Normalmente nunca oigo nada. La única que lo oía era tu hermana.

Miré a Syu y él agitó la cola, divertido.

“A veces hablo un poco alto”, dijo a modo de explicación.

—Supongo que no es tan extraño —solté, dirigiéndome a Aryes—. Syu dice que a veces no se esmera mucho en hablarme sólo a mí. Es curioso, él puede hablar con los demás, mientras que yo sólo puedo hablar con él.

—Debe de ser porque ahora tengo más práctica con la energía bréjica —meditó Aryes.

—Es posible.

Oí unos murmullos sorprendidos detrás de mí y giré la cabeza. Vi que Liin, Uman y Kuayden me miraban fijamente… o más bien miraban a Syu.

—Este es Syu —les sonreí—, el que me trajo la aladena esta noche.

La mueca curiosa de Uman se transformó en una mueca de desdén.

—Un gawalt —escupió—. Los gawalts son pequeños demonios. No deberías pasearte con uno de ellos. Son peores que los sirelokes.

Me quedé boquiabierta ante tanto menosprecio hacia los monos gawalts y Syu se tensó como si le rebullese la sangre de cólera.

“Tranquilo, Syu”, le avisé. “Uman no sabe lo que dice. Pero me da la sensación de que estos tres mercenarios son unos supersticiosos a tope.”

“¡Sirelokes!”, exclamó Syu, incrédulo. “¿Cómo se atreve a insultarme de ese modo?”

“Bueno, también te ha llamado pequeño demonio”, le dije, como con tono reconfortante. “Eso significa que te pareces más a mí, Syu, te estás poniendo furioso y no te conviene”, le aseguré.

Y le dediqué a Uman una sonrisa irónica.

—Syu es amigo mío. Y su alma es cien mil veces más noble que la tuya.

—En eso tiene razón —apoyó Aryes.

—Cien mil veces —repitió ceremoniosamente Deria con tono de aviso.

Le di la espalda a Uman y avancé hasta ponerme a la altura de Kahisso. Syu siguió soltando insultos y Frundis empezó a tronar, furioso, no sé si por contagio o porque Syu le impedía componer.

Al cabo de un rato, pregunté, echando una rápida ojeada detrás de mí:

—Kahisso, ¿qué piensas de la herida de Lénisu? ¿Crees… que está muy mal?

El semi-elfo se encogió de hombros.

—No lo sé. No he podido acercarme a él. Son peores que las hienas protegiendo un cadáver. —Hice una mueca al oír la comparación pero él me sonrió, tranquilizador—. Aunque no parece que haya infección, quizá gracias a la aladena que le pusiste.

Asentí.

—La aladena chupó todo el pus. Pero aún sigue muy débil y parece que la herida no se cierra.

—Por lo que he visto, es una herida algo profunda. Si tuviésemos vendajes apropiados, y si no estuviesen esos mercenarios de por medio, seguramente podría reducir el dolor… pero las heridas siguen siendo heridas. El tiempo es el mejor remedio para curarlas.

Me mordí el labio, nerviosa.

—Lo malo es que no tenemos mucho tiempo —mascullé.

Kahisso puso cara sombría y asintió.

—Lo sé. Me gustaría ayudarte. Pero no veo qué puedo hacer.

Meneé la cabeza.

—A mí se me ocurren muchas ideas pero ninguna que no sea una locura.

Kahisso me miró de reojo y me habló en voz baja.

—Una de las ideas supongo que es la de alejar a Lénisu de las manos de esos hombres.

Asentí.

—Se me ha ocurrido, pero no serviría de nada. Los mercenarios correrían hasta Ató y ¿cómo podría huir de la Guardia tal y como está Lénisu?

—Dudo de que llamaran a la Guardia —reflexionó Kahisso después de un breve silencio—. Perderían los tres mil kétalos. Seguramente les pagarían mucho menos. Pero es verdad, es una idea disparatada. ¿Sabes? Creo que lo mejor va a ser llevarlo a Ató y echar luz sobre el asunto para que se sepa la verdad. Si tu tío es inocente, no pueden culparlo. Y si no lo es, cosa que dudo, por supuesto, entonces, ¿qué clase de gente dejaría libre a un asesino?

Lo miré fijamente con cara incrédula. Estuve a punto de soltarle: “Se ve que eres el hijo de Kirlens”, pero me contuve. Kahisso era una buena persona. No conocía a Lénisu y por eso no podía saber lo que estaba diciendo. Además, la lógica de sus propósitos era imparable: ¿acaso me hubiera gustado salvar a un criminal? Desde luego que no, pero Lénisu no lo era, ese era el problema: que todo el mundo pensaba lo contrario y Kahisso había acabado por considerar la idea de que la persona que ahora estaba sobre una litera, con una herida en la pierna, era el Sangre Negra. Menuda estupidez.

Al de unos minutos de silencio, agité la cabeza.

—Siento haber causado tantas molestias —dije—. Jamás debí salir de Ató.

—No digas tonterías —replicó Kahisso—. Probablemente le hayas salvado la vida a Lénisu, o al menos la pierna.

—No ha sido ningún incordio —aseguró Djaira, que caminaba delante—. Hacía demasiado tiempo que estábamos parados en el Ciervo alado buscando una excusa para salir. Ha sido un placer ayudarte aunque no hayamos hecho casi nada.

Sonreí, conmovida.

—Gracias, Djaira.

El día me pareció interminable. Cuando llegamos a los primeros campos cultivados de la orilla este de Ató los mercenarios se relajaron a ojos vistas. Cuando el puente ya estaba en nuestro campo de visión, aparecieron unas siluetas en el camino que al vernos se precipitaron hacia nosotros.

—¿Quiénes son? —preguntaron Djaira y Liin al mismo tiempo.

—Suminaria —contesté.

—Y Nandros —añadió Aryes.

Efectivamente, Nandros estaba ahí protegiendo, como siempre, a la joven Ashar, y al ver que Suminaria había echado a correr, la siguió gritándole algo como para que se detuviese, pero Suminaria no le hizo ni caso.

—¡Shaedra! ¡Aryes! —soltó, resoplando—. Tenéis que venir a ver. Van a organizar una partida de caza contra los Gatos Negros. ¡Y se aceptan voluntarios!

Enarqué una ceja, confusa.

—¿Qué…?

—¡Es una magnífica oportunidad! —exclamó, alegremente—. Por no hablar de que, si se captura al Sangre Negra, tu tío Lénisu será declarado inocente.

En medio del silencio de asombro que siguió oí las palabras pensativas de Uman:

—Esto no me gusta…

Y entonces Kahisso sonrió anchamente.

—Me apunto.