Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios

11 Vacas y sabandijas

Sotkins movió ligeramente las manos y se desplazó. Giramos alrededor del terreno; la vi entonces amagar una ofensiva y no dudé: di un salto hacia la izquierda dando una voltereta oblicua para atacar con el pie, pero Sotkins ya había esquivado el ataque y esta vez era ella quien me atacaba. Evité el golpe de milagro y ambas caímos otra vez en posición de pie sobre el suelo. Nos miramos a los ojos, desafiantes, y nos volvimos a concentrar.

No muy lejos, Ozwil y Zahg hacían grandes movimientos, enfrentándose con saña. Galgarrios intentaba no hacerle daño a Laya mientras ésta se desanimaba propinándole golpes que apenas le dolían. Yeysa y Revis, en cambio, estaban también muy concentrados porque Revis, aunque robusto, no lo era tanto como la monstruosa humana y no deseaba morder el polvo de modo que había estado obligado a atender correctamente los consejos del maestro Dinyú para la evasión en el combate. En cuanto a mí, Sotkins me estaba dejando sin aliento y parecía que ella no se cansaba nunca. Cuando decidió atacar, me preparé, me agaché y realicé un complicado movimiento de mi invención que la pilló totalmente desprevenida. Mi golpe en su tobillo la hizo perder el tambalearse aunque no cayó; en cambio, yo tuve que dar una voltereta sobre la tierra para alejarme de ella. Sotkins no esperó pero alcancé a evitar su patada y me volví a levantar de un bote, contraatacando para que se calmase un poco.

Entonces, sin previo aviso, Sotkins me cogió el pelo y estiró. Grité de dolor, ella aprovechó para darme un rodillazo.

—¡Me rindo! —solté, jadeante, cogiéndome el pelo para que dejara de estirármelo.

Sotkins me soltó el pelo y sonrió tranquilamente.

—Eres rápida, pero no lo suficiente. Por cierto, deberías atarte el pelo —dijo, dándome la espalda.

Me aparté de pronto para evitar un golpe que Ozwil pretendía dirigir a Zahg y me dirigí hacia el límite del terreno. Del otro lado, vi que Sotkins se paraba junto al maestro Dinyú y se ponía a hablarle. A saber lo que le decía, pensé.

Con una sonrisa, vi que Laya estaba apoyada sobre el hombro de Galgarrios, intentando recuperar un ritmo normal de respiración. Aunque aprender a combatir no era lo que más me gustase, afortunadamente no se me daba tan mal como a Laya. Vi a Aryes sentado en la hierba, con la mirada perdida, practicando sus lecciones bréjicas. Como le había avisado el maestro Dinyú, su aprendizaje se basaba más que nada en práctica individual y en leer libros de historia y estudios sobre la energía bréjica. Eso era lo que les enseñaban a los alumnos bréjicos de las pagodas ajensoldrenses. Recordaba que en Dathrun no se enseñaba igual. Rathrin estudiaba bréjica y cuando hablaba de sus estudios parecía más como si un estudiante en energía bréjica necesitase constantemente un profesor a su lado para que no perdiese los estribos. El doctor Bazundir me había enseñado más de una cosa sobre la energía bréjica, y la verdad, más de lo que había aprendido en la Pagoda Azul en todos esos años, pero nunca me había enseñado a controlar la energía propiamente dicha. Ahora entendía el problema en la educación de Dathrun: a los alumnos, les faltaba saber mantener el equilibrio energético, cosa que los alumnos de las Pagodas aprendían desde nerús.

Me acerqué a Aryes y me senté junto a él, observando los combates y esperando a que alguno acabara para cambiar de adversario: llevaba combatiendo con Sotkins toda la mañana, y me había dejado con los músculos molidos.

—Ayer hablé con Dol —dijo de pronto Aryes, saliendo de su mutismo aunque sin perder su inmovilidad y su aire concentrado—. Y dijo que los Gatos Negros no son para nada los mismos que hace diez años.

Enarqué una ceja.

—Dice que no ha podido obtener más información por el momento —añadió—. Sospecho que conoce a antiguos miembros de los Gatos Negros y que les ha preguntado sobre el tema.

Asentí.

—Seguramente. Aunque me extrañaría que Dol tuviera tan buenos contactos como Lénisu —agregué, con una sonrisa irónica que desapareció cuando me puse a pensar en mi tío—. Dol lleva ya veinte días intentando encontrar a los Gatos Negros, son ocho días más de lo previsto y aún no sabemos gran cosa —suspiré—. Aunque por lo menos tampoco hay malas noticias.

—Deria dice que pidamos ayuda a Márevor Helith —soltó Aryes, sonriendo ligeramente.

Resoplé.

—Márevor Helith me tiene que maldecir por haber perdido el shuamir. Y Lénisu y él no parecían llevarse del todo bien. ¿Sabes? Aún no he encontrado en ningún libro de la biblioteca la palabra «eshayríes».

—¿Qué? —dijo Aryes, girándose hacia mí, sorprendido—. ¿Qué es eso de eshayríes?

—¿No te acuerdas? Lénisu formaba parte de ellos. Márevor Helith le preguntó a ver si volvería a ser un eshayrí. Y Lénisu dijo que no. Ya se lo pregunté más de una vez a mi tío, pero a él le encantan los secretos y aún no sé lo que es eso.

—Deberías haberme preguntado antes, te habría ayudado a buscarlo. ¿Le has preguntado a Aleria? Seguro que ella sabe.

Asentí con la cabeza.

—Se lo pregunté. Pero nada. No sabe. Para mí que debe de ser algo muy poco conocido. Aunque que un nakrús le dé importancia tiene su miga —medité—. De todas formas, por ahora, todo eso es lo de menos. Bueno —solté, levantándome—. Voy a pelear contra Galgarrios, me parece que Laya se ha rendido. Buen ejercicio, Aryes.

Me alejé y al entrar en el terreno me fijé en que el maestro Dinyú y Sotkins estaban enfrascados en una conversación al parecer muy interesante. Laya me pasó al lado resoplando ruidosamente.

—Buena suerte, Shaedra. ¡Yo no puedo más!

Me sorprendí de que me hablara con tanta soltura porque hacía días que Laya no me dirigía la palabra, como otros muchos que apenas me hablaban por las mismas razones que le habían llevado a Akín a discutir con su padre sobre si tenía él la capacidad para elegir sus amistades. Al parecer mi reputación había vuelto a bajar en picado, aunque yo apenas tenía tiempo para pensar en ello y poco me importaba que hubiese gente capaz de escuchar los disparates de Marelta Pessus.

Laya debía de estar realmente agotada, pensé, acercándome hacia Galgarrios. El caito me sonrió.

—Espero que no tenga que sujetarte a ti también —soltó.

—¡Ja! —repliqué, con las manos sobre las caderas—. ¡Procura que no te sujete yo a ti, presumido!

Y nos pusimos en posición. Evité varios golpes de Galgarrios y observé que, como siempre, el caito tenía cuidado en no darle demasiada fuerza a su brazo. Pero no me dio ni una sola vez. En cambio yo me movía a toda prisa, de modo que Galgarrios se quejó de vértigo y le dejé recapacitar durante unos segundos antes de atacarle con un grito salvaje, dar un salto y pasar por encima de él. Lo saludé respetuosamente y solté una carcajada al ver que él se giraba, buscándome con la mirada.

—¡Galgarrios! —dije, riendo—. Deja ya de preocuparte por si me haces daño o no, no me voy a morir si recibo un golpe, aunque dudo de que lo reciba —añadí.

Galgarrios puso cara vacilante.

—No me gustaría hacerte daño —admitió.

—Ni a mí a ti —le repliqué tranquilamente—, pero parece que estás más pendiente de no hacer daño que de hacerlo bien, y luego resulta que ya no te concentras.

—Vale —cedió Galgarrios, con expresión decidida, levantando los puños—. Adelante.

Le dediqué una gran sonrisa y ataqué, evité una serie de puñetazos y fuimos dando vueltas y vueltas, parando nuestros ataques. Vi que Galgarrios empezaba a cansarse. Entonces, noté que perdía la concentración y tomé un impulso a toda velocidad, aterricé sobre sus hombros y le cogí la nariz.

—¡Gané! —solté, riéndome a carcajadas, mientras la voz nasalizada de Galgarrios protestaba y resoplaba.

Me deslicé hasta el suelo con una gran sonrisa, canturreando una canción. Oí unas risas y vi que el maestro Dinyú reía por mi ataque poco tradicional. Sotkins tenía una sonrisa divertida en los labios.

—¡Un buen truco, Shaedra! —me felicitó el maestro Dinyú, levantándose tranquilamente, alisando su túnica negra—. Tengo curiosidad, ¿dónde aprendiste a saltar así?

—¿A saltar? —repetí, frunciendo el ceño—. Mm. En Roca Grande, ¿quizá?

—¿Roca Grande? —repitió el maestro Dinyú, sin entender.

—La Guardería —explicó Yeysa, después de haberle dado un puñetazo a Revis y haberlo enviado a tres metros de distancia—. Está al sur de Ató, junto al Trueno. Es un sitio donde juegan algunos nerús.

Su tono no era particularmente halagüeño y fruncí el ceño, contrariada.

—Entiendo —dijo el maestro Dinyú, sonriendo—. Eso explica por qué cuando peleáis Galgarrios y tú todo parece puro entretenimiento. —Me mordí el labio, sonrojándome, pero él añadió—: Pero, en definitiva, el har-kar siempre debería ser puro entretenimiento. —Se giró hacia todos y luego su mirada volvió hacia mí—. Sotkins me estaba diciendo que cuando lucha contra ti, siempre le desconcentra tu jaipú. Y es cierto que tienes un jaipú inusual.

Me sonrojé.

—Sí… es que tengo la costumbre de fundir el jaipú con el morjás —confesé.

El maestro Dinyú, sin perder su serenidad, asintió con la cabeza, pensativo.

—¿Eso también lo aprendiste en Roca Grande? —dijo.

—No. Eso lo aprendí en Dathrun —repliqué, algo molesta que me preguntara tantas cosas.

—¿Has estado en Dathrun? —preguntó el maestro Dinyú, súbitamente entusiasmado—. ¿En la academia? —asentí—. ¿Y es muy diferente de aquí?

Me percaté de que ahora todos estaban pendientes de nuestra conversación y carraspeé.

—Sí, muy diferente —vacilé y al ver que el maestro Dinyú me escuchaba con interés, intenté añadir algo—. En realidad, el nivel teórico es bastante alto, y son bastante exigentes, pero hay algo que les falta.

—¿El qué?

—No saben controlar el jaipú debidamente así que no saben controlar del todo las energías aunque luego sepan hacer muchas cosas con ellas. Hay muchísimos más accidentes que aquí y al parecer en unos pocos años hubo nada menos que cuatro apáticos.

—Cuatro apáticos —resopló Revis, atónito.

—¿Pero no decías que habías aprendido jaipú? —dijo Sotkins, frunciendo el ceño.

Abrí la boca y me quedé sin habla. Vaya, había metido la pata. ¿Y ahora qué podía decir? No era plan de introducir a Daelgar en el relato.

—Bueno… —dije—. El caso es que no enseñan el jaipú como una energía capaz de hacer controlar las energías asdrónicas. Pero la enseñan como energía dársica, por supuesto.

Al parecer, la respuesta les bastó, y el maestro Dinyú me dijo que luchara con Yeysa esta vez. La enorme humana me daba un miedo terrible pero después de haber recibido las felicitaciones del maestro Dinyú no podía negarme. Yeysa y yo nos pusimos en posición mientras Sotkins se ponía a luchar contra Ozwil y Revis contra Galgarrios.

—Deberías apuntarte a la feria de este verano —me soltó Yeysa con mal tono pero en voz baja, antes de empezar—. Harías un buen payaso junto a tu mono. Se te da bien llamar la atención y hacer el ridículo.

Enrojecí de ira.

—Y tú harías una buena vaca —repliqué, indignada.

Yeysa agrandó los ojos por la sorpresa y se saltó el saludo antes del duelo, impulsando hacia delante su puño con una fuerza brutal. Vi venir el golpe y me aparté fácilmente aunque el ataque me dejó un gusto amargo de terror en la boca y me alejé cuanto pude dando volteretas. Yeysa parecía odiarme realmente, y no veía por qué. A menos que fuera tan susceptible que no pudiera encajar un insulto aunque ella estuviese desparramando sus injurias a los cuatro vientos.

Con un suspiro silencioso, observé cómo Yeysa se precipitaba sobre mí. Junté las manos realizando un saludo irónico y cuando Yeysa se abalanzó sobre mí, con los ojos brillantes de venganza, me volví a apartar y no pude evitar sonreír a medias.

—Realmente pareces una vaca enfurecida —solté, con una risita.

Yeysa se giró hacia mí y en aquel momento lamenté lo que acababa de decir, pero de nada sirvieron los lamentos: la enorme humana llegó embistiendo como un toro embravecido y la lucha empezó de veras. Nunca fui más prudente que en aquella lucha, porque sabía que Yeysa se complacería dándome cuantos puñetazos fueran necesarios para tirarme al suelo. De modo que yo apenas atacaba. En un momento, oí la exclamación de Revis:

—¡Cobarde! Ataca, Shaedra, ¡tú puedes!

—¡Sí, tú puedes! —me animó Ozwil.

Revis y Ozwil debían de estar más que hartos de recibir golpes con Yeysa y que sus agravios quedaran impunes, pensé. Rebulleron en mí el jaipú y la Sreda y la sangre al mismo tiempo.

—¡Al ataque! —gritó Zahg.

Yeysa estaba demasiado segura de sí misma, confiaba demasiado en sus puños para poder defenderse de ataques muy rápidos. Me basé en las luchas que había visto entre Yeysa y Sotkins para mis próximos movimientos. Me incliné hacia atrás para evitar un puño y ataqué. Yeysa se giraba hacia todos los lados, tratando de pillarme y yo evitaba de todas todas sus ataques. Ozwil, Revis, Galgarrios y Laya estaban eufóricos. Pero entonces, me moví demasiado lento y me quedé demasiado cerca de mi adversaria. Vi llegar el puño a toda prisa y me dio en el hombro, tirándome al suelo. Tuve casi la misma impresión que al pasar por un desviador.

Me volví a levantar de un bote, aturdida, y entonces me fijé en algo, detrás del hombro de Yeysa, en el aire. Me quedé boquiabierta. Aryes estaba volando, con los pies cruzados y los ojos cerrados y no parecía enterarse de nada…

—¡Aryes! —solté, señalándolo con el dedo índice.

Pero, mientras los demás giraban las cabezas, Yeysa soltó un gruñido incrédulo.

—No vas a engañarme con tus ridículos trucos —siseó.

Y, sin más contemplaciones, me envió un puñetazo de mil demonios que me tiró al suelo y me sumió en la inconsciencia.

* * *

Desperté en la sala de enfermería de la Pagoda, tumbada en un jergón y cubierta de una manta blanca que parecía casi una mortaja. Oí unos murmullos y giré la cabeza. El maestro Yinur estaba arrodillado junto a un jergón no muy lejos de donde estaba yo, y junto a él estaba Aleria, con las manos posadas sobre la pierna del paciente y con una expresión de extrema concentración. Fruncí el ceño y sacudí la cabeza para despejar mis pensamientos confusos. Paseé la mirada por la habitación. Vi a un viejo sentado adosado al muro, tomando un té y tosiendo con una tos que tenía muy mala pinta. Y vi a un nerú que tenía un vendaje en la rodilla y que en aquel mismo momento salía de la sala cojeando, acompañado de su madre. Y la sala se quedó vacía con el anciano, yo, el maestro Yinur, Aleria y… Fruncí el ceño.

—¿Aryes? —solté, sin poder creérmelo.

El rostro de Aryes se giró hacia mí y me contempló, boquiabierto.

—¿Qué te han hecho? —preguntó, horrorizado.

Me tanteé el rostro y me di cuenta de que tenía toda la mejilla hinchada.

—Yeysa. Me vengaré de esa bruta —le aseguré.

—¡Va a lamentarlo! —exclamó Aryes, intentando enderezarse.

El maestro Yinur puso la mano sobre su pecho para volver a tumbarlo y Aleria vociferó:

—¡Ya basta! —Nos fulminó a ambos con la mirada—. Estoy trabajando. Tengo que curar una pierna fracturada.

Iba a preguntar qué era lo que había pasado cuando Aryes explicó:

—Al parecer, me puse a levitar mientras estaba aprendiendo bréjica, y…

—¡He dicho que os calléis! —protestó Aleria, irritada, volviendo a abrir los ojos.

—Te caíste —acabé por él—. Vaya —añadí, recordando la última imagen antes de que esa condenada Yeysa me atacase como una descerebrada. Aryes había tenido que caer al menos de tres metros de altura.

Sentí entonces que el maestro Yinur me cogía el brazo, solícito.

—Túmbate, enseguida nos ocupamos de ti.

Me volví a tocar la mejilla y me encogí de hombros.

—Bah, no me hace tanto daño como en el impacto —dije, levantándome—. Creo que voy a volver a casa…

El maestro Yinur me obligó a tumbarme de nuevo en el jergón y no tuve más remedio que quedarme, me gustara o no. Ya sabía qué productos utilizaban para reducir el dolor y la hinchazón y podía encontrármelos por mí misma. Además, no me gustaba ver cómo Aleria le curaba la pierna a Aryes y seguir oyendo la tos del pobre anciano.

Así que al de un momento me volví a levantar y me acerqué al viejo hombre.

—¿Puedo prepararle otro té? —le pregunté amablemente.

El anciano acabó de toser y sonrió con una sonrisa desdentada pero sabia.

—Por favor.

Le traje enseguida una taza utilizando la tetera que había sobre la mesa baja y me senté a su lado, en silencio. Sentí que aún llevaba el collar de Drakvian y solté un suspiro de alivio. Si alguien me lo hubiera quitado mientras estaba inconsciente, creo que me habría vuelto a desmayar del disgusto.

—Gracias —dijo el anciano, posando la taza vacía sobre la madera del suelo—. ¿Cómo te llamas?

—Shaedra —contesté.

—Yo soy Dinald. Desde que nací. —Sonrió y le devolví la sonrisa.

—Yo también soy Shaedra desde que nací. Aunque también me llaman Sabandija. Y Escama Verde, algunos —dije, al pensar en Zoria y Zalén.

El anciano se puso a toser e hice una mueca, compartiendo su dolor.

—Menudos apodos —comentó Dinald, cuando se le acabó el ataque de tos—. A mí nunca me dieron más que un apodo, el Niño.

Enarqué una ceja, divertida.

—¿El Niño? ¿Aun cuando ya no lo era?

—Ajá. El Niño debe hacer eso, el Niño debe hacer aquello… Continuamente me llamaban el Niño. ¿Qué se puede hacer contra un apodo?

Sacudí la cabeza.

—Nada. Tan sólo cabe esperar que no te apoden el Timado o el Feo —repliqué—. Pero los apodos significan más que los nombres, siempre te los ponen por alguna razón.

Dinald me miró con real interés.

—¿De modo que tú te consideras una Sabandija?

Sonreí, divertida.

—Los que me llaman Sabandija no saben que en realidad no soy un reptil cualquiera. No saben que soy un dragón —le revelé, con una ancha sonrisa.

Un brillo de diversión apareció en los ojos del anciano.

—¿Un dragón, eh?

—Shaedra —bramó Aleria y me fijé que ya había acabado con Aryes y se acercaba a mí.

—¿Sí? —repliqué, aprensiva, mirando sus manos llenas de energía esenciática.

—Creía que los ternians tenían sangre de dragón, no que fueran dragones en sí —sonrió ella.

Hice una mueca pensativa.

—Quizá haya exagerado un poco —concedí.

—Bueno, ahora te toca a ti. Siéntate recta y no grites —soltó Aleria.

La fulminé con la mirada, muy recta.

—Los dragones no gritan —repliqué, muy digna. Advertí la sonrisa divertida del anciano y carraspeé.

Cuando Aleria sacó su desinfectante, sin embargo, palidecí. Y cuando aplicó el algodón en mi mejilla, soplé varias veces ruidosamente, con los ojos desorbitados.

Aleria sonrió a medias.

—Es una suerte que no escupas fuego.

Entorné los ojos.

—¿Quién te ha dicho que no pudiese?

Aleria, sin contestar, se contentó con volver a aplicar el algodón y cerré la boca, apretando los dientes con fuerza.

—¡Demonios! —exclamé, cuando Aleria retiró su maldito algodón.

—Desinfectado —declaró Aleria alegremente—. Por cierto, Shaedra, deberías tener más cuidado o te veo viniendo todos los días para que te arregle.

Gruñí.

—Yeysa me atacó cuando no miraba.

—¡Encima! —exclamó Aryes, tumbado pero agitado como una pulga—. Ya sabía que esa Yeysa acabaría cayéndome mal del todo.

—No te preocupes, me vengaré de ella —dije con firmeza.

—¡Shaedra! —replicó Aleria con un tono de advertencia.

Pero el maestro Yinur ya se había marchado y no vi por qué iba a contener mi rabia.

—Es verdad, parece que me odia. Tal vez se haya tragado todo lo que le ha dicho Marelta sobre mí.

—Shaedra… —insistió Aleria, molesta.

—Bah, a mí no me importa —le aseguré—, que difamen todo lo que quieran, pero Yeysa ahí se ha pasado.

Aryes se enderezó, asintiendo con la cabeza enérgicamente.

—Y tanto que se ha pasado —soltó con fervor—. Sus padres están agrandando su casa y mi padre se ocupa de la construcción. Le diré a mi padre que fragilice un poco el armazón, para que se caiga sobre Yeysa cuando pase retumbando como un mastodonte.

Nada más imaginarme la escena respondí a la sonrisa de Aryes con una ancha sonrisa. Aleria nos miró alternadamente, enojada y horrorizada por nuestra actitud.

—¡Ya basta! Parecéis unas personas malévolas y vengativas, no permitiré que habléis así delante de mi paciente —bramó, señalando al anciano.

—Oh, no os molestéis por mí —repuso Dinald tranquilamente—. Aún recuerdo cuando era joven, aunque… ¡cuántos años han pasado ya desde entonces! Las travesuras que hacía yo en aquella época —rió, con los ojos perdidos en el pasado.

—Echar abajo un techo sobre una persona es más que una travesura —replicó Aleria, fulminándonos con la mirada.

Aryes puso los ojos en blanco y asintió.

—Tienes razón. Pero dar un puñetazo a alguien desprevenido tampoco es una travesura, es pura crueldad.

—Lo es —asentí, muy de acuerdo.

Aleria cerró los puños, exasperada.

—Está bien, marchaos antes de que me hagáis perder los nervios.

Me levanté de un bote y saludé al anciano.

—Ha sido un placer hablar con usted.

—Igualmente —replicó el anciano, sonriendo.

—¿Vienes? —le dije a Aryes.

Aryes frunció el ceño, y al quitarse la manta descubrió su pierna vendada.

—¿La pierna está segura? —le preguntó a Aleria.

Aleria soltó un suspiro exasperado.

—Por supuesto que lo está. Sé lo que hago. Puedes andar como antes, pero con tranquilidad hasta que… —Frunció el ceño—. Espera. Sí, creo que te vendrían bien unas muletas. Así no apoyarás todo el peso sobre la pierna. Ese era el detalle que se me olvidaba —añadió con una sonrisa inocente, y frunció el ceño—. Pero el caso es que no sé dónde puede haber muletas.

—No pasa nada —intervine—, voy a ir al bosque y vuelvo enseguida con dos buenos bastones. Por cierto, Aleria…

—¿Sí?

Me llevé la mano a mi mejilla hinchada y carraspeé.

—¿No haría falta una capa de trésila, o algo así? ¿Para deshinchar un poco todo esto?

Aleria se sonrojó y puso cara orgullosa.

—Tenía pensado hacerlo, pero decidí que estabas mucho más guapa así. —Sonrió ante mi mueca dubitativa—. Lo cierto es que se me ha olvidado. Voy a por trésila y luego vas a por las muletas.

Asentí, divertida.

—Una excelente curandera —solté, socarrona.

Aleria puso cara inocente.

—Pues por supuesto que lo soy —replicó, antes de desaparecer en busca de trésila para mi moratón.

Me acerqué a Aryes en silencio.

—¿Te duele mucho? —le pregunté.

—¿Y a ti? —replicó él.

Sonreímos y me senté junto a él, para esperar. Aleria volvió muy rápido y yo, al salir de la Pagoda, corrí directamente a casa del padre de Aryes, porque Aryes me había asegurado que no hacía falta ir hasta el bosque y que encontraría en la carpintería buenos palos para hacer muletas.

Me paré frente a la casa de Aryes y vi que la puerta de la carpintería estaba abierta. Se oía un ruido de sierra. Entré en silencio y me quedé mirando el interior, impresionada.

Había vigas, tablas, muebles a medio hacer, y hasta una carreta acabada y recién hecha. Un hombre de edad madura y bastante robusto estaba serrando una enorme tabla. Junto a él, sobre una mesilla, había un lápiz muy usado y unos papeles llenos de esquemas y números. Cuando acabó de serrar, me avancé.

—¿Señor Dómerath?

El hombre se sobresaltó y giró sus ojos azules hacia mí. Tenía el mismo rostro característico de Aryes, el rostro de un kadaelfo, es decir, mitad elfo oscuro mitad humano; y los mismos ojos azules que Aryes y la misma nariz, pero su rostro era más ancho y sus ojos estaban marcados con profundas ojeras. Recordé entonces que Aryes había comentado un día los problemas de insomnio de su padre. Ese hombre no parecía haber dormido en tres meses.

—¿Sí? —preguntó, pasándose la mano por la frente sudorosa.

—Buenos días. Necesitaría unos palos que sirvan como muletas —le dije—. Son para su hijo.

El señor Dómerath enseguida pareció más despierto.

—¿Para mi hijo? ¿Qué me estás diciendo?

—Aryes se ha puesto a levitar sin darse cuenta y se ha caído —expliqué tranquilamente—. No se preocupe, sólo se ha fracturado la pierna, Aleria ya se la ha curado. Pero necesita unas muletas para andar, según dice la curandera.

—¿Se ha caído levitando? —repitió—. Ya le dije que era peligroso —suspiró—. Le llevaré yo mismo las muletas. ¿Está en la Pagoda, no? —asentí con la cabeza—. ¿Y tú también te has caído levitando? —preguntó entonces, fijándose en mi mejilla.

Le dediqué una sonrisa vacilante.

—Er… no. Yo aprendo har-kar.

—Ah —entendió el señor Dómerath—. ¿Y tú eres Shaedra, no?

—Así es —contesté, todavía más vacilante, mientras el padre de Aryes rebuscaba entre sus trastos en busca de algo que pudiera valer para unas muletas.

—¿Estuviste con mi hijo durante su desaparición, no?

Volví a asentir y él sacó un largo palo de madera.

—He oído hablar de ti —dijo simplemente él, sin más comentarios.

Me quedó la duda de si las cosas que había oído de mí le habían formado una mala o una buena opinión sobre mí. En todo caso, todo lo que se decía últimamente no me era muy favorable. Marelta se encargaba de que no lo fuera.

Finalmente, el señor Dómerath serró el palo largo en dos partes iguales y salió conmigo después de cerrar la carpintería. Cuando llegamos a la Pagoda Azul, Aryes se sorprendió muchísimo al ver a su padre entrar con dos palos y se enderezó enseguida.

—¡Papá! —exclamó.

—Hola, hijo, cada vez que no estoy, te pasa algo malo. Venga, toma esto y volvamos a casa antes de que te rompas la otra pierna.

Aryes obedeció, levantándose cautelosamente y cogiendo las muletas.

—Gracias, Aleria —soltó—. Hasta mañana, Shaedra.

—Hasta mañana —contesté, viéndolo desaparecer por el vano sin puerta—. ¡Kwayat! —exclamé de pronto, atónita por haberme olvidado totalmente de mi lección con el demonio—. Tengo que irme, Aleria —solté precipitadamente—. ¡Gracias por todo!

Salí disparada de la Pagoda y pasé por delante de Aryes y su padre, llegando a la taberna con la impresión de haber volado en los últimos metros. Pero entonces recordé que tenía toda la mejilla abollada y decidí entrar por la puerta trasera para ir a comer algo rápido antes de ir a ver a Kwayat. Me encontré con Kahisso, Wundail y Djaira sentados en la cocina, acabando de comer.

Desde que habían llegado no habían dejado de llevar su ropa aventurera y los tres desentonaban bastante junto a los habitantes de Ató. Kahisso vestía ropa oscura, un cinturón de cuero con una bolsa bastante repleta colgando de él y llevaba el collar de la orden de los raendays, un colgante circular de hierro con unas palabras escritas alrededor en caéldrico: «Honor, Vida y Coraje». Ese era el lema de los raendays, un lema poco original, en sí, comparado con el de los cofrades dragones por ejemplo, pero cuando Kahisso hablaba de la filosofía raenday lo hacía mostrando un inmenso respeto por el Esperado, el kaprad de los raendays. Y Wundail parecía compartir la reverencia que sentía hacia ese desconocido. Djaira, en cambio, quizá porque ya tenía muchos más años que ellos, se complacía en criticar a ese kaprad que los mandaba en misiones peligrosas sin avisarlos para una recompensa que casi no valía la pena.

Wundail llevaba una chaqueta verde oscura y tenía el pelo largo y castaño recogido en un moño que le daba un aire guerrero ya de por sí. En cuanto a Djaira, seguía teniendo el pelo tan pelirrojo como siempre cayendo desordenadamente a su alrededor, sobre su túnica azul oscuro.

Los tres levantaron la cabeza para verme entrar en la cocina y se me quedaron unos segundos mirando, mudos. Les sonreí.

—No hagáis ningún comentario sobre mi aspecto —dije—, ya sé que tengo el aspecto de una har-karista veterana.

Sonrieron y Kahisso movió la silla que había junto a él.

—Siéntate y come algo.

—¡Estoy hambrienta! —contesté, sentándome y sirviéndome con el cazo una buena porción de sopa con hortalizas aún caliente.

—No me creo que sea un har-karista que te haya hecho esto —dijo Djaira—, ¿te has empotrado contra un árbol?

Wundail soltó una carcajada sin dejar de mirarme y puse los ojos en blanco.

—No era un árbol —dije—, era una vaca.

Y entonces les relaté el suceso y se rieron bastante aunque también soltaron unos cuantos improperios sobre Yeysa.

—Espero que la vaca se haya quedado satisfecha —comentó Kahisso—, pero está claro que tú deberías haber estado al tanto. En una batalla real, uno no puede distraerse por nada.

Sacudí la cabeza, suspirando.

—Cada vez me doy más cuenta de lo duro y absurdo que debe de ser una batalla. Imaginaos, estás en una batalla contra nadros rojos, y no puedes distraerte porque tienes a un nadro gordo delante que tiene hambre. Pero sabes que hay amigos cerca que están en peligro y que si no haces nada, van a morir. Debe de ser terrible una sensación así, ¿no creéis?

Kahisso, Wundail y Djaira intercambiaron una mirada en silencio. Kahisso asintió.

—No hace falta que lo imaginemos —replicó—. Esa situación la hemos vivido cienes de veces.

—Sí —confirmó Wundail.

—Vaya —dije lentamente—. Debería haberlo supuesto.

Seguimos hablando un rato de las batallas en las que se habían visto metidos y de las heridas que habían sufrido y cuando sonaron las dos me levanté.

—Tengo que irme. ¿Cómo es que Kirlens no ha pasado por aquí? ¿Está en la taberna, no?

Kahisso negó con la cabeza.

—Ha ido a hablar con el comerciante que le trae la cerveza. Al parecer, tienen un pequeño desacuerdo con los precios —añadió con una sonrisa divertida.

—Seguro que ese cervecero le ha subido otra vez los precios —solté, con resentimiento—. Siempre sube los precios y, si le sobra cerveza, se la da a los cerdos para no regalarla a los saijits, al menos eso es lo que cuentan.

Se rieron de la idea y yo me marché saludándolos alegremente. Salí por el patio de los soredrips y me comí un puñado de bayas antes de trotar como una nerú por el Corredor hasta las afueras de la ciudad.

Aquel día, hacía un día precioso y hasta empezaba a fundirse la nieve de los altos picos de las Hordas que se veían desde Ató. La tierra se secaba rápidamente pero el Trueno bajaba tan atronador como siempre. La construcción del nuevo puente seguía sin embargo, así como la de las torres, y campesinos venidos de los alrededores trabajaban con los cekals y algunos voluntarios de Ató, todo por unos kétalos al día. La piedra de Léen se amontonaba en las resistentes carretas y los trabajadores se movían regularmente, volviendo al trabajo después de un descanso para comer.

Llegué a la colina y vi que Kwayat había decidido dar la lección ahí en vez de dentro de la pequeña cueva para aprovechar el sol y el calor del día. Siempre llegaba antes que yo y me preguntaba a veces qué hacía durante el resto del día. ¿Acaso tenía otros asuntos además de enseñar a una joven demonio? ¿O acaso se aburría en Ató? Pensé de pronto que nunca le había invitado a cenar en el Ciervo alado, claro que me habría dado no sé qué meter a un demonio en casa de Kirlens tan tranquilamente. Vale que yo era también un demonio, pero Kirlens me conocía. En cambio, Kwayat era tan sólo un misterioso desconocido que, según habría inferido Kirlens, me conocía a mí desde hacía tiempo. ¡Cómo me habría gustado contarle a Kirlens toda la verdad!

Aquel día, Kwayat siguió enseñándome a controlar la Sreda. No hizo ningún comentario sobre el moratón de mi mejilla y supuse que debía de imaginarse ya lo que había pasado. Le parecía muchísimo más importante enseñarme cómo funcionaba la Sreda y yo tenía la impresión de que cuanto más aprendía menos me transformaba.

—¿Crees que eso significa algo? —le pregunté, abordando el tema—. ¿Crees que estoy progresando?

Kwayat frunció el ceño y, tras una pausa que me puso nerviosa, contestó:

—Si no viese que progresaras para nada no estaría aquí perdiendo el tiempo.

Esa frase no era precisamente una fuente de ánimo pero al menos me dejó claro que Kwayat se tomaba su enseñanza muy en serio.