Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios

2 La Sreda

—¿Dónde está el mar de Helmins exactamente? —preguntó Akín, con la mirada fija en un pequeño libro de historia de economía.

—Al sur del Mar de Ardel —contestó Aleria, distraída.

—Ah —agradeció Akín.

Aleria estaba casi sepultada debajo de los libros. Llevaba toda la semana buscando información sobre cosas de alquimia y sus ojos rojos se oscurecían, cansados de tanto leer.

Llevábamos dos horas sentados a una mesa de la biblioteca en la Sección Celmista sin tener otra cosa que hacer que instruirnos como buenos alumnos. Afuera, llovía a cántaros. No había parado desde la víspera. El Trueno caía como una cascada desatada y los montes se habían cubierto de nieve. La lluvia cálida de Ombay se había convertido aquí en una avalancha fría que pronto se convertiría en nieve.

Mi capa, colgada sobre el respaldo de mi silla, aún estaba hundida. Mis botas, en cambio, no habían dejado pasar ni una sola gota de agua y me sentía afortunada frente a las quejas de Salkysso y Akín, cuyas botas, cada vez que se movían, emitían un ruido de succión impresionante.

Perdida en mis pensamientos, no me di cuenta de que el Archivista Mayor se había acercado a nuestra mesa y cuando levanté la cabeza ya estaba alejándose silenciosamente.

Lo observé un momento, con una media sonrisa. Por una vez, ese viejo gruñón no nos había dicho nada. Desde que no podía salir a dar paseos por la Neria, daba vueltas por las diferentes secciones de la biblioteca buscando a gente que no respetara las reglas. Rúnim, que era ya muy estricta con respecto al reglamento, decía que se estaba volviendo cada vez más maniático y la hacía trabajar más de lo acostumbrado ordenando libros o anotando cualquier ínfimo cambio en el libro de la entrada. Se la veía cansada, pero seguía a rajatabla el nuevo orden que imponía el Archivista.

Rúnim fue una de los pocos que no rechazaron de pleno toda la historia que conté acerca del dragón de tierra. Se mostró impresionada y me sugirió que escribiera un libro sobre ello. A mí no me dio la impresión de que fuera una buena idea, pero agradecí el entusiasmo que demostró, en comparación con las expresiones de burla que ponían casi todos los parroquianos de la taberna.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Akín. Había levantado su mirada aburrida de su libro de geografía y se había fijado en que yo tampoco parecía muy concentrada en leer.

Antes de que pudiera contestar, Aleria soltó un gemido desesperado.

—Siempre es mejor que llorar —gruñó, dándose golpecitos sobre las sienes.

—¿Aleria? ¿Estás bien? —se preocupó Akín.

Aleria levantó la cabeza y se vio en su cara toda la decepción y el agotamiento que sentía en aquel momento.

—Si estás buscando información sobre la alquimia —empecé a decir—, quizá sean mejores los libros que tienes en tu casa. Seguro que… —Callé, indecisa, sin atreverme a decir que su madre, como alquimista, debía de tener toda una colección de los mejores libros sobre la alquimia. No quería recordar a Aleria la ausencia de Daian, y menos delante de los demás—. Seguro que encuentras lo que buscas —acabé por decir.

—Es inútil —resopló, cerrando su enorme libro y levantándose—. Necesito tomar un poco de aire.

Akín y yo intercambiamos una mirada.

—Aleria —intervine—. Está jarreando.

Ella agitó la cabeza.

—Necesito salir. Hasta luego.

Como se alejaba, Akín y yo nos levantamos precipitadamente y nos pusimos las capas. Al alejarme, advertí las miradas algo irónicas de Salkysso y Kajert y no me costó entender lo que pensaban: Aleria se estaba volviendo tan excéntrica como su madre. Y aun la estima que había rodeado a Daian durante toda su vida parecía haber desaparecido con ella. Algunos pensaban incluso que su travesía misteriosa por los monolitos había afectado a Aleria mentalmente. Era falso, por supuesto, pero la gente siempre está dispuesta a sentir una lástima engañosa por las personas como Aleria, niña indefensa que tuvo la mala suerte de perder a su madre y de tener amistades sospechosas. ¡Pobre muchacha!, cuchicheaban algunos. Pero esos mismos pensaban que el día en que el legendario se fuese, Ató tendría que ocuparse de ella y mandarla a una casa de necesitados.

Afuera, llovía a cántaros. Apenas se notaba que el suelo estaba empedrado: el barro y los surcos por donde pasaban pequeños riachuelos lo cubrían todo.

Bajo la lluvia, Aleria pasó el pequeño trecho que conducía a la salida de la biblioteca sin inmutarse. Se detuvo debajo de la tejavana y nosotros la alcanzamos corriendo.

—Akín, Shaedra —dijo, con una voz que hubiera convenido para una ceremonia solemne—. Tengo que deciros algo.

Se giró hacia nosotros y nos miró a través de sus mechas negras y rígidas que se le caían, cargadas de agua. Sus labios temblaron.

—En realidad… no me intereso por la alquimia porque me guste —empezó a decir, farfullando un poco—. No me gusta la alquimia desde hace muchos años… Ando buscando información sobre una poción específica.

—Atsina trávea —resopló Akín. Como Aleria lo miraba, estupefacta, él explicó—: dijiste algo de una poción y de atsina trávea cuando saliste del templo. Debería haberme supuesto que no lo recordarías, estabas muy confusa. Y ese… Stalius… —añadió con menosprecio.

—Eso es, atsina trávea —confirmó Aleria—. La poción que mis padres crearon y que tantos problemas les ha causado.

—¿Quieres decir que Daian y Eskaïr crearon juntos esa poción? —murmuré, sin atreverme a hablar alto.

Aleria me miró fijamente.

—Sois mis amigos, ¿verdad?

Todo su cuerpo temblaba, no sabía si de miedo o de frío, pero supuse que era un poco por ambas cosas. Entendí que el momento no estaba para bromas y, sin más respuesta, tendí la mano y la puse sobre su corazón. Ese era un gesto inequívoco de amistad eterna y vi que la expresión de Aleria se relajaba, conmovida.

—Hasta la muerte —dijo Akín. Nunca se le daban bien las formalidades, pero en este caso su tono parecía del todo convencido.

Aleria nos miró a ambos y dijo:

—Sé adónde han llevado a mi madre. Al menos eso creo.

* * *

No podíamos quedarnos indefinidamente en la entrada de la biblioteca, habría llamado la atención. Aleria no quería volver a su casa porque no quería ver a Stalius y el señor Eiben no habría permitido a su hijo dejar entrar a una salvaje y una desequilibrada… De modo que fuimos a la taberna y subimos hasta mi cuarto después de haber cogido una botella de zumo de manzana y algunos pastelillos en la cocina para la merienda. Como durante todo el trayecto apenas cruzamos alguna palabra, tuve tiempo para digerir la noticia: Aleria llevaba dos meses sabiendo dónde estaba Daian, y no nos había dicho nada. Aleria era así, guardaba sus secretos en lo más hondo de su corazón. Un poco como Lénisu, aunque me temía que él tenía muchísimos más. Pero no dejé de extrañarme por el comportamiento de Aleria. Si sabía dónde estaba Daian, ¿por qué no se lo había dicho al Mahir? ¿Por qué no me había pedido que la ayudase, como había hecho cuando su madre había encerrado a Sain en su sótano? ¿Y quiénes eran los que habían raptado a Daian? ¿Qué era la atsina trávea?

Intenté organizar un poco mis preguntas, convencida de que Akín hacía lo mismo. Cuando entramos en mi cuarto, Syu estaba dentro, conversando con Frundis del tiempo y de la música. Había seguido su conversación inconscientemente al acercarme a la puerta y me sonreí al ver que Syu estaba totalmente empapado. Su pelo cayéndole alrededor de toda la cara le daba un aire gracioso. Pero lo cierto es que a Syu también le pareció que yo tenía un aire gracioso, de modo que nos sonreímos tontamente el uno al otro.

“¿Estaba interesante la tinta, hoy?”, se burló de mí el mono.

No entendía nunca que alguien pudiese soportar estar delante de un paralelepípedo lleno de tinta durante tantas horas y cuando le había dicho que Aleria era una devoradora de libros, lo había entendido literalmente y había declarado que al menos los aprovechaba mejor. A partir de ahí habíamos iniciado un diálogo de besugos al cabo del cual entendí su error y no pude parar de reírme hasta pasados diez minutos. Recordando el episodio, puse los ojos en blanco.

“No mucho”, contesté. “Mi libro hablaba de la historia de Neiram. Ya ves. Historia.”

Para mí, esa palabra lo resumía todo.

“Tawb decía: “La Historia es una de las bases más importantes de nuestra cultura”, ¿recuerdas?”, me soltó Syu, con aires de sabelotodo.

Sacudí la cabeza, cogí un pastelillo y le di un mordisco.

“Hay historias más interesantes que las historias que te cuentan en los libros”, le dije.

Y entonces, cerré la puerta con un suave codazo y me giré hacia Aleria.

—Bueno… por mi parte tengo muchas preguntas, Aleria.

Akín asintió.

—Para empezar, ¿qué pasó en el templo?

Aleria suspiró y después de haberse quitado la capa, se sentó en la cama, muy recta.

—El templo… era un moijac. Ya sabéis, los templos de los sharbíes. Hay muchos en Acaraus, aunque la mayoría están abandonados ya desde hace tiempo. Ese era un moijac guarato. Y alrededor del moijac, vivían los pocos guaratos que han quedado en la zona después del desbordamiento del Aprendiz. Mimsagrev era la guarata más vieja. Ella me hizo entrar en el templo diciendo que en él encontraría todas las respuestas a mis preguntas. Yo… Yo pensé estúpidamente que encontraría a mi madre dentro —se le quebró la voz y yo sentí el corazón más pesado—. Pero no. El interior estaba vacío. Sólo quedaban las figuras esculpidas en la piedra y algunos muebles rotos y podridos por el agua. Yo pensé entonces que Mimsagrev sólo había querido enseñarme el lugar en que mis padres se desposaron. Y yo enseguida quise salir de ahí, pero Mimsagrev se sentó sobre una piedra rota y se puso a hablar.

Carraspeó. Nerviosa, se retorcía las manos sobre las rodillas, imaginándose otra vez la escena.

—Parecía un cuento de hadas, pero lo decía como si fuese real. No recuerdo exactamente sus palabras, y es una pena porque hablaba de una manera muy peculiar, pero me contó toda la historia del pueblo guarato, desde el primer guarato hasta la inundación. Ya intenté buscar algún libro que hablara de los guaratos, pero apenas se los menciona en los libros que tratan de Acaraus. Todo lo que me contó Mimsagrev quizá no esté escrito en ningún sitio. Porque los guaratos no escriben nada, es su tradición: se transmite todo lo necesario por vía oral. ¿Os imagináis? —soltó, alucinada.

Sonreí. Aleria, que siempre había adorado los libros, provenía de un pueblo que no escribía. Era más que irónico, pensé.

—Bueno —continuó—. El caso es que Mimsagrev pasó a contarme la verdadera historia de mi familia. Me dijo muchas cosas que Stalius ya me había contado. Pero él nunca me contó que mis padres ya estaban casados cuando vivían en Acaraus. Eskaïr huyó para proteger a mi madre. Mimsagrev no supo explicarme por qué razón lo hizo, aunque sabía que algo tenía que ver con los Monjes de la Luz. De modo que Stalius me mintió: Eskaïr ya era miembro de los Monjes de la Luz antes de que se fuera de Acaraus.

—Te mintió o no sabía —rectifiqué.

Aleria hizo una mueca y asintió.

—Tal vez. Pero Stalius conocía a Mimsagrev. Él vivió en ese moijac durante tres años, según me dijo Mim. ¿Cómo es que ha podido equivocarse contándome la historia?

Puse los ojos en blanco.

—Quizá no sea muy bueno memorizando los hechos, yo qué sé —le dije—. Pero no puedes estar segura de que te mintiese. Es más, me extrañaría mucho que te mintiera. Stalius tiene demasiado metido ese honor sharbí en la cabeza.

Aleria sonrió y se encogió de hombros.

—Tienes razón. Quizá no me mintiera. Pero el caso es que no me fío del todo de él. Me protege, y hasta pienso que moriría antes que permitir que alguien me haga daño… y eso me parece… muy extraño.

—Tienes razón. Stalius es extraño —asentí.

—Y no muy gracioso —añadió Akín—. Cada vez que voy a tu casa, me mira como si fuera a raptarte o algo por el estilo.

Aleria se echó a reír y el ambiente algo tenso al principio acabó por aligerarse.

—Pero volvamos al tema —dije—. ¿Cómo sabes dónde está Daian? ¿Te lo dijo Mimsagrev?

—Sí y no. Me contó que mis padres eran unos genios inspirados de los dioses y que habían hecho un invento increíble al que habían llamado atsina trávea. Tengo mis dudas de que mis padres fueran elegidos divinos pero la poción en sí, si realmente Mimsagrev tiene razón, tiene un valor inestimable.

—¿Por qué? ¿Qué hace la poción? —preguntó Akín.

Aleria se mordió el labio, caviló en silencio durante unos segundos y dijo:

—Mimsagrev dijo que ese líquido era un líquido divino que te permitía ver más allá de las ilusiones terrestres y entender mejor el mundo.

Resoplé y ella sonrió.

—Desde luego, Mimsagrev no sabe nada de energías —prosiguió—. Decía que el saber del alma sólo podían entenderlo la Hija del Viento y la Hija del Agua y que ella no estaba ahí más que como mensajera. Creo que con «saber del alma» se refería a los conocimientos celmistas.

De pronto sentí curiosidad por saber por qué demonios, en un país tan cercado de celmistas como las Tierras de Acaraus, podía existir tanta ignorancia acerca de la «magia». Para algunos, inspiraba veneración religiosa y para otros temor y asco. ¿Qué les había pasado para reaccionar así?

“¡Historia!”, soltó Syu, imitando irónicamente mi tono despectivo. No pude reprimir una mueca testaruda.

“Lo sé, ahora que me lo dices, no me interesa tanto saber más cosas acerca de los acarauseños”, repliqué. “El maestro Jarp nos manda leer demasiados libros ya, como para que me busque más yo.”

“La Historia no es un libro”, protestó el mono.

Recordé las palabras de Aleria: los guaratos no escribían, se transmitían las historias. ¡Qué mundo más feliz!, me dije, imaginándome que una anciana, sentada en una piedra, me contaba la historia de Acaraus sin sacar un solo libro.

“Así es como debería ser la Historia: un cuento largo”, reflexioné.

Volví a centrarme en la conversación cuando Aleria retomó la palabra.

—De modo que la atsina trávea se ha convertido en un mito para muchos alquimistas pero algunos saben que existe de veras y capturaron a mi madre después de que ella se negase rotundamente a darles la composición.

—¿Pero… quiénes? —preguntó Akín.

—Eso es lo que me ha llevado más tiempo averiguar —dijo Aleria—. Mimsagrev me dijo que los había visto una vez, el día en que habían llegado dos de ellos al moijac. A ella le preguntaron por Daian y Eskaïr y ella, adivinando que no les querían bien, les mintió a medias. Dijo que tenían un símbolo dibujado en el antebrazo.

Miró a su alrededor y frunció el ceño.

—¿Tienes papel y tinta?

Me apresuré a darle lo que pedía, sacándolo de mi mochila naranja, y ella acercó la silla, puso la hoja encima y cogió el lápiz.

—Me dibujó el símbolo sobre la arena que había en una de las piletas de piedra del moijac. Era así…

Akín y yo nos inclinamos sobre su hombro, siguiendo el trazado con la mirada:

Fruncí el ceño. El símbolo era sencillo, tres líneas curvas que se repetían simétricamente…

—Eran marcas negras —explicó Aleria—. Mimsagrev dijo que ese era el símbolo de Numren.

—¿Numren? —repetí, confusa.

Aleria hizo una mueca.

—El Dios del Mal y del Caos, en la religión sharbí, ¿no me digas que no conoces los dioses de la religión sharbí? Sólo son cinco, en comparación con los eriónicos, es mucho más fácil…

—Ya, ya —la interrumpí, molesta—. Bueno, ¿y tú qué crees que significa ese símbolo?

Aleria carraspeó.

—Obviamente, significa que los que llevan esa marca no son de fiar. Pero yo he seguido buscando, porque lo de Numren no me convencía mucho. Al principio, yo creía que aquellos que han capturado a mi madre eran unos Veneradores de Numren, o algo así, pero luego dudé, porque al parecer, este símbolo —dijo, señalando la hoja— no es sólo el símbolo de Numren.

—¿Ah? —la animamos, impacientes.

—Estas marcas se han utilizado mucho como símbolo —nos reveló—. Encontré un libro en la Sección Celmista donde está muy bien explicado. En la historia ha habido varias agrupaciones que han utilizado esas marcas como signo. Lo llaman la Sreda. Al principio, hace muchísimos años, ese signo se relacionaba con todas las agrupaciones independientes de todo poder exterior. Recuerdo que hablaba de un gremio de tenderos que ponían la Sreda en la reseña para que los clientes supieran que entraban en una tienda que no tenía nada que ver con las influencias locales. Hasta funcionaban con su propia moneda y aceptaban el trueque y el regateo de manera usual. —Frunció el ceño, recordando más detalles del libro—. Los gremios de la Sreda fueron cada vez menos numerosos y ahora es posible que se hayan extinguido del todo, por culpa de los poderes locales, que acabaron con ellos comprando o hasta quemando sus posesiones.

Nos miró, y al ver que escuchábamos con atención, continuó:

—La Sreda, a partir de ahí, fue retomada por otras corporaciones. La Guardia Mayor de Aefna enarbolaba hasta hace poco una variante de la Sreda, pero la Sreda hoy en día sólo la utilizan grupos malévolos, mafias o hasta alguna cofradía muy vieja como la de los Sombríos.

Entorné los ojos y escudriñé su expresión.

—¿Quieres decir que los Sombríos fueron los que capturaron a tu madre?

Aleria agrandó los ojos.

—¿Qué? No, no es lo que quería decir. En realidad, la versión de Mimsagrev es la más verosímil. Me dijo que los Veneradores de Numren tienen una madriguera en las Islas de las Anarfias. Y al parecer, son realmente ellos los que capturaron a mi madre. Al menos eso dijo Mimsagrev. Yo… he intentado informarme más, pero no encuentro ningún libro que hable de los Veneradores de Numren.

—¿Los archipiélagos de las Anarfias? —repitió Akín, boquiabierto—. Pero ahí no vive nadie. Está infestado de dragones.

—Lo sé —replicó Aleria—. Por eso he pensado: ¿qué mejor sitio para esconder un invento poderoso y a su inventora?

Con un gesto pensativo, cogí la hoja y la giré un poco, intentando buscar algún significado a esas marcas, en vano.

—Yo que siempre había pensado que mi madre hacía experimentos que no servían de nada… —murmuró Aleria.

Levanté la cabeza, sorprendida.

—Las pociones pueden hacer cosas que ningún celmista podría hacer —le dije.

—Sí, pero… —Sacudió la cabeza—. Siempre pensé que a mi madre tan sólo le gustaba hacer como si fuese alquimista. ¡La de veces que hizo explotar cosas en el laboratorio! Nunca pensé que llegaría a inventar… algo importante.

—Eso es porque escuchas demasiado lo que dice la gente —le dijo Akín—. Pero estoy seguro de que si le preguntases la verdad a Dolgy Vranc, te la contaría.

Como Aleria y yo lo mirábamos, atónitas, hizo un ademán.

—Oh, venga, ¿no me digáis que no recordáis lo que dijo Dol? —Ambas negamos con la cabeza, perdidas—. Dijo que conocía a tu padre, Aleria. Estoy convencido de que sabría contestarte a algunas de tus preguntas.

—¿Y qué me va a contar que ya no sepa? —replicó Aleria—. Ya sé que es amigo nuestro pero recuerda que mi madre le había pedido un préstamo. Desconfío de las personas que dan préstamos.

Me rasqué la mejilla, pensativa.

—Akín tiene razón —aprobé—. Y si Dol no sabe nada, no importa. Lo principal es que sepas dónde está Daian para que podamos ir a rescatarla, ¿no?

Aleria asintió y luego negó con la cabeza.

—No podemos. No le habléis de esto a nadie. Si la gente se entera de todo esto, no me creería. Cuando más, pensarían que me he vuelto loca.

Su expresión de desaliento me hizo tomar una decisión.

—Nos informaremos más acerca de los Archipiélagos de las Anarfias y de los Veneradores de Numren —declaré—. Y cuando sepamos dónde nos metemos, iremos a salvar a Daian.

Aleria me fulminó con la mirada.

—No, Shaedra. Es imposible. No intentes engañarnos a todos. Las Anarfias tienen demasiadas islitas pequeñas. Demasiados peligros. Probablemente no lo consigamos jamás.

Me crucé con su mirada profunda y rojiza y entonces lo entendí: Aleria estaba convencida de que no volvería a ver a su madre. Esa idea me horrorizó y me asusté hasta el punto en que no tuve el valor para hablar más del asunto. Aleria, por lo visto, vacilaba entre conocer la verdad entera o resignarse simplemente. Y Akín, con una cara descompuesta, parecía agitado.

A través de Syu, me vino una música rápida de flautas y me giré hacia Frundis. El mono le estaba rascando el pétalo azul al bastón, y la música fluía agradablemente por el flujo del kershí. Con aire decidido, me puse la capa, agarré a Frundis y dije:

—Vayamos a Roca Grande.

Como ambos me miraban con expresión perpleja, añadí:

—Como dice Syu: “mejor hacer una carrera que pasar la vida entera sentado y comer culebras”.

“Y: quien piensa mucho en nada es ducho”, añadió Syu, subiéndose a mi hombro apoyándose en Frundis.

“Yo conozco otra expresión”, intervino Frundis. “Si tienes en la cabeza cien mil y un problemas mejor no te levantes, que un día con uno de ellos te tropezarás.”

Resoplé mentalmente.

“Prefiero los proverbios de Syu, los tuyos siempre son muy largos”, le dije, con tono de disculpa.

“¡Ja!”, soltó Syu con una gran sonrisa.

Frundis emitió un chasquido orgulloso.

“No sabéis apreciar los viejos proverbios. Ese, en especial, lo oí de boca de un herborista.”

—¿Shaedra? —me llamó Aleria, mirándome como preocupada—. ¿Estás bien?

Me sobresalté. Había pasado poco tiempo desde que había pronunciado en voz alta el proverbio de Syu, pero debía haberse notado en mi cara que estaba totalmente ida.

—Oh. Frundis, Syu y yo estábamos hablando de proverbios —expliqué con una gran sonrisa—. Entonces, ¿damos un paseo por la lluvia?

Por una razón u otra, Akín y Aleria sonrieron y asintieron animadamente. El paseo en sí, fue tranquilo y agradable, pero las cosas se torcieron. Una hora después estábamos corriendo desaladamente hacia Ató, con cuatro nadros rojos pisándonos los talones. Frundis y yo conseguimos despistarlos armonizando una ilusión de un monstruo terrible sacado de mi imaginación. Los nadros rojos eran tontos y se dejaron engañar un tiempo, hasta que se dieron cuenta de que la ilusión se iba deshaciendo e iba perdiendo realismo. Pero la artimaña nos dio tiempo a llegar a las primeras casas de Ató. Fuimos a dar la alarma, y nos dimos cuenta de que ya había sido dada: desde el otro flanco de la colina, vimos cinco nadros rojos que habían quemado una granja de las cercanías. Los Guardias de Ató corrían por todas partes. En total, eran cincuenta y tres. Doce habían pasado al otro lado del Trueno, con lo que quedaban cuarenta y uno, para repeler a las manadas de nadros rojos. Era ampliamente suficiente si no se separaban mucho.

Al ver a un guardia acabar con un nadro rojo, me estremecí. Nos refugiamos en casa de Aleria. Stalius había salido, seguramente a buscar a su protegida. El pobre tenía que estar muy preocupado, pensé, mirando por la ventana.

—¿Crees que vienen porque no tienes puesto el shuamir, Shaedra? —preguntó Aleria con aire meditativo.

La pregunta me molestó y negué con la cabeza.

—No creo que los Hullinrots tengan nada que ver con esto. Estamos cambiando de Ciclo. Generalmente, en esos períodos salen más criaturas de los portales funestos, ¿no?

Aleria asintió, sin decir nada, y me pregunté qué era lo que de verdad pensaba sobre los Hullinrots.

La masacre de nadros rojos duró aproximadamente una hora, pero luego varios guardias se adentraron en el bosque para cerciorarse de que no quedaban más mientras que el resto se apresuraba a quemar los cuerpos de los nadros que aún no habían explotado para no provocar más daños. Luego fue necesario apagar varios fuegos y afortunadamente la lluvia facilitó la tarea.

En todo el trecho que unía el bosque a Ató, se habían creado regueros de barro por el paso de los nadros rojos. Todo había terminado, y afortunadamente, ningún guardia había sufrido más que unas heridas leves. En esas ocasiones, los habitantes de Ató se daban cuenta de la verdadera fortuna que significaba tener a unos guardias protegiendo sus vidas. Los guardias sonreían, exhaustos, los habitantes los vitoreaban, preguntándoles qué tal les había ido el combate, y en fin, las conversaciones eran bastante aburridas y violentas, pero todo el mundo se alegraba de que todos estuvieran a salvo de nuevo. Esa misma tarde, supe que Ozwil y Revi habían participado en la batalla, sin permiso, y que sus padres los habían regañado y luego habían salido a decir a todo el mundo que sus hijos eran unos valientes. Aún me estaba imaginando a un Ozwil pegando saltos sobre los nadros rojos sin conseguir alcanzarlos cuando por fin, fatigada, concilié el sueño aquella noche con una sonrisa en los labios.