Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego

8 Seyrum

El sol había desaparecido desde hacía un par de horas y se había abatido sobre Dathrun una sombra cargada de nubes tormentosas. En el camino, me bastó una decena de segundos para que mi ropa estuviese literalmente hundida. En resumen, era una noche de perros. Y Syu y yo estábamos de muy mal humor porque aquella noche se suponía que tenía que enseñarles a Zoria y a Zalén la abertura que llevaba a los pasadizos secretos.

No acababa de entender qué impulso me había hecho revelarles la existencia de los pasadizos, tal vez la curiosidad por saber qué tramaban en la academia y por saber quién era aquella persona de la que me habían hablado una vez, aunque con la lluvia recia empezaba a encoger mi curiosidad.

Llegué junto al portal de la casa de las gemelas y me agaché repentinamente al ver que alguien estaba cerrando los postigos de una ventana. Miré a mi alrededor y me dije finalmente que entre el diluvio y la oscuridad no se veía nada, era imposible que me viesen, algo que no me facilitaba la vida, por cierto, porque eso me obligaba a entrar en el jardín para avisar a las gemelas de que había llegado.

Ignoraba si Zoria y Zalén serían tan tontas como yo para salir afuera en semejante noche, pero tenía que comprobarlo.

“¿Podrías saltar hasta el muro y decirme si hay alguien en alguna ventana?”, le pregunté a Syu.

El mono saltó y al de poco me dijo que la vía estaba segura. Entonces me agarré al portal, trepé y salté por encima procurando no meter ruido. La ventana del cuarto de Zoria y Zalén estaba al fondo del jardín, y tuve que patearme todo el sendero hasta llegar ahí. Entonces, levanté la mirada y vi que, ahí dentro, no había luz. ¿Estarían durmiendo? ¿Se habrían olvidado? Esta última posibilidad me parecía casi imposible, ya que Zoria y Zalén no habían parado de demostrarme que se morían de ganas de saber cómo podía una entrar en la academia “fácilmente y sin ser vistas”.

“¿Qué propones?”, dijo Syu, mirándome desde el relativo refugio que se había encontrado debajo del follaje de un arbusto.

Recostada contra el tronco de un cerezo, carraspeé, la mirada fija sobre el mono.

“Mm, podrías subir hasta la ventana y decirme si están durmiendo. Si es así, las despertamos tirándoles dos cubos de agua para que se vayan haciendo una idea de lo que hemos sufrido para venir aquí, ¿qué te parece?”, dije.

“La segunda parte de tu plan me gusta”, reconoció el mono. “La primera parte, no tanto. Ve a mojarte tú, si quieres. Yo te esperaré aquí con mucho gusto.”

Lo fulminé con la mirada.

“Vaya cobarde”, mascullé. “Está bien. Iré yo.”

Y me puse a subir por las ramas del cerezo, sintiendo el musgo mojado y la corteza resbaladiza.

“Ten cuidado”, me dijo entonces Syu.

Puse los ojos en blanco.

“No te preocupes, princesa, todo está controlado”, le repliqué con tono mordaz.

El mono gruñó y no pudo resistir al impulso de su orgullo gawalt: corrió hasta el pie del cerezo bajo la lluvia atronadora y se puso a subir, adelantándome rápidamente. Subió una rama demasiado alta, y luego tuvo que bajar, de modo que nos asomamos a la ventana al mismo tiempo. Estaba cerrada, naturalmente. Le di unos golpecitos. Nada. Toqué un poco más fuerte y esperé. Empezaba a sentir un sentimiento curioso y pronto me di cuenta de que en realidad estaba furiosa por haber salido una noche así, hundirme hasta los huesos, y total para nada.

Entonces oí unas voces y me incliné hacia la ventana.

“¿Oyes?”, le dije a Syu.

“No estoy sordo. Pero esas voces vienen de abajo.”

¿De abajo?, me repetí, agrandando los ojos. Miré abajo y vi dos bultos oscuros moverse en la oscuridad.

—Te dije que no vendría —decía una voz, casi inaudible.

—Pues vaya.

—A lo mejor nos mintió.

—No creo. Debió de pensar que el tiempo era demasiado malo.

—Igual —caviló la otra voz, insegura. Era la voz de Zoria—. Pero me temo que no va a venir, ya.

—¿Qué hora es? —preguntó su hermana.

—La una en punto.

—¡La una en punto! En mi vida pensé que acabaría siendo tan puntual —solté, al deslizarme hasta el suelo.

Las dos hermanas se giraron hacia mí, sobresaltadas.

—¡Shaedra! —exclamaron las dos.

—Sssh… Callaos. Vais a despertar a toda la vecindad.

“Bah, con el estruendo que hace la lluvia, difícil”, terció Syu.

—Creímos que no vendrías —dijo Zalén.

—Lo mismo pensé cuando vi la ventana sin luz —dije con tranquilidad—. Er, pero escuchad, he pensado que hoy no era el mejor día para esto… llueve demasiado.

—¿Acaso es un problema, eso? —preguntó Zoria, con tono preocupado.

—Bueno, cómo decir, el problema es que vais a acabar hundidas, si no lo estáis ya. Yo ya parezco la sopa de Ventisca.

Zoria y Zalén se rieron a la vez.

—Eso no es un problema, eso es otra aventura dentro de nuestra aventura, ¿verdad, Zalén? —dijo Zoria, riéndose todavía.

Las observé detenidamente entre las sombras de la noche.

—Er… ¿realmente queréis ir…?

—¡Sí! —contestaron ambas.

Hubo un silencio.

—¿No te estarás rajando, verdad? —me reprochó Zoria.

—Ho, no, claro que no —repliqué, con cara de perro mojado—. Adelante, os sigo. Como dicen los del norte, Asbarl.

—¿Adónde vamos? —preguntó Zalén.

—Lógicamente, hasta el Puente Frío. Aún no he encontrado ninguna manera para entrar en la academia tomando el camino opuesto.

—Estás de mal humor —observó, mientras nos dirigíamos hacia el portal.

Gruñí, pero no dije nada. La verdad es que en aquel momento lo que más me apetecía hacer era volver a casa, cambiarme y meterme en la cama. No era que tuviese frío, porque de hecho, el agua que se derramaba sobre mí era más bien tibia, pero el simple hecho de haber elegido precisamente ese día para embarcar a las gemelas en esa aventura me dejaba un amargo sabor en la boca.

“Venga ya, deja de lloriquear”, me dijo Syu. “Ya hay bastante agua en el cielo, como solía decir mi madre.”

Con una media sonrisa, me agarré a una de las barras del portal, trepé y aterricé en la calle, salpicándolo todo. Oí entonces un chirrido metálico y me giré bruscamente, agazapándome junto al muro.

—¿Shaedra? —preguntó una de las gemelas, apareciendo junto al portal.

Dejé escapar un suspiro y me enderecé.

—¿No era más discreto pasar por encima?

Ambas gemelas intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros.

—Si hay un portal, mejor pasar por el portal, ¿no crees? —replicó Zalén.

Me ruboricé en la oscuridad, herida en mi orgullo, e hice un gesto vago.

—Al puente.

Pero Zoria y Zalén no habían acabado de sorprenderme. Primero, Zoria sacó un paraguas ocultado en su abrigo y lo desplegó, con lo que pudimos resguardarnos un poco mejor. Zalén, por su parte, reveló por un segundo que bajo su abrigo llevaba un saco bien abultado, pero cuando le pregunté qué llevaba ahí, puso cara misteriosa y se negó a responderme.

“Secretos de chifladas”, resumió Syu, medio escondido debajo de mi abrigo.

“Debe de serlo”, coincidí.

Cuando llegamos al puente, yo ya me había aburrido de mantenerme bajo el paraguas y caminaba delante, con un paso apresurado, bajo una lluvia que parecía amainar. Oía a las gemelas cuchichear de vez en cuando y me pregunté qué demonios estarían tramando.

Me paré cuando llegamos a la mitad del puente, justo antes de que nos iluminase una farola ahí colocada, y me giré hacia las gemelas.

—Bien. Ahora, el camino va a ser más difícil. Ahí abajo, hay unas barras de metal que recorren todo el puente. Tendremos que avanzar por ahí, si no queremos que el guardia nos vea.

—¿Qué? —exclamaron al mismo tiempo.

—¿Quieres que avancemos por debajo del puente?

—El guardia no está durante las vacaciones —apuntó Zalén.

—Cierto —admití—. Pero sospecho que hay algunos escudos de identificación instalados en el último trecho, para asegurarse de que no haya intrusos ladrones y esas cosas. Así que lo más seguro es pasar por debajo, ¿listas?

Ambas asintieron con la cabeza y me dirigí hasta el borde. Desaparecí por debajo y esperé a que se reunieran conmigo. Necesité más de un cuarto de hora para convencerlas de que podían hacerlo. El valor de las aventureras parecía haberse esfumado.

—¿Y si una de nosotras se cae? —preguntó Zoria, aprensiva.

—¿Sabéis nadar?

—Por supuesto, pero ahí abajo puede haber… todo tipo de criaturas —dijo Zalén, con los ojos dilatados por el miedo.

—Ah, venga, no vais a caer —les aseguré con toda la seguridad de la que fui capaz—. Y a menos que queráis dar media vuelta, no existe otro camino.

Ese fue sorprendentemente el mejor argumento que les di. Empezamos la lenta progresión, cobijadas debajo del puente, agarrándonos a las barras de metal.

—Esto es emocionante —se rió Zalén, delante de mí—. Es casi tan gracioso como lo de…

Calló y advertí el carraspeo de Zoria. Puse los ojos en blanco y me tomé las cosas con paciencia, observando la lenta progresión de las gemelas.

Sin embargo, al cabo de un rato que me pareció larguísimo, llegamos a la otra orilla. Zalén me lo hizo saber al dejarse caer sobre la arena.

—¡Misión cumplida! —dijo.

Zoria, después de vacilar un rato, se tiró sobre la tierra. Oí un grito de sorpresa y luego un grito de dolor. Me apresuré a reunirme con ellas, alarmada.

—¿Qué ocurre? —pregunté, con el corazón latiéndome aprisa.

—¡Arderás en los infiernos! —gruñía Zalén.

—¿Qué demonios hacías ahí debajo? Se supone que deberías haberte apartado —protestaba Zoria, malhumorada.

—Au, ay, que te ahorquen —soltó su hermana, con la voz tensa.

—¿Qué ha pasado? —repetí, tanteando en la oscuridad.

—¡Zoria me ha roto el tobillo!

—¿Que te lo he roto? ¡Exagerada!

—Pues mira, me duele un montón.

—Eso es por la patada que me has dado —replicó Zoria.

—Te tiraste sobre mí.

Empezó a partir de ahí un intercambio de insultos y protestas que acabaron rápidamente con mi paciencia. A Zalén ya no parecía importarle mucho su tobillo.

“¿Crees que si nos largamos se darían cuenta?”, le pregunté a Syu con mero tono científico.

“Probablemente”, contestó el mono. “Dentro de una hora o así.”

Solté un suspiro y decidí actuar.

—¡Zoria, Zalén! ¡Por favor!

No había remedio. No me hacían ni caso.

“Podrías hacer un sortilegio de silencio. Para que no se oigan entre ellas. ¿Qué te parece?”

La propuesta del mono no era tan mala, pero hubiera sido de mal gusto utilizar un sortilegio contra las gemelas.

—¡Está bien! —grité—. Seguid con vuestras cosas. Yo me largo.

Eso, al menos, funcionó. Callaron de pronto y se giraron hacia mí al unísono.

—¿Que te largas?

—¿Adónde? —me inquirió Zoria.

—Ya que no parecéis interesadas en continuar con el plan inicial, prefiero estar en mi casa que debajo del puente escuchando vuestras bobadas.

Hubo un silencio.

—De acuerdo —dijo Zoria al de un rato.

—Lo de mi tobillo no es una bobada —intervino Zalén.

Para evitar que volviese a empezar una discusión, dije:

—Si no puedes caminar, te volvemos a llevar a casa. No hace falta que vayas arrastrándote por los pasadizos.

—¡Pasadizos! —exclamó ella, levantándose—. ¿Hay un pasadizo por aquí? ¿Dónde?

—Esa noticia parece haber curado tu tobillo de golpe —le dijo Zoria con ironía.

—¿Puedes andar? —le pregunté.

—Sí, ¿qué te has creído? No soy como Ireli.

Al percibir la mirada burlona de Zoria, me apresuré a preguntar:

—¿Quién es Ireli?

—La hija del barón de Rhynk. Una llorona. Nos odia.

—Cómo nos odia —insistió Zoria—. Cada vez que le hacemos una trastada y se entera, se va a chivar, corriendo hasta su papá.

—Qué vergüenza —gruñó Zalén—. Para ella, digo.

—Vayamos a lo nuestro —dijo de pronto Zoria—. ¿Dónde está la entrada?

Sin más dilación, les enseñé el camino hasta la abertura. Zalén sacudió el paraguas en la salida, yo encendí una luz armónica y continuamos, chorreando como cascadas. No faltaron unos cuantos comentarios por parte de las gemelas sobre el estado asqueroso del túnel. Había telarañas, substancias descompuestas y olía a humedad. De hecho, la lluvia parecía haber encontrado algún recoveco por donde infiltrarse, porque se había formado un riachuelo entre los pequeños escombros que cubrían el suelo del pasadizo. Por mi parte, conocía perfectamente ese tramo de los túneles y conduje a mi pequeña expedición hasta la sala Derretida sin dudar ni una sola vez. El mono, ahora que estaba a cubierto, se había alejado de mi ropa hundida y corría delante de mí como una sombra ágil y fugaz.

Aunque suponía que no debía de haber mucha gente en la academia, intimé a las gemelas a que guardaran silencio, más que nada para que dejasen de pelearse. Cuando llegamos a la sala Derretida, les dije:

—Ahora os toca a vosotras. ¿Adónde vamos?

Las gemelas me miraron con aire misterioso y noté cierta vacilación cuando Zoria contestó:

—¿Realmente quieres saberlo?

Enarqué un ceja.

—¿Es un lugar peligroso?

—No si nos imitas exactamente en todo lo que hacemos.

—¿Quién es? —pregunté—. La última vez, hablasteis de un hombre que se escondía en algún lugar… ¿Es algún alumno?

Zoria y Zalén soltaron una carcajada.

—¡Un alumno! —exclamó Zalén—. ¡Ni hablar! Lleva aquí mucho tiempo. Tiene muchas manías, pero también mucho trabajo, y nosotras lo ayudamos.

—No más preguntas —intervino Zoria, viendo que abría la boca—. Ahora nos sigues tú.

Así que las gemelas pasaron delante, saliendo del pasadizo, y las seguí con curiosidad. La luz que hizo Zalén era de invocación y, cuando se puso a soltar luces verdes y azules, nos fue imposible cambiarlas. Zalén gruñó por lo bajo durante un buen rato, intentando serenar la luz, y obtuvo finalmente que su globo emitiera un color purpúreo.

—La última vez en clase me salió bien —se quejó—. ¿Por qué siempre tiene que salirme mal cuando lo necesito?

—Hazlo con las armonías —propuse—, cuesta menos energía.

—Me extraña —replicó ella—. La invocación es lo que se me da mejor… nos contentaremos con esta luz.

Al principio, seguimos un camino conocido. Era el mismo camino que llevaba a la Enfermería Roja. Pero luego, torcimos, bajamos unas escaleras, y nos encontramos en la misma galería donde me había encontrado con Jirio más de un mes atrás. Bajamos por las escaleras y antes de virar para bajar el siguiente tramo de escaleras, Zalén se detuvo y Zoria apartó una de las muchas tapicerías que recubrían los muros del edificio B. No me sorprendió ver que escondía un pasadizo, aunque sí me sorprendió ver que para entrar en él, Zoria tuvo que abrir una especie de puerta camuflada con algo que se parecía a una llave.

Zoria y Zalén desaparecieron por la abertura. Antes de seguirlas, me fijé en la tapicería. Representaba a un dragón de hielo cayendo en picado hacia dos fieros guerreros que se batían en medio de un combate, ignorantes de que ambos iban a morir pronto y ninguno por la culpa del otro. Era una tapicería algo inquietante.

Me apresuré a seguir a las gemelas por el pasadizo, que era más ancho que los pasadizos a los que estaba acostumbrada y además estaba limpio, con un suelo más o menos regular.

—No te apartes de nosotras —advirtió Zoria, en voz baja—. Podría serte fatal.

Puse cara suspicaz pero las seguí de todos modos. Ninguna de nosotras dijo una palabra al cruzar el pasadizo. Al de un rato, Zoria susurró:

—Ya hemos llegado.

Me quedé estupefacta cuando extendió una mano e intentó empujar el muro, que de hecho, se deslizó, como un fino panel de cartón. Una explosión de luz nos cegó unos instantes y parpadeé, bajando la cabeza. Al de unos segundos, pude ver al fin que habíamos llegado a una pequeña sala circular llena de velas y lámparas encendidas.

—No está aquí —observó Zoria.

—Estas velas están hechas con baba disecada de camaleones marinos —dijo Zalén, con un tono experto—. Hay lámparas de aceite negro, ¿ves? Esa es una de ellas. Seyrum nos explicó todo eso y más —añadió, con orgullo—. Shaedra, acércate, esto es lo mejor del mundo.

Zoria se había acercado a una mesa de donde había tomado una botella. La destapó y bebió varios tragos. Sonrió, animadísima, y se la tendió a Zalén.

—Zumo míldico —me explicó esta última, bebiendo a su vez.

Agrandé mucho los ojos. Decían que el zumo míldico era la mejor bebida élfica de todos los tiempos. Se decía que aceleraba la curación de heridas, que aliviaba los dolores de la vejez y que sabía a miel. Recordé que Áynorin había dicho que una vez había probado zumo míldico en Mythrindash, pero que el simple hecho de pagar ochenta kétalos por una botella había anulado todos sus efectos. Sonreí al recordar la cara del maestro Áynorin, indignado por un precio tan alto.

Cuando Zalén me tendió la botella, olisqueé el líquido, curiosa. ¿Quién era ese Seyrum del que había hablado Zalén? ¿Cómo podía tener suficiente dinero para comprar zumo míldico? Olía a frambuesa y corteza. Y sabía a miel y a manzana. Tragué y tomé otro sorbo antes de pasárselo a Zoria.

—¿Bueno, eh? —dijo.

Asentí y fruncí el ceño.

—Seyrum —repetí, pensativa—. Ése es un nombre típico de Iskamangra. Hasta los príncipes se llaman Seyrum. Y el emperador Seyrum II fue quien le dio una flor del valle al Dáilerrin de Aefna en el Tratado del Cerro de Inisria. ¿Viene de ahí? —pregunté, dándome cuenta de que me estaba yendo por el atajo de la ciénaga.

—Nunca nos lo dijo —contestó Zoria—. Pero su abrianés es extraño. Nunca ha hablado nailtés. Pero también nos hizo prometer que nunca le preguntaríamos nada sobre su vida.

—Dice que no merece la pena contar su historia —dijo Zalén con una leve sonrisa—. O bien tiene demasiadas cosas que contar, o bien no tiene ninguna.

Fruncí el ceño todavía más, pero no dije nada. De pronto, Syu se subió a mi hombro sin previo aviso.

“Creo que alguien se acerca.”

—¡El mono! —dijo Zalén, sorprendida—. ¿Desde cuándo nos estaba siguiendo?

Me encogí de hombros.

—Desde el principio. ¿No te habías dado cuenta hasta ahora?

Las gemelas negaron con la cabeza y tomé otro sorbo de zumo míldico. Oí de pronto un grito.

—¡No, ¿Pero qué hacéis? ¿qué estáis haciendo?! ¡Que los dioses se apiaden de vosotras!

Salió disparado un hombre de pelo plateado pero cara aún joven que se abalanzó sobre mí. Todo pasó en unos segundos. Yo me aparté de un salto, soltando la botella, la cual se hizo añicos chocando contra el suelo, derramando el zumo. El hombre rabioso se agachó entre los pedazos de cristal, apretando los puños y temblando de ira.

—¡Que os manden al infierno! —vociferó—. Estas bebidas no son para vosotras. ¡Os hice prometer que no beberíais nada de esa estantería!

—Pero… pero no estaba en ninguna estantería. Estaba en la mesa —balbuceó Zoria.

Por lo visto, jamás habían visto a Seyrum tan furioso. Pegada contra el muro, observé que junto a mí había una ventana con contraventana. La abertura del muro por donde habíamos llegado estaba a la izquierda de Seyrum. Si tenía que huir, ¿por dónde huiría?

“No me gusta ninguna de las dos escapatorias”, opinó Syu, agarrado a mi brazo y temblando de miedo.

—A mí tampoco —articulé, paralizada, los ojos clavados sobre el hombre.

—¿No estaba en la estantería? —preguntó, después de un largo silencio muy tenso.

Las gemelas negaron con la cabeza. El hombre se giró hacia mí y negué con la cabeza a mi vez. Sus ojos azules chispearon.

—¿Quién eres?

Abrí la boca y tuve que inspirar hondo antes de poder contestar.

—Mi nombre es Shaedra.

—¿Por qué la habéis traído? —siguió preguntando, sin dejar de mirarme.

Su rostro era inequívocamente humano. No tenía ninguna arruga, pese a que Zoria y Zalén me hubieran dicho que llevaba en la academia mucho tiempo. Claro que no podía saber cuánto era «mucho tiempo» para Zoria y Zalén. Por otra parte, tenía en cada mano cuatro anillos, varios brazaletes en las muñecas, y vestía unos pantalones de tela basta que le llegaban a medio tobillo y una vieja camisa cubierta de remiendos. Encontrarse con una persona así en plena academia avivó mucho mi curiosidad. ¿Quién era ese hombre?

—Sabíamos que te vendría bien comer sano y Shaedra conocía una entrada que no conocíamos. De modo que pensamos que también tenía derecho a venir aquí…

—¡Nadie tiene derecho a venir aquí sin mi permiso! —saltó Seyrum.

Me sobresalté y me preparé a la fuga.

—Lo que habéis hecho es una estupidez. Ya os dije que este lugar era peligroso. Y vosotras dos deberíais haber sabido que esta botella no era para que la probaseis. Y tú —añadió, dirigiéndose a mí con un tono despectivo—, deberías desconfiar un poco más y no beberte cualquier cosa.

—¿No era una botella para nosotras? —resopló Zalén con una vocecita.

—Es la típica botella que dejas para nosotras —dijo Zoria, con la voz temblorosa—. Siempre dejas una de esas botellas encima de la mesa.

—Siempre que sé que vais a venir, sí —admitió Seyrum, levantándose pesadamente. Nos escrutó a las tres con los ojos entornados durante un rato, como examinándonos—. ¿No sentís algo extraño?

Zoria y Zalén intercambiaron una mirada elocuente.

—Ya me decía que no sabía igual —dijo Zalén.

—Estaba incluso más rico —aprobó Zoria con una gran sonrisa.

—Dejad de sonreír como bobas —soltó Seyrum, recogiendo los cristales con una escoba—. Esta no era una poción de las que conocéis. No era una botella para haceros reír.

—Si no era una botella de zumo míldico —pronuncié lentamente—, ¿qué era?

Seyrum me echó una mirada y gruñó.

—¿La habéis hecho venir y no le habéis dicho ni lo que iba a encontrar? ¿Le habéis dicho que lo que estaba bebiendo era zumo míldico? ¡Santísimo Rayo! Creo que es hora de que os marchéis. Si mañana encuentran a tres monstruos muertos en alguna calle de Dathrun no sentiré ningún remordimiento. No quiero volver a veros.

—¡Seyrum! —protestó Zoria, mientras a Zalén le empezaban a caer lágrimas por las mejillas.

El humano hizo un brusco ademán hacia la puerta, señalándola también con su escoba.

—Largo. No necesito a gente estúpida que se bebe cualquier cosa que encuentra. Esto es un laboratorio, no un recreo. Os avisé de los riesgos. Os daría el antídoto si lo tuviera, pero no me habéis dejado ni una gota de ese líquido que pueda servirme y era una de las soluciones más difíciles de entender. Ignoro totalmente lo que os pasará, y no quiero veros sufrir, así que largo.

“¡Syu!”, dije, apresuradamente. El pánico empezaba a paralizarme. “¿Qué está pasando?”

“¿Me lo preguntas a mí?”, soltó el mono, escondido debajo de mi abrigo. “Creo que nunca deberíamos haber venido aquí.”

De pronto oí un grito agudo y me giré bruscamente. Zoria había caído de rodillas, e intentaba ahora sentarse en la silla más cercana con unas manos que tanteaban, como sin ver. Sus ojos dilatados y su mueca de horror me dejaron sin habla. ¿Qué…?

—Os lo dije —gruñó Seyrum con un suspiro.

“Syu. ¿Crees que nos están gastando una mala broma?”

El mono sacó la cabeza de su escondite y observó la escena un momento.

“No parece”, contestó al fin, con lentitud.

Los minutos que siguieron fueron una verdadera tortura. Seyrum había olvidado totalmente su enfado y se había apresurado a ayudar a Zoria a sentarse en una silla. Zalén también empezó a sentir los efectos y se dejó caer en otra silla, sacudida por espasmos esporádicos.

—¡Haz algo! —dijo Zalén.

—Ayúdanos, por favor —pidió Zoria, con los ojos desenfocados.

Seyrum daba vueltas por la habitación, mesándose el pelo, sin saber qué hacer. Y yo me quedaba apoyada al muro, esperando los temblores, sudores y atrocidades que empezarían en cualquier momento. Al de un rato, Zoria y Zalén apoyaron la cabeza contra la mesa y no se movieron más.

—¡Zoria! ¡Zalén! —Grité, moviéndome por primera vez para abalanzarme sobre ellas.

Seyrum se acercó y tomó el pulso de ambas.

—Siguen vivas.

—¿Qué era esa poción? —pregunté.

—Uno de los muchos experimentos que hago. —Me miró con extrañeza—. ¿Cuánto has bebido de la botella?

—Tres o cuatro tragos —dije, sonrojándome.

Me contempló con el ceño fruncido y me indicó la única silla que quedaba.

—Siéntate.

—¿Vamos a morir? —pregunté con un hilo de voz.

Seyrum soltó un gruñido.

—No lo sé. Pero al menos no habéis muerto de golpe.

—¿Y eso significa algo?

—Sí. Que aún estáis vivas. ¿A quién se le ocurre beberse eso? —dijo, como preguntándoselo a sí mismo—. Es de locos. ¿Cómo no se te ocurrió oler el líquido antes de bebértelo? Te habrías dado cuenta enseguida de que no era zumo míldico. ¡Zumo míldico! —repitió, agitando la cabeza, alucinado.

Tragué saliva con dificultad y me defendí como pude:

—Lo olí, pero yo nunca he bebido zumo míldico, sólo sé que huele a frambuesa y sabe a miel. Esta botella tenía toda la pinta de serlo. Olía y sabía correctamente.

Además, jamás se me habría ocurrido que Zoria y Zalén podrían mentirme en algo así, añadí para mí misma.

—Tus amigas pensaban que era otra de esas pociones graciosas que te alargan la nariz o te cambian el color del pelo durante diez minutos… esas cosas. Pero resulta que habéis hecho la mayor estupidez de vuestra vida.

—No hace falta decírmelo —susurré, con los ojos llenos de lágrimas.

Pensé en Lénisu, Murri, Laygra, Akín y Aleria, Aryes, Deria y Dol… Kirlens y Wigy… Sain. Sain era el único que sabía lo que era morir. Por primera vez, me puse a pensar en lo que decían los sacerdotes eriónicos sobre la muerte. Decían que cada muerto se convertía en un espíritu y que cada vez que uno de sus familiares estaba en peligro iba a ayudarle. Pero yo prefería ayudar a mi familia viva y no muerta. Solté de pronto un sollozo violento.

—¡No quiero morir!

—Tranquila, hay muchas posibilidades de que no provoque la muerte. Es más, yo diría que a estas alturas ya no deberías sentir nada. Y Zoria y Zalén parecen ir mejor.

Eché un vistazo hacia las gemelas y sacudí la cabeza. No parecían ir mejor. Estresada como estaba, sentí náuseas y empecé a sudar. Pestañeé, abrumada por las lágrimas.

—Syu —dije, sin preocuparme de decirlo por vía mental—. Gracias por haberme acompañado durante todo este tiempo —el mono salió de mi abrigo, como enfadado. Sonreí, llorando—. Tienes un alma grande.

“¡Deja ya de hablarme así!”, me dijo.

“Voy a morir”, le dije, más serenamente. “¿No has oído lo que ha dicho Seyrum? Sólo lo hace para que no me entre el pánico. Sé muy bien leer en las expresiones, y Seyrum estaba diciendo lo contrario de lo que pensaba…”

El mono gawalt soltó un bufido de mono, golpeó la mesa con una mano, para mostrar su desacuerdo, y se subió otra vez a mi hombro, cogiéndome una mecha de mi pelo para trenzármela. Sólo hacía eso cuando estaba aburrido o nervioso. En este caso no había dudas de cómo se sentía.

—¿Aún no notas nada? —preguntó Seyrum, con cierto alivio.

—No…

De repente, oí unos ruidos de respiración sofocada y me levanté bruscamente. Zoria y Zalén se enderezaron, parpadeando.

—¿Ya está? —preguntó Zoria.

—Yo no estaría tan seguro —dijo Seyrum, con el ceño fruncido—. Pero puede ser. ¿Qué tal estáis?

—Bien —dijo Zoria.

—Bien —contestó Zalén a su vez.

Las gemelas se giraron hacia mí.

—¿Shaedra? ¿estás bien?

—A la ternian no le ha pasado nada —dijo Seyrum—. Al parecer, ha resistido al efecto.

—¿Qué tipo de poción era? —preguntó Zoria, tensa.

—Son de esas pociones cuyos efectos pueden variar según el día, el tiempo, la persona, la cantidad… No me preguntéis qué efectos tendrá lo que os habéis bebido porque no tengo ni idea, la poción no estaba ni terminada. Sólo os diré que ese tipo de pociones es especial. Así que si algún día llegáis a culparme porque os ha salido una cara llena de granos, que sepáis que no tengo del todo la culpa.

—Sabemos admitir nuestra culpa —intervino Zalén, con total seriedad, lo que no era común en ella—. No tenemos derecho a culparte.

—Me alegro de que os lo toméis así. Ahora, si os sentís suficientemente fortalecidas, marchaos de aquí. Tengo trabajo que hacer.

Nos levantamos las tres y nos dirigimos hacia la puerta.

—Te he dejado la comida sobre la mesa —dijo Zalén—. Hay verduras, una botella de vino de Rueca, pastas, tomate, maíz y chocolate también.

—Habéis sido unas colaboradoras perfectas —aprobó Seyrum con un movimiento de cabeza—. Ahora, quiero que me prometáis una cosa.

—¿Qué? —preguntaron las gemelas al mismo tiempo.

—Devolvedme la llave y no volváis por aquí jamás, por vuestra salud y por la mía.

Observé la expresión impertérrita de Seyrum y las caras descompuestas de las gemelas con cierta impaciencia. Quería irme de ahí cuanto antes. Ya no me interesaba conocer más a fondo a ese hombre, ni hablar más con las gemelas. Quería volver a casa e irme a la cama y dormir por fin…

A las gemelas no les quedó más remedio que obedecer y devolver la llave que abría la puerta de detrás de la tapicería del dragón de hielo. Prometieron que no volverían al laboratorio de Seyrum con unas voces de desazón total.

Recorrimos el largo camino de regreso en un silencio absoluto. Inexplicablemente sentía que me culpaban de todo aquello. Era absurdo, era del todo ilógico, pero cuando Zoria se giró un momento hacia mí creí ver en sus ojos un mudo reproche cargado de hostilidad.

Cuando salimos, aún llovía, pero la lluvia ya no era tan recia, sino que caía suavemente, como una cortina fina y cálida. Aun después de haber cruzado el Puente Frío, el ambiente no había mejorado.

—Vamos, no se ha caído el mundo… —empecé a decir.

Zoria y Zalén se giraron hacia mí de un solo movimiento.

—El mundo no se habrá caído pero esto es mucho peor —dijo Zoria.

—No volveremos a verlo, Shaedra —susurró Zalén—. Él era lo único fenomenal que teníamos en esta vida. Nos ha quitado lo que éramos.

—Nos ha prohibido ser como él y todo ha sido por tu culpa.

—Zoria… —dije, aturdida—. Yo no he hecho nada…

—Hacía casi dos años que lo conocíamos. Llegas tú y nos dice que no lo volvamos a ver. Ha sido tu culpa y no lo puedes negar.

Zoria se dio la vuelta bruscamente y se puso a subir la avenida principal. Zalén, tras vacilar un instante, la siguió sin una palabra más. Noté que cojeaba un poco.

Me quedé de pie un buen rato, bajo la lluvia, sin poder creer lo que había oído. Claro que Zoria y Zalén nunca habían tenido el juicio muy acertado. Pero aun así me dolía verlas tan enfadadas conmigo. En fin, más que dolor, sentía perplejidad.

Levanté la cabeza hacia el cielo negro.

“Sigue lloviendo”, observé inútilmente.

“Y tú sigues parada como una estatua”, gruñó Syu, relativamente cobijado debajo de mi pelo.

Suspiré.

“Tienes razón. No me apetece pillar una pulmonía. Hasta Aleria no sabe cómo curar eso. Prefiero no tentar la suerte.”

Aquella noche había sido terriblemente mala. Primero la lluvia, luego la poción y Seyrum y para el colmo, había perdido a dos amigas. Bueno, qué se le iba a hacer. Si ellas no estaban como para pensar correctamente, era mejor así. Y visto desde ese punto de vista, hubiera sido mejor no haberles enseñado el pasadizo. De ese modo, todo habría sido muy diferente. Esto último me lo dije muchas veces después de aquella noche maldita, y me lo dije cuando empecé a caminar hacia la casa junto a la playa, torciéndome por un dolor que me cegaba a medias.

Primero, me invadió un terrible dolor en el estómago, luego dejó de dolerme el estómago y sentí horribles pinchazos en la cabeza. Ni siquiera podía prestar atención a las palabras de Syu, y el mono se había alejado de mí, aterrado, mientras yo avanzaba a tientas, sin ver adónde iba. Poco después de sentir un pinchazo particularmente doloroso, choqué contra algo que debía de ser un muro por lo frío y duro que era. Más tarde, sentí unas inmensas ganas de gritar, pero mi garganta ya no respondía y mis pensamientos sólo podían centrarse en una cosa: el dolor. Llegó el momento en que fui incapaz de moverme y me quedé tendida en el suelo embarrado, muerta de miedo. ¿Qué podía ser peor que morir?, me preguntó una vocecita en mi cabeza. No tardé en saberlo. Un relámpago punzante me recorrió todo el cuerpo y me volví a levantar, anduve durante no sé cuánto tiempo, la mente confusa, creyendo quizá que andando podía huir del dolor.

Por un breve instante, tuve un atisbo de claridad. Me vi de pie sobre una colina verde, bajo una lluvia fina pero persistente. Vi un relámpago y oí un trueno. Fue como una señal. De pronto, todo mi cuerpo se puso a arder. Como en una hoguera. Pero no era un fuego normal y corriente. No se veía. Y mientras mi jaipú se iba consumiendo poco a poco, sentí que algo en mí cambiaba sin remedio. No supe enseguida lo que era, pero mi cuerpo reaccionó inmediatamente: con toda la fuerza de mis pulmones, grité de dolor, con los ojos, aterrados, clavados en la lluvia y la luz de los relámpagos. Hundía las garras en el barro, sintiendo que iba zozobrando en la oscuridad.