Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia

3 Cambiando de Ciclo

Los días pasaban sin que viésemos ningún pueblo ni ningún saijit. A veces teníamos suerte y encontrábamos plantas comestibles que comíamos hasta saciarnos, otras veces apenas encontrábamos unas raquíticas raíces aunque seguramente nos rodeasen mil cosas comestibles que no éramos capaces de reconocer. Stalius, pese a las innumerables aventuras que tenía que haber vivido, era un inútil en cuestión de comida y Dolgy Vranc admitía que estaba totalmente perdido en este entorno que no conocía. En realidad, Lénisu era el que mejor parecía reconocer las plantas comestibles, pero alguien como Stalius o como Dolgy Vranc no se saciaba con unas cuantas raíces o flores. Aun así, seguíamos, insistentes, rumbo hacia el suroeste.

Dejamos la montaña para adentrarnos en un valle muy boscoso y húmedo pero sin rastro de río. Ahí todo parecía ser vida. Pudimos cazar con más acierto y Dolgy Vranc nos enseñó a calcular nuestra puntería con relámpagos de energía brúlica. Me alegré de que Dolgy Vranc admitiese que era también un inútil en energía esenciática y que utilizase más la energía brúlica. Aryes y Aleria tuvieron más dificultades, pero Akín me sorprendió cuando dejó casi paralizado a un conejo, aunque luego se quedó tan aturdido él mismo por el esfuerzo que ignoro si comer un buen trozo de conejo durante la cena compensó.

En un momento nos desviamos más hacia el oeste y acabamos en unas montañas descubiertas y rocosas donde apenas crecían algunos arbustos en medio de una hierba poco alta y amarillenta. El primer día en que dormimos en descampado, me pareció maravilloso sentir que además de estar rodeada de un aire menos cargado de humedad, no había mil bichos en torno a mí agitando sus pinzas o sus alas, pero al día siguiente, me di cuenta de que dejar el valle tenía más de un inconveniente. Primero, era más difícil encontrar comida; segundo, el sol golpeaba insaciablemente contra nuestras cabezas.

A la mañana, todavía, podíamos hablar alegremente. Un día, Lénisu y Aryes discutían animadamente sobre algo que tenía que ver con los idiomas mientras Aleria los escuchaba meneando la cabeza, incrédula. Akín y yo le habíamos pedido a Dolgy Vranc que nos enseñase más cosas sobre la energía brúlica y nos iba explicando cómo él se la representaba en su cabeza.

—La energía brúlica no se puede describir. Supongo que pasará lo mismo con las demás energías, pero esta es la única que conozco. Vosotros habéis tenido la suerte de poder experimentarlas todas.

—Apenas —repuso Akín poniendo los ojos en blanco— y no todas ni mucho menos.

—Hay demasiadas energías para poder entenderlas todas —comenté.

—Bah. Os faltan aún años de aprendizaje. Y el objetivo no es entenderlas todas a fondo. Estoy seguro de que para algunas cosas sabéis mucho más que yo.

—Según algunos, en Aefna, un snorí de la Pagoda sabe más que nosotros en Ató —dije, pensando en todo lo que sabía Suminaria y que ignoraba yo.

—Ya, pero en Aefna, ¿sabes cuántos habitantes hay? Unos veinte mil. Seleccionan más a sus alumnos y los especializan antes. No se puede comparar con Ató.

Intenté imaginarme una ciudad llena de veinte mil cabezas, cuarenta mil ojos… tenía que ser inmenso e invivible. ¿Cómo haría alguien para salir a jugar en el bosque? Tendría que andar durante un buen rato. Si al menos hubiera construido la ciudad sobre una línea, pero no. Recordaba algunos planos de la ciudad, y me imaginé las casas hacinadas, siguiendo un complicado entramado de calles y más calles.

—No debe de haber tantas diferencias entre ambas Pagodas —razonó Akín—. Al fin y al cabo, todos acabaremos teniendo trabajos similares, que si curandero, o guerrero o lo que sea.

—¿Alguna vez estuviste en la capital, Dol? —inquirí, intrigada.

—Bueno, me quedé ahí durante dos años, cuando era más joven. Ahí aprendí mucho de lo que sé sobre la energía brúlica.

—¿Fuiste snorí? —exclamó Akín.

—No de la Pagoda. Fui snorí aprendiz en una zapatería —contestó con una mueca que en él marcaba indudablemente una amplia sonrisa—. Pero tenía buenas relaciones con algunos celmistas, y uno de ellos acabó enseñándome algunas cosillas sobre las energías, pero como resulté ser un inútil en todas menos la brúlica, acabó por renunciar. Creo que por un momento se había creído capaz de convertirme en un gran celmista y convencer a los demás de que no sólo los hijos de buena familia podían conseguir serlo. —Meneó la cabeza—. Un buen hombre.

—Ya veo, quería convertirte en un Paylarrión de Caorte, ¿eh? —comenté, burlona.

—A lo mejor lo habría conseguido si me hubiese quedado más tiempo —contestó Dolgy Vranc, divertido—. Pero las cosas nunca pasan como uno se lo espera. En todo caso, estaba hablándoos de la energía brúlica.

Su rostro se puso serio y sus ojos se posaron en el mandoble de Stalius mientras este avanzaba abriendo la marcha, solitario y silencioso.

—Te estoy diciendo que la rana me seguía —insistía Lénisu mientras Aryes se reía—. Pero si no te lo crees, te diré que…

Su voz se perdió cuando Dolgy Vranc se puso a hablar.

—Un celmista brúlico no tiene por qué conocer todas las facetas de la brúlica. Las ramas de especializaciones son tan distintas —añadió, rascándose la nariz— que es posible que nadie llegue nunca a entender a fondo esta energía.

—Pasa lo mismo con todas las demás energías —intervino Aleria. Se había acercado a nosotros, aparentemente harta de oír la conversación de Lénisu y Aryes—. Cada celmista de una energía se especializa en una rama. Por ejemplo, un curandero es un celmista esenciático especializado en endarsía. Návirris Colvrant decía, sin embargo, que hasta un celmista muy bueno sería incapaz de soltar dos sortilegios idénticos.

—¿Návirris Colvrant? —repitió Akín.

Aleria lo fulminó con la mirada.

—Návirris Colvrant —confirmó—. El autor de Historia técnica de las energías y de Principios y bases de la energía esenciática. También escribió…

—Vale, vale —lo cortó, levantando los ojos al cielo—. Conociéndote, seguro que el tal Návirris Colvrant habrá escrito más de veinte libros.

—Veinticuatro —lo corrigió Aleria con el ceño fruncido—. A menos que sean veinticinco, no recuerdo —admitió.

Hice un esfuerzo por no echarme a reír.

—Bueno, Aleria —intervino Dolgy Vranc con una mueca—. ¿Quién da la clase?

Aleria se sonrojó, juntó las manos agitándolas en su dirección:

—¿Tú?

—Nadie lo diría.

—¡Estaba completando! —se defendió, ruborizada—. Aj, perdón, ya no digo nada.

Dolgy Vranc hizo una mueca divertida y asintió para sí.

—Estupendo.

La mañana nos la pasamos discutiendo sobre la energía brúlica.

—Yo siempre he tenido curiosidad por el sortilegio de levitación —terció Akín en un momento—. ¿Qué energía utilizan los celmistas para eso?

—La energía órica —contestó inmediatamente Aleria.

Aryes se había unido a nuestra conversación y confirmó:

—Es la energía del desplazamiento. Pero hace falta mucha experiencia para poder luchar contra el propio morjás y se consume el tallo con mucha rapidez.

Akín y yo lo miramos, estupefactos, mientras Aleria decía:

—¿Sabrías hacerlo? —preguntó.

Aryes resopló y negó con la cabeza.

—Una vez lo intenté. Despegué cuatro centímetros del suelo y el esfuerzo casi me dejó apático.

El riesgo de apatismo siempre me había parecido muy lejano de todos los esfuerzos que hacíamos en clase con el maestro Áynorin. El apatismo era un estado de debilidad en que una parte del jaipú se volvía inconsciente. Cuanto más rápidamente se consumía el tallo de una energía, mayor era el riesgo de sufrir un síncope y de verse arrastrado en un estado de apatismo o un estado de locura. Conocía a personas a las que les había pasado rozar un síncope apático, y solían recordarlo de mala gana y con muecas sombrías. Nunca se me había borrado de la memoria la imagen del viejo Jenbralios entrando en la taberna con un paso lento de zombi, sometido a un estado de apatismo crónico que difícilmente se arreglaría con el tiempo.

Me estremecí, horrorizada, nada más pensar que Aryes hubiese podido perder la razón o quedarse tan blando como el viejo Jenbralios.

—Pero ¿por qué te gusta tanto la energía órica? —preguntó Aleria—. Es una de las más difíciles de controlar. Y además, como dices, gasta mucho.

Aryes se encogió de hombros.

—Bueno, siempre me ha interesado esa energía. Sinceramente, me parece que la controlo mucho mejor que la esenciática. Supongo que eso dependerá de las personas.

—Návirris Colvrant decía… —Aleria se lanzó en una explicación teórica sobre el por qué la energía esenciática era más fácil para la mayoría de la gente—. Es una energía que se ocupa de la esencia —decía—. Nadie la entiende completamente pero todos la entienden un mínimo.

Mi mirada se extravió por los montes sin árboles. Entendí progresivamente por qué me había dado la impresión de que algo había cambiado: el sol se había escondido detrás de unas nubes. Giré la cabeza hacia mi izquierda y vi un amasijo de nubes impresionantes y grises que se iban deslizando por el cielo con una lentitud asombrosa.

Iban cargadas de agua. Lo comprobamos a la tarde, cuando acabaron por concentrarse sobre nuestras cabezas. No había ni un maldito lugar donde nos pudiésemos cobijar y soportamos el diluvio en silencio, chapoteando en medio de una tierra resbaladiza y embarrada.

Era un verdadero aguacero que caía arrastrando trozos de tierra enteros.

—¿Quién hubiera dicho esta mañana que llovería tanto? —gritó Aleria en medio del estruendo. Su cabello negro caía en mechas rectas y hundidas alrededor de su rostro.

—El Dailorilh dijo que empezaba un Ciclo del Pantano —le contesté gritando también.

—Por una vez, un Dailorilh habrá tenido razón —soltó el semi-orco con una voz estentórea que se redujo a un rumor sordo con la lluvia que arreciaba.

Al menos no granizaba ni parecía haber tormenta, sólo oíamos una atronadora lluvia que caía desgarrando la tierra y que nos cegaba además de hundirnos hasta los huesos.

Estuvimos andando así durante quizá dos horas. Aleria se resbaló una vez y me hizo mucha gracia verla llena de barro hasta que yo misma perdí el equilibrio y me desplomé en un baño de barro. Me levanté maldiciendo mientras Aleria me daba palmaditas sobre el hombro medio riéndose medio desesperada.

—¿Es que no se acabará nunca este diluvio? —masculló.

Nadie le contestó pero obviamente todos pensábamos en el Ciclo del Pantano que había habido hacía más de treinta años. Según los libros, en algunas zonas las lluvias habían durado meses enteros.

Con aquel tiempo, toda conversación era imposible y apenas nos gritábamos a veces algunos comentarios sobre la dirección que estábamos tomando. El único que parecía imperturbable ante el cambio de tiempo era Stalius. El legendario avanzaba, andando sobre el barro con sus botas pesadas, mientras los demás íbamos arrastrando los pies y fulminando el cielo negro con la mirada.

Mis pies descalzos estaban tan negros como la tierra. Me sentía hecha de tierra, con las manos chorreando barro y el rostro hundido con gordas gotas de agua. Además, hacía calor, y sudaba abundantemente mientras avanzaba, el ánimo por los suelos y la mirada fija en las huellas que iba dejando Stalius en el suelo.

Si seguía lloviendo así cuando oscureciera realmente, ¿dónde dormiríamos?, me pregunté de pronto, aturdida por el cansancio. ¿Cuántos días habían pasado desde que había dejado Ató? Me asombró haber perdido la cuenta. Varias semanas, quizá un mes. No tenía ni idea.

De pronto, la lluvia se debilitó y se convirtió en un fino orvallo mientras una niebla espesa venía a invadir el pequeño monte donde nos encontrábamos. Oí claramente los suspiros de alivio. Después del estruendo de la lluvia, me dio la sensación de que un tremendo silencio nos rodeaba.

—Ey, Stalius, ¿qué tal si hacemos una pequeña pausa? —soltó Aleria.

Stalius negó con la cabeza sin pararse.

—Vamos a bajar de aquí.

Agrandé los ojos con los demás.

—¿Bajar de aquí? ¿Con este barro? —articuló Akín.

Lénisu dejó escapar un suspiro ruidoso.

—Stalius viene de las marismas. Además de ser un espíritu cabezota, está encariñado con el barro desde que nació, ¿verdad, amigo?

El legendario no pareció oírlo. Empezó a bajar el monte en diagonal sin cerciorarse de que lo seguíamos.

—No me acaba de convencer tu protector, Aleria —dejó caer Lénisu.

—Ni a mí —replicó ella con una mueca de descontento. Parecía agotada.

Golpeé mi mano con un puño para infundir ánimo.

—¡Adelante!

—Las damas primero —gruñó Aryes echando un vistazo sombrío hacia la bajada embarrada que se perdía entre la niebla.

Levanté los ojos al cielo e inicié la bajada, siguiendo las huellas de Stalius y oyendo que los demás me seguían con un horrible ruido de succión. Perdí de vista a Stalius pero pensé que mientras hubiese huellas sería fácil seguirle la pista.

Todo era muy silencioso. Por eso cuando de pronto se oyó un ruido estruendoso que venía de arriba del monte me quedé paralizada.

—¡Una roca! —gritó Lénisu. Me cogió del brazo y me estiró hacia atrás. Sin embargo, no vimos ninguna roca rodar por la ladera. La roca tenía que ser enorme. Inestable por las súbitas lluvias, había tenido que caer rodando monte abajo, pero ni siquiera tenía por qué haber caído en la misma vertiente. Aunque, por cómo había temblado la tierra, parecía haber ocurrido en algún lugar cercano.

Aterrados, nos quedamos un momento en silencio. Entonces, Aleria se puso a gritar:

—¡Mirad!

Señalaba algo entre la niebla. Al principio, creí que era la roca, una enorme roca de varios metros de anchura… pero luego entendí que no tenía la forma habitual de una roca capaz de rodar. Eran saijits. Y lo peor, saijits armados que nos apuntaban con sus ballestas.

—¿Qué hacemos? —articulé en un susurro.

—Levantad las manos lentamente para enseñar que no vamos armados —dijo Lénisu.

Miré de reojo su espada corta y meneé la cabeza pensando en el mandoble de Stalius… ¡Stalius! ¿Dónde estaría ahora? Lo busqué entre la niebla y no vi nada. Solamente cabía esperar que no le había pasado nada.

Imitando a los demás, levanté unas manos temblorosas en signo de paz. Con la niebla, era difícil determinar de qué tipo de saijits se trataba. No parecían elfos oscuros, pero la verdad es que no podía estar segura de nada.

Alguien en el grupo armado elevó la voz. Hablaba en nailtés. Tuve que hacer un esfuerzo considerable para reconocer el idioma: el acento era muy marcado, y no pude más que pillar alguna que otra palabra como «pueblo», «¿Quiénes sois?» y el verbo «atreverse» afortunadamente conjugado en el tiempo presente, porque los tiempos pasados en nailtés eran todo un infierno.

Contestó la lejana voz de Stalius entre la niebla. Lo vi aparecer, acercándose a los que nos amenazaban. Estos le apuntaron enseguida con sus armas, desconfiados. Entonces el legendario añadió algo así como: “La lluvia nos ha desorientado”. ¿Por qué demonios les estaba hablando del mal tiempo cuando le estaban apuntando con flechas?

—¿Qué dicen? —preguntó Dolgy Vranc.

—Creo que está intentando convencerles de que no le disparen diez flechas a la vez —comentó Lénisu.

—El jefe de la tropa dice que vienen de un pueblo que está a unas horas de aquí —tradujo Aleria. Agrandó los ojos—. Dice que estos tiempos son duros para todos.

—Oye, no sabía que supieses nailtés —comentó Dolgy Vranc.

Solté un inmenso suspiro y expliqué:

—En la Pagoda Azul nos enseñan nailtés, saeh-al y naidrasio. Un poco de dinoliano y caéldrico.

—¿Caéldrico? —repitió Lénisu con una mueca de asco—. ¿Pero quién habla caéldrico hoy en día?

—Los doctos —suspiré con una mueca de sufrimiento moral.

De pronto, los tuvimos alrededor nuestro. Eran medianos. Cuatro tenían la piel blanca, otro tenía la piel muy morena, pero los cinco medían varios centímetros menos que yo, y eso que dos de ellos tenían el pelo cano. Estos últimos llevaban una armadura ligera, pero los demás tan sólo llevaban un chaleco de cuero.

—Aitren'gar —dijo Aleria. Rebuscando un poco en mi memoria, recordé que acababa de decir «buenos días». ¿Cómo hacía Aleria para acordarse tan bien de todo?

—Aitren'gar, mirdril —contestó el jefe, uno de los medianos viejos. Añadió algo más y entendí que nos iban a guiar a algún sitio. Estuvieron registrándonos para ver si teníamos armas y Stalius y Lénisu tuvieron que devolver a regañadientes el mandoble y la espada corta.

—¿Adónde nos llevan? —pregunté a Aleria mientras nos poníamos en marcha, bajando con precaución el terreno embarrado.

—Han hablado de una mina.

—¿Una mina? —repetí, observando a los medianos. No parecían tener la constitución de mineros. ¿Se estarían riendo de nosotros?

—¿Creéis que nos hospedarán? ¿Al menos por una noche? —preguntó Aryes.

Su idea me pareció excelente y asentí fervientemente.

—Más les vale.

* * *

El lugar en el que entramos se parecía a una caverna con vigas y paredes casi lisas. Uno de los medianos cerró la puerta detrás de él y encendió su antorcha con la ayuda de la que colgaba de la pared.

Estaba hundida, cubierta de barro de los pies a la cabeza, y tenía la impresión de que el peso de mi ropa se había multiplicado por cien. Me sorprendí cuando los medianos nos detuvieron en una pequeña antesala. El jefe dijo algo y uno de ellos desapareció detrás de una puerta.

Como nadie decía nada, me quedé en silencio, nerviosa. No me gustaba estar atrapada en un lugar que no conocía, con gente con la que apenas podía comunicar. Me sentía como una persona con los ojos vendados en medio de una batalla.

Al fin, el mediano llegó, seguido de uno más joven que llevaba en los brazos un cuenco de agua. La depositó en el suelo de piedra, los ojos clavados en nosotros con un destello de intensa curiosidad. El jefe le gruñó algo y él se sonrojó, asintió, dejó un cepillo y un cuadrado blancuzco junto al cuenco y desapareció.

—Vaya —dijo Akín—. ¿Qué se supone que tenemos que hacer con ese cuenco?

—Limpiarnos las botas, me temo —contestó Aleria con una media sonrisa.

—Ey, pues paso yo la primera —dije. Como me miraban extrañados, me expliqué—: Soy la única que no lleva botas.

Bajo la mirada de todos, me senté junto al cuenco, cogí el trozo de jabón y empecé a frotar los pies con él, quitando una capa de barro y suciedad impresionante. Debajo, mis pies estaban casi tan duros como la piedra y acabaron emergiendo, blancos entre unas aguas negras.

—Creo que más que limpiar mis botas las voy a ensuciar —soltó Lénisu, burlándose de mí, mientras yo me levantaba sintiendo el contacto frío de la piedra contra mis pies mojados. Pero se las lavó igual. Se las quitó, las frotó con el cepillo y se las volvió a poner brillando como si fuesen nuevas.

Cuando cada uno hubo acabado de limpiar sus plantas, los medianos nos guiaron por un pasillo de paredes irregulares que se iba metiendo dentro de la montaña. Había varias escaleras que llevaban a pequeñas terrazas de tierra cubiertas de un musgo verde muy oscuro y de flores doradas.

No parecía una mina. Más bien un campo devorado por una montaña.

Nos cruzamos con dos medianos cargados de sacos llenos a rebosar de musgo. Girando la cabeza hacia atrás, los vi echar sus sacos sobre una carreta vacía. Crucé sus miradas curiosas y me volví, molesta. ¿Quién era aquella gente?

Como el pasillo se iba haciendo más estrecho, tuvimos que ponernos en fila y me entró una impresión de claustrofobia. ¡Qué distinto era aquello de los montes sin árboles y vacíos donde sólo se veía cielo y hierba!

Cuando se ensanchó el pasaje, nos encontramos en una pequeña plaza con un mercado vacío y varios árboles, todo iluminado por pequeñas criaturas voladoras que se parecían mucho a las mariposas pero que despedían una luz intensa.

—No sabía que pudiesen vivir árboles sin la luz del sol —dije.

Recibí unas miradas atónitas.

—¿Y por qué te crees que hay árboles en algunas zonas de los Subterráneos? —replicó Lénisu—. A veces hay bosques enteros.

—No sólo el sol puede mantener en vida a las cosas —afirmó Aleria—. En un sitio leí algo sobre esos bichos. En nailtés los llaman los kérejats. Creo que en abrianés se llaman igual, ¿no?

Nadie supo contestarle.

—En los Subterráneos, se llaman así —nos informó Lénisu—. Aunque ahí son mucho más comunes las ercaritas y las piedras de luna. Son piedras que emiten luz.

Mientras hablábamos, Stalius había entablado una conversación con nuestros guías, que se dirigían hacia unas escaleras que subían en la montaña.

Los seguimos en silencio y salimos del hermoso parque para desembocar en un callejón sin salida con seis puertas. El jefe mediano abrió una de ellas y entramos en otro pasillo.

—¡Esto es un laberinto! —me quejé en voz baja.

—Ya hemos llegado —murmuró Aleria.

De hecho, el guía nos había abierto otra puerta y nos invitaba a entrar en la sala con una sonrisa que parecía sincera. Hizo un pequeño signo a un mediano que le seguía y se marchó.

Cuando estuvimos dentro de la habitación, no cupo duda de que aquello era el lugar donde pasaríamos la noche. Había unos diez jergones bien ordenados y varios tabiques para preservar la intimidad. Me habría dejado caer en un jergón para echar la siesta durante las horas que quedaban para la cena, pero Stalius intervino antes de que pudiésemos mover un dedo:

—Troïshlan dice que tenemos que lavarnos antes de todo. Los baños están enfrente.

Intercambiamos unas miradas escrutadoras. Al cabo, decidí que si los demás estaban tan sucios, yo tenía que estar hecha un elemental de barro.

—¿Necesito lavarme? —preguntó Lénisu como hablando consigo mismo. Estaba tan cubierto de barro como todos.

Le dediqué una sonrisa a Aryes.

—Las damas primero.