Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia

1 Olor a engaño

Sentada en una roca, junto al arroyo, iba dando vueltas al vendaje para quitármelo definitivamente. Contemplé mi mano con el ceño fruncido. Mis dedos se habían quedado pálidos y todavía más finos que antes, y en la punta, ahí donde había tenido unas garras de unos tres centímetros de largo, duras como el hierro, sólo quedaba un centímetro escaso de restos decapitados. Era lamentable. Ahora que estaba tan lejos de los que me habían hecho eso, me daba cuenta de que me hubiera gustado vengarme. En cambio, Jaixel no me había hecho ningún daño físico, ¿para qué vengarme de él, como lo sugería Murri? Lénisu pensaba que era una locura disparatada. Y, después de todo, Murri se había equivocado del todo con nuestros padres: ni siquiera eran nakrús. A partir de ahí, todas las historias que se podían contar sobre ellos y el lich podían ser perfectamente falsas.

Acaricié la punta de una garra, tan llana que me dio ganas de vomitar. Se suponía que Ató era una ciudad civilizada. Se suponía que no maltrataban a sus habitantes. Suspiré recordando que yo misma había atacado a Suminaria y que para la mayoría quitarme las garras sólo había constituido una medida de seguridad. Era todavía más frustrante entender cómo pensaba un habitante de Ató. Y era irritante saber que no era del todo insensato ni del todo infundado el castigo que había recibido por haber «desfigurado» con tres malditos pequeños rasguños el rostro de una Ashar. Y qué importaba todo aquello ahora.

Estiré las dos manos y las metí en la corriente de agua. Me estremecí por el contacto frío pero sentí que el dolor se atenuaba. El arroyuelo bajaba hacia el oeste por un sendero sinuoso y límpido que desaparecía entre el terreno montañoso lleno de raíces. Sentí de pronto que algo me mordía las manos y las retiré del agua soltando un grito. Contemplé mis manos, boquiabierta. Dos dedos se habían quedado sin garra. No, espera… Ahí, en el fondo había una pequeña punta que salía. Creí ver el tiempo detenerse en aquel instante. ¿Volverían a crecer?, me pregunté, contemplando mis manos temblorosas. Esa simple esperanza me llenó de alegría. Recordé los días pasados, cogiendo las cosas torpemente, incapaz de subir a un árbol sin ser horriblemente lenta, esconder mis garras mutiladas por vergüenza, sentir que ya no estaba entera…

—¿Shaedra? ¿Estás bien?

Levanté la cabeza bruscamente y vi a Aleria correr hacia mí. Akín la seguía de cerca. El elfo oscuro no la perdía de vista desde que habíamos cruzado el monolito, dos días antes.

—Sí —dije enseñando mis manos muy animada—. ¡Creo que vuelven a crecer!

Aleria y Akín examinaron mis manos con curiosidad y excitación, maravillándose de que mis garras pudiesen volver a crecer en tan poco tiempo. Los observé con una mezcla de curiosidad y de cariño. Aleria había adelgazado desde la última vez que la había visto en Ató, pero tenía mejor aspecto que dos días antes, cuando había abierto los ojos en el bosque, cubierta de sangre negra de orco y con la piel tan pálida que me había hecho compararla con la de Aryes, también pálida por la parte humana que llevaba en su sangre.

—¿Cuándo crees que se van a caer las demás? —me preguntó.

—No lo sé, pero creo que les viene bien estar sumergidas en el agua —contesté, volviendo al presente—. Voy a probar volver a ponerlas.

Diciendo esto, me incliné hacia el riachuelo y sumergí las manos. Inmediatamente sentí esa sensación acuciante de que un bicharraco me estaba mordiendo los dedos. Hice una mueca de asco.

—¡Se te están cayendo todas! —exclamó Akín al de un momento.

Contemplé mis manos y las saqué con un sobresalto. Tan sólo quedaba un trozo de garra en el meñique de la mano derecha. Con el movimiento, este también se cayó y lo recogí con un gesto cauteloso.

—Guárdalo, como recuerdo —propuso Aleria.

Un trozo de garra muerta para recordar la peor etapa que había pasado en Ató. Qué ideas. Observé la uña. Gracias a mis antiguas garras, había podido hacer tantas cosas, estos años. Pero ahora las pequeñas garras que estaban creciendo ni salían aún de la piel. Eran mortalmente ridículas, pero crecerían. Me bastó pensar en eso para echar un último vistazo al trozo de uña y tirarla al río.

—No te preocupes, no me olvidaré de lo que me hicieron —repliqué con una mueca divertida—. ¿Nos vamos ya?

Akín negó con la cabeza.

—Dolgy Vranc ha encontrado unas raíces comestibles y Lénisu nos ha encontrado un montón de bayas. Ha dicho que eran venenosas, pero luego le he visto comer, así que supongo que estaría bromeando.

Puse los ojos en blanco.

—Nunca puedes saber si Lénisu habla en serio o no. Mm, ¿has dicho bayas y raíces? ¡El primero que llegue es un zopenco!

Inicié la carrera y Akín se puso a correr mientras Aleria me miraba con las cejas enarcadas, sin moverse. Me detuve en seco en plena carrera y estallé de risa mientras observaba que Akín se giraba hacia mí sacudiendo la cabeza, alucinado.

—¿Cómo he podido caer? —se preguntaba.

—La costumbre, supongo —contestó Aleria con una ancha sonrisa, mientras yo no paraba de reír—. ¿Vamos?

Cuando llegamos junto al campamento, estaban cociéndose las raíces en una parrilla de madera de tránmur.

Dolgy Vranc estaba quitándose su camiseta mojada por el sudor y pude ver en su espalda oscura y musculosa dos largas cicatrices más claras que parecían causadas por un arma. Hubiera podido parecer impresionante si Stalius no hubiese estado a su lado. El legendario renegado tenía un chirlo hasta en su rostro, que empezaba desde la oreja derecha y acababa cerca de la nariz. Hablaba orgullosamente de sus cicatrices, acordándose de cuándo y dónde las había obtenido, pero nunca hablaba del Cuadrado rojizo marcado al rojo vivo en su frente, ni era en realidad muy parlanchín ni gracioso. Protegía a Aleria porque, según él, era la Hija del Viento.

Stalius nos había contado en parcas palabras que los abuelos de Aleria venían de un pueblo, ahora prácticamente extinguido, de las tierras de Acaraus que se denominaban los guaratos. Los padres de Aleria, Daian y Eskaïr, se conocían desde la infancia y habían vivido en las marismas de Acaraus, sobreviviendo al río cuyas aguas se habían desencadenado, arrastrando todo a su paso. Luego, ambos se habían visto obligados a separarse y Daian había acabado por convertirse en una prestigiosa alquimista en Ató, secretamente miembro de la cofradía de los Mentistas. Eskaïr, por su parte, se convirtió en un esferista, miembro de los Monjes de la Luz, y un día ambos se volvieron a encontrar, nació Aleria… y hubiera podido ser un final feliz, si Eskaïr no hubiese continuado con sus experiencias. Eskaïr, después de una riña con un miembro importante de su cofradía, traicionó a sus hermanos cofrades, renunciando a sus votos y negándose a compartir sus investigaciones. Desapareció y a Daian le costó mucho convencer a los Monjes de la Luz de que desconocía totalmente los descubrimientos o invenciones de su marido. Ella quedó como una viuda, casi una víctima, y él como un paria desleal. Después de toda esta historia, Stalius no había querido explicar por qué creía que Aleria era la Hija del Viento, y Aleria no parecía saber más que nosotros del asunto. En cambio, la elfa oscura nos contó cómo había desaparecido tan misteriosamente de Ató.

Dijo que había encontrado dos pociones en el estudio de su madre con etiquetas de uso. Se había bebido una de las pociones donde ponía «Para cuando necesites ayuda» y nadie en el grupo le preguntó si había razonado antes de hacerlo. En fin. Aleria se había volatilizado y se había encontrado con el legendario renegado que quería protegerla y ayudarla a cumplir el designio de los dioses, ya que según él Aleria tenía que realizar una misión divina. Venga ya. Yo no me atreví a decirle a Stalius que los dioses no se molestaban en salvar a Hijas del Viento ni patrañas, y todavía menos los dioses sharbíes, pero Lénisu no se cortó ni un pelo para reírse de él a la cara con lo que Stalius se había mosqueado y Lénisu había soltado precipitadamente:

—¡No era mi intención ofenderte, amigo! Por supuesto que te ayudaremos a proteger a Aleria. Para eso hemos venido.

¿Para eso habíamos venido? ¿De veras lo pensaba? Yo, por supuesto, siempre protegería a mis amigos, pero Lénisu no tenía nada que ver ahí dentro. Él lo único que quería era reunir a la familia. Y yo no podía reprochárselo, ni tampoco sentirme culpable por haber cruzado el monolito. De todos modos, la razón por la cual habíamos llegado ahí carecía de importancia por el momento, ya que no sabíamos ni dónde estábamos.

Mientras comíamos las raíces, los demás emitían suposiciones sobre el lugar donde nos encontrábamos. El día siguiente, habíamos seguido la vertiente de la montaña hacia el sur, y ahora Dolgy Vranc proponía que bajásemos y que siguiésemos nuestro camino en las tierras bajas, pero Lénisu negaba con la cabeza.

—Antes, pienso que tendríamos que subir un poco, hasta que se acaben los árboles. Quizá podamos situarnos mejor desde arriba, con la vista que tendremos. Intenté subir a uno de estos árboles para ver algo, pero tienen una forma extraña y arriba no hay más que ramas diminutas y un tronco increíblemente resbaladizo.

Stalius abrió la boca para soltar, lacónico:

—Son ombragos. El tronco resbala.

Lénisu resolló.

—Sí, ya lo he visto.

—Stalius —dijo de pronto Dolgy Vranc, frunciendo el ceño—, parece que ya has visto estos árboles en otros sitios. ¿De dónde vienes exactamente?

Eso era verdad, me di cuenta. En Ató jamás había visto unos árboles tan grandes y con tan pocas ramas. Stalius se encogió de hombros.

—Ombragos hay por muchos sitios. Yo vengo de las marismas de Acaraus, pero sé que existen esos árboles en otros bosques. Es difícil recordar —añadió con el ceño fruncido por la concentración.

Vi que Lénisu se había preparado para soltar alguna burla y me sorprendí al verlo tragarse sus palabras. Pensé que quizá tuviese razón: mejor no avivar la cólera de un legendario, sobre todo si habían renegado de él.

Habíamos visto que al cruzar el monolito, el sol se había inclinado ligeramente hacia el oeste, lo que significaba que estábamos al este de Ató, ¿pero quién sabía a cuántos días? Dolgy Vranc pensaba que al menos un mes de marcha nos separaba de Ajensoldra, pero se le veía en la cara que en realidad no tenía ni idea.

Dadas las prisas de nuestra partida, no llevábamos gran cosa. Lénisu se lamentó por haber dejado su bolsa, pero, como siempre, llevaba su espada corta a la cintura. Akín había dicho que habría querido llevarse alguna espada de su padre, por si las moscas, y tuve que recordarle que no sabía usar una espada. Yo había dejado mi puñal en mi cuarto, porque en la prueba no se admitían armas u objetos cortantes y lo único que tenía era la ropa que llevaba encima. Por un momento me alegró tener la cinta azul que me había regalado Wigy, pero luego, más pragmática, me dije que no me salvarían de estar cerca de una mansión de trolls, o peor, cerca de un portal funesto desconocido. Dolgy Vranc, por su parte, no había emitido ninguna queja aunque probablemente era el que más bienes materiales había dejado atrás. Stalius era el único que parecía tener algunas pertenencias. Tenía un bol que parecía tener tantos años como él, una cazuela de barro, dos odres y un impresionante mandoble.

Finalmente, decidimos dirigirnos hacia el suroeste, bajando tranquilamente la montaña en diagonal. Hablábamos poco entre nosotros. Stalius abría la marcha y Dolgy Vranc y Lénisu la cerraban. Akín y Aleria no se separaban. Había nacido algo extraño entre ellos que me hacía sentirme más sola. Y no conseguía trabar grandes conversaciones con Aryes, porque seguía teniendo la impresión de que se había entrometido entre nosotros sin razón aparente. Siempre había visto a Aryes como alguien muy silencioso, un poco como su amigo Ávend, y me sorprendía verlo bromear con Lénisu a menudo. Aquellos dos se llevaban de maravilla.

De pronto, me puse a pensar en Ató y en Wigy y en Kirlens. Ahí lejos, los había dejado, sin despedirme, sin poder decirle a Wigy lo mucho que la quería… el único al que no añoraría nunca sería Taroshi, pensé con un mohín, recordando su cara de sanguinario cuando había querido dispararme una flecha, hacía más de un año.

—¿En qué piensas? —me preguntó Aryes, con curiosidad.

Aryes andaba junto a mí entre los árboles, mientras seguíamos a Stalius. Llevaba una simple túnica gris y unos pantalones pardos.

No contesté de inmediato a la pregunta de Aryes porque simplemente no estaba pensando en nada en concreto.

—En la vida —declaré al fin.

Aryes enarcó una ceja, sorprendido. Por lo visto, no se esperaba a esa respuesta. Obviamente, no sabía qué contestar.

Detrás, oí la risa de Aleria y giré la cabeza, sorprendida. Akín acababa de soltar algo gracioso y ambos se reían a carcajadas. El elfo oscuro siempre sabía distraerla para que dejase de dar vueltas a las cosas sombrías, y me alegró verlos así.

—¿Qué piensas de Stalius? —me preguntó de pronto Aryes.

Me encogí de hombros, sorprendida por la pregunta.

—¿Stalius? No sé. Parece un tipo con principios, ¿no? Y como le ha protegido a Aleria, supongo que se puede confiar en él.

—Lo supones, pero no estás segura —apuntó Aryes con una mueca que se acercaba a una sonrisa.

Fruncí el ceño y aparté el tema de la conversación con un gesto de la mano.

—Apenas lo conozco. ¿Cómo podría confiar en él? La confianza se construye con el tiempo.

Aryes se mordió el labio y asintió, pensativo.

—Sí, supongo.

No dijo nada más. En aquel momento, Stalius se paró y se agachó, como buscando algo en el suelo. Cuando nos acercamos, se giró hacia nosotros con la nariz fruncida y agitó la cabeza.

—Huellas de oso. Son frescas.

Me recorrió un súbito escalofrío.

—¿Un oso? —repitió Aryes con la voz atragantada.

El valiente Aryes parecía todavía más aprensivo que yo, pensé con una sonrisa divertida.

—Un oso sanfuriento —afirmé tranquilamente—, de esos que te atacan y te queman poco a poco con sus toxinas.

Aryes me miró con los ojos abiertos como platos y me pareció tan graciosa su expresión de terror que estallé de risa abiertamente mientras Stalius seguía la marcha. Durante un largo rato, Aryes no me dirigió la palabra, y finalmente, cuando lo hizo, fue para preguntarme:

—¿Desde cuándo sabes que Lénisu es tu tío?

—Oh, desde hace apenas unos días —dije, mientras él me miraba, sorprendido—. ¿Qué? Tengo la impresión de que lo conozco desde hace más tiempo —me defendí. Y me di cuenta, con estupor, de que era cierto. Con una mirada rápida hacia atrás, vi a Lénisu caminar con un bastón que se había encontrado. Andaba con ligereza y elegancia e incluso en aquel momento su aire serio, tan atento en lo que estaba haciendo, me pareció gracioso.

Me volví hacia Aryes mientras este decía con una mueca divertida:

—Es alguien muy especial, ¿eh? Ayer me habló de ti. —Sonrió ampliamente—. Dijo que tenías un carácter de bruja greñuda.

Agrandé los ojos, enojada. ¿Cómo se había atrevido a llamarme bruja greñuda?

—¿Y a ti te parece divertido? —solté con una mueca altanera.

Aryes enarcó las cejas, con aire confuso, y sentí que se me dibujaba una sonrisa boba en la cara.

—Pues puedes decirle a Lénisu que él tiene un carácter de orquillo de feria.

—No soy mensajero —replicó Aryes, poniendo los ojos en blanco—. Pero yo no lo veo como a un orquillo de feria. Más bien como a esos saltimbancos que vienen de Yurdas en la primera semana de Coralo.

Sonreí nada más imaginarme a Lénisu subido en una mesa, bailando al son de la gaita.

—Así que Lénisu te habla de mí. Pues más le vale que cierre la boca, apenas me conoce.

Aryes se encogió de hombros, molesto.

—Bueno, en realidad él te conoce desde hace tiempo. Me dijo que de pequeña volvías siempre llena de barro a casa y que hacías muchas diabluras. Cuánto has cambiado —añadió con un tono divertido que de pronto me exasperó.

—Le prohibiré que hable de mí así a mis espaldas. Si yo apenas me acuerdo de nada, y todavía menos de él. Para mí que tenía que venir muy de vez en cuando. Y tú más te vale no meterte en asuntos que no te conciernen —solté, molesta—. Además, no acabo de entender por qué estás aquí.

Hubo un silencio y yo insistí:

—¿Por qué cruzaste el monolito?

Aryes había palidecido y su sonrisa se había desvanecido. Abrió la boca y la volvió a cerrar, y miró a su alrededor como si se hubiera perdido y pidiese ayuda a un ser ausente.

Esperé pacientemente, sintiéndome ya algo avergonzada por haberle hablado con demasiada brusquedad. Creí que no me iba a contestar cuando murmuró algo de pronto cogiendo distraídamente una hoja de una rama.

—¿Cómo? —le dije. No había oído nada.

Me miró con aire de desafío y se encogió de hombros, nervioso.

—Y yo qué sé.

Entonces le cogí el brazo de pronto para detenerlo y logré salvarlo de un golpe duro contra una rama puntiaguda.

—Ten cuidado —solté con una mueca turbada.

Aryes se sonrojó y asintió.

—Soy un peligro para todos —afirmó—. Siempre he traído mala suerte a mi familia. No sé lo que esperaba.

Tragó saliva con dificultad y desvió la mirada. Jamás había sabido nada de la familia de Aryes, me di cuenta. A decir verdad, jamás me había interesado por su vida. Sabía que su padre era carpintero celmista, que su madre tenía los mismos ojos azules que él y que siempre guardaba macetas muy floridas en su balcón. Pero nada más. En todo caso, Aryes era simpático, pero su actitud era extraña. Siempre lo había sido. Y ahora parecía abatido. Después de todo, él estaba aquí con nosotros, lejos de su familia y de todo lo que conocía. Normal que estuviese totalmente perturbado y más raro que de costumbre.

—No eres un peligro para todos. Solamente para ti —apunté amablemente—. ¿Y qué quieres decir con que traes mala suerte? Si estos últimos días me temo que de los dos la que se ha metido en más líos soy yo.

Aryes meneó la cabeza.

—Tú querías salvar una vida. Y te enfrentaste a Suminaria a pesar de sus títulos.

Pensar en Sain me volvió hosca y contesté con cierta brusquedad cuando dije:

—Al parecer, tú también sabías que Suminaria era una Ashar. Yo no lo sabía.

Aryes me miró, incrédulo.

—¿Lo ignorabas? —esbozó una sonrisa—. La gente de Ató no aprecia mucho a los Ashar, pero tienen tanto poder que los temen casi tanto como a los Erjais.

Inspiré hondo y gruñí.

—Bah. De todas formas siento mucho haber atacado a Suminaria. Ahora, me siento como una salvaje incontrolable —sonreí levemente—, como una bruja greñuda. Jamás había hecho sangrar a alguien. Y Suminaria era mi amiga. Me da vergüenza recordar lo que hice. Sólo… sólo porque creí que nos había traicionado.

—No sería la primera Ashar en haber traicionado.

—Suminaria no es una Ashar cualquiera —repliqué entre dientes—. Ella es buena.

Aryes soltó una risita divertida.

—Si la carcoma llega al tronco, alcanzará todas las ramas. En mi casa, es casi un dicho. Los Ashar son una familia. Hablan entre ellos. Acaban teniendo las mismas ideas. ¿Sabes lo que dice mi padre? —Enarqué una ceja—. Que deberían cambiar su lema por «engañar, robar, festejar».

Lo miré con una mueca pensativa. Aryes parecía tener en poca estima la proclamada grandeza de los Ashar.

—Sigo pensando que Suminaria es una amiga admirable —declaré y, apartando una mecha de mis ojos, miré a mi alrededor y me quedé paralizada—. El oso.

Aryes, viendo mi expresión, siguió la dirección de mi mirada en tensión, palideciendo, imaginando que el oso iba a caernos encima de un momento a otro… me eché a reír hasta que me saliesen lágrimas de risa.

—¡No se hace! —protestó Aryes, herido en su amor propio.

—Era una broma —me defendí con una amplia sonrisa. Le cogí de la manga y señalé a Stalius, entre los árboles—. Creo que ha encontrado algo.

Una súbita brisa se elevó a nuestro alrededor. Aryes frunció el ceño y asintió.

—Huele a algo extraño.

—¿A algo extraño? —lo miré, boquiabierta. Sabía que había sido él el que había levantado la brisa. ¿Cómo lo hacía? Yo era incapaz de hacer algo semejante, sobre todo en el plano material. La energía órica apenas se enseñaba en el nivel de snorí.

—Ajá —dijo Aryes—. Huele a chamuscado.

—¿Un fuego? No huelo nada.

—Un fuego en sí no huele a chamuscado. ¿Ves? Stalius se está agachando detrás de ese arbusto. Ha visto algo.

Me invadió una oleada de terror. ¿Qué podría hacer que Stalius, con su mandoble, se tuviese que esconder detrás de un arbusto?

La risa de Aryes me sacó de mis temores y me di cuenta de que se había burlado de mí sin escrúpulos.

—¡Admite que has caído!

—Un poco —admití, carraspeando. Al de un rato, solté—: supongo que me lo merecía.

Aryes asintió sin dudar, con una sonrisa tonta.

—Totalmente —confirmó.