Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

19 Regalos

—¿Por qué Dolgy Vranc? —preguntó—. Sabía que te habías vuelto loca, pero ¿tanto? No me fío ni un pimiento de él. No me fiaría ni aunque estuviese enterrado en su tumba. Dolgy Vranc está tramando algo —dijo, nervioso, mientras paseaba de un lado para otro, en el cuarto.

Lo observé un rato, en silencio, y luego me arrastré cojeando hasta la cama y me dejé caer, exhausta.

—Dolgy Vranc es una buena persona —repliqué.

Lénisu se interrumpió en medio de sus quejas y me fulminó con la mirada.

—Dolgy Vranc está tramando algo —insistió—. No me creo que haya aceptado este trato.

—Durante este último año me hizo varias propuestas para comprármelo —le expliqué—. Ansiaba tenerlo por encima de todo. Habría dado cualquier cosa.

—¡Como tú habrías dado cualquier cosa para que te diesen dos mil quinientos kétalos! —replicó Lénisu con aspereza.

Lo observé, sorprendida. Parecía realmente enervado.

—Deberíamos haber salido de aquí desde el primer día —añadió—. Así no te habrías metido en tantos líos y ya estaríamos lejos de Ató y todavía tendrías tus garras. Por cierto, el cabronazo que te hizo eso, si me lo encuentro, no le cortaré las garras, le cortaré la cabeza.

Tamborileó contra el respaldo de la silla, colérico. Intervine:

—En todo caso, si Dolgy Vranc está tramando algo, no tiene por qué tener algo contra nosotros.

—Puedes estar segura de que no tendría ningún remordimiento en fastidiarnos la vida. —Hizo una pausa—. Aun así, tienes razón, quizá Dolgy Vranc no tenga nada contra nosotros por esta vez. Ah, en lo que se refiere a eso de las promesas, no tengas muchas esperanzas: las promesas se hacen y se deshacen como las trenzas.

Curiosa comparación, pensé, distraída, mientras empezaba a quitarme uno de los vendajes.

—Ey, ¿qué haces? —me preguntó de pronto, parándose en medio de la habitación.

Enarqué una ceja.

—Pues quitarme estos vendajes.

—No —dijo, negando con la cabeza—. Eso lo haces fuera de mi cuarto. No quiero ver eso, ya lo siento.

Me quedé en suspenso y boquiabierta.

—Adivino que habrás visto heridas más graves que estas —dije, con una sonrisa incrédula. Y de un tirón, quité el vendaje.

Casi me desmayé. Me habían seccionado las garras hasta la carne, provocando una hemorragia, pero la sangre ya se había secado. En la Pagoda quizá pensasen que mis garras sólo eran instrumentos salvajes. Todo el mundo, en Ató, se preguntaría por qué no me las habrían quitado antes, ¿verdad? Pues el resultado era horrible. El resto de mis garras, cortadas de manera llana, no servían ya para nada.

Oí un ruido de garganta y me giré bruscamente. Lénisu estaba a cuatro patas vomitando en un cuenco.

—Increíble —murmuré, atónita. Había estado en los Subterráneos, había matado a bichos horribles, y por una pequeña herida…—. ¿Cómo sobreviviste en los Subterráneos? —pregunté sin preocuparme de lo impertinente que era mi pregunta.

Lénisu escupió algo más en el cuenco al tiempo que soltaba un gruñido. Se enderezó.

—Hay maneras y maneras de sobrevivir en los Subterráneos, sobrina —echó un vistazo hacia la ventana—. Será mejor que te vayas a tu cuarto y descanses un poco. Mañana es primer Lubas de Riachuelos. ¿No es cuando empieza eso de los exámenes?

Quise repetirle que no iría a los exámenes pero ahora lo que quería realmente era estar sola con mis pensamientos, así que me contenté con asentir, levantarme, darle las buenas noches y dirigirme renqueando hasta mi cuarto.

* * *

No estuve mucho tiempo tranquila. Nada más entrar, me volvió a la memoria lo ocurrido con mi ventana así que, en vez de tumbarme en la cama directamente, me acerqué a la ventana y comprobé que se podía abrir. Satisfecha, me di la vuelta y entonces oí ruidos precipitados en las escaleras y aparecieron Wigy y Kirlens en mi cuarto, ambos con una expresión de intensa inquietud en el rostro.

—¡Shaedra! —Wigy quiso abrazarme y yo la detuve, alzando las manos con aprensión.

—No pasa nada, Wigy, estoy bien.

Kirlens se sentó en mi cama, con aire cansado y Wigy, después de contemplarme un momento en silencio, lo imitó, con lo que ya no me dejaron sitio para sentarme en ella. Ambos parecían estar conmocionados. Con un suspiro, me avancé hacia la silla intentando no cojear y me dejé caer en ella, preguntándome si alguna vez en mi vida había ocurrido que Kirlens y Wigy estuviesen ambos en mi cuarto al mismo tiempo.

—¿Y la barra? —pregunté.

—Se está ocupando Satme —contestó Kirlens, distraído.

Hubo otro silencio.

—¡Oh, Shaedra! —soltó de pronto Wigy, rompiendo a llorar—. Esto es tan horrible. Deberíamos haberte quitado las garras hace tiempo, cuando nos lo dijeron. Tú no tienes la culpa de lo que eres, Shaedra —añadió, sollozando.

Cerré los ojos para tranquilizarme. Wigy no sabía lo que decía, me repetí. Pero lo que acababa de decir me había despertado de mi aturdimiento y tuve que hacer un esfuerzo para no despegar los labios y gritarle que se fuese al infierno con todos los demás.

—Wigy —dijo Kirlens suavemente—, por favor, déjame solo con ella, ¿quieres?

Ella se levantó sacudida por el llanto, me dio un abrazo, me besó la frente y me dijo, antes de salir:

—Tú eres buena, Shaedra. Sé que lo eres.

Parecía estar sufriendo más que yo, pensé. Le apreté la mano, como para reconfortarla, y sólo cuando lo hice me di cuenta de que estaba cometiendo un error: me recorrió un dolor lancinante por la mano. ¿Pero cuándo dejaría de dolerme?

Cuando estuvimos solos, el silencio se abatió en el cuarto. Kirlens parecía molesto.

—Shaedra… —empezó.

—Me voy, Kirlens —lo corté con más brusquedad de la que quería.

Kirlens asintió.

—Sí, Lénisu me avisó. Ahora, es tu familia. Me parece una buena cosa.

Meneaba la cabeza, asintiendo. Estaba triste y algo me dijo que me echaría de menos. ¿De veras? La emoción me impidió contestar de inmediato.

—Kirlens —resoplé—. Todo esto es tan precipitado —hice una mueca—, pero es verdad que me lo he buscado. Si me hubiese quedado encerrada en mi cuarto todo esto no habría pasado.

—Siempre supe que ese hombre, Sain, no era de fiar —articuló.

Lo miré, estupefacta.

—¡Sain era un buen hombre!

—¿Un buen hombre? Entonces es que no sabes de qué lo han acusado.

Me volvieron súbitamente las palabras de la elfa oscura. Había llamado a Sain “contrabandista criminal”. ¿Le habrían colgado la desaparición de Daian?, me pregunté, horrorizada.

—Daian desapareció. Fueron esas sombras las que se la llevaron —protesté.

Kirlens me contempló un momento sin llegar a hablar. Me invitó a que me sentase a su lado y yo, con un esfuerzo, me levanté y me senté en la cama.

—Shaedra. Sé lo que debes sentir por los que te han hecho esto —señaló mis manos heridas—. Sé que nunca más les tendrás aprecio ni lealtad. Por eso sé que debes marcharte por tu seguridad, aunque me duela decirlo.

Puse los ojos en blanco.

—Marcharme, me marcho, no te preocupes. ¿Y sabes adónde? A buscar a Aleria. —Kirlens agrandó los ojos—. Estoy segura de que se ha ido en busca de Daian.

—No seas insensata. Lénisu dijo que os iríais hacia las Hordas para reuniros con el resto de tu familia.

Negué con la cabeza.

—Lénisu no tiene ni idea de dónde están Murri y Laygra.

—Tú no tienes ni idea de dónde está Aleria —replicó el tabernero.

Me mordí el labio y callé.

—Anda, Shaedra, tranquilízate y deja de meterte en líos. Prométeme que le harás caso a Lénisu. Parece un poco chiflado, pero sé que hará todo para que no te pase nada. ¿Me lo prometes?

Me lo preguntaba en serio. Quería que le hiciese caso a Lénisu. Por un momento, quise replicarle que Lénisu no era una persona con la que se podía estar sin meterse en líos. Al fin y al cabo ya había estado dos veces en los Subterráneos. También quise decirle que me era absolutamente imposible dejar a Aleria sola. Pero lo único que logré contestarle me dejó pálida de sorpresa:

—Te lo prometo, Kirlens —carraspeé.

—Bien —parecía aliviado—. ¿Cuánto te han pedido de indemnización? —preguntó de pronto.

—Oh, no te preocupes por eso. Lénisu lo ha arreglado todo —mentí. No veía ninguna razón por la cual le hablaría del Amuleto de la Muerte y de Dolgy Vranc. Ya le había atraído bastantes problemas.

Así que puso cara sorprendida.

—Creí entender que no tenía casi dinero.

Dudé un momento y negué con la cabeza.

—No me preguntes cómo lo ha conseguido —solté, para no entrar en detalles.

—¿Vas a pasar los exámenes? —me preguntó, después de un silencio.

—Lénisu se oponía, y ahora parece dispuesto a que los pase. Pero yo ya he cambiado de idea. ¿Para qué los pasaría?

Me cogió una mano entre sus dos patas gordas de tabernero e hice una mueca de dolor, pero Kirlens no pareció notar nada.

—Pásalos —me dijo—, para que sepan que han perdido a una orilh inestimable.

—Jamás lo seré. Todos me detestan.

—Pásalos —repitió—. Y no cojas esa pinta abatida. No todo lo blanco es bueno ni todo lo negro es malo. —Hizo una mueca y añadió—: No te detestan, sólo tienen miedo.

Venga ya, pensé, me detestan a muerte. Se levantó.

—¿Quieres que te traiga la cena a tu cuarto?

La simple idea de tener que bajar las escaleras me devolvió a la realidad.

—Sí, por favor.

Creí que iba a salir ya, pero no. Kirlens buscó algo en su bolsillo y sacó un pequeño paquete envuelto con papel rosa. Me lo tendió torpemente y sonrió.

—Feliz cumpleaños, Shaedra.

Primer Lubas de Riachuelos, pensé de pronto. Me había olvidado completamente de que aquel día festejaba mis trece años.

Haciendo caso omiso del dolor, me levanté y lo abracé con fuerza, los ojos húmedos.

—Gracias, Kirlens. Has sido como un padre para mí.

Me devolvió el abrazo con torpeza y luego retrocedió y me dejó el regalo en la cama.

—Y tú sigues siendo una hija para mí. Así que cuídate y muéstrales lo que vales.

Sólo entendí que hablaba de los exámenes cuando cerró la puerta detrás de él. Enseñarles lo que valía a unos mutiladores no me hacía mucha gracia, pero desde luego Kirlens parecía darle importancia.

Me senté y cogí el regalo. No era muy espeso pero era largo y pesaba. Al abrirlo, enarqué una ceja perpleja y la vi reflejada en un espejo. Un espejo. Vaya. Contemplé el rostro pálido que me hacía frente con una mezcla de curiosidad y de indiferencia. Ojos de un verde profundo, mechas de pelo negro y sucio y orejas puntiagudas bordeadas de escamas… Aquellos últimos días me habían sentado mal y de pronto me di cuenta de que tenía un hambre voraz.

Cuando dieron unos golpecitos a la puerta, contesté de inmediato y Satme pasó con una bandeja llena de comida. Sopa, carne, zumo de naranja y una tarta.

—Feliz cumpleaños, Shaedra —soltó Satme, esforzándose por sonreír.

Colocó la bandeja en la cama con cuidado y le enseñé el espejo que me había regalado Kirlens.

—Wigy también te ha comprado un regalo —dijo y se sonrojó—. Yo… no he tenido tiempo. Lo siento.

—No pasa nada —contesté—. La mayor alegría que he tenido hoy es constatar que una mirada no mataba porque de haber matado habría muerto cien veces al caminar por la calle.

Había soltado esas palabras por pura rabia, pero no iban dirigidas hacia Satme. Sin embargo, ella se puso nerviosa, me dejó el regalo de Wigy al lado de la bandeja y se despidió precipitadamente. Temí, de pronto, que en Ató contaran sobre mí historias totalmente disparatadas.

El regalo de Wigy era una cinta azul para el pelo. Me alegré de que no hubiese venido ella misma a dármelo, porque sus palabras lo habrían chafado todo. Seguramente habría soltado algo del estilo de: “con esta cinta, se te verá menos la cara”. Bueno, quizá fuese exagerada, pero Wigy a veces tenía un tacto deplorable, y eso que no hacía las cosas con mala intención; estaba convencida de que los ternians éramos feos. Qué remedio.

Comí todo lo que había en la bandeja y no dejé ni una miga de lo hambrienta que estaba. Sorbí lo que quedaba de mi zumo de naranja, aparté la bandeja y me tumbé en la cama, satisfecha. Quitar el hambre siempre otorgaba cierta alegría.

Como en el cielo los colores se oscurecían, decidí que era la hora de dormir. Intenté quitarme la ropa pero al de unos intentos abandoné. Me daba la impresión de tener agujas clavadas en cada dedo. Como no lograba dormirme, me quedé mucho tiempo en la oscuridad de mi cuarto, pasando y repasando los acontecimientos de los últimos días, antes de darme cuenta de que no era una buena idea.

Animada con un súbito vigor, encendí la lámpara y cogí el libro Mantenimiento del equilibrio del jaipú. Como apenas había empezado unas páginas, empecé desde cero. Cada cosa que tocaba con mis manos despertaba mi sufrimiento y cada vez que pasaba la página me parecía haber logrado una verdadera hazaña. Kirlens no podía quejarse: estos últimos días me había preparado a las pruebas como nadie.

Al cabo, cuando hube leído unas veinte páginas, el cansancio me dominó y me dormí pesadamente, la cara enterrada en el libro.