Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

Prólogo

“En el mundo hay tres clases de personas”, solía decir el Viejo.

Shaedra no despegaba los ojos del pez que se deslizaba en los bajos fondos, acercándose a la barrera de barro. Tenía el pelo hundido, y los mechones se le pegaban al cuello como anfibios viscosos y largos.

“Están los que roban.”

Todo estaba silencioso. Shaedra se mantuvo lista e inmóvil, escondida por el juncal que la cercaba.

“Están los que se dejan robar.”

Alcanzó el pez la barrera y se le descubrió la piel llena de escamas. Moviéndose ahora como una serpiente, intentaba alcanzar el otro lado, donde había mucha más agua.

“Y están los que saben vivir independientes y libres.”

Shaedra tomó impulso y apuntó con su pequeña lanza, que fue a clavarse en el animal que coleteaba furiosamente. ¡Qué gordo era! Levantó la lanza empleando todas sus fuerzas y lo apartó del agua. Esperó a que hubiera dejado de moverse y miró el cielo. El sol ya estaba cayendo detrás de los montes.

No se atrasó y regresó tan pronto como hubo guardado el pez en la cesta y se hubo puesto a la espalda el cuévano lleno de plantas comestibles.

Utilizando la lanza para apartar juncos y apoyarse en el terreno enlodazado, acabó por salir de la ciénaga y encontrarse en el monte boscoso. Por el camino, recogió alguna que otra planta y, al fin, salió del bosque. Fue entonces cuando tomó una inspiración, se atragantó y se puso a toser.

Miró el valle con cara horrorizada. El viento traía un humo compacto y abrasador que le llenaba los pulmones de cenizas. La pradera verde se iba cubriendo de unas humaredas negras. Y allá, abajo, en el pueblo, todo había sido arrasado. Los Ayanos, pensó titubeante, mientras se ponía a correr desaladamente cuesta abajo, con las mejillas anegadas por las lágrimas.

Sus pies descalzos y callosos rozaban la hierba, evitando rocas, aplastando flores, y cada vez que miraba los muros sin techo, la carreta de don Niago aún echando llamaradas altas bajo una nube de humo negro… la invadía una suerte de desazón y tristeza que jamás había sentido antes.

¿Habría sobrevivido alguien? Corría, corría y corría, hasta que bien hubiera podido despeñarse. ¿Habría sobrevivido el Viejo? Llegada al puente, se paró en seco, sintiendo que le iba a explotar el corazón en el pecho de lo rápido que latía. Oyó un ruido estruendoso y creyó que iba a desfallecer, pensando que los Ayanos aún seguían ahí, antes de darse cuenta de que era un techo que se había derrumbado.

Se arrimó a la balaustrada del puente, sintiéndose aturdida, y fue luego avanzando despacio por el pueblo desierto, carbonizado.

—¡Laygra! —chilló—. ¡Murri!

Repitió los nombres varias veces, pero nadie le contestó. Atravesando el pueblo, fue pasando delante de las puertas y pronunciando los nombres de los que habían vivido detrás de ellas. Sólo le respondía un horrible silencio.

Entonces divisó la casa del Viejo y vio que el techo aún no se había caído. La puerta estaba abierta. El Viejo jamás dejaba la puerta abierta, ni en primavera.

—¡Don Wigas! —gritó, tirando el cuévano y la cesta con los peces.

Dio un paso hacia delante.

—¡Quieta! —dijo una voz a sus espaldas.

Se quedó petrificada. Los Ayanos, articuló para sí. ¿No decía el Viejo que no dejaban nunca supervivientes? Habían vuelto porque sabían que aún estaba ella… Apretó la pequeña lanza. ¡Se defendería!

Se giró bruscamente, cogiendo su arma con las dos manos y embistió, gritando. Una figura se echó a un lado, cogió la lanza y se la quitó de las manos sin aparente dificultad. Le entró rabia y desesperación.

Se oyó un ruido de techo desmoronándose. ¡La casa de don Wigas el Viejo! La tristeza le nubló la vista.

Quiso huir, pero otro hombre, muy grande y de pelo castaño, le cogió los brazos y aunque se agitó intentando dar puñetazos, patadas y mordiscos, él mantuvo el brazo firme y finalmente Shaedra rompió a llorar.

—Está incontrolable —se quejó el hombre de pelo castaño, resoplando.

—Tranquila, no somos los que hemos atacado este pueblo —soltó el hombre de pelo negro, el primero que le había hablado.

Shaedra parpadeó, tratando de ver algo entre las lágrimas.

—¿No sois los Ayanos?

—¿Los Ayanos? —repitió él sorprendido.

Entonces intervino con tosca voz una mujer pelirroja que había estado absorta en la contemplación de un trozo de cuerda y que ahora parecía dispuesta a hablar.

—Los Ayanos no existen, querida. Pero desgraciadamente hay cosas todavía peores que los Ayanos y que existen. Por ejemplo, los nadros rojos.

¿Nadros rojos? Shaedra jamás había oído hablar de ellos. Pero ¿qué sabía ella aparte de lo que había aprendido en los cuentos del Viejo y de las mujeres del pueblo?

—¿Dónde están Laygra y Murri? —preguntó con súbita rabia—. ¿Dónde están los demás?

La pelirroja miró a sus compañeros con evidente exasperación.

—¿Qué pretendéis hacer con ella? —inquirió, pausadamente.

—¿Y qué harías tú, si se puede saber? —replicó el de pelo castaño—. No vamos a dejarla aquí. Moriría.

—No podemos cargar con ella —siseó ella—. Y no tenemos tiempo de dar media vuelta para llevarla a un lugar seguro.

—Cierto —dijo el de pelo castaño que no soltaba a su presa—, pero, dime, Djaira, ahora que se nos han ido los demás, ¿qué piensas hacer contra una tropa entera de nadros rojos?

Se fulminaron con la mirada. No parecían llevarse muy bien.

—Sé lo que hago —respondió ella, implacable—, sé dónde puedo encontrar ayuda.

—Pues llevémosla hasta ahí —propuso el de pelo negro.

Djaira lo miró, luego miró a Shaedra y se encogió de hombros.

—Como queráis. Pero os advierto que si seguís intentando salvar a todas las almas de este mundo, muchachos, vais a perder las vuestras en menos tiempo que se dice la palabra vida.

Shaedra oía sin escuchar. Cuando la soltó el del pelo castaño, titubeó y miró a su alrededor; su mirada se detuvo en un objeto brillante perdido entre el barro. Recordó que el Viejo había dicho que los Ayanos siempre se llevaban todo lo que brillaba. ¿Por qué lo habrían dejado? Mientras los demás estaban examinando la zona y hablando, se aproximó al objeto y se agachó junto a él, tendiendo la mano. Parecía una pequeña luna atrapada en el barro. Estiró y salieron dos hilos brillantes y blancos.

Era un collar. Un dije verde de plata en forma de hoja de acebo colgaba de él. Acebo, pensó súbitamente, … la planta de la felicidad. Acarició la hoja con un dedo tembloroso. Una lágrima cayó en ella y pareció brillar más. Si se lo ponía, ¿le volvería la felicidad y volvería el pueblo a estar como antes?

Se lo puso al cuello y, nada más dejarlo caer, una imagen la impactó y se impuso a la fuerza en su mente. Era una criatura horrible que la observaba fijamente, con ojos acusadores y con una especie de sombrero florido sobre la cabeza. Era una calavera que sonreía con maldad. Pero enseguida, la imagen se desmoronó y Shaedra se quedó agachada en el barro, perpleja. No pasó nada milagroso. El pueblo seguía como antes, destrozado y silencioso. Escondió el collar detrás de su camisa, pensando que quizá, aunque no fuesen Ayanos, esos tres extranjeros querrían quitarle el amuleto. El Viejo le había prevenido que muchos saijits forasteros eran codiciosos y malos.

Cuando quiso volver a entrar en la casa del Viejo, volvió el joven de pelo negro a impedírselo.

—No, pequeña, ya se ha caído un trozo del tejado, esa casa se derrumbará en cualquier momento. Y dentro no encontrarás nada más que ceniza.

Observó su rostro y entendió que decía la verdad. No había esperanza, se dijo. La cajita de recuerdos, los cuentos, la risa del Viejo; de todo eso ya no quedaba nada.

¿Por qué? Por los Ayanos o los nadros rojos o lo que fuesen esos monstruos que lo habían destruido todo.

—No se acaba aquí la vida, pequeña —le dijo el joven de pelo negro—. Me llamo Kahisso. ¿Y tú?

Silencio. ¿Para qué le iba a contestar?

—Shaedra. Me llamo Shaedra —repitió, abrumada por el aturdimiento.

—Pues que sepas, pequeña, que no todas las criaturas de este mundo son malas…

Se oyó un bufido. Era Djaira, la mujer pelirroja.

—¡Kahisso! ¿No te irás a poner a darle una lección ahora, no?

El aludido puso los ojos en blanco y bajó la voz.

—Hay algunas que son malas, claro, y otras que lo parecen pero que no lo son.

Y diciendo esto último echó una ojeada hacia Djaira.

—¿Vamos?

Se lo preguntaba a Shaedra. Ella asintió sin saber muy bien por qué. Kahisso la colocó sobre sus hombros y se puso a andar con sus dos compañeros. Había comenzado el viaje y tenía la vaga impresión de que no volvería jamás.

Salieron del pueblo y se alejaron, se alejaron tanto que Shaedra fue descubriendo lugares extraños que nunca había visto. Y todo le parecía un sueño.