Página principal. El espía de Simraz

14 El misterio de las cenizas

Una cabeza con melena verde estaba posada cerca de mí, soplando y roncando cálidamente. Era noche cerrada y Uli y yo habríamos podido seguir andando, pero el dragón tenía sueño y le habíamos prometido que velaríamos por él.

Nos quedaban todavía muchos días para llegar al pie de las montañas de Cermi. Suldor había gruñido que él habría conseguido llegar ahí en menos de una hora, pero ni Uli ni yo teníamos ganas de probar de nuevo el vuelo en suspenso que nos había adelantado tanto. En cuanto a la manera con la que Suldor se las apañaba para caminar en el sotobosque, era… desastrosa. Debía de estar espantando a todas las criaturas vivas en una legua a la redonda. Aun así, inesperadamente, ese gran lagarto me resultaba simpático. Jamás hubiera creído que un día sería capaz de hablar tan tranquilamente con un dragón. Y, aquella misma tarde, habíamos hablado los tres de caza, de dragones, de fantasmas y de tradiciones. Suldor, tal y como le encantaba repetir, era un apóstata de su familia y de su pueblo de dragones. Según él, todos eran demasiado engreídos para poder albergar un sólo sentimiento positivo de amistad, de amor o de compasión. Por eso su especie estaba, según él, condenada al fracaso.

Sin atrevernos a meter mucho ruido, Uli y yo pasamos toda la noche cuchicheando entre nosotros. La princesa me contaba historias estrafalarias sobre el Bosque de las Hachas y yo la escuchaba hablar de arañas gigantes, de hadas, de marmotas con tres ojos y de gamos multicolores. Aun sabiendo que no podía decir más que la verdad, me costaba imaginarme todas esas criaturas que deambulaban por esos lugares apartados donde se aventuraban muy pocos humanos. Era un milagro que la princesa hubiese sobrevivido a esos tres años. En un momento, cuando el cielo empezaba a esclarecerse, ella preguntó:

—¿Y tú, Deyl? ¿Por qué nunca hablas de ti y de tu vida?

Hice una mueca.

—Tal vez porque no merece la pena hablar de ello —dije con franqueza.

Uli resopló.

—Eres más misterioso que un elfo viejo. Pero date cuenta de que no sé nada de ti. Aparte del hecho que eres diplomático, que tienes un hermano diplomático y que tienes un mentor asesino que trabajaba para mi padre.

—Isis es el Gran Diplomático de Ravlav —la corregí, algo divertido—. Tal vez fuese un asesino, antes, pero te aseguro que yo no lo soy. En fin, sinceramente, cuando te digo que no merece la pena contar mi vida es que no merece la pena.

—Intenta, a ver —insistió Uli sin desistir.

Suspiré.

—Soy un hijo de soldado. Con doce años, mi familia nos vendió, a Rinan y a mí, para pagar unas deudas. Isis decidió iniciarnos en el espionaje y en la diplomacia. Cuando murió tu padre, me pusieron inmediatamente al servicio de la Corona. Serví como mensajero entre las cofradías, los gremios, los clanes y los gobernadores y convencí a personas de cosas que ni yo mismo entendía. Hice cosas que no estaban bien. Fui un muchacho estúpido bajo las órdenes de un Consejero odioso… y en diez años, el diplomático de Simraz no ha salvado más que unas vidas y, seguramente, ha provocado muchas más muertes, sin saberlo. Eso es todo —concluí, rechazando la amargura que se infiltraba en mi voz.

Uli asintió con la cabeza, pensativa; sin embargo, no fue ella quien habló, sino Suldor:

—No lo he entendido todo ni lo he oído todo, pero, en todo caso, no te preocupes, Deyl. Yo también hice cosas que no estaban bien, en mi vida —dijo, levantando ligeramente su enorme cabeza verde hacia nosotros—. Para empezar, rompí promesas. Una vez, juré no comer un elfo, y me lo comí. Luego, me arrepentí muchísimo. Pero, claro, no podía volver para atrás, así que me dije: mira, a partir de hoy, no comerás más carne. Pero tampoco mantuve la promesa. Ya veis, Deyl y Uli, Uli y Deyl, además de ser un apóstata, soy un cobarde.

—Oh —dije, incapaz de no sentirme emocionado por su confesión—. De todas formas, tú, eres un dragón. Es natural que comas carne. Y para ti, los elfos y los humanos, son como simples conejos.

Suldor asintió con la cabeza.

—En más gordo —observó—. Pero eso no quita que pueden ser simpáticos y, cuando uno los conoce, ya no se atreve a comerlos.

Uli suspiró.

—Yo tampoco he sido siempre una inocente princesa —dijo—. Os confesaré algo. Un día, hace cuatro años, dejé a un orco entrar en mi torre. Perdió la cabeza al saber que se había convertido en fantasma y… y… traté de consolarlo, pero él se abalanzó sobre mí y… —Su voz temblaba—. Tuve que matarlo.

Pese a la historia trágica y el horror que me provocaba una escena así, no pude evitar sonreír.

—Parece como si estuviéramos en un templo confesando todos nuestros pecados —bromeé—. Si ese orco se volvió loco, no podías hacer gran cosa para arreglarlo. Y si eres un dragón, Suldor, y si has seguido una educación de dragón, no es culpa tuya.

No añadí que, en mi caso, tenía menos excusas. Pero, al mismo tiempo, hasta que conocí a Herras, siempre había creído actuar correctamente. Porque, antaño, para mí actuar correctamente significaba cumplir las órdenes sin fallar. Me estremecía saber que había sido capaz de pensar algo así durante tanto tiempo.

Me levanté de un bote.

—¿Seguimos? —sugerí.

Suldor se levantó a su vez y se estiró como un tigre.

—Perdón —dijo, viéndonos luchar contra los remolinos del aire. Extendió el cuello y lanzó un rugido estruendoso—. ¡A la aventura!

Seguimos avanzando así y los días transcurrieron sin que yo llegase a aburrirme un sólo instante: hablábamos de nimiedades, y Uli y yo explorábamos la zona cuando el dragón dormía; jugamos a dejarnos llevar por el viento y, por primera vez desde que era un fantasma, sentí la alegría de volar y planear y dar vueltas en el aire. Suldor era hablador y le gustaba filosofar, pese, según decía, a las bromas que una tal inclinación había suscitado por parte de sus congéneres. Compartía numerosas ideas con Herras y me hizo prometer que lo llevaría un día a casa del mago, jurándome que no lo devoraría. De todas formas, visto que era un medio muerto-viviente, mi viejo amigo no tenía muchas posibilidades de acabar en las tripas de un dragón verde, al que le gustaban los ciervos y los caballos regordetes.

Nos dirigíamos hacia el sur y, cuando llegamos al pie de las montañas de Cermi, nos encontrábamos a unas horas de la ciudad de Sisthria. Uli y yo intercambiamos una mirada preocupada. Obviamente, nos hacíamos la misma pregunta: ¿cómo íbamos a pasar desapercibidos con un dragón? Nos giramos y vimos a Suldor avanzar a cuatro patas con aire cansado.

—Mis pobres patas —se quejó—. ¡Me entra complejo de jabalí! ¿Y bien? ¿Por dónde se va ahora?

Uli indicó el suroeste.

—Técnicamente, es por ahí —dijo—. Pero vamos a hacer un rodeo, hacia el sur, para evitar las poblaciones.

—¿Un rodeo? —refunfuñó Suldor—. ¿Y para qué?

—No puedes pasearte sobre un camino —expliqué con paciencia.

—Ah. Ya veo. ¿Pensáis que los humanos son peligrosos? —inquirió con vivo interés.

Levanté los ojos al cielo.

—Un poco. Ya han matado a dragones, ¿sabes?

Suldor se agitó, resoplando.

—Conozco la Historia. Bueno, entonces, rumbo al sur.

Lo vimos avanzar como un lagarto desmañado. Al cabo de una hora bordeando las montañas, me incliné hacia Uli.

—¿No me digas que quieres entrar en el Bosque de las Hachas, Uli?

Ella se encogió de hombros con una mueca inocente.

—He pensado que era una buena idea. Así, sólo tendremos que cruzar el Camino de Cantor y estaremos en el Bosque Azul sin que nadie vea a Suldor. ¿No te gusta mi idea?

Hice una mueca pero contesté:

—No tengo una idea mejor.

La perspectiva de entrar en ese bosque me repugnaba pero era seguramente preferible a tener que ver a una tropa de soldados cercar a Suldor, con las espadas desenvainadas. Aunque el dragón consiguiese salir con vida, no me apetecía nada derramar sangre de manera tan tonta.

Cruzamos el río sin problemas, pasando por un lugar más alto con respecto al puente Siflecha y, cuando anocheció, llegamos a los lindes del Bosque de las Hachas tras rodear un pueblo de humanos. Los árboles del bosque eran tal vez menos densos y más altos que los del Bosque Azul, pero las criaturas que vivían ahí eran mucho más peligrosas. Los búhos ululaban, los grillos estridulaban, los lobos aullaban…

—No nos adentraremos mucho —nos aseguró Uli.

Me di cuenta de que me había detenido, paseando una mirada inquieta a mi alrededor, y me recobré.

—Está bien. De todas formas, ¿qué le podría hacer un troll a un fantasma?

Uli sonrió, pero Suldor agrandó los ojos.

—¿Trolls? —Emitió un gruñido desdeñoso—. Los trolls me dan repelús.

—No nos toparemos con ninguno —dijo Uli—. Seguidme. Vamos a buscar un buen sitio para pasar la noche.

Seguimos avanzando durante más de dos horas, a oscuras. Finalmente, el dragón verde chocó contra un árbol y Uli se giró con cara culpable: había tratado de seguir todo lo posible hasta que Suldor no pudiese más.

—¿Hacemos una pausa? —propuso.

Suldor resopló ruidosamente.

—Sí.

La aventura ya no parecía hacerle tanta gracia, adiviné, viéndolo acurrucarse en bola en la penumbra mientras se masajeaba la cabeza. Aquella noche apenas me atreví a alejarme del dragón: el mínimo ruido me sobresaltaba, la imaginación me engañaba y Uli se burlaba cariñosamente de mí hablándome de ogros velludos, de vampiros gigantes, de serpientes con dos cabezas, de sanguijuelas invisibles…

—Piedad, Uli… —solté cuando ya no pude más.

—¡Vale, ya me callo! —se rió, traviesa, y se tumbó sobre la hierba con desenfado para contemplar las estrellas a través de las ramas.

A la mañana siguiente, Suldor declaró tener una horrible jaqueca y se quejó durante todo el trayecto hasta que llegamos a los lindes.

—Y además está lloviendo —gruñó, echando un vistazo lúgubre hacia el cielo gris.

—Suldor, hoy te has levantado con la pata equivocada —le hice notar.

El dragón se agitó como para encogerse de hombros.

—Venga —intervino Uli, entusiasta—. Dentro de apenas dos horas llegaremos al Bosque Azul. ¡Y empezará la verdadera aventura!

Sus palabras devolvieron el ánimo a Suldor, quien se irguió del todo y rugió.

—¡Adelante!

Como un trueno, pasó delante de nosotros y se abalanzó hacia la pradera, balanceando las patas por los lados, con la cola muy recta detrás de él. Solté una risita.

—Vaya, sí que lo has animado.

Uli sonrió ampliamente.

—Es que, en su fuero interno, es un aventurero.

Cuando llegamos al Camino de Cantor, llovía a cántaros y nos costaba progresar. Suldor nos había adelantado y debía seguramente de estar esperándonos, cobijado en el Bosque Azul. No muy lejos de ahí, en un bosquecillo, vi a unas siluetas armadas escudriñando el camino con miradas ávidas. Bandidos, entendí, asqueado.

Uli tuvo que verlos también porque me estiró del brazo.

—No nos quedemos aquí.

Asentí, lamentando no poder hacer nada para salvar a las futuras víctimas que, sin duda, no tardarían en llegar. Apenas habíamos dado unos pasos adelante cuando un terrible rugido nos dejó petrificados. Los bandidos corrían hacia el camino… despavoridos.

Siseé entre dientes al ver surgir a Suldor. Batía las alas y perseguía a los bandoleros dando zarpazos y descubriendo los dientes. Yo que lo conocía desde hacía días, tuve la impresión de que sonreía.

Para asombro mío, no mató a ningún bandido: una vez que estos se marcharon, se giró y se dirigió hacia el bosque, buscándonos con la mirada. Lo llamamos y se reunió con nosotros.

—Me encanta hacerlos correr —se disculpó.

Por lo visto, no sabía que acababa de atacar a unos bandidos. Cuando le dijimos que había actuado como un héroe, se le erizó la melena verde, se le hincharon los pectorales y se puso a alardear de su hazaña con tanta labia que no calló hasta tiempo después de que nos hubiésemos adentrado en el Bosque Azul.

A partir de ahí, Uli nos guió: ella era la experta en bosques. Suldor tuvo dificultades para pasar por algunos sitios y tuvo que arrancar más de un arbusto para despejar su camino.

Cuando al día siguiente desembocamos en el claro de la torre destruida, vi el rostro de Uli ensombrecerse. La joven vagó en torno a la torre un largo rato y, al cabo, suspiró.

—Bueno —dijo—. A partir de aquí, encontré una pista cuando Rinan me acompañaba. Hacia el oeste.

La vi vacilar y declaré:

—Encontraremos esos trasgos, Uli, descuida.

Ella sonrió y me tomó suavemente de la mano. Una descarga me invadió y sentí la cabeza darme vueltas, pero no me aparté.

—Tengo la sensación de que esta vez todo se arreglará —soltó.

Su voz vibraba de esperanza y no quise desengañarla. Después de todo, tal vez tuviese razón. O tal vez no. Y aun así cada día me repetía la promesa que le había hecho, cerca de la casa de Herras, y tenía la firme intención de cumplirla.

Así fue cuando empezamos la caza. Primero, Suldor fue a explorar la zona, buscando movimiento entre los árboles. Volvió hablando de gacelas, de pájaros y de unos bichos más o menos humanos que podían, según decía, asemejarse a los trasgos. Sin más dilaciones, seguimos la dirección que indicaba y Suldor volvió a elevarse en los aires.

Tardamos un día y una noche en encontrarlos. En realidad, topamos con uno de ellos y este, al divisarnos, se puso a temblar de los pies a la cabeza y salió huyendo y gritando palabras en una lengua desconocida. Había soltado su daga y me incliné para recogerla… en vano: enseguida me traspasó.

—No necesitaremos luchar —me tranquilizó Uli al adivinar mis pensamientos—. De todas formas, dos fantasmas contra una banda de trasgos y, sin fuego de gracia, sería un suicidio.

Sonreí.

—Fuego griego.

—Eso. Así que, o entramos a hurtadillas en la aldea y abrimos el cofre, o rezamos para que Suldor se acuerde de nosotros y vuelva a tierra.

Hice una mueca, pensativo, y le dediqué entonces una media sonrisa.

—No es tan imposible entrar sin que nos vean. Somos fantasmas y, además, soy un espía. —Fruncí el ceño—. Lo malo es que los trasgos nos han visto.

—Boh. No pasa nada. Sólo espero que aún tengan el cofre.

—Más les vale.

La princesa se mordió el labio, no muy convencida.

—Pues, pensándolo bien, si en ese cofre esperaban encontrar oro, han debido de sentirse decepcionados.

Resoplé, divertido, y le hice una seña para que avanzáramos. Encontramos el campamento no muy lejos, en un claro con numerosos árboles talados a ras. Había grandes tiendas así como cabras y ocas y gallinas en cercos que animaban el pequeño pueblo trasgo. Algunos niños con pelambreras enmarañadas corrían en el barro y reían. El sol los iluminaba con sus rayos aún cálidos.

—Ojalá Suldor no venga —dijo al fin Uli, agazapada detrás de un arbusto.

Aprobé con la cabeza: los trasgos no parecían tan terribles.

—Bueno, ¿qué hacemos? ¿Esperamos a que se haga de noche? —pregunté.

La princesa meneó la cabeza.

—Bajo la luna, nos verían tanto como bajo el sol o más. Además, de noche, todos estarán en sus tiendas. Vamos.

Sin planificar nada, salimos de los matorrales y nos acercamos a la tienda más grande. Nos metimos dentro delante de las narices de un trasgo armado y constatamos con alivio que no había nadie. El pabellón estaba constituido de varias camas, de una gran mesa con bancos y de un mueble con puertas. Parecían bastante civilizados, me extrañé.

—El cofre no está aquí —susurró Uli.

Su decepción era manifiesta. Iba a decirle que aún teníamos una decena de tiendas donde buscar cuando oí unas voces acercarse. Estiré a la princesa hacia el fondo del pabellón. Eso era mala suerte. Tres trasgos entraron charlando ruidosamente. Uli y yo nos escondimos debajo de una cama, reprimiendo suspiros. Recordaba haberle preguntado si un golpe de espada podía acabar con la vida de un fantasma. Uli no me había contestado y me hubiera gustado preguntárselo de nuevo, pero no era el momento ideal: los trasgos se habían sentado a la mesa y rellenaban ahora unos vasos con un líquido verde.

Permanecimos un buen rato aguardando. La lengua de los trasgos era ronca y rápida, pero fue ralentizándose poco a poco cuando los tres iban por su tercer vaso. Ignoraba qué era ese líquido verde, pero los efectos eran incontestables. De pronto, Uli me estiró del brazo. Con los labios apretados, señaló algo, bajo la otra cama. Indicaba una especie de… ¡cofre! Me quedé boquiabierto. Eso era buena suerte. Le hice una seña como que había entendido y, muy despacio, nos arrastramos hasta esa dichosa cama. Uli bullía de impaciencia.

Entreabrimos el cofre con el máximo sigilo posible… Eché una ojeada prudente a los beodos y suspiré, aliviado. Uli pasó una mano trémula sobre las cenizas y me cuchicheó:

—El agua.

Con la mirada, busqué primero un jarrón de agua, pero no encontré nada parecido. Enseguida pensé en el líquido verde. ¿Podría tener el mismo efecto pese a sus diferencias? Me deslicé fuera de la cama. Pegado al suelo, repté y pronto estuve debajo de la mesa sin que nadie me hubiese visto. Eso era talento, sonreí.

Las piernas de los trasgos me rozaban e hice una mueca de repugnancia. Un trasgo soltó una enorme carcajada y me acurruqué evitando por poco una patada. Desde las sombras de la cama, Uli no dejaba de mirarme con ojos inquietos y llenos de esperanza. Sintiendo mi corazón latir a toda prisa, extendí una mano hacia la mesa y tanteé para coger uno de los vasos. Me detuve en seco cuando oí un grito penetrante que provenía del exterior, al que hicieron eco otros gritos de pavor. Un rugido sordo al que no había prestado atención se intensificó. Ese debía ser Suldor, entendí. Los tres beodos se habían levantado mal que bien y desenvainaron sus espadas con movimientos torpes al tiempo que mascullaban y titubeaban hacia la salida.

No lo dudé más tiempo y me levanté, cogí un vaso y me precipité hacia la cama antes de que este traspasase mi mano. Lo posaba cuando, de pronto, el sol iluminó la tierra batida de la tienda: la tela había desaparecido, sustituida por un dragón verde que rugía y batía las alas, un poco más arriba. Pensé en proponerle a Uli que tirase ella el líquido sobre las cenizas; después de todo había sido ella quien había sufrido más tiempo bajo su forma de fantasma, pero pronto aparté esos pensamientos ridículos y me apresuré a volver a coger el vaso para arrojarlo en el cofre.

Esperamos un rato, sin atrevernos siquiera a respirar. No tardé en dejar escapar un suspiro, sintiendo que el corazón se me helaba: ¿cómo había podido ser tan crédulo?

—¿Dónde está el pulpo? —preguntó Uli con voz temblorosa. Estaba a punto de echarse a llorar.

El pulpo, Uli, está en nuestra imaginación, contesté mentalmente. Pero no me atreví a decírselo.

—¡No! —gritó, rehusando su triste destino—. El enigma no eran palabras en el aire. Decía la verdad. Deberíamos ser humanos…

Un sollozo la sacudió y la abracé contra mí, meciéndola suavemente como a un niño. La tristeza me pesaba como un armadura.

—Lo siento mucho, Uli. Pensé… Por un momento, pensé que te salvaría. Lo siento tanto —repetí, con un nudo en la garganta.

Uli inspiró, aturdida. En ese instante, Suldor volcó nuestra cama y nos descubrió.

—¡Aquí estáis! —exclamó.

Le dediqué una sonrisa cansada, enderezándome.

—Me alegro de volver a verte, Suldor. Pero no les hagas daño a los trasgos, por favor.

—Boh. Se fueron todos corriendo. ¿Y la maldición? —inquirió el dragón, bajando el morro hacia nosotros, curioso. Su lechuga se balanceaba con cada uno de sus movimientos.

Meneé tristemente la cabeza mientras la pena de Uli continuaba propagándose por mi cuerpo luminiscente.

—Hemos mojado las cenizas, pero no ha cambiado nada —expliqué.

El dragón miró el cofre con sus ojos marrones y lo tocó con las garras de una pata. Y, sin previo aviso, eructó y escupió fuego.

—Así quedáis vengados, amigos míos —declaró ante mi expresión estupefacta.

Ahora, las cenizas se arremolinaban por todas partes y se aferraban a nosotros. Me atravesaban como estrellas fugaces… Dejé escapar un grito ahogado al sentir de pronto un pinchazo y luego un dolor agudo. Me tambaleé y por poco no me desmayé, pero me mantuve firme. Una pata cubierta de escamas impidió que me desplomara.

En realidad, todo pasó de manera bastante repentina pero fue atrozmente desagradable. Acabé todo tembloroso, desnudo como había venido al mundo y con un dolor punzante en la cabeza. Permanecí confundido un instante, sin poder creer que todo aquello fuese real. Los ojos de Suldor me examinaban con atención. Retrocedí, súbitamente muerto de miedo.

—Suldor —dije con una voz espasmódica—. Soy tu amigo.

El dragón inclinó la cabeza hacia mí y me enseñó sus caninos.

—Lo sé. Pero hueles bien.

Lívido, me arrodillé junto a Uli, decidido a salir del claro y a alejarme del dragón verde. La joven estaba inconsciente. Recogí una túnica de trasgo del suelo y me la puse; acto seguido, arrebujé a Uli en un lienzo blanco y me giré hacia Suldor. Este me escrutaba aún, con la lengua fuera.

—No te has comido a los bandidos. Y no te has comido a los trasgos. Así que no nos comerás a nosotros, ¿eh? —le lancé.

El dragón suspiró.

—Si lo dices… Pero los trasgos os matarán de todas formas: os espían desde los árboles.

Agrandé los ojos y me traté de idiota: me había olvidado totalmente de la presencia de los trasgos.

—¿Y qué propones? —interrogué.

Suldor sonrió con todos sus dientes.

—O bien os como y acabamos con esto, pero sería un triste final para vosotros, o bien os llevo lejos de este Bosque Azul que no es azul.

Espiré y sentí renacer en mí la esperanza.

—¿Lo harías?

Suldor se giró ligeramente, invitándome a subirse a su espalda.

—Somos compañeros de aventuras, ¿no?

Puse los ojos en blanco y asentí.

—Intenta no tirarnos: esta vez la caída sería mortal.

El dragón verde gruñó.

—Os recogería si cayerais. Venga, sube con la bella princesa.

Le hice caso, esforzándome por rendirme ante la evidencia: Suldor era nuestra única salida. Sin embargo, antes que nada, le pedí que llevase el cofre, pensando en Rinan, y entonces, cogiendo con firmeza a Uli en mis brazos, me agarré con una mano al dragón y musité:

—Despacio esta vez, o nos caemos —insistí.

—Eres cargante, Deyl. Uli no lo es tanto.

No pude reprimir una sonrisa. Suldor batió las alas y pronto estuvimos a un centenar de metros del suelo. Preguntó:

—¿Hacia dónde?

—Hacia el sur.

Contemplé el Bosque Azul y desvié la mirada al sentir que Uli se agitaba. La vi pestañear y se me escapó una carcajada.

—¡Uli! ¡Ya no hay ninguna maldición!

La princesa se enderezó y se tanteó, muda. Me miró con sus ojos azules magníficos y soltó un grito de alegría. Las palabras no salían de su boca de lo feliz que estaba y por eso seguramente me abrazó con fuerza sin decir nada. Sentía nuestros corazones latir al unísono… El dragón habló:

—Finalmente, no, devoraros habría sido una mala elección. —Batía tranquilamente las alas—. Como que, siempre hay que conocer a sus presas antes de saber si merecen ser comidas. Y, como os decía, los bellos sentimientos son más preciosos que el oro. ¡Agarraos bien!

Cayó en picado y me apresuré a seguir su consejo. Sentimos el viento azotarnos el rostro. El brusco aterrizaje nos hizo perder el equilibrio… Suldor nos recogió con su cola y nos posó sobre el suelo con una singular suavidad.

—¡Ay, amigos! La aventura no ha sido como la de Rushivals el Sangriento, pero estoy seguro de que ese dragón no ha salvado a ninguna princesa. ¿Tenéis más aventuras que proponerme?

Uli y yo intercambiamos una mirada divertida y dije:

—Pues, de momento, no. ¿Vas a volver a tu caverna?

Suldor se rascó el pecho con una pata, pensativo.

—Pensándolo bien, tal vez no. Me gusta esta vida de aventurero. ¿Creéis que podría convertirme en un héroe?

Lo preguntaba seriamente. Uli y yo nos carcajeamos.

—¡Tal vez, quién sabe! —soltó Uli con una gran sonrisa—. No te falta mucho para serlo.

Suldor agitó la cola y desplegó las alas.

—Entonces, ¡adiós, amigos! ¡Deyl y Uli, Uli y Deyl! ¡Los dragones pronto serán poco comparado con Suldor!

Despegó y le dijimos adiós y gracias. Se alejó en el cielo y pronto se convirtió en una mancha verde difusa bajo los rayos del sol. Bajé la mirada y observé los alrededores. Estábamos a apenas unas horas de marcha de Eshyl. Cuando me crucé con la mirada de Uli, nos sonreímos.

—Deyl, gracias por todo lo que has hecho por mí.

Me avancé tímidamente y le tomé las manos.

—Y gracias a ti por todo lo que has hecho por mí —dije.

Con un movimiento lento, muy lento, me acerqué a ella y nuestros labios se juntaron. Me sentía feliz. Uli estaba viva, yo estaba vivo, íbamos a poder vivir juntos… Me aparté de repente.

—Uli… ¿estás segura de que no quieres ese reino?

El gruñido de Uli apaciguó mis temores.

—Deja de hablar de reinos, Deyl —me dijo con una sonrisa burlona en los labios—. Iremos a buscar a tu hermano y a Nuityl, y luego nos iremos lejos de aquí, a las Ciudades del Sol, por ejemplo. Porque… me amas, ¿verdad?

Sin preocuparme más por nuestro futuro, la besé. Mi corazón vibraba contra mi pecho.

—Para siempre —dije. Y agregué—: A menos que te transformes en arpía la próxima vez que entres en una torre.

Uli estalló de risa.

—Sería coger malas costumbres —confesó.

Sonreímos y nos giramos hacia el sureste. Iba a ser difícil encontrar a Rinan, pensé, inclinándome para recuperar el cofre lleno de cenizas. Si lo había entendido bien, bastaba con regarlo con esas cenizas mojadas y mi hermano recuperaría su cuerpo. Había que reconocer que era una curiosa maldición.