Página principal. El espía de Simraz

4 El puente Siflecha

Oímos pasar al galope tres caballeros que desaparecieron con rapidez. Me incorporé y salí de entre los arbustos con precaución.

—Deberíamos habernos agarrado a ellos para ir más rápido —suspiró la princesa mientras se reunía conmigo.

Fruncí el ceño, sorprendido por su idea disparatada.

—¿Agarrarnos a ellos? —repetí—. Nos habrían visto.

Ella se encogió de hombros.

—Tal vez. Pero lo dudo, parecía que iban con prisas. Un pequeño peso de fantasma no alerta a nadie. Cuando pasen los próximos caballeros, subimos sobre los caballos, ¿qué os parece?

Rinan ponía una cara tan poco convencida como la mía.

—Hemos viajado durante más de la mitad de nuestra vida —dijo mi hermano—. Confíe en nosotros: llegaremos a Ahinaw a pie. Será mucho mejor.

La princesa suspiró.

—Como queráis. Pero os aviso: el otoño está al llegar.

La observamos, esperando a que añadiese algo.

—¿Y? —pregunté al fin—. Es una suerte que esté al llegar. Sería preocupante que no llegase, digo yo…

Su gruñido exasperado me acalló.

—Con el otoño, hay más borrascas. Y no es particularmente gracioso cuando sopla el viento, os lo puedo asegurar. Así que, cuanto antes lleguemos a destino, mejor será. —Entornó los ojos—. Tal vez seáis agentes muy especiales y habilidosos en todo, pero sólo sois fantasmas desde ayer. Y, creedme, vais a llevaros más de una sorpresa. Mirad, os daré un ejemplo, el río que veis ahí —dijo, indicándonos el afluente que cruzaba el valle—. Tal vez pensáis que será fácil atravesarlo, ¿verdad? Pues, aun pasando por el puente, la corriente de aire os arrastrará si no sois prudentes. Tendréis que agarraros a las piedras y avanzar lentamente. —Sonrió ante nuestra expresión extrañada—. No os azoréis, llegaremos a la otra orilla vivos.

Puse los ojos en blanco mientras ella se daba la vuelta para dirigirse hacia el río.

—¿Has oído lo que ha dicho, Rinan? —inquirí, con la mirada clavada en la princesa—. ¡La corriente de aire de ese río podría arrastrarnos! —Me giré hacia él, desesperado—. Empiezo a dudar de que lleguemos un día a casa de Herras. En todo caso, estamos lejos de matar un pulpo.

Mi hermano resopló.

—No empieces a ser pesimista, Deyl. ¿Herras, has dicho? ¿Ese es el amigo de Ahinaw?

—Mm —aprobé, sombrío—. Me había hecho prometer que no hablaría de él y que jamás volvería a su casa, pero es un mago muy diestro… Bueno, antaño, lo era. Pero, después, tuvo un accidente con sus energías y…

—Espera un momento —me cortó Rinan, agitado—. ¿Un mago? Decías que era un amigo. ¿Y qué es esa historia de promesas? Si le prometiste no…

—¡Yuju! —exclamó la princesa, a unos cincuenta metros ya—. ¿No me digáis que tenéis miedo de acercaros al río?

—¡Ya vamos! —contesté, y añadí en voz baja—: No te preocupes. Herras es un amigo, pasé más de un mes con él y congeniamos perfectamente. Lo que pasa es que es una persona bastante singular. Pero te aseguro que cuando vea en qué estado estamos nos echará una mano.

Rinan sacudió la cabeza, pensativo.

—Me extraña que no me hayas contado nunca todo eso.

Lo miré con una mueca molesta. ¿Qué cara pondría Rinan si le revelara de golpe que ese amigo mago era un nigromante frustrado? No quería ni pensarlo. Ya era bastante que no se hubiese escandalizado del hecho de que yo pudiese considerar a un mago como a un amigo.

Alcanzamos a la princesa Uli e inmediatamente ella nos hizo una seña para que nos agacháramos. Siguiendo sus consignas, empezamos a reptar hacia el puente como babosas.

—¿Está segura… de que es absolutamente necesario? —pregunté, arrastrando con dificultad mi camisa y mi cuaderno.

—¡Claro que sí! —afirmó—. ¿No empezáis a sentir la brisa?

Iba a responder que no sentía nada cuando Rinan dejó escapar un grito de sorpresa. Un brusco remolino de viento me golpeó al mismo tiempo.

—¡Hermano! —gritó Rinan. Se lo llevaba el viento.

Tendí vivamente la mano y lo agarré del brazo mientras me asía como podía a una piedra. Su cuerpo se debatió y al fin cayó al suelo.

—¡Por Ravlav! —rugió—. Alteza, tenía usted razón.

La princesa Uli se había parado en seco.

—No… no esperaba que fuera para tanto —confesó—. Este río es más fuerte que lo que pensaba.

Su expresión asustada me llenó de espanto. ¡Y así es cómo Deyl y Rinan, los espías de Simraz, iban a acabar muriendo arrastrados por el viento hasta Ravlav sabía dónde!

—Tranquilos —dijo entonces la princesa—. Dadme la mano.

Tragué saliva y dejé de aferrarme a la piedra para cogerle la mano con fuerza. Rinan hizo otro tanto, habiendo olvidado, por lo visto, que su salvadora no era nada menos que la princesa de Akarea.

—Venga, avancemos —nos animó con tono afable.

Tenía la impresión de ser guiado como un niño hacia el puente. Alcanzamos las primeras piedras y luego seguimos reptando sin atrevernos a levantar la cabeza. Cuando al fin dejamos el puente lejos de nosotros, oí la risita de Uli. Estaba sentada sobre una piedra y nos observaba con aire burlón.

—Oye, ¿realmente sois agentes reales?

—Al menos es lo que éramos antes —repliqué.

Me senté sobre la hierba y miré a mi alrededor. Unos pocos árboles poblaban las colinas, aunque la vegetación era menos densa que en la otra orilla. Los desiertos de Ahinaw no andaban lejos.

—¿Ya estuvo alguna vez en Ahinaw, princesa? —pregunté mientras Rinan se incorporaba, temiendo tal vez que alguna brusca ráfaga volviese a levantarlo del suelo. Prefería no pensar en qué habría sido de nosotros de haberse desatado alguna tormenta. Las imágenes que me vinieron en mente eran espantosas y las rechacé con viveza antes de concentrarme en las palabras de Uli.

—No, nunca —decía ella—. Pero estudié la región con mi preceptor, el viejo Sytos. Él se aseguró de que conociese todo el linaje de ese principado, hasta el último, el Príncipe Pirvas. ¿Sigue aún en el trono?

Rinan negó con la cabeza.

—No, ahora reina su hijo. Un tal Príncipe Evitado. Mi hermano tuvo el honor de conocerlo personalmente.

Oh, sí, qué honor, pensé, reprimiendo una sonrisa irónica.

—¿De verdad? —se interesó la princesa, intrigada—. Sytos decía que esa región está llena de bárbaros. Pero, en diez años, tal vez haya cambiado.

—Oh, no —le aseguré, divertido—. Nada ha cambiado en ese aspecto.

—Aunque, pensándolo bien, para Sytos, todos los que no eran akareanos eran unos bárbaros —meditó la joven—. ¿Cuánto tiempo nos queda para llegar hasta donde vive ese amigo tuyo? —me preguntó.

Realicé un gesto para hacerle entender que lo ignoraba.

—Si avanzásemos en línea recta, quizá en un día llegaríamos, tomando en cuenta que no necesitamos dormir. Pero prefiero ser prudente. Haremos un rodeo.

La princesa Uli frunció el entrecejo.

—¿Un rodeo? Eso no me gusta. ¿Para qué un rodeo? ¿Hay acaso peligros que debemos evitar?

Me encogí de hombros.

—Bueno… está la ciudad de Ahinaw, la capital, y está rodeada de aldeas. Rodearemos el territorio para llegar hasta… la casa de mi amigo sin percances.

La princesa se mordió un labio.

—Supongo que será más sabio evitar la ciudad, sí. Una vez leí, a escondidas, el libro de un ahinés. —Tomó una expresión avergonzada—. Ya sé que no debería haberlo leído, era un libro prohibido, pero así supe que en Ahinaw, la capital, había palacios magníficos… ¿Es eso cierto? ¿Es cierto que ahí las flores no mueren nunca?

Rinan me miraba, tan intrigado como ella, aunque había debido de oír mil historias sobre ese principado. Carraspeé, algo molesto.

—Esas son preguntas mayores, princesa. Apenas pude recorrer la ciudad de Ahinaw —contesté—. Tan sólo estuve de paso. Hay palacios, eso sí… En todo caso, tenían toda la pinta de serlo, pero, la verdad, en aquellos días no estaba yo como para admirar la arquitectura.

La princesa asintió con la cabeza, tal vez algo decepcionada por mi respuesta lacónica.

—Entiendo.

Oímos de pronto una voz que entonaba una canción y nos giramos, alarmados. Nos encontrábamos a apenas unos metros del camino y nos apresuramos a apartarnos un poco más: venía una carreta.

Escondido detrás de la maleza, divisé dos siluetas de hombres sentados sobre el banco delantero. Uno era de edad madura, con piel bronceada; el otro no debía de tener mucho más de diez años. Transportaban fajos de paja y deduje que eran unos campesinos de camino a Sisthria. A mi lado, la princesa Uli dejó escapar una exclamación ahogada.

—Canta la balada de los Inmortales —nos cuchicheó, sobreexcitada—. Escuchad.

De hecho, yo ya había reconocido la melodía. La canción contaba las hazañas del abuelo de Uli, Sinworse de Akarea, vencedor en innumerables batallas durante la conquista del territorio de los Nalfes. La canción, prohibida desde la derrota del rey de Akarea, había sido entonada por los rebeldes durante los dos últimos años. Y, sin embargo, ese campesino no tenía pinta de ser un rebelde. La muerte de Ravos el «Usurpador» parecía haber cambiado muchas cosas. Para la princesa Uli eso era sin duda una buena señal.

El bufido de Rinan me sacó bruscamente de mis pensamientos.

—¡Princesa, deteneos!

Mi hermano, tenso, miraba a… la princesa Uli, que salía disparada como una flecha hacia la carreta.

—¡Se ha vuelto loca! —se quejó Rinan. Pasmados, la vimos sentarse ágilmente en la parte trasera y acurrucarse detrás de la paja. Nos hizo un ademán, como para decirnos que nos diésemos prisa para alcanzarla.

Rinan se precipitó fuera del escondite. Suspiré antes de imitarlo: estábamos lejos de llegar vivos a casa de Herras actuando de esa manera.

Ni el hombre ni el niño nos vieron, pero no dejé de temblar cuando me senté al fin junto a Uli. Sin atreverme a hablar, le dediqué una mueca elocuente que le arrancó curiosamente una sonrisa. Por lo visto, ella no había creído posible que el campesino o su hijo nos vieran. Era cierto que éramos bastante invisibles, bajo el sol, pero si llegase una nube a ocultarlo…

Permanecí silencioso y tenso durante las dos horas siguientes, escuchando distraídamente las conversaciones deshilachadas de nuestros transportistas. Empecé entonces a percibir un rumor sordo. Llegábamos a Sisthria, entendí. Así que los avisé para que nos apeásemos. La princesa Uli nos siguió sin rechistar y nos alejamos del camino. Sólo entonces Rinan y yo estallamos al mismo tiempo.

—¡Es usted una inconsciente! —le reprochó Rinan.

—¿Y si nos hubiesen visto? —agregué con el ceño fruncido—. Estaríamos en un buen lío, ¿no cree?

La princesa resopló, teatral.

—¡Vamos, tranquilizaos! —Nos observó y se carcajeó—. ¿Siempre sois tan pesimistas? Os recuerdo que somos fantasmas. Con este sol, un humano no puede vernos. Y aunque nos viera, ¿qué podría hacer? ¿Huir? ¿Darnos una paliza? ¿Soplarnos? —Soltó una risita—. Vamos, en marcha. No andamos lejos de la frontera de Ahinaw, ¿verdad?

Eché un vistazo a mi alrededor. Tan sólo algunos arbustos dispersos poblaban los aledaños. Asentí.

—Exacto.

—Pues, a partir de ahora, el guía eres tú —observó Rinan—. Yo nunca he estado en esta región.

Mostré una media sonrisa.

—Oh, por el momento, no es muy difícil: basta con dirigirse hacia las montañas.

Rinan frunció el ceño, suspicaz.

—¿Las montañas? Ejem, pero si en Ahinaw no hay montañas.

—Así que… vamos todavía más al norte —intervino Uli. Me contemplaba con los ojos entrecerrados—. Nos estás llevando hacia las montañas de Cermi.

Asentí con la cabeza, prudente.

—Exacto —repetí.

Los rostros de Rinan y de la princesa se habían ensombrecido. A decir verdad, no era ninguna sorpresa para mí.

—Ese amigo del que nos hablas ¿vive en las montañas de Cermi? —preguntó mi hermano. Confirmé, en silencio—. Pero… ¿cómo?

Suspiré. Más valía decirles la verdad.

—Como os dije, es un mago —empecé.

La princesa ahogó una exclamación.

—¡Ah, eso no! Eso no me lo dijiste. En todo caso, a mí no —precisó—. Vas a explicármelo todo, jovencito. Sentémonos. Siéntate —me repitió, mientras ella tomaba asiento sobre la hierba seca, entre dos matorrales. Me senté ante ella y Rinan me imitó, adoptando una expresión impasible. Los ojos azules de Uli me traspasaban como agujas pese a su transparencia—. Recapitulemos. Conoces a un mago en las montañas de Cermi capaz de ayudarnos a matar un pulpo situado en el Infraviento. ¿Quién es ese mago y cómo es que lo conoces, tú que eres agente de Akarea?

De Ravlav, corregí mentalmente. Pensé que era mejor no señalar su error y junté mis manos vaporosas en un gesto sereno, dejando en el suelo mi camisa con mi cuaderno.

—Le debo explicaciones —concedí—. Ese mago, que se llama Herras, vive en una mazmorra llena de libros, objetos mágicos y mil maravillas. He dicho que era un mago, pero, en verdad, ya no lo es. No desde que perdió sus facultades para modular las energías. Vive en un lugar… muy peligroso. Por eso, cuando lleguemos al pie de la montaña donde se esconde, iré solo hasta su casa. Me indicará qué hacer para deshacernos de este maleficio y todo acabará arreglándose.

—¿Nos indicará dónde encontrar al pulpo? —soltó la princesa con tono interrogante.

Me encogí de hombros.

—Eso es, si usted prefiere. El caso es que mi amigo Herras es una persona muy inteligente y muy sabia y dudo de que no encuentre un remedio para toda esta… pesadilla —terminé diciendo, bajando la voz.

—¡Ah! —exclamó Uli—. Pues a mí me gustaría conocer a ese hombre. Parece ser una persona interesante.

—Er… princesa… —Vacilé—. Sería preferible que no lo viera. No le caería bien, se lo aseguro. En realidad, es bastante arrogante y muy poco sociable —mentí.

La princesa Uli arqueó una ceja.

—Esa es una curiosa forma de describir a un amigo —observó.

Mientras yo me ruborizaba, Rinan tomó la palabra.

—Hermano, ¿estás seguro de que ese mago es capaz de ayudarnos? No querría que te arriesgases en esas montañas para nada. Y recuerda que viajamos con la princesa. No podemos permitirnos que le pase la más mínima desgracia.

—Por eso mismo os pido a ambos que os quedéis al pie de la montaña —repliqué. Entonces, me levanté—. Si continuamos a buen ritmo y si el viento no se levanta, creo que llegaremos mañana hacia el mediodía.

Obviamente, la princesa Uli se había quedado con la curiosidad insatisfecha y me habría preguntado más cosas, pero se puso en pie, asintiendo. Me pregunté si, al fin y al cabo, no había perdido todo rastro de realeza durante sus años de exilio: era simpática, despreocupada y, al mismo tiempo, solícita con los demás… No había ni gota de esa arrogancia o de esa suficiencia tan presentes en la gente de la Corte, constaté.

Continuamos avanzando hacia el norte, por un terreno cada vez más yermo y, mientras Rinan y yo caminábamos, la princesa nos entretuvo agradablemente con historias estrafalarias que había leído en uno de los libros de su torre. Justo acababa de contar una cuando Rinan le preguntó:

—¿Y no le da cierta pena haber reventado todos esos libros, en su morada?

Uli se encogió de hombros.

—Como decía mi abuela, todo lo que empieza tiene un final. Y los libros empiezan ¡y siempre tienen un final!

Sonreí.

—Salvo el Libro del Tiempo —observé.

La princesa me miró, sorprendida.

—¿El Libro del Tiempo? ¿Y eso que es?

Me percaté de golpe que había metido la pata… Rinan resopló.

—Oh, sólo es una creencia de los ravlavs —explicó—. Según se cuenta, lo único que creó la diosa que fuera inmortal fue el Tiempo.

Uli permaneció pensativa largo rato, preguntándose tal vez hasta qué punto su pueblo y su reino habían cambiado en diez años. Cuando llegamos ante las primeras montañas de Cermi, la noche se cerraba ya sobre nosotros, pero no estábamos ni cansados ni hambrientos… El asunto empezaba a tomar un giro preocupante, confesé para mis adentros.

—Princesa Uli —dije de pronto, mientras bordeábamos una cuesta empinada poblada de rocas, piedrecillas y pequeños arbustos. Aunque el cielo estaba todavía de un azul oscuro, la Luna ya centelleaba, iluminando tenuemente nuestros pasos.

La joven, que avanzaba junto a mí, con una flor blanca en la mano, alzó la cabeza.

—¿Sí?

Inspiré profundamente, sintiéndome incómodo aun antes de haberle preguntado nada. Me di ánimos.

—Bueno, verá, me preguntaba si ya le había pasado tener que salir fuera de su torre durante varios días seguidos.

—Er… Claro. —Por lo visto, mi pregunta la había pillado desprevenida—. Al principio, es verdad que viajé un poco —contestó con sencillez—. No me quedé encerrada todo el tiempo en la torre. Pero debo confesar que hacía como tres años que no me alejaba. Es que no… Es que tenía miedo de que me robasen la torre.

Rinan soltó una risita irónica.

—Y tanto, ahora nadie se la robará, descuide.

—Sí… —admitió ella con calma—. Pero ya no habrá más maldiciones. Bueno, eso espero.

Sus palabras me habían dejado meditativo. Si ella había estado fuera de la torre durante días, eso significaba que, aun sin beber y sin comer, había podido recobrar su cuerpo sin problemas. Era una idea reconfortante. Habría sido más bien molesto morir de hambre al recobrar nuestro cuerpo… Aunque, de todas maneras, antes, había que recobrarlo, me recordé.

Bajo la luz de la Luna, comenzamos a subir una colina y llegamos al fin sobre una meseta boscosa. Oí el murmullo de un arroyo cercano y me estremecí. Ahí era donde había encontrado a Herras, cinco años atrás.

—Supongo que con la luz del día este lugar debe de ser magnífico —pensó Uli en voz alta.

Asentí. Durante mi estancia con el mago, había pasado mucho tiempo explorando la zona. Era uno de los escasos períodos de mi vida en los que había tenido la impresión de vivir realmente, cazando para cenar, vagueando bajo el sol mientras deseaba no volver jamás a Eshyl… Pero mi razón había acabado por vencer: no podía cortarme así del mundo y olvidar a Rinan, a Dyliere y a Manzos… Así no lo parecía, pero seguía teniendo amigos, en la capital. Y era demasiado joven como para imitar a Herras y hacer de mi vida una larga línea monótona. Como la que había tenido la princesa Uli durante siete años, por cierto. Pero, ¿y yo? ¿Acaso había tenido una vida más apasionante como agente de un rey obsesionado por las conspiraciones y otros enredos? Muchas veces, me había dado cuenta de que mis actos, dictados por una mano que no era la mía, no habían hecho más que empujarme a no cuestionar nada y a interesarme tan sólo en gastar, durante mi escaso tiempo libre, el dinero que ganaba. Oh, sí, no me faltaba dinero. Tuve una sonrisa amarga. ¿Pero para qué quería ese dinero si no tenía tiempo de pensar en otra cosa que en intrigas, informes y confabulaciones?

—¿Aún estamos lejos de esa montaña? —inquirió entonces Uli, sacándome de mis pensamientos.

—Ya casi estamos —respondí.

Salíamos de un bosquecillo cuando reconocí, en la penumbra del alba naciente, las formas imponentes de dos grandes montañas que se alzaban ante nosotros. Me detuve.

—Es aquí —declaré.

Vi a la princesa salir de la sombra de los árboles y contemplar la vista. Entonces, se giró con viveza.

—Tengo un mal presentimiento —dijo.

Enarqué una ceja, preguntándome si no estaría intentando convencerme de que los dejase acompañarme.

—¿Cuál?

—Va a soplar —anunció—. Lo siento en el aire.

Rinan y yo nos consultamos con la mirada, alarmados.

—Debo decir que hemos tenido suerte por ahora —prosiguió ella—. Pero, como os decía, el otoño está al llegar. Y además, ahí arriba, debe de estar soplando todo el rato —soltó, levantando los ojos hacia la montaña más cercana—. Intentad sentirlo. El aire empieza a agitarse.

Hice una mueca dubitativa. Una rápida ojeada hacia mi hermano me informó de que él tampoco sentía nada. Carraspeé, procurando no pensar demasiado en esas inquietantes palabras.

—Bueno, allá voy —declaré, dando un paso adelante—. Rinan, no la dejes salir volando, ¿eh? —bromeé.

Mi hermano puso los ojos en blanco y me dedicó una media sonrisa. Un destello de preocupación brillaba en sus ojos.

—Encontraré un refugio. Pero… —Vaciló y se contentó con decir—: Tú ten cuidado.

Le di una palmada en su hombro transparente.

—Como siempre, hermano —repliqué—. Estaré de vuelta dentro de dos días, como mucho… Bueno, eso espero. —Le dediqué una mirada alentadora a la princesa—. Volveré cuando sepa la verdad sobre el enigma del pulpo.

Uli se mordió el labio y asintió, súbitamente grave.

—Yo… tú… —balbuceó, con aire molesto—. A la mínima brisa, intenta reptar y procura agarrarte bien —acabó por decir con un tono más firme.

Tan sólo en ese instante entendí que se preocupaba por mí. Tendí una mano y apreté suavemente sus dedos, emocionado. Me recorrió una ligera descarga.

—Todo se arreglará —le prometí por lo bajo, con la mirada atrapada en sus ojos azules.

Fue, creo, una de las pocas promesas verdaderas que hice en mi vida. O al menos, tenía la intención de cumplirla fuese como fuese.