Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

28 Hacia las estrellas

Las nubes blancas, la brisa, el canto de pájaros, el olor a tierra mojada, el cielo azul… Hacía tan sólo tres meses que no veía la Superficie pero me habían parecido años. Inspiré hondo el aire del mediodía. Estábamos a principios de otoño y el sol seguía calentando. Tumbado en la hierba junto a Naarashi, cerré los ojos… y los volví a abrir casi enseguida al oír un estallido de carcajadas.

Por la verde colina corría una banda de niños nurones. Junto al portal, conversaban los adultos animadamente…

Nadie hubiera dicho que el portal de Merbel acababa de abrirse hacía unas horas. Apenas había cruzado el portal con Erla y Kala y vuelto a cruzarlo, los merbelianos habían gritado victoria. Algunos hasta se habían acercado a mí para tocarme, no sé si para agradecer mi heroico coraje o para asegurarse de que estaba bien vivo. En todo caso, seguía sin creer que Tafaria hubiera dejado pasar hasta a niños y familias enteras a curiosear y ver el sol. Que confiara tanto en las habilidades de Erla y Galaka Dra me confundía un poco.

Un niño pasó gritando con un palo en la mano. Sonreí. Bueno… Considerando las expresiones de felicidad que veía, el riesgo merecía la pena. Mis ojos se posaron sobre Kala, que bajaba la colina rodando y gritando con una panda de niños. Se levantó de un bote soltando:

«¡Venga, Jiyari, Melzar, Boki, podéis hacerlo!»

Boki lo ignoró. Mientras Jiyari entraba en el juego con ciertas reservas, Melzar dijo con voz neutra:

«Conocí a uno que se torció el cuello haciendo eso y pasó el resto de su vida mirando al suelo sin poder levantar cabeza.»

Resoplé, divertido, mientras Jiyari se paralizaba en pleno impulso… resbaló y cayó rodando de todas formas, gritando socorro. Kala se carcajeaba con los niños nurones.

«Curioso, ¿verdad?» dijo de pronto una voz junto a mí. Era Weyna. La milenaria se sentó en la hierba a mi lado, observando los Pixies con intensidad. «Han cambiado tanto desde entonces… Cuando pasaron por el Jardín escapando del laboratorio, sus ojos estaban llenos de locura, odio y desesperación. Estaban cubiertos de sangre. Parecían monstruos. Recuerdo que pensé entonces: ¿cómo podrán encontrar paz unas criaturas así después de tanto sufrimiento? Después de mil años yo misma aún tengo pesadillas de la guerra. Y ellos sólo tienen una vida de unas pocas décadas… Deben de tener muchas ansias de ser felices.»

Sin duda… Sonreí.

«¿Quién no quiere ser feliz?»

«Mm… Pero no todos somos felices de la misma forma, joven mortal. Hay un equilibrio en todo. Así lo dicen los escritos élficos. Hasta los caminos más espinosos pueden llevar a la felicidad. Cuando cumplas mil años, lo entenderás.»

«Huh… Con llegar a centenario me conformo,» me burlé.

Callamos unos instantes. Curioso. Weyna hablaba de equilibrio como si estuviera familiarizada con Sheyra y los dioses waríes… pero supuse que no era el caso. Ignoraba si estaba relacionado pero, si Irshae había vivido tantos siglos leyendo libros élficos en el Jardín, no era de extrañar que los Arunaeh nos hubiéramos vuelto los máximos seguidores de Sheyra. Entonces, rompí el silencio.

«Weyna, tengo una pregunta… Desde que desperté en este cuerpo, Naarashi está muy apegada a mí.»

«Totalmente,» sonrió Weyna, burlona, posando sus ojos sobre la bola de pelo acurrucada contra mí.

Admití:

«Cada vez que duermo, veo recuerdos de gente del Jardín.»

La elfa agrandó los ojos, sobrecogida, levantándose sobre sus rodillas.

«¿En serio? ¿Qué ves?»

Le conté lo que recordaba haber visto. Los elfos, los nigromantes, las querellas entre los niños saijits y demonios rescatados por Márevor Helith… Cuanto más hablaba, más se aproximaba Weyna hasta que su expresión incrédula se encontró tan cerca de mi rostro que callé, molesto. Su largo cabello azul caía sobre mí como una cortina. Sus ojos se posaban alternadamente sobre Naarashi y sobre mí, desorbitados. Sentándome, la empujé amablemente carraspeando:

«Esto… ¿Todo bien, Weyna?»

La milenaria se volvió a sentar al fin, espirando.

«Naarashi lo recuerda todo,» murmuró. «No puedo creer que de verdad lo haya conseguido.»

La miré, perplejo.

«¿De qué estás hablando?»

Weyna se mordía las uñas. Le aparté las manos, contemplando con sorpresa sus dedos roídos. Como la barrera del Jardín no estaba ahí para curar sus heridas…

«Mar-háï, ¿qué clase de milenaria sigue comiéndose las uñas? » añadí con un suspiro.

Me dio un manotazo para liberarse y me agarró de los hombros diciendo, exaltada:

«¡Tu hermana es increíble! Jamás pensé que conseguiría salvar a Naarashi. Creí que sólo había salvado un trozo, pero… por lo que dices, Naarashi, la diosa del Jardín, no, nuestra madre, que nos ha cuidado durante mil años, sigue viva… y está aquí con nosotros.» Nos miramos, marcó una pausa y soltó de pronto una exclamación. «¿Dónde se ha ido?»

Eché un vistazo a mi alrededor. Naarashi se había despegado de mí. ¿Dónde se había ido? Al fin, la vimos: estaba avanzando por la hierba con sus patas cortas. Se había alejado ya varios metros y acababa de alcanzar a una cría nurona. Weyna y yo nos levantamos de un bote, temiendo que esta la fuera a aplastar… Pero la niña la vio a tiempo, se paró y tendió sus manos menudas hacia Naarashi con curiosidad. La diosa soltó un pequeño chillido de sorpresa, dio media vuelta y echó a correr todo lo que podía. En vano: la niña, que no debía de tener más de cuatro o cinco años, la levantó, ignorando sus pateos frenéticos. Dijo algo en su lengua y le dedicó una gran sonrisa.

Je… Me crucé de brazos, burlón.

«¿Realmente podemos llamar diosa a una cobarde?»

Weyna ladeó los labios.

«Kah! No blasfemes.»

El sol se inclinaba hacia el horizonte y la mayoría de los nurones habían regresado a Merbel cuando Tafaria atravesó el portal y me señaló:

«¡Drey Arunaeh! Ven conmigo. Vas a ayudarme.»

Enarqué una ceja. Su tono de princesa me hacía rechinar los dientes.

«Estoy mirando las nubes. ¿Tan urgente es?»

Tafaria entornó los ojos, se adelantó, me agarró y me estiró hacia el monolito. Mascullé entre dientes y sentí cómo las ondas óricas me envolvían. Al instante siguiente, estábamos de vuelta en Merbel al pie de la sfenolanka. Mascullé:

«Soy un humilde destructor, no me vayas a pedir nada raro, princesa…»

«Tranquilo, ¡tu nueva misión está dentro de tus competencias!» aseguró Tafaria. «Además, tu hermano y su prometida van a echarte una mano.»

La miré, cada vez más perplejo. Su prometida… ¿Se refería a Sharozza?

Tafaria me enseñó una amplia sonrisa de nurona.

«Quiero que Zeïpuh sea al fin libre.»

Sus palabras fueron cobrando poco a poco sentido hasta que lo entendí y me quedé sin aliento, atónito.

¿Queeé? ¿Tafaria quería que sacásemos a la hidra por el portal? Se me salió del alma un rotundo:

«¡Ya-náï!»

* * *

Lo tenía todo planeado: las correas para atarla, la poción para calmarla, y unas enormes escafandras para evitar que la pobre hidra se ahogara… Pese a mi rechazo y mis argumentos constructivos —¿acaso pretendían declararle la guerra a Rosehack soltando a un monstruo en sus tierras nada más abierto el portal? ¿qué clase de relaciones querían establecer con el resto del mundo?—, Tafaria estaba empeñada en devolverle la libertad a Zeïpuh y aseguró que, una vez en la Superficie, se las arreglaría para conducirla a un lugar seguro y bien húmedo, lejos de los saijits.

Nos había prometido a cambio numerosos regalos. Una reliquia arcana, entradas y salidas gratuitas por los monolitos de Merbel para toda la vida, sacos enteros de conchas y algas medicinales… Sharozza estaba emocionada. Lústogan mostraba interés, más por la aventura que por el premio. Tras pensarlo un poco, acabé aceptando. Siempre y cuando Tafaria tuviera a la hidra bajo control… significaba que Lústogan iba a poder pagar toda su deuda para con el Templo del Viento vendiendo la reliquia. Y bueno, la idea de que una hidra tan grande estuviera viviendo en una única caverna era un poco triste… Un momento, ¿en serio estaba simpatizando con ese monstruo que casi me había devorado hacía unos días?

Suspiré mientras salía de la cápsula con Lústogan. Sharozza se había quedado en la parte inferior del lago de azalga, destruyendo roca para ampliar el paso hacia las aguas de Merbel. Pisé la plataforma y eché un vistazo sorprendido a mi alrededor. Sólo había nurones ahí.

«Los Zombras y los dokohis… ¿adónde demonios se han ido?» pregunté, perplejo.

«Los Zombras se han marchado,» me contestó Lústogan. «Se quedaban en la plataforma por la presencia de los dokohis.»

Se detuvo junto a mí y escudriñó el lago. La barrera que protegía la plataforma de las marismas de Kayshamui estaba abierta. Aun así, no veíamos gran cosa más allá de la orilla por culpa de la niebla. Tafaria y Layath estaban ya junto a la hidra. Mi hermana había propuesto usar su bréjica para ayudar a tranquilizar a la criatura, pero Yodah, Lúst y yo nos habíamos opuesto. En serio, Yánika se estaba volviendo cada vez más imprudente…

Fruncí un ceño, girándome hacia Lúst.

«¿Quieres decir que los dokohis se han ido antes?»

«No. Esos…» Lústogan vaciló. «¿No te ha dicho nada Yánika? El otro día, los dokohis atacaron a los Zombras. Para evitar más muertos, Yánika propuso su ayuda. Neutralizó los collares, Yodah los desconectó y yo los destruí.»

Me quedé boquiabierto.

«No sabía nada. Entonces… ¿qué han hecho los Zombras con ellos?»

Lústogan se encogió de hombros.

«Los Zombras nada. A petición de los Pixies, la reina de Merbel los bajó a su ciudad como presos. Gracias a Yodah, están ya todos despiertos, pero algunos tienen serios problemas mentales. Uno de ellos en particular, un antiguo guerrero Kartano. El mismo que pasó el monolito de Makabath con nosotros.»

Ruhi, el caito con el que nos habíamos encontrado en Dágovil capital, entendí con un escalofrío. Por Sheyra… Entendía que quitarles los collares era liberarlos de un artilugio bréjico repugnante pero… también significaba quitarles años de recuerdos.

«Había un dokohi llamado Kan entre ellos,» retomó Lústogan. «Y Yodah cree hacer reconocido a Zyro, pero no está seguro porque, claro, aunque fuera el líder de los dokohis, ahora no recuerda nada. En fin… parece que ya han atado a la hidra. Será mejor que crucemos…»

«Espera,» lo corté, algo agitado. No sabía qué me ponía más nervioso, si lo que me acababa de decir mi hermano o la perspectiva de bajar a una enorme hidra cientos de metros hasta un monolito. «¿D-dices que Zyro estaba en ese grupo de dokohis?»

«Eso parece.»

«¿Pero por qué diablos…?» Había oído la derrota que había sufrido Zyro contra los Zombras y el comandante Zenfroz Norgalah-Odali. Si Zyro había perseguido a Kan, en busca de Lotus, era lógico que hubiesen acabado en el mismo sitio pero… «¿Eso quiere decir que esos eran los últimos dokohis que quedaban?»

Lústogan enarcó una ceja al verme tan alterado.

«A saber.»

Meneé la cabeza. Era una buena noticia que sin duda alegraría a Rao. Los crímenes de su vida pasada no se borrarían tan fácil, pero al menos Erla no tendría ya a dokohis intentando matarla o protegerla fanáticamente.

Lústogan posó una mano en mi hombro para llamarme la atención.

«Lo sabía. No estás aún recuperado. Deberías seguir descansando…»

«No, hermano, estoy perfectamente,» lo interrumpí, volviendo al presente. Le sonreí. «Bajemos esa hidra y mostrémosle el sol.»

Los ojos azules de Lústogan me examinaron. Asintió, satisfecho, y me removió el cabello antes de tomar la dirección del vado diciendo:

«Cuento contigo.»

Cuando nos reunimos con el pequeño grupo, en la orilla del lago, me sorprendí al ver a Bellim. El milenario levitaba a un metro del suelo. Así que ya había conseguido adaptar su órica fuera del Jardín. Nos dedicó un tímido saludo de la mano.

«He venido a ayudar. De destrucción no sé gran cosa, pero contad conmigo para empujar a la hidra. El objetivo es hacerla más ligera para que se hunda, ¿verdad?»

«Un extraño concepto, pero así es,» confirmé, de buen humor. «Gracias por echarnos una mano. Pero las condiciones…»

«¡No cambian en absoluto!» aseguró Tafaria. Me guiñó un ojo sarcástico. «Bellim, al contrario que algunos, ha aceptado ayudar enseguida y eso sólo a cambio de tener acceso libre a nuestra biblioteca. Oh, eso sí, mi madre la reina también ha declarado a los cinco milenarios Amigos de Merbel: no serán Arcanos pero son sus dignos herederos.» Alzó dos dedos de victoria. «¡Buena suerte!»

Tras equiparnos, los tres nos acercamos a la hidra con cierta circunspección. Flotaba en el lago, con las dos cabezas replegadas cubiertas por las escafandras. No se movía. ¿Estaría completamente dormida? Bellim nos ayudó a alcanzar la hidra. A partir de ahí, Lústogan y yo nos hundimos hasta tocar su panza, nos colocamos a ambos lados, atándonos a las correas, y esperamos a que Bellim se posicionara en medio. En cuanto el milenario aplicó fuerza hacia arriba, Lústogan y yo lo imitamos.

El cuerpo de la hidra empezó a descender. Se rebulló un poco, pero apenas. Agarrado a una de las correas, seguí aplicando fuerza órica continuamente. La bajada fue larga. Larguísima. No se veía nada a través de la azalga; no se oía nada tampoco. Por fortuna, la poción que había usado Tafaria para adormecer a Zeïpuh era efectiva y la criatura no nos dio problemas.

De pronto, noté el límite de la azalga y mi cuerpo cayó de golpe por efecto de la gravedad. Sólo la correa me impidió hundirme metros más abajo en las aguas de Merbel.

«¡Drey, tu sortilegio!» gruñó Lústogan.

Lo volví a trazar tan rápido como pude, dándome cuenta de que nos estábamos yendo otra vez para arriba. En cuanto las cuatro patas y las cabezas pasaron el límite de la azalga, el cuerpo de la hidra cayó solo.

Nos zambullimos brutalmente en las aguas de Merbel con una hidra encima. Había previsto que mi sortilegio para aligerar a ese monstruo perdería toda efectividad una vez este saliera al aire libre… Sin embargo, por un breve instante, tuve la impresión de que la hidra se paraba en el aire, justo antes de caer al agua… ¿Me lo habría imaginado o…? Agarrándome a la correa con fuerza, me giré hacia Bellim con los ojos agrandados. ¿No lo había soñado, verdad? Ese milenario… aunque no hubiera durado ni un segundo, había hecho levitar a la hidra.

Me echó una mirada interrogante, como preguntándome si todo iba bien. Levanté un pulgar, aún anonadado.

La órica de un milenario no era ninguna broma.

La siguiente etapa era la más problemática: había que llevar la hidra a través de la ciudad, manteniéndola lejos del suelo para evitar destrozar las casas. Afortunadamente, esta vez teníamos ayuda: los nurones habían preparado todo un carruaje en el cual atar a la hidra. Decenas de peces enormes lo guiaban. Tafaria y Layath habían bajado por la cápsula y nos saludaron con grandes aspavientos. Se encontraban en compañía de una nurona con una cabellera azul aún más larga que la de Tafaria y un nurón con el pelo trenzado que inspeccionaba concienzudamente los arreos con dos jóvenes nurones. Algo en ellos me dijo que debían de ser los padres de Tafaria y sus hermanos mayores. Los reyes y príncipes de Merbel… Habían salido todos a ayudar a llevar a la hidra hasta el monolito. Esbocé una sonrisa divertida detrás de mi escafandra. Sin duda no tenían nada que ver con los dirigentes del Gremio de las Sombras.

El rey gritó una orden mientras colocaban a la hidra en el carruaje. Uno de los príncipes señaló la cabeza derecha de la criatura voceando.

«Ese es Zurka,» dijo Layath, acercándose a nosotros. «Nuestro hermano mayor. Habla ya como un verdadero rey. Oh, vaya, me dice que vaya a asegurarme de que la cola está firmemente atada. ¡Ánimo, Zeïpuh!» añadió, acariciando a la hidra con una mano mientras se dirigía hacia la parte trasera.

Cuando todo estuvo bien atado, se pusieron en marcha. Bellim, Lústogan, Sharozza y yo seguimos la procesión desde abajo, ayudando a mantener el carruaje al mismo nivel. Tardamos como una hora en llegar hasta la sfenolaka con el monolito. No hubo ni un merbeliano que no salió a ver lo que ocurría. Todos comentaban alegremente el evento. Parecía aquello un verdadero festival.

Cuando al fin alcanzamos la explanada, frente al monolito, los dioses saben lo que nos costó arrastrar el cuerpo unos simples metros. Llegué agotado. Sharozza gruñía, tumbada en el suelo. Hasta Lústogan resoplaba. Bellim seguía levitando. Sus ojos centelleaban. Entendiendo cómo se sentía, solté una carcajada baja. No todos los días uno ayudaba a una hidra atascada a transmigrar.

Los demás milenarios, los Pixies, Saoko y Yánika habían salido de la residencia a admirar la impresionante criatura. Mi hermana llevaba a Naarashi entre las manos. En cuanto me vio, la pequeña diosa escapó y correteó hasta mí. Esbocé una sonrisa y le dije:

«Bienvenida a casa, pequeña diosa.»

«¡Vista así, parece aún más grande!» se maravilló Weyna, rodeando la hidra.

«Impresionante,» comentó Yataranka.

«Buen trabajo,» murmuró Delisio, acercándose.

Galaka Dra se había quedado admirando la criatura con cara de haber encontrado una nueva maravilla. Bellim rió quedamente.

«Sienta bien… trabajar conjuntamente,» dijo.

«Sí,» admití. «Gracias por parar la caída de la hidra. Tu órica es impresionante.»

«Con mil años de experiencia, tu hermano y tú lo haríais mejor,» aseguró Bellim humildemente.

«Bueno… Pero incluso con mil años de experiencia uno debería cansarse después de algo así… ¿No me digas que no estás cansado?»

«¿Can… sado?» repitió el milenario. Parpadeó. Empezó a descender… «Ahora que lo dices…»

Aterrizó de golpe sobre el suelo y Delisio lo retuvo cuando se echó para atrás y se puso a roncar. Pese a sus sortilegios impresionantes, también él tenía sus límites, ¿eh? En cierto modo, me tranquilizó saberlo.

Le eché una ojeada a Sharozza y carraspeé.

«No te duermas ahí, Sharozza.» La destructora gruñó por toda respuesta. Apunté: «Estás usando la cola de Zeïpuh como almohada.»

«Grmlml… Es bastante cómoda.»

Enarqué las cejas y me incliné para susurrarle al oído:

«No sabía que Lúst y tú ya os habíais comprometido.»

Sharozza abrió grande los ojos y se levantó como un resorte exclamando:

«¡¿Q-q-qué?! ¿C-c-cuándo?»

Sonreí con todos los dientes.

«Enhorabuena.»

Lústogan nos echó una mirada interrogante desde la otra punta de la hidra.

«¿Todo en orden?» nos preguntó, acercándose.

Palmeé el dorso de la hidra soltando:

«¿Hoy toca hidra a la plancha, verdad? Quiero una loncha bien gorda…»

De pronto, el cuerpo de la hidra se estremeció y oí un gruñido bajo que se reverberó por toda la explanada.

«Attah, ¿se está despertando?» mascullé, retrocediendo a toda prisa.

Tafaria dio órdenes precipitadamente para traer un gran barreño lleno de un líquido púrpura. ¿Sería la poción que le había dado antes? Su color era tan sospechoso que me sorprendía que Zeïpuh se la hubiera bebido… Miré a la hidra con poca fe mientras Tafaria se acercaba atrevidamente hasta tocar una de las dos cabezas. Le quitó suavemente una escafandra y Layath le quitó la otra. Ambos le murmuraron al oído. Durante varios minutos, los demás estuvimos pegados a la cortina de azalga, listos para ponernos de nuevo las escafandras y salir de ahí nadando apresuradamente.

E increíblemente, después de un buen rato, Zeïpuh inclinó la cabeza y se puso a beber el líquido del barreño. Se lo bebió entero. Su confianza por Tafaria y Layath era por lo visto lo suficientemente fuerte como para que olvidara sus instintos animales. Media hora más tarde, la hidra dormía profundamente y respiramos al fin, más relajados.

Decidí ser positivo. Si eran tan buenos controlando a la hidra, tal vez realmente fueran capaces de conducirla a un lugar inhabitado sin provocar un desastre.

Un par de nurones aparecieron entonces desde el portal trayendo nuevas. Layath nos tradujo que habían explorado la zona fuera del portal y que, con total certeza, el monolito se encontraba en la isla de Isleña, justo al oeste de Trasta, la capital de Rosehack.

«No pareces sorprendido,» apuntó Melzar.

«No,» admitió Layath. «Los registros de los Arcanos hablaban de un portal que reunía este lugar a Isleña.»

«¿No es un poco problemático?» pregunté. «Isleña es la isla imperial.»

Layath sonrió con confianza.

«Lo importante es establecer una buena relación diplomática. No creo que se sientan muy amenazados por una ciudad de dos mil quinientos nurones.»

Eché un vistazo a la hidra. Layath carraspeó.

«Bueno… Zeïpuh es otro cantar, pero tenemos pensado sacarla de Isleña. Al parecer, hay una isla cerca de Euktipre donde viven otras hidras como Zeïpuh. De hecho, se llama la Isla Hidra. El plan sería obtener la autorización de los rosehackianos para trasladarla hasta ahí. Sé que todos nuestros esfuerzos os parecerán extraños pero… Tafaria, mis hermanos y yo crecimos con Zeïpuh. Es más inteligente de lo que podéis imaginaros. Es un miembro más de nuestra familia. Por eso queremos verla feliz.»

Hice una mueca, entendiendo mejor por qué toda la familia real se había unido para liberar a la hidra.

«Ya veo,» dijo Erla Rotaeda. Me sobresalté al verla junto a mí, y aún más cuando vi al gigante de Boki detrás de ella. «Espero que llegue a esa isla sin problemas.»

«Sí… Esperemos que los rosehackianos sean más razonables que los dagovileses,» aprobó el joven príncipe. «De no ser así… tendremos que volver a cerrar el portal, lo cual sería realmente una pena.»

Bostecé. Estaba demasiado exhausto para seguir escuchando todas sus explicaciones.

En vez de regresar al palacio de Tafaria, decidimos quedarnos todos en la residencia en forma de pirámide, junto a la explanada y el monolito. Eso significaba pasar el o-rianshu cerca de la hidra pero, como Tafaria y Layath habían decidido dormir ahí también, teníamos la esperanza de que nada grave fuera a suceder.

«¡Cenemos bajo las estrellas!» propuso Tafaria con viva expectación.

Usamos el monolito para hacer un picnic. Cuanto más pensaba en ello, más ridículo me parecía. Pero la cena, a base de algas y pescado, me devolvió cierta energía, y contemplar las estrellas en la noche con seis Pixies, cinco milenarios, tres Arunaeh, un príncipe, una Exterminadora, un Pelopincho y una diosa fue una experiencia inolvidable.

«¡Aún sigo sin creer que hayáis sido capaces de activar el monolito!» exclamó Tafaria, feliz.

«Ah,» sonrió Galaka Dra. «En realidad, cuando me di cuenta de que el trazado no era tan distinto del del Jardín, la solución resultó ser no tan complicada…»

«¿Pero cómo entendiste que la runa en la parte interna no estaba bien colocada?» preguntó Erla Rotaeda con vivo interés.

Ambos runistas se perdieron en su propio mundo y dejamos de escucharlos. Layath rió:

«¡Whoaaa, no puedo creerlo, las estrellas bailan de verdad, hahahaha!»

Había bebido licor de algas más de la cuenta y su piel azulada estaba sonrosada.

Tafaria le quitó la botella.

«Las estrellas no bailan, hermano. ¡Si Madre se llega a enterar de que te he dejado beber alganegra…! Sigue el ejemplo de Yánika. Sólo bebe algayaga, ¿ves?»

«Pero tengo tres años más que ella, hermana… Y la algayaga no me gusta…»

«Eres el único nurón al que no le gusta la algayaga,» se burló Tafaria. «Mag'yohi bien te lo dijo: no serás nurón de verdad hasta que no aguantes un barril de algayaga.»

«¿Quién aguanta un barril entero?» resopló el joven príncipe.

«Mag'yohi?» repitió Yodah, alzando los ojos. «¿No se llamaba así el nurón de la caravana que nos llevó hasta Padha, en Kozera?»

«¡Es verdad!» espiraron Yánika y Kala al mismo tiempo.

«Mag'yohi Robelawt,» afirmé, recordando al amable nurón caravanero.

«¿Conocéis a Mag'yohi Robelawt?» exclamó Tafaria. «¡Menuda sorpresa! Por aquí lo conocemos como a Mag'yohi el Algayaga. Nos vende algayaga del mar de Afáh una vez al año por el paso submarino. Es uno de los pocos mercaderes que nos traen noticias de los Pueblos del Agua y el mundo.»

Mientras seguíamos charlando, una brisa fresca se levantó, haciendo vacilar las llamas de la fogata. Nos habíamos tumbado a contemplar la Gema y las estrellas cuando Layath preguntó:

«¿Tienen nombres las estrellas, verdad?»

«Tienen,» contestó Yodah. «Pero como subterraniense nunca me he interesado mucho por ellas.»

Entonces, Yataranka levantó el brazo y señaló el firmamento.

«Esa es la constelación del Escorpión,» dijo. «Y aquella, el Diente de León.»

«¿Diente de León?» repitió Layath. «Parece una flor.»

«El diente de león es una flor, hermano,» le informó Tafaria.

«Oh.»

«Aquella,» apuntó Weyna con la voz ronca de emoción, «es la constelación de la Lanza.»

Recordé entonces que los cinco milenarios habían sido extereños en sus primeros años de vida. Aunque hubiesen pasado mil años bajo tierra, volver a ver el cielo debía de ser para ellos como vivir un sueño.

«¡Una estrella fugaz!» exclamó Galaka Dra.

«¿Dónde?»

«¡La he visto, en serio!»

«Yo no la veo.»

«Por eso se la llama fugaz. ¡Otra!»

«¡Galaka Dra! ¿No te las estás imaginando?»

«¡Lo juro por las memorias de nuestros hermanos! ¡Otra!»

«Has bebido demasiada alganegra… ¡Oh, acabo de ver una!»

«¿Estáis borrachos? Es imposible que haya tantas…»

Las risas recorrieron el grupo mientras contemplábamos todos el cielo nocturno. Me fijé en que Yánika estaba absorbiendo su aura. Creí adivinar la razón: no quería alterar la alegría de aquel momento con sus propios sentimientos. Tendí una mano hacia la suya y conseguí establecer contacto bréjico para decirle:

“No te preocupes, Yani. Nadie va a resentirse por tu aura. Libérala.”

“Pero… ¿no es como si traicionase los verdaderos sentimientos de todos?” se preocupó Yani.

“No creo que nadie aquí quisiera verte concentrarte en absorber tu aura mientras están pasándoselo bien diciendo tonterías. Por eso, relájate y mira las estrellas con nosotros. ¿Tan difícil es?”

Vaciló unos instantes. Entonces su aura se liberó, cargada de serena felicidad. Yánika soltó de pronto una carcajada en la noche, se levantó y echó a correr colina abajo, bajo la luz de la Gema.

«¿Yánika?» se sorprendió Yodah.

La risa de Yani sonaba tan infantil y alegre que nos arrancó sonrisas a todos.

«Y por Dágovil dicen que los Arunaeh sois muermos de piedra…» comentó Erla.

A la luz de la fogata, me fijé en su expresión jovial. No había ni rastro de su habitual toque engreído. Heh…

Quién hubiera imaginado que una nahó Rotaeda estaría disfrutando de una velada tan rústica como aquella.