Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

22 Villa Arcana

Era primavera y los soredrips adornaban Firasa con sus flores blancas. A la sombra de un árbol, dos niños lloraban desconsoladamente. Eran Jiyari y Saoko.

«¡Jiyari!» grité. «¿Qué ocurre?»

«Las… las darnelias…»

Con los ojos anegados, el rubio señalaba las flores marchitadas en el suelo. Entonces, Saoko sollozó:

«No tengo amigos…»

Mi corazón dio un vuelco. Desperté de golpe gritando:

«¡Saoko!»

Con lágrimas en los ojos, me enderecé violentamente. Saoko se apresuraba a mi lado, alerta, daga en mano. Lo agarré de la manga con fuerza.

«¡Saoko, soy tu amigo!» dije sin aliento. El brassareño se quedó petrificado. «No llores así ni en sueños, ¿me oyes? Os traeré darnelias… muchas darnelias… ¡Una montaña de darnelias! Pero no lloréis… »

«¡No lloro!» replicó. «Espera… ¿por qué estás llorando tú?»

¿Que por qué…?

«Porque… ¡Porque soy sensible!» dije con tono acusador.

Me pasé una mano para secar las lágrimas y me crucé con los ojos rojos inquietos de Saoko. En el túnel, los demás se habían despertado por mis gritos y Lústogan, que había estado montando la última guardia, me miraba con una ceja enarcada. Entonces, caí en la cuenta. Todo había sido un sueño… Me rasqué la cabeza, espabilando al fin.

«Ah, buen rigú a todos…»

«Buen rigú,» contestó Yánika, bostezando. Los milenarios mascullaron algo, desperezándose a duras penas.

«Buen rigú, Gran Chamán,» dijo Jiyari. «¿Por qué chillas tan temprano? ¿Te encuentras bien?»

«Perfectamente. Di, Campeón. ¿Qué son las darnelias?»

«¿Las dar… qué?» se confundió el Pixie rubio. O sea que esas flores ni siquiera existían… Aun así, en ese momento, me hubiera gustado poderle regalar todo un ramo de darnelias al Campeón tan sólo para olvidar la expresión desconsolada que me había mostrado en el sueño… Jiyari ladeó la cabeza, vacilante. «¿Seguro que te encuentras bien?»

Me levanté afirmando con energía:

«¡Tan bien que podría cavar un agujero hasta la Superficie!»

«Ojalá…» suspiró Weyna frotándose los ojos.

No teníamos nada que desayunar aparte de Ojos de Sheyra y, entre gruñidos dormidos y parcos comentarios, recogimos nuestras pertenencias y reanudamos la marcha. Capté la mirada molesta de Saoko posada sobre mí pero, cuando me giré, la desvió con una mueca fastidiada. ¿Lo habría asustado con mis desvaríos matinales? Bah… Los olvidaría pronto. Entonces, me fijé en la expresión pensativa de mi hermana y, alcanzándola, le revolví las trenzas.

«¿En qué piensas?»

Yani me lanzó una ojeada burlona antes de contestar:

«En que tengo a un hermano muy particular.»

Me atraganté.

«Un momento, ¿te refieres a Lúst, verdad?»

Yánika rió.

«Dos hermanos, entonces, o tres contando a Kala,» rectificó, y retomó golpeando el índice sobre sus labios: «En realidad, estaba pensando en que, desde que estás en este cuerpo, la órica no se te ha descontrolado durmiendo.»

Enarqué las cejas. Cierto. En cuanto al porqué… no tenía ni idea. Esbocé una sonrisa ladeada.

«Será porque este cuerpo lo bendijo una diosa.»

Diciendo eso, acaricié la bola peluda que acababa de asomar por el cuello de mi camisa. Naarashi ronroneó. Yánika resopló, divertida.

«Se diría que Sheyra ya no es tu primera diosa, hermano.»

«Pff, por supuesto. Naarashi va antes,» declaré sin un ápice de remordimiento.

«Qué rápido te conviertes a la fe pagana, hermano,» se burló Lústogan. «Apretemos el paso. A este ritmo, acabaremos con los Ojos de Sheyra antes de encontrar una salida. »

La perspectiva de morir de hambre en ese laberinto nos hizo acelerar a todos. Llevábamos tal vez dos horas andando cuando Yataranka alzó bruscamente una mano para detenernos a todos.

«¿Peligro?» preguntó Weyna en voz baja.

Durante unos segundos, retuvimos nuestra respiración. Entonces, lo oí: un mugido lejano. Delisio empezó a temblar tan fuerte que temí por Bellim, encaramado sobre sus hombros.

«¿Q-Qué criatura es esa?» preguntó Jiyari.

Miré a Lúst de reojo. Mi hermano contemplaba la oscuridad del túnel con sosegada concentración. Esperé que la criatura no viniera hacia nosotros. Llevábamos un buen rato andando en el mismo túnel sin habernos topado con otros caminos y dar media vuelta ahora significaba que no tendríamos ninguna escapatoria cercana.

«Sigamos,» dijo entonces Lústogan. «Por el ruido, parece que adelante hay una encrucijada.»

Tal vez nos diera tiempo a escoger un camino seguro, aprobé mentalmente. Reanudamos la marcha. Pronto vimos aparecer al final del túnel una fuente de luz trémula y cálida. Provenía de la encrucijada. En esta, se percibían sombras que se movían y voces… ¿de saijits? ¿de trasgos? Fueran lo que fueran, retiramos todas nuestras luces para no alertarlos.

«Voy a echar un vistazo,» dijo Yataranka. «Esperad aquí.»

Mientras se alejaba, Saoko la imitó sin una palabra. Ambos avanzaron en silencio y regresaron casi enseguida.

«Saijits,» dijo la milenaria. «Una veintena.»

«Gente de Makabath,» especificó el brassareño. «Probablemente.»

Jiyari suspiró de alivio. No quise recordarle que la mayoría de los presos de Makabath habían sido encerrados no sin razón.

«¿No has reconocido a nadie?» le pregunté a Saoko. «¿Algún Zorkia? ¿Algún Pixie?»

Saoko se encogió de hombros.

«Qué sé yo. Están todos tan sucios y flacos que ni sus madres los reconocerían. Podría acabar con la mitad de ellos de un plumazo. Sólo he visto a dos de ellos armados.»

Intercambié una ojeada con Lústogan. Si de verdad no había peligro, huir de ellos era una pérdida de tiempo. Afirmé con la cabeza.

«Vamos.»

Esta vez no nos preocupamos por disimular los Datsus; Bellim, en cambio, escondió sus marcas de demonio tras un velo.

Saoko estaba en lo cierto: cuando llegamos a la ancha encrucijada, lo que vimos fueron hombres demacrados, agotados y sin armas, sentados desordenadamente mientras los alumbraba la temblorosa luz de una linterna rota. Los dos que llevaban espadas se levantaron pesadamente al vernos, con ojos inyectados de sangre y ojeras profundas. Nos acercamos enseñando las manos en señal de paz. Los dos armados inspiraron súbitamente.

«Por Ohawura,» dijo uno con voz ronca, «¿los hermanos Arunaeh?»

Entorné un ojo y… entonces los reconocí. Eran Zorkias. Mayk, el esnamro dagovilés, y Zehen, el joven belarco receloso. Con toda la capa de mugre que los cubría, era difícil verles los rasgos.

«Mayk. Zehen,» saludé. «Tenéis una pinta horrible.»

Ambos enseñaron los dientes con sarcasmo.

«Hemos visto días peores,» dijo Mayk. Echó una ojeada a los presos de Makabath y agregó alzando la voz: «Es difícil encontrar comida en estos malditos túneles. Cualquier día empezamos a comernos a los que intenten robarnos las espadas.»

Sentí malestar entre los presos, pero observé también las muecas hostiles de algunos. Por lo visto, los dos Zorkias tenían problemas para mantener el orden. Casi era de extrañar que no les hubiesen dado el esquinazo a todos esos tipos. Al fin y al cabo, la mayoría, si no todos, eran criminales.

«Un momento…» dijo entonces Zehen, alternando la mirada entre Kala y yo. Me evaluó de arriba abajo. «¿Y tú quién eres?»

Oh… Era cierto que ellos siempre me habían visto con la piel gris y los tatuajes alterados del Datsu. Y ahora yo no tenía siquiera Datsu… Kala se adelantó pasando un brazo por mis hombros mientras decía alegremente:

«¡Es mi hermano gemelo! ¿Nunca dije que tenía uno?»

«Poco nos importa,» replicó Zehen.

«Kala,» protesté. «No los confundas. Yo soy Drey.»

«Y yo Kala. ¡Somos Kaladrey, los gemelos inseparables…!»

Agrandé levemente los ojos al notar que la voz de Kala, la mía, vibraba de sincero afecto. Los gemelos inseparables, decía… Resoplé y me escurrí de su abrazo diciendo:

«Mar-háï, ya tienes un cuerpo, deja de pegarte al mío.»

«No seas tímido,» rió Kala.

«¿Qué diablos dices…?» refunfuñé. Entonces callé, fijándome en los tatuajes del Datsu de Kala. ¿No parecían… como apagados? Desde que Kala había despertado, siempre habían tenido un color rojo y negro llamativo, pero ahora estaban desteñidos. ¿Podía ser que el Datsu sellado en su cuerpo estuviese deshaciéndose?

Espabilé cuando Lústogan se adelantó diciendo:

«Antes hemos oído el mugido de una criatura. ¿Sabéis lo que era?»

Los dos Zorkias dejaron de mirarnos a Kala y a mí con extrañeza para girarse hacia mi hermano con una expresión súbitamente tensa.

«Er… Sí,» contestó Mayk con reserva. «Antes Zehen y yo hemos explorado la zona. Estos dos túneles,» los señaló, «llevan a una caverna con marismas.»

«¿Marismas?» repitió Galaka Dra, intrigado. «Si no es mucha molestia, ¿podéis describírmelas?» Ante las cejas enarcadas de Mayk, agregó: «Oh, perdón. Soy Galaka Dra. Leí un libro viejo sobre las Mazmorras de Ehilyn en el que se hablaba de una civilización instalada en las Marismas de Kayshamui, en pleno Laberinto de la Muerte. Tal vez podamos pedir ayuda para salir de aquí.»

Mayk y Zehen intercambiaron una mirada y el último soltó:

«Agua maloliente y un montón de bichos y serpientes. Es todo lo que hemos visto antes de toparnos con una huella así de grande y dar media vuelta.»

El joven Zorkia reflejó el tamaño de la huella apartando las manos una buena cincuentena de centímetros. Attah… ¿Exageraba, verdad? Una huella así sólo podía haber sido dejada por un verdadero monstruo. Un brizzia, un basilisco, un troll… un dragón. Carraspeé.

«A menos que la civilización de la que hablaba ese libro fuese una civilización de saijits gigantes, dudo de que podamos pedirle ayuda a un monstruo, Galaka Dra.»

Los ojos de este, sin embargo, destellaban.

«Alguien me dijo un día: no temas al fantasma antes de verlo,» replicó.

Y, sin previo aviso, se adelantó hacia uno de los dos túneles señalados por los Zorkias. Con menos seguridad lo siguieron Weyna, Yataranka y Delisio cargando con Bellim. Si iban ellos, no nos quedaba otra opción que seguirlos. No podíamos permitirnos que les pasara nada. Al fin y al cabo, eran los viejos compañeros de nuestra Fundadora. Además, Galaka Dra era el único runista del grupo, el único que podía activar los portales.

Entonces, advertí la mirada inquieta que echó Jiyari a los presos evadidos. ¿Temía acaso que nos siguieran? Me desengañé cuando me preguntó en voz baja:

«Drey… ¿No crees que deberíamos darles algo? ¿Al menos… un Ojo de Sheyra cada uno?»

Fruncí el ceño, incrédulo. Si les daba un Ojo de Sheyra a cada uno… las reservas que me quedaban no iban a durar ni dos días.

«Imposible,» dije.

«Gran Chamán,» espiró el Pixie rubio, sorprendido. «Si los dejamos así, en ese estado no podrán venir con nosotros.»

¿Para qué quería que nos acompañase una banda de criminales? Jiyari evidenciaba en su rostro toda la pena que le inspiraban esos presos hambrientos. Tsk. Saqué la bolsa de Ojos de Sheyra y se la puse en las manos.

«Son tuyos. Vosotros, escuchad,» añadí dirigiéndome a los presos evadidos. Recogí un trozo de rocaleón del suelo, me erguí y paseé una mirada fría por cada rostro mugriento. «Como oséis aprovecharos de la generosidad de mi compañero, haré estallar vuestros huesos como esta roca. Hasta que no quede más que polvo.»

Abrí la palma de mi mano, rociando el suelo de arena. Esperé que el espectáculo los intimidase lo suficiente como para evitar problemas de momento. Sobrecogido, Jiyari balbuceó:

«¡Gracias, Gran Chamán!»

Mmpf, ¿por qué seguía llamándome Gran Chamán? Ya no tenía a Kala dentro. Le di la espalda alzando una mano.

«No me las des. Eres demasiado generoso, Campeón.» Esbocé una sonrisa. «Aunque no me parece mal.»

Mientras me alejaba con Yani, Kala y Lúst hacia la boca del túnel, Jiyari se apresuró a distribuir los Ojos de Sheyra a los evadidos. Ninguno de estos se quejó del mal sabor. Entonces, Zehen ladró:

«¡En marcha, perros sarnosos!»

* * *

El túnel por el que caminábamos se cubrió pronto de musgo y charcos llenos de bichos. El aire se cargó de humedad. Y la luz lejana de una piedra de luna comenzó a iluminar las paredes cada vez más amplias.

Las gotas de agua tintineaban contra el suelo, acompañando la respiración de tres decenas de saijits. En total, éramos treinta y uno. Treinta y un almas perdidas en el Laberinto de la Muerte.

«Por cierto,» dijo Mayk, «¿no sabréis cuántos días han pasado desde que entramos en las mazmorras?»

«Nueve, creo,» meditó Kala.

«Te equivocas, Kala,» suspiré. ¿Acaso no recordaba que en el Jardín las energías nos hacían dormir durante días enteros? No poder hablar con él por vía mental tenía sus inconvenientes. Me giré hacia Mayk. «Desafortunadamente, hemos perdido la cuenta. ¿Cuántas veces habéis dormido vosotros?»

«Veinticinco veces.»

¡¿V-V-Veinticinco?! Di un paso en falso, resbalé en el verdín y, por suerte, un brazo vino a parar mi caída. Alcé la cabeza para cruzarme con los ojos rojinegros de Kala.

«Hermano… No se te puede dejar solo en un cuerpo,» suspiró el Pixie. Y me sonrió, ayudándome a retomar el equilibrio. «¿Cómo quieres que me despegue de ti?»

Me ruboricé. Attah… Era la primera vez que me llamaba hermano directamente. Gruñí:

«Me he sorprendido, eso es todo.»

Si de verdad habían pasado veinticinco días, ¿quién sabía lo que había podido ocurrirles a Rao y a Lotus o Melzar en todo ese tiempo? No lo dije en voz alta, sin embargo. No servía de nada preocupar a Kala y a Jiyari ahora.

Desembocamos en las marismas poco después. La caverna parecía grande. Con los árboles ramudos, las plantas exuberantes, la niebla y la tenue luz verdiazul, no veíamos el final.

«Tened cuidado,» dijo Galaka Dra. Los milenarios se habían parado a esperarnos antes de adentrarse. El humano explicó: «Según el libro, las Marismas de Kayshamui son uno de los lugares más traicioneros de todas las mazmorras. Nos os acerquéis mucho a los árboles: algunos son alejiris. El ácido de su corteza es letal y se diluye en el agua a su alrededor. Procurad andar por los lugares más secos y proteged vuestra piel como podáis para evitar que os piquen bichos. Leí que algunos, como los mushispas, transmiten extrañas maldiciones a sus víctimas, como la Maldición del Sol Negro: los maldecidos son incapaces de soportar la luz del sol. ¡Incluso la luz de las piedras de luna les resulta dañino! Oh, también habla el libro de la Maldición de la Juventud. Un príncipe elfo la contrajo en una expedición a Kayshamui y, a partir de entonces, toda su progenie estuvo destinada a morir al alcanzar los veinticinco años de edad. Ni los mejores curanderos consiguieron salvarlos. Creían luchar contra una enfermedad, cuando en realidad era una maldición rúnica. ¡Ojalá pudiera verla con mis propios ojos!» Rió con las manos en jarras. Los demás lo miramos en silencio con expresiones atónitas. El milenario agregó: «Pero el esfuerzo siempre acaba por doblegar el destino. El libro cuenta que una de las princesas malditas consiguió entender los pictogramas y extendió su vida hasta alcanzar los ciento sesenta años de edad. Y sus descendientes se convirtieron en maestro runistas y consiguieron la inmortalidad creando a una diosa…» Me echó un vistazo o, más bien, le echó un vistazo a Naarashi, hecha un ovillo contra mí, antes de opinar: «Asombroso, ¿verdad? Hasta las maldiciones pueden volverse una bendición.»

Rió de nuevo. Weyna resopló:

«Tú y tus runas, Galaka Dra. Vuelve a la realidad: no son horas de estar desvariando.»

«En marcha,» aprobó Yataranka.

Nos adentramos en las marismas en fila. Los milenarios abrían la marcha y los Zorkias la cerraban junto con los demás evadidos de Makabath. Me aseguré de que Yánika y Jiyari anduviesen justo detrás de mí. Kala, Saoko y Lústogan nos seguían. De acercarse algún bicho volador a nosotros, mi hermano y yo podíamos repelerlo en cualquier momento con nuestra órica.

No habíamos andado mucho cuando encontramos las primeras huellas del monstruo. Galaka Dra y Weyna las examinaron con detenimiento.

«Cinco garras,» decía el primero. «Grandes a juzgar por lo profundos que son los agujeros.»

«¡Un dragón!» dijo Weyna con ojos brillantes.

«Un dragón,» afirmó Galaka Dra, sonriente.

«No os precipitéis diciendo que es un dragón sólo porque deseáis que sea uno,» suspiró Bellim.

Mar-háï… ¿Quién desearía encontrarse con un dragón? Sólo unos milenarios que habían olvidado el temor a la muerte podían actuar de esa forma tan despreocupada. Delisio murmuró algo que no oí. Yataranka regresó hacia nosotros después de haberse adelantado unos metros. Declaró:

«Estamos tomando la misma dirección que las huellas. ¿Las seguimos o las evitamos?»

«¡Las seguimos!» dijo Galaka Dra. «Ahí por donde pasa el felindriago no se acercan los lobos.»

Quería decir que el dichoso monstruo ahuyentaría a otras bestias indeseadas, entendí. Sin embargo, pronto le perdimos la pista al presunto dragón: las huellas desaparecían en el fango hundido. Antes de que nos diéramos cuenta, estábamos sumergidos hasta las rodillas. No tardé en oír quejas y gruñidos de asco.

«Los Arcanos,» intervino Galaka Dra, «la civilización que vive o vivía aquí, hacían a menudo baños de barro para conservar su juventud. El agua que usaban estaba llena de propiedades únicas y milagrosas. Klosfritz primero, rey de los piratas del Mar Celeste, compró un tarro de agua milagrosa a cambio de su mejor isla, Isleña.»

Isleña, me repetí. ¿Hablaba acaso de la isla al oeste de Trasta, capital de Rosehack? Jamás había oído decir que la “isla imperial”, conocida por sus palacios y academias, había sido ocupada por un pirata y recuperada por esos Arcanos. ¿De qué año estaría hablando Galaka Dra? Yataranka dio un paso que la hundió varios centímetros más y pegó un grito ahogado.

«Agua milagrosa,» gruñó con los puños cerrados y temblorosos. «Apesta.»

Me sorprendió verla tan alterada. Esos últimos días, Yataranka había probado ser una persona reservada y tranquila. Sin embargo, ahora, estaba más pálida que de costumbre. Jiyari se inquietó:

«¿No te habrá picado un mushispa?»

Yataranka sacudió la cabeza y Weyna intervino:

«No os preocupéis, Yataranka les tiene fobia a los gérmenes y la suciedad. Estás aguantando muy bien, Yanka,» agregó con orgullo. «No te vayas a desmayar.»

Yataranka ladeó los labios sin contestar. Sentado sobre Delisio, Bellim suspiró de alivio detrás de su velo:

«Eso tiene de bueno saber levitar.»

¿Se creía acaso que Delisio era aire?, resoplé interiormente. Un repentino ruido gutural nos acalló a todos. Resonó en la lejanía pero nos dejó en tensión. ¿Qué demonios sería eso?

Cuanto más avanzábamos, más se densificaba la niebla, los juncos se hacían tupidos y el terreno cada vez menos estable. En algunos trechos, el agua nos llegaba casi a la cintura. Hacía tiempo que Naarashi se había refugiado debajo de mi camisa. ¿Para evitar salpicaduras o huyendo del olor de agua estancada? Quién sabe. Más preocupado estaba por Yánika. Captando mis repetidas miradas hacia atrás, mi hermana comentó por bréjica con tono desenfadado:

“No voy a desaparecer debajo del agua, hermano, ya no soy tan pequeña, ¿sabes?”

Hice una mueca incómoda, cayendo en la cuenta. Era cierto. Yánika había crecido como una katipalka estos últimos meses y ahora no era más pequeña que Orih Hissa.

“Puedes utilizar de nuevo tu bréjica,” me alegré.

“Mm,” aprobó Yani. “Creo que estoy del todo recuperada.”

Era bueno saberlo. Tiempo después el terreno se estabilizó y caminamos entre rocas tapizadas de musgo. ¿Rocas? O más bien ruinas. Lo entendí cuando llegamos a una ancha avenida cubierta de adoquines con motivos descoloridos y bordeada de paredes medio derruidas.

«La Villa Arcana,» dijo Galaka Dra con clara emoción. «Existía hace más de tres… no… hace más de cuatro mil años.»

«Parece que ha dejado de existir,» intervino Weyna.

«Imposible,» murmuró Galaka Dra. «Una civilización tan grandiosa como aquella… ¿Por qué desaparecería?»

Se adelantó con energía, pasando la mano por las paredes y las lianas y asomando la cabeza por los vanos de las puertas. Inspiró de golpe.

«¡Oh! Eso, ¿veis? fue un telar. Y uno avanzado. Los elfos del Jardín lo importaron de la Villa Arcana. ¿Y veis las filigranas de luz en las paredes? Ahora están rotas, pero algunas siguen funcionando, ahí, ¿lo veis?»

Las dichas filigranas emitían una luz dorada. Aunque ahora muchas se habían disgregado con el tiempo. Pero, en la niebla, brillaban.

Con un acuerdo tácito, tomamos un descanso. Los milenarios se fueron a explorar la ciudad en ruinas y, tras un breve conciliábulo, dos grupos de presos de Makabath los imitaron. Oí murmurar algo sobre gemas y tesoros. Por lo visto, mis Ojos de Sheyra los habían espabilado demasiado. Bah. Mientras no nos causaran problemas a nosotros, que hicieran su vida.

En cuanto a los dos Zorkias, declararon que iban a explorar los alrededores. Esperé que encontrasen un camino seco por donde seguir nuestro avance y decidí:

«Nosotros nos ocupamos de la comida, ¿verdad, Kala?»

Saoko nos acompañó. Media hora más tarde, regresamos los tres a la Villa Arcana con un gran fardo lleno de gusanos de mil tipos distintos. Hasta Lústogan miró nuestra cosecha con un mohín inseguro.

«¿Son comestibles?»

Sonreí.

«Eso creo. Naarashi ponía los pelos como escarpias cada vez que le acercaba algo que no le gustaba. Todo esto ha pasado su filtro.»

El aura nauseosa de Yánika se tiñó de sorpresa.

«¿Naarashi te ha ayudado a distinguir los venenosos de los comestibles?» se extrañó. «¿En serio?»

La bola de pelos asomó los ojos por mi camisa y emitió un musiteo orgulloso. Miré a Yani y a Naarashi con curiosidad.

«¿Te ha hablado por bréjica?»

«No,» confesó Yánika. «Hoy lo he intentado ya varias veces pero… no consigo establecer una conexión mental con ella.»

Una lástima, pensé. Pero…

«Era de prever,» afirmé, divertido. «¿Cómo sería el mundo si pudiéramos usar bréjica para hablar con los dioses?»

El tiempo que regresaran los milenarios, la comida estaba lista. Esta vez, ni Galaka Dra ni Yataranka fueron capaces de probar bocado y Lústogan se contentó con un Ojo de Sheyra pensando probablemente que, si nos pasaba algo a los demás, al menos estaría él para cuidar de nosotros. Kala y yo, en cambio, comimos dos boles enteros y Weyna no nos fue a la zaga, engullendo los gusanos con evidente deleite. Posé mi bol vacío y eché un vistazo a Jiyari. El Pixie rubio les había llevado unas porciones a los cuatro presos que se habían quedado con nosotros. Sonreí.

«Se te da bien cocinar gusanos, Jiyari. Ya tienes otra receta especial.»

Jiyari se rascó la cabeza, obviamente complacido. En ese momento, volvimos a oír un rugido gutural en la caverna. El monstruo…

«¿Creéis que nos lo podremos comer a ese también?» preguntó Kala con esperanza.

Le di un empellón.

«Dudo de que quepa en la cazuela.»

«Ese no es el problema,» resopló Zehen a media voz. Acababa de aparecer entre unos escombros, acompañado de Mayk.

«Oh, los dos guerreros,» dijo Galaka Dra. «¿Habéis encontrado un camino?»

Los dos Zorkias se detuvieron, se miraron con rostros pálidos y dijeron:

«Hemos encontrado…»

«Al monstruo.»

«Y más que eso,» agregó Mayk. «Hemos llegado a una orilla arenosa donde la niebla se deshace. Más allá, hay una pequeña isla. Y en ella, hemos visto a unos guardias del Gremio y a unos Ojos Blancos.»

Durante unos instantes, la estupefacción nos paralizó. Entonces, Lústogan preguntó:

«¿Juntos, en una isla? ¿El Gremio y los dokohis?»

«No diría realmente juntos,» carraspeó Zehen. «Están… ¿como esperando algo?»

Mientras hablaba, se había sentado y llenado un bol. Hizo una mueca al ver la comida pero no comentó nada y empezó a engullirla con hambre. Mientras el esnamro lo imitaba, los demás tratamos de imaginarnos en qué situación unos dokohis podían estar conviviendo con unos dagovileses del Gremio.

«¿Cómo sabéis que eran dokohis?» pregunté. «¿Habéis visto los collares desde lejos?»

«Tengo buena vista, gran mahi,» retrucó insolentemente Zehen, mascando.

«Sus ojos blancos brillan,» apuntó Mayk. «Se reconocen fácil. Y los otros llevan el uniforme de los Zombras.»

«No hables de ellos mientras como, tengo la impresión de comer gusanos,» protestó Zehen.

«Estás comiendo gusanos,» le hice notar.

«Por cierto,» intervino Weyna. «¿Cómo era el dragón?»

Los dos Zorkias pararon de masticar, tragaron, intercambiaron una mirada y Zehen gruñó con los labios ladeados:

«No es un dragón.»

Galaka Dra agrandó los ojos.

«¿Que no es un dragón? Pero entonces… ¿qué es?»

Mayk posó el bol vacío. Con mi órica, noté un ligero temblor. Hasta su voz profunda se estranguló levemente cuando contestó:

«Es una hidra.»