Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

17 Las almas perdidas

«¡¿Qué haces ahí parada?!» exclamó Mugi. «¿Quieres que nuestros guerreros vayan a luchar en taparrabos? ¡A trabajar!»

«¡Sí, señor!» contesté, sobresaltada. Hundidas en jabón y suciedad, mis manos dolían. Frotaban los uniformes, tratando de limpiarla. El barro se iba fácil, pero la sangre se agarraba como el hambre.

No sé cuántas horas tardé en lavarlo todo. Cuando al fin salí del castillo, era de noche. Tan sólo un creciente de Gema me guiaría en el camino de vuelta. Tamen, el joven guardia, me saludó, sonriente:

«¡Irshae! Así que todavía estabas trabajando. Mugi siempre te deja sus tareas, ¿eh? ¿Te ha pagado al menos?»

Asentí.

«Lo de siempre. Papá dice que Mugi es un gruñón, pero que al menos paga.»

Tamen rió.

«Ten cuidado en el camino, pequeña. El grupo de demonios sigue merodeando por la zona.»

Sentí un escalofrío. Esas dos últimas semanas, había aparecido un grupo de demonios que se hacían pasar por saijits, engañaban a la gente para obtener información y, por supuesto, mataban. Por algo eran demonios. Asentí otra vez.

«Correré.»

Ya estaba cruzando el puente del foso cuando él soltó:

«¡Irshae! ¡Grita fuerte si ves algo!»

Sacudí la mano a la luz de las antorchas y salí corriendo hacia la oscuridad.

El camino de vuelta era algo largo y ralenticé al de un rato. Tan sólo el crujido de la nieve bajo mis pasos y el grito distante de una lechuza rompían el profundo silencio. Ni una gota de aire agitaba las hojas de los pinos, pero hacía frío. Con mi viejo abrigo agujereado, temblaba, y aceleré otra vez el ritmo. Pasé no muy lejos de una granja vecina y de la casa del herrero antes de tomar el camino que subía la colina. Ahí era donde vivíamos mi padre, mis dos hermanas menores y yo.

Avisté la choza y sentí un profundo alivio cuando oí las voces adentro. Últimamente, cada vez que volvía, temía encontrarme con mi familia masacrada a manos de los demonios. Estos eran monstruos terribles. Mataban y hasta se contaba que torturaban y comían a sus presas. Tener que limpiar la sangre en la ropa de los guerreros me recordaba que la guerra también llegaba ahí.

«Os… lo ruego.»

Me paralicé ante la puerta. ¿La voz de mi padre…?

«Mis pequeñas… Matadme a mí pero no a mis pequeñas…»

«No lo entiendes,» le dijo una voz desconocida. «Tienen que despertar. Si no despiertan, entonces ¿para qué van a seguir viviendo? Los saijits ni siquiera estáis vivos, para empezar.»

La puerta se abrió de golpe y la luz inundó el umbral. Pero no osé parpadear. Un miedo indecible me invadió al ver la silueta alzarse ante mí. Sus ojos eran rojos, tenía marcas negras en el rostro, y una expresión de desprecio. Un demonio.

«¡Irshae, huye!» gritó la voz de Padre. Estaba arrodillado, temblando, al pie de otro demonio. Un machete, en el suelo… Lo había soltado, entendí. Padre no podía luchar porque tenía demasiado miedo. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

«¿Padre?» murmuré. «¿Quiénes… son ellos? ¿Padre…?»

«¡Corre, Irshae!»

El demonio de la entrada enseñó una sonrisa torva.

«¿Correr? No puede, viejo. ¿No lo ves? El miedo hace huir. El terror paraliza. Entra, niña.»

Por alguna razón, el miedo paralizante me hizo moverme y entré. ¿Por qué entré? Padre decía que huyera pero… mi mente no conseguía más que hacerme llorar, temblar y oír los ensordecedores latidos de mi corazón.

Leyvi y Weyna estaban en el lecho, mirando la escena con ojos agrandados. La primera tenía cuatro años, la otra dos. No entendían bien lo que ocurría. Ni siquiera yo, con siete años, lo entendía. Alcanzándolas, me abracé a ellas.

«Sentidla,» dijo el otro demonio. «Sentid la Sreda y despertad.»

¿La Sreda? Sin mirarlo, sentí cómo el demonio ante Padre se arrodillaba. Eché una ojeada. Llevaba una daga en la mano. Cerré los ojos y grité:

«¡Nooo!»

Padre emitió un gruñido.

«Despierta,» insistió el demonio. «Ahora sólo sois muertosvivientes. Saijits idiotas. Vosotros empezasteis la guerra. Si no despertáis, es que sois escoria, nada más. ¡Despierta!»

No sé cuántas veces le repitió a Padre que despertara. El caso es que yo no miré ni una sola vez. El terror me paralizaba entera. Una mano me agarró del cuello y me levantó bruscamente.

«Abre los ojos.»

Los abrí. Vi a mi padre inmóvil en el suelo. Pero seguí sin poder gritar. La puerta volvió a abrirse.

«Al fin te encuentro, Ark,» masculló de pronto una nueva voz. «¿Otra vez con tus estúpidos experimentos? Deja a esa niña. Así no despertará su Sreda. Y aunque la despertaras, ¿realmente crees que te perdonaría por lo que has hecho? Matad a esas crías de una vez. Esta noche, atacamos el castillo.»

La mano que apretaba mi cuello se hizo más tensa.

«No son estúpidos experimentos, capitán. Si lográramos despertarlos… esta maldita guerra acabaría,» gruñó el demonio que me sujetaba. «En una guerra que se eterniza, la mejor estrategia es convertir a tu enemigo en aliado…»

«¡Ya basta! No me has oído claramente, Ark.» La voz era autoritaria. «Lo tuyo se está volviendo más una obsesión que otra cosa. Salvar a los saijits convirtiéndolos en demonios es idealismo. Idealismo,» repitió. «La Sreda, la Vida, es una bendición que no se da a todos los seres que se mueven en este mundo. No puedes salvar a los muertos, Ark. Olvida a esa niña. Estamos en plena operación. Mantén la cabeza fría.»

Mientras oía pasos alejarse, Ark me dio la vuelta y me miró a los ojos. Hizo una mueca.

«¿De verdad un saijit no puede ser más que muerte?»

En medio del miedo, su pregunta me confundió. ¿Muerte? Para ellos, los saijits… ¿éramos muertos?

«Si estoy muerta…» murmuré con un hilo de voz, «¿para qué matarme? ¿Por qué matar a mi padre?»

La cólera reemplazó mi terror. La ira. La rabia. La venganza. Ya no había más emoción en mí que odio. Los ojos del demonio reflejaban los míos, encendidos por la locura. Se entornaron y alzó su daga.

«Si no despiertas, es mejor que duermas para siempre.»

* * *

No sé por qué Ark nos dejó con vida a mis hermanas y a mí. El caso es que aquella noche los demonios atacaron el castillo, masacraron a sus ocupantes, lo saquearon y prendieron fuego a todo lo que no podían llevarse. Era una guerra. Una guerra que había empezado antes de que yo naciera. ¿Cuándo acabaría? En las semanas siguientes, todo lo que vi fue miseria, hambre y muerte. Vi a mis hermanas partir sin poder hacer nada. En un invierno tan frío como aquel, sin nada que llevarse a la boca, ¿qué posibilidades tenía de salvar a Leyvi y a Weyna? ¿Qué posibilidad de salvarme a mí? Ninguna.

Di un paso adelante en la nieve. Y otro.

¿Cuándo acabaría la guerra?

Padre decía: pronto. Tamen, el guardia, decía que cuando los demonios huyeran y dejaran de atacarnos. Oía sus voces, de cuando en cuando, en mi memoria. Pensé:

¿Tal vez si huyen los saijits también se acabe?

Otro paso en la nieve. No noto mis manos ni mis pies. Mis ojos duelen. ¿Cuándo acabará la guerra?

«Cuándo,» murmuré, despegando mis labios doloridos. «Cuándo.»

¿Cuándo voy a morir?

Las fuerzas me fallaban. No sé ya adónde iba. Bajaba de las alturas, ¿verdad? Iba por el camino. Hasta hacía un rato, iba por el camino. Pero me había apartado de este. Y me había detenido. ¿Desde cuándo hacía que no avanzaba? ¿Por qué me había detenido? Mis pies… ¿ya no avanzaban? ¿Por qué no avanzaban?

Caían copos de nieve. A lo lejos, el cielo estaba despejado y tornándose rojo. Sonrojaba la nieve y los troncos. El sol huía.

«Es… bonito,» murmuré.

¿Qué era ese sentimiento? Era cálido y sereno. Era cariñoso y dulce. ¿Era eso… la paz? ¿Era eso felicidad? Padre, Leyvi y Weyna… ¿Es eso felicidad?

Caí de rodillas en la nieve. Los rayos de sol me acariciaban sin calentarme. Se despedían sin tocarme. Mis labios se estiraron en una sonrisa.

«Ese demonio se equivoca. Aunque estemos muertos, aunque no despertemos, aunque no seamos como ellos… Al sol no le importa. Te saluda todos los días, seas demonio o saijit. ¿Verdad?» Bajé la vista hacia mis manos azuladas por el frío y mi sonrisa despareció. «Pero, si de verdad estoy muerta, ¿qué hago aquí?»

«¿Qué…?»

¿Una voz? Alcé los ojos lentamente. Una silueta joven cálidamente abrigada se acercaba con rapidez.

«¿Ma… dre?»

«Pequeña, ¿qué haces aquí sentada en la nieve? ¡Estás hundida! Si no te calientas, morirás. ¿Puedes levantarte? Te levantaré yo. No soy muy musculosa pero me las arreglo sola desde hace unos cuantos años. Te salvaré. La bruja Lul te salvará. Ya lo verás… ¿Cómo te llamas?»

Sus brazos eran cálidos. Y su abrigo también. La joven me pedía mi nombre y decía llamarse la bruja Lul. Entonces… ¿no era mi madre?

«Irs…,» balbuceé inintelegiblemente.

«¿Ir…? ¿Irsa, has dicho? Es un nombre de la Cintura del Fuego. ¡Bien!» dijo, levantándome. «Vamos a casa: ¡la noche se nos viene encima!»

* * *

El interior de la casa de la bruja Lul era cálido. Era… como una bendición.

«Padre no nos protegió,» tartamudeé.

Estaba sentada en un lecho. Mi mente deliraba un poco.

«Entiendo,» dijo la bruja Lul poniéndome un bol humeante ante mí. «Está muy caliente, no te quemes la lengua.»

Devoré el bol. Era sopa, pero tenía un sabor que no reconocía. ¿De dónde era esa bruja? ¿Por qué no había venido a rescatarme antes?

«¿Empiezas a sentir las manos?» me preguntó.

Asentí. La bruja Lul sonrió anchamente.

«¡Me alegro!»

Era tan pura su sonrisa que me quedé mirándola, fascinada.

* * *

«Bruja Lul,» dije, mientras cortaba el pie del champiñón con mi cuchillo. «¿Esa seta de ahí?»

«¿La azul? Déjala, déjala: las maruzitas vuelven a aparecer en otoño, y entonces tienen mucho mejor sabor y se conservan mejor. ¿Recuerdas? Este invierno comiste muchas sopas de maruzita.»

«Es verdad.»

Me levanté con la cesta llena y me giré hacia la bruja Lul. Estaba cortando el tallo de una planta.

«¿Y eso?» pregunté, curiosa.

«Una kalrea,» contestó. «Florecen a finales de primavera y tienen pétalos blancos.»

Recordaba vagamente el nombre.

«¿También se comen?»

La bruja Lul se echó a reír.

«¿Comerse? Tal vez, nunca lo he intentado. Pensaba adornar la casa, como todas las primaveras.»

«¿Adornar la casa?» me extrañé.

«Ajá. Si planto cada ramificación de esta flor en un tiesto, saldrán más flores. Así funciona la kalrea. A finales de primavera, tendremos toda la casa llena de kalreas. Dicen que ahuyentan los malos espíritus. No sé si es cierto pero,» alzó el índice, «¡lo que sí que ahuyentan son los mosquitos!»

Sonreí, maravillada.

«¡Oh!»

La bruja Lul tenía razón: en todo el verano, ni un mosquito pasó por el muro de pétalos blancos. Ni tampoco vinieron los malos espíritus. Mis pesadillas no se fueron, sin embargo, pero… con el tiempo, me atrevía a alejarme un poco más de la bruja Lul y ya no me pegaba a ella como una niña de cuatro años.

Todo el otoño, estuvimos recogiendo reservas de comida y leña para el largo invierno. No teníamos visitas. Decía la bruja Lul que antaño iba a las aldeas vecinas a vender sus pócimas medicinales a cambio de artículos diversos. Pero desde que estaba yo, no había ido una sola vez. Tal vez porque las aldeas a las que iba… habían sido destruidas. O tal vez porque no quería dejarme sola.

«Bruja Lul,» dije mientras removía los tizones en la chimenea.

Ella hacía punto, sentada sobre la basta alfombra.

«¿Sí, Irsa?»

Al principio, cada vez que me llamaba por ese nombre, resistía las ganas de corregirla. Ahora ya no me molestaba. Irshae era mi nombre de antes. Irsa mi nombre del presente. Lo había aceptado, como había aceptado mi vida tal y como era.

«¿Los demonios también mataron a tu familia?» pregunté.

Lul marcó una pausa antes de seguir moviendo las agujas.

«¿Quieres saber mi historia, eh? Bueno, al fin y al cabo tú me has contado la tuya. Veamos… Mm,» asintió. Sonrió. «Érase una vez, una princesa que nació con un destino divino: el de sacrificarse para su pueblo con el fin traerle fortuna y felicidad para doscientos años. Los señores le atribuyeron guardianes y la criaron con amor, doblegándose a sus caprichos y aguantando cualquier travesura. Cuando cumplió nueve años, la hicieron subirse a un carruaje de oro estirado por caballos blancos y le dijeron: no olvides ser educada ante los guardianes de los cielos. Atravesaron un bosque y subieron las montañas del Fuego hasta un templo. Y ahí dejaron a la princesa para que los monjes la prepararan a ser sacrificada a los cielos. Cuando se acercaron las nubes oscuras del otoño, la llevaron a la cima de un monte esperando que la luz divina bajara sobre la princesa y la aceptara como sacrificio. Pero no importaba cuántas veces pasara una tormenta, no recibía la aceptación de los cielos. Hasta que un día, el templo prendió fuego. Al día siguiente, la princesa que seguía en la cima del monte vio a una vieja sacerdotisa acercarse y caer de rodillas ante ella, aterrada: no has sido aceptada por los cielos, ¡que los dioses te perdonen! La ira de los dioses es terrible: huye lejos, pequeña. Huye lejos si quieres seguir viviendo.»

Ante mis ojos embebidos, la bruja Lul sonrió.

«Huí muy lejos, hasta Ajensoldra, con la sacerdotisa. Los rayos no son siempre muy predecibles. Me deberían haber dejado con una lanza metálica para que funcionara el truco. Aprendería más tarde que los rayos no los lanzan los dioses: ¡es un simple fenómeno natural!»

«¡Oh! Entonces… ¿eres una princesa?» pregunté.

La sonrisa de la bruja Lul se ensanchó.

«Mm… En la Cintura del Fuego, hay muchos príncipes y princesas, no es nada de extrañar que lo fuera. Ahora, sin embargo, soy una bruja. Los tiempos cambian.»

Sonreí.

«¡Yo también quiero ser una bruja! Me gustaría aprender a ser como tú. Si hubiese sido como tú…» me ensombrecí, «entonces no habría tenido tanto miedo. Y habría defendido a Padre y a mis hermanas.»

La bruja Lul se hizo seria.

«No, hija. Eso… va más allá de mis capacidades. Verás, el miedo y la cólera… todos podemos intentar controlarlos. Pero los demonios son diferentes. Se dice que algunos pueden paralizar a sus presas haciéndoles sentir terror o ira. Ni tu padre ni tú podíais hacer nada. No le des más vueltas.»

Bajé la vista. No podía hacer nada… ¿En serio?

«Los demonios dicen que estamos muertos.»

«Mm, he oído hablar de ello en una aldea. Al parecer, creen que un saijit puede convertirse en demonio si despierta algo en su interior, algo que ellos llaman Sreda. Así como los saijits no aceptan a los demonios, los demonios tampoco aceptan a los saijits.»

«Es como si… estuviesen hechos para matarse los unos a los otros, ¿verdad?» murmuré.

La bruja Lul frunció el ceño y meneó la cabeza.

«Quién sabe. Hace unas décadas, los demonios eran sagrados. Eran seres divinos.»

«¿Seres divinos?» repetí incrédula. «¿Los demonios?»

«Sí. Eso oí decir. Con las plagas y las sequías, empezaron a ser sacrificados como yo casi lo fui y se convirtieron en esclavos. No es de extrañar que todo esto acabara en una guerra.»

Recordé el rostro del demonio oscurecido por las marcas… Apreté los labios.

«Odio el miedo. Y la tristeza. Odio estar paralizada por ninguna emoción. Odio las emociones.»

Hubo un silencio.

«No puedes odiar las emociones. Es un sinsentido, pues el odio también es una emoción, Irsa.»

Su voz era serena. Las agujas tintineaban, trabajando.

«Las emociones es lo que nos da vida,» retomó. «La expectación por algo que queremos vivir, el miedo a fallar, el miedo a morir, la alegría de encontrar un hogar, la satisfacción de construir una casa… El amor que nos dirige es lo que me permitiría decirles a los demonios: estoy viva.»

Parpadeé. Tragué saliva. Y sonreí.

«Bruja Lul. Quiero que me enseñes. A pensar como tú. A hablar como tú. A ser como tú.»

Sonrió, dejó las agujas y posó una mano sobre mi cabeza.

«Cada uno es como es, Irsa. Así que… piensa, habla y sé tú misma. Un día saldrás de aquí a conocer más mundo, estoy segura. Y, para entonces, ojalá la guerra haya acabado.»

Sentí mis ojos brillar.

«Ojalá.»

* * *

Cuando cumplí diez años, la guerra había amainado, los demonios reculaban y huían y los lugares reculados como el nuestro eran su mejor escondite. Una noche de verano, alguien llamó a nuestra puerta. El ruido, por un momento, me dejó confusa. Nadie había llamado a aquella puerta desde que vivía ahí. Sin embargo, pronto até cabos y me giré hacia la bruja Lul con ojos desorbitados.

«¡Son ellos!» chillé en un murmullo. «¡Los demonios!»

La bruja Lul y yo estábamos comiendo. Dejamos nuestro bol y nos miramos, asustadas. Entonces, resonó una voz extraña, como si viniera de ultratumba:

«Por favor, estoy viajando y mi hija está enferma. Me han dicho en la aldea que aquí vive una curandera de renombre.»

Tras un silencio sin respuesta, la bruja Lul se levantó.

«¡No abras!» protesté.

«¿Y si dicen la verdad?» replicó. «¿Vamos a dejar a niña morir ante nuestro umbral? De ser demonios, habrían abierto a la fuerza.»

Resultó que lo de la niña enferma era cierto: la chica, tal vez un año menor que yo, hervía de fiebre. El padre llevaba una capucha y un velo que cubría enteramente su cara. ¿Sería ciego? ¿O bien tenía una enfermedad él también?

«Pon agua a hervir, Irsa.»

Mientras nos atareábamos para ayudar a la niña, el padre se dejó caer en una silla aceptando nuestra hospitalidad.

«Gracias… La pequeña está muy mal. Gracias,» repitió cuando le posé un bol de sopa delante. «Pero no tengo hambre.»

La noche pasó, larga y agotadora. La niña seguía con fiebre alta y el padre no se movió de la silla incluso cuando la bruja Lul le propuso que se tendiera en un lecho. Cuando llegaron los primeros rayos del alba, la niña empezó a sentirse mejor. Sentada junto al lecho, la contemplé, curiosa. Era una elfa de pelo azul, delgada pero no flaca. Tenía posibilidades de salir con vida, me dije.

«Rezaré para que viva tu hija, anciano,» propuse.

«Oh… Se agradece. ¿A quién le rezas?» preguntó con curiosidad.

Marqué una pausa.

«Yo… No lo sé. ¿A la Muerte? Para que no se la lleve. La Muerte es muy codiciosa. No puedes fiarte de ella. Pero si rezas, tal vez…»

El padre no contestó. Al de dos días, la niña estaba en plena forma, comía como un dragón y nos miraba como un ave rapaz mira a sus presas. Pero apenas hablaba. Su carácter era tan arisco que sólo era capaz de proferir insultos y me gruñía regularmente: no te me acerques.

«La guerra destruye la infancia,» murmuró el padre. «Es triste.»

«Lo es… Y recogerla fue una generosidad de tu parte, buen hombre,» le dijo la bruja Lul con amabilidad.

Estábamos fuera, ante la casa, sentados sobre la hierba. Yo trenzaba tallos para fabricar una nueva cesta.

«¿Recogerla?» repetí. «¿No es hija tuya?»

«Ah… No puedo burlar los ojos de una amable curandera,» dijo el padre. «De hecho, recogí a esta niña hace unos meses, en una aldea destruida. No sé cuánto tiempo llevaba ahí sobreviviendo sola con una banda de perros. No recuerda nada de lo que ocurrió, dice. Dudo de que sea cierto. Tampoco quiere decirme su nombre.»

«Irsa,» dijo la bruja Lul. «¿Por qué no la llevas al río? Hoy hace calor. Deberíais bañaros.»

Asentí y me llevé a la bestia al río. Digo la bestia porque… durante el camino, la vi husmear como un lobo, le gruñó a un pájaro y probó meterse unas hierbas en la boca, que tuve que quitar a la fuerza.

«¡Ya has comido al mediodía! Estas hierbas sólo te harán volverte enferma otra vez.»

Fue todo un logro conseguir que se desvistiera y se metiera en el río, justo debajo de la pequeña cascada. Hacía un día ideal y empecé a hablarle a la elfa de pelo azul, contándole pequeñas anécdotas de mi día a día. Ella me dijo: metes mucho ruido. La ignoré y seguí hablando. Al fin y al cabo, la bruja Lul había hecho un poco lo mismo conmigo. Al principio, yo también había perdido las ganas de hablar. La elfa, sin embargo, también había perdido las ganas de recordar quién era.

Otro día, cuando bajamos al río, le pregunté por su nombre. Fui tan insistente que al final la elfa me gruñó y graznó:

«No tengo nombre, ¿vale? No quiero nombre.»

Extrañamente, su mueca me recordó en ese momento a una de mis hermanas pequeñas. No sé por qué pensé en ello pero… sonreí anchamente.

«¡Weyna!»

La elfa ensanchó sus narices.

«¿Me insultas?»

«¡No!» me reí. «Weyna será tu nombre a partir de ahora. ¿Te gusta?»

La elfa agrandó los ojos, me contempló durante un largo rato y entonces me dio la espalda.

«Haz como quieras. ¿Me frotas la espalda?»

El primer día, Weyna se había subido a una roca para que no me acercara y yo la había pillado por sorpresa con mi esponja, tirándola al río. Desde entonces, se había dejado limpiar la espalda, pero sólo me dejaba hacerlo a mí, no a la bruja Lul. Sonreí y asentí agarrando la esponja.

«¡Pues claro!»