Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

9 Rebelión

«Detrás de cada mirada, hay una sorpresa.»

Varivak Arunaeh

* * *

Cerré los ojos, apreté el diamante de Kron en mi puño y me concentré.

“Busca una fuerza contraria,” me había dicho Lústogan la víspera. Sus consejos resonaban en mi cabeza, uno tras otro. Los seguía. Y al fin había entendido cómo, en teoría, había que proceder. Pero el trabajo era demasiado minucioso como para terminarlo en unas horas.

Sentado en la silla de la lujosa cocina, abrí los ojos.

«Esto se parece más a aríkbeta que a órica, hermano.»

«Es muy preciso, eso es todo,» replicó este. Fregaba los platos, Yánika los aclaraba y Azuri los secaba. A mí me había tocado preparar la comida.

Kala bostezó. Le cerré la boca.

“No bosteces, que es contagioso,” le dije.

Y, de hecho, al de unos segundos bostecé. Ahogué un suspiro. Aquel o-rianshu, el Pixie había estado tan agitado que a duras penas habíamos dormido. Estaba preocupado. Por Rao, Jiyari y Melzar. Y por Lotus. El día anterior, cuando le había preguntado a Yánika, ya en casa, de qué había hablado con Erla, mi hermana se había encogido de hombros y contestado de un trecho:

«De mucho y de nada en especial. Al principio, quería que me fuese, pero luego ha visto que mi preocupación era sincera y se me ha puesto a contar su vida. Es un poco… cómo decir, una niña mimada y al mismo tiempo le da muchas vueltas a las cosas. Decía que, si Psydel moría por el veneno, no se lo podría perdonar nunca. Y que no entendía por qué había gente que la detestaba tanto. Y que ella, en realidad, no quería quitarle el puesto de hijo-heredero a su hermano y… ¿qué más? ¡Me ha contado tantas cosas…! Ah, sí. Que sentía como si su vida fuera un fracaso y que… que, si había tenido una vida anterior, seguramente también había sido un fracaso. No le dije nada sobre Lotus, en serio. No era el mejor momento, de todas formas. Luego, ha querido ir a ver a su hermano y yo he ido a ver cómo interrogaban al asesino…»

Su aura se había llenado de incomodidad. La simple idea de imaginarme a mi hermana presenciando un interrogatorio me daba escalofríos.

Los tres acababan sus tareas domésticas cuando volví a descentrarme del diamante de Kron preguntando:

«¿Cuánto tiempo necesitaste para reducir en polvo un diamante de Kron?»

Lústogan se secó las manos con una toalla contestando:

«Un año.» Ante mis ojos desorbitados, sonrió. «Es una prueba de paciencia, Drey. Destruir es un arte: se trabaja.»

«Y tanto que se trabaja,» mascullé por lo bajo.

El aura de Yánika rezumaba diversión. Azuri rió quedamente.

«Es duro tener a un maestro, ¿eh? Varivak también… ¡Me pone en cada aprieto! Hace poco me preguntó: ¿qué sería mejor, sonsacar toda la información de inmediato y arriesgarse a dañar la mente del sospechoso, o sonsacarla poco a poco, teniendo cuidado con no causar daños irreparables?»

La miramos, expectantes, pero ella esperaba una respuesta de nuestra parte. Lústogan se encogió de hombros. Yánika apuntó:

«Dañarle la mente a alguien que podría ser inocente sería un crimen.»

«Bien pensado. ¿Y tú, Drey, qué dices?»

Puse los ojos en blanco.

«No soy inquisidor. Pero opino como Yani. ¿Y tú, Kala, qué dices?»

El Pixie enarcó una ceja, se lo pensó, balanceó la cabeza y dijo:

«No me gusta la pregunta.»

La respuesta fue tan brusca y franca que me arrancó una carcajada. Azuri y Yánika me secundaron, mi prima afirmando entre risas:

«¡Debería haberle contestado eso a Varivak! Yo contesté que dependía de si la información era urgente o no…»

Las comisuras de los labios de Lúst se habían alzado levemente. Entonces, se oyó la campana de la puerta de entrada y retomó su expresión fría y tranquila de siempre.

«Iré a abrir.»

Supuse que sería Varivak. Nuestro tío había ido al Palacio de Ámbar hacía apenas una hora para informarse de las novedades. Oí la puerta abrirse y unas voces. Tras unos instantes, percibí una leve agitación en el aire. Lústogan me estaba llamando, entendí. Curioso, me levanté, hundí el diamante de Kron en el bolsillo y salí al vestíbulo seguido de Yánika y Azuri. Vi aparecer una cabellera rubia. El corazón de Kala dio un bote.

«¡Jiyari!»

El Pixie rubio se rebullía, inquieto.

«Gran Chamán… Tenemos un problema. Sé que no debería ir a tu casa, por lo de la reputación de tu familia, y lo siento mucho…» dijo, echando una ojeada temerosa hacia Lústogan. «Pero ha ocurrido algo…»

«Entra, ¿quieres?» le dije.

«P-pero,» protestó Jiyari, «le prometí a tu tío que no volvería a…»

Kala rezongó:

«Al diablo con las tonterías de mi tío. Entra.»

«No hace falta,» aseguró Jiyari. «Andamos con prisas… Lotus… Erla…»

Tragó saliva, sus ojos rebrillaron, alterados, y murmuró:

«Ha desaparecido.»

* * *

La noticia había volado por toda Dágovil aquella mañana: Erla, la gran runista superdotada con tanto seguidor estudiante e hija-heredera de los Rotaeda, se había esfumado dejando una nota a una de sus «amigas íntimas» en la que, al parecer, explicaba que no podía asistir a la reunión semanal de no sé qué club académico porque se marchaba en busca de un remedio para salvar a su hermano. Y tan amiga íntima debía de ser que en unas horas toda Dágovil estaba al corriente.

«He oído decir a uno que alguien vio una barca cruzar el río Bufanda,» agregó Jiyari.

«¡¿Se ha ido sola?!» resoplé, incrédulo.

«No lo sé…»

El aura de Yánika se había cubierto de sorpresa. Azuri carraspeó:

«¿Qué os apostáis que al de unas horas los Zombras la encuentran? Ese tipo de fugas de aficionados no suelen durar mucho…»

«Tenemos que ir tras ella,» la cortó Kala bruscamente. Paseó una mirada alterada a nuestro alrededor e iba a precipitarse afuera: lo retuve.

«Un momento, Kala. Te olvidas de algo: la mochila, los víveres… Y no sabemos aún por dónde ha ido.»

«Rao y Melzar se han adelantado,» intervino Jiyari. «Nos esperan en la orilla norte.»

Inspiré hondo. Lo que faltaba: que Erla Rotaeda se marchara por su cuenta. Además, ni siquiera iba al festival: iba a buscar un antídoto para su hermano. A saber dónde pensaba encontrarlo.

«Voy contigo, hermano,» dijo Yánika, decidida.

«¿Estáis hablando en serio?» se sorprendió Azuri.

Tal vez avistándonos desde algún rincón de la avenida, Saoko se acercaba. Yo entré a buscar mis pertenencias y las de Yánika. Lo recogí todo en unos segundos, pasé por la cocina, rellené las cantimploras con la ayuda de Yani, y Azuri me tendió un saco de cereales —baparya— y otro de dridollas secas.

«Más le vale despertar,» dijo mi prima, «porque, si haces todo esto por alguien que no te conoce, sería una lástima.»

«No me importa,» aseguró Kala.

Ante la expresión extrañada de la inquisidora, sonreí.

«Cuídate, prima. Dile a Varivak que echaré de menos sus tugrines a la plancha.»

«¿No piensas volver con ella en cuanto la encuentres?» se alarmó Azuri.

«¿Para devolverla a un nido de serpientes?» repliqué. «Ya-náï.»

Y la saludé calurosamente. Cuando estuve en el umbral y vi a Lústogan con la mochila a la espalda, mi corazón dio un vuelco.

«¿Lúst?» jadeé.

Mi hermano hizo una mueca.

«Ya cumplí la mitad de mi trabajo con la piedra de luna: pueden esperar un día a que termine.»

Lo miré con fijeza. Estaba claro que quería acompañarme. ¿Porque me había prometido que no se esfumaría? ¿O porque simplemente quería pasar tiempo conmigo, como antes? Vacilé.

«Puede que esto dure más de un día.»

Imperturbable, Lústogan corrigió:

«Pueden esperar unos días a que termine.»

Sonreí irresistiblemente.

«Seguro. Entonces, vamos.»

«Qué fastidio,» murmuró Saoko mientras nos seguía por la avenida. Por su tono, sin embargo, adiviné que pensaba todo lo contrario. Más bien era un: por fin nos vamos.

No habíamos llegado al final de la calle cuando alguien llamó a gritos por detrás:

«¡Mahís! ¡Por favor, mahís, esperad!»

Era un mensajero. Cuando nos detuvimos, se inclinó tendiendo dos cartas:

«Esta es para Drey Arunaeh. Y esta es para Lústogan Arunaeh.»

Me adelanté, curioso, y cogí la carta que me tendía, con la factura. En la primera ponía: Ragasakis, Livon Wergal. En la segunda: diez kétalos. Pagué, Lústogan pagó su propia carta y retomamos la marcha hacia el norte de la ciudad. Recibir noticias de los Ragasakis me alegraba. Sin embargo, ya me leería la carta más tarde: ahora Kala y Jiyari tenían prisa.

Alcanzamos el Barrio del Hueso donde nos habíamos encontrado con los dokohis, solo que no bajamos a los túneles y continuamos por entre las rocas y las tiendas hacia el río Bufanda. Según Jiyari, Rao nos había reservado una barca con un barquero que llevaba un casco verdinegro de protección y unas gafas de obrero. Lo encontramos en la ribera, hablando con un grupo de… Zombras.

Attah, esperaba que estos no se mostraran demasiado curiosos… Ralentizamos. Cuando llegamos junto al barquero, los Zombras ya se alejaban hacia otras barcas. ¿Qué andarían buscando?

«¡Buen rigú!» nos dijo el barquero con casco. Era un nurón de piel gris inhabitualmente oscura. «Supongo que sois los que esperaba.»

Jiyari asintió enérgicamente y Kala se subió en la barca el primero, impaciente. En cuanto los demás embarcaron, el nurón desamarró la embarcación y agarró la espadilla.

«Estos Zombras,» murmuró para nosotros, «no paran de vigilar la zona desde hace varias semanas. Se han creído que pasa por aquí un contrabando de armas: ¡pero lo que hay aquí, sobre todo, son pobres!»

Hablaba mientras nos metíamos en la espesa bruma del río: ahí, las aguas bajaban con lentitud y se oía muy suavemente el chapoteo de la barca. No parecía haber reconocido el tatuaje de los Arunaeh: de lo contrario, seguramente habría estado más callado.

«Esos mercenarios son peores que arpías vigilando su nido,» prosiguió. «Pero no se puede negar que hacen bien su trabajo. En unos días, han derrotado a los Ojos Blancos, han conquistado Nomes…»

«¿Los Ojos Blancos?» repetí.

«¿Nomes?» susurró Lústogan.

«¿No os habéis enterado? Buah. Al parecer, hace unos días, el comandante liberó así como a cien personas que estaban esperando para ser convertidas en Ojos Blancos. Dicen que una vez que te conviertes, ya no vuelves nunca a ser como antes. Así que los salvó, ese Zenfroz Norgalah-Odali. Ya me gustaría que fuera él el hijo-heredero y no el otro. Por lo menos él tiene agallas. Si se ha metido hasta dentro de Lédek sin inmutarse, tú. Y conquistó Nomes, os digo. ¿Sabéis, todos esos pueblos ternians que viven todavía en las cuevas como prehistóricos? Les dijo: arrodillaos o marchaos.» Se carcajeó. «¡Y esos lagartos se arrodillaron en el acto! Así se hace. Dágovil tiene que crecer. Si no crece, nosotros seguiremos igual, remando todo el día, ¿eh? El siguiente será Lédek. Eso dijo el comandante, al parecer: si no pueden defender su país, ¡ya lo defenderemos nosotros!»

Sonreía, contento de compartir las últimas noticias con gente que no se enteraba de nada. El aura de Yánika nos envolvía con una mezcla de indignación y expectación.

«¿Y los Ojos Blancos?» pregunté. «¿Qué hay de ellos? ¿Los mataron?»

«¿No escuchasteis? ¿De verdad? Estos jóvenes de hoy: sólo sabéis trabajar, beber y perseguir a las chicas. ¡Hay que enterarse un poco de lo que pasa en el mundo! Pues claro que los mataron. Aunque he oído decir que algunos Ojos Blancos huyeron. Pero bueno: ya no son más que un puñado. ¿Sabéis lo que se cuenta?» agregó, bajando la voz. «Que esos Ojos Blancos se volvían locos por culpa de unos collares de magia negra. Y que esos collares los creó el Gran Mago Negro. Liireth. A vosotros os parecerá historia, pero yo la viví, esa maldita guerra. Lo vi cuando lo llevaron a la capital, a ese tarado nigromante. Lo quemaron y bien. Pero ahora se dice que no está muerto. Bah… A saber qué trucos habrá usado si es cierto. Cuando se quemó, el fuego azul se coloreó de llamas verdes y violetas… Algo extrañísimo. Me acordaré toda mi vida. Ese alma estaba más podrida que un demonio. Ah,» añadió. «Ya hemos llegado.»

Y afortunadamente porque Kala empezaba a bullir por dentro. Oír a alguien denigrar el alma de su Padre lo irritaba sumamente.

La barca golpeó la ribera y acostó. La bruma aún era densa ahí: por algo la zona que había al norte de la capital se llamaba las Brumeras.

«¡Un placer!» dijo el nurón mientras desembarcábamos. «Por cierto, tened cuidado: se dice que últimamente un monstruo andurrea por las Brumeras devorando aventureros. Ah, lo olvidaba, son veinte kétalos cada uno…»

«En tus sueños, barquero,» soltó de pronto una voz. «Ya hemos pagado la travesía de sobra.»

Reconocí al fin la voz y la silueta. Aroto se acercó agregando:

«Puedes marcharte, Fynn.»

El nurón se golpeó el casco verdinegro resoplando:

«¿Qué te importa, Aroto? Has dicho que eran compañeros y no amigos. Y no parecen pobres…»

«Estás cegato, Fynn. Eso te pasa por trabajar tanto en la bruma. Vete ya, hombre, que andamos con prisas.»

El barquero rezongó pero no se hizo de rogar, empujó la barca con la espadilla y regresó al río. Tras alejarnos de la ribera, siguiendo a Aroto durante un trecho, este soltó:

«Me dijeron que seríais como mucho cuatro, no cinco.»

«Mi hermano,» dije simplemente.

Hubo un silencio hasta que el Cuchillo Rojo preguntase:

«¿Inquisidor?»

«No. Destructor como yo. Y, por cierto, somos seis, no cinco: olvidas que Kala y yo somos dos.»

Percibí mentalmente el asentimiento aprobador de Kala. Aroto no replicó y alzó un poco más la linterna mientras seguía avanzando. Las Brumeras eran una zona llena de rocas volcánicas, estalagmitas y hoyos. Algún arbusto raquítico crecía entre las piedras, pero, en general, el terreno era pobre. Por eso no había ahí ninguna aldea saijit.

El silencio era total. Entendí que esa bruma apagaba todo tipo de ruido. ¿Sería una bruma cubierta de armonías? Lo ignoraba. A Sanaytay seguramente le habría gustado ver aquel lugar.

Entonces, Aroto se detuvo y apagó y encendió su linterna dos veces seguidas.

«Habéis sido rápidos,» se alegró una voz ante nosotros.

Kala dio un paso hacia delante con el corazón acelerado.

«¡Rao!»

La Cuchillo Rojo se adelantó. Iba acompañada de otras dos siluetas que se fueron haciendo más precisas en la bruma: Melzar y Chihima. El joven Pixie iba encapuchado como siempre. La arquera sondeó nuestro grupo con unos ojos de hawi, atravesó a mi hermano con la mirada y la vi tensarse. Invadido por el alivio, Kala tendió una mano hacia Rao y esta se la cogió, sonriente.

«Perdón por preocuparte, Kala. Pero al final todo salió bien.»

No supe a qué se refería, ni Kala tampoco pues preguntó:

«¿Salir bien? Lotus se ha ido. Y mi tío os interrogó. Y los del Gremio os están espiando…»

«Lo sabemos,» aseguró Rao. «Neutralizamos a un espía y lo dejé a cargo de mi padre… No creo que nadie nos haya seguido hasta aquí. Pero será mejor que nos pongamos en marcha. Samba encontró una pista. Por cierto,» agregó, mientras nos estiraba suavemente para animarnos a seguirla, «tu tío no nos lanzó ningún sortilegio bréjico al interrogarnos. Aprendió todo lo que quería negociando. Lo cual no significa que le perdone por lo que le hizo a Melzar hace cinco años.»

Agrandé levemente los ojos, sobrecogido. ¿Lo que le hizo a Melzar…? Recordé entonces cómo, en la isla de la gárgola Axtayah, Aroto había manifestado inquina hacia los Arunaeh, por algo que había vivido no él sino alguien al que conocía. ¿Podía ser que Melzar…? Kala y yo echamos al unísono una ojeada al Pixie encapuchado que caminaba junto a nosotros.

«¿Te interrogó Varivak?» pregunté.

Columbré el rostro negro de Melzar cuando este alzó fugazmente sus ojos rojos.

«Hace años. Me pillaron con documentos confidenciales del Gremio y me tomaron por un niño espía de otro país,» explicó. «Por supuesto, yo no quise hablar, y ese Arunaeh empezó a hacerme sentir desesperado, culpable, y no sé cuántas cosas más. Pensé que iba a volverme loco. Tal vez lo haya conseguido un poco, quién sabe. Cuando intenté suicidarme para no traicionar a mi gente, demoraron la sesión y decidieron mandarme a Makabath. Si salí con vida, fue porque Zella y los demás atacaron al anobero en el camino y me salvaron.»

Hubo un silencio en el que tan sólo se oyeron los ruidos de nuestros pasos. El aura de Yánika vibraba de vergüenza.

«Nuestro tío,» murmuró, «¿interrogó a un niño?»

Meneé la cabeza.

«¿Y a quién se le ocurre mandar a un niño a robar documentos del Gremio?»

Rao giró bruscamente la cabeza, vaciló y masculló:

«Los Cuchillos Rojos somos así. No tenemos mucha mano de obra.»

Sentí la órica de mi hermano cambiar. Había pasado tanto tiempo a su lado que entendí enseguida lo que pensaba: menuda excusa barata. Rao añadió:

«¿Acaso no te parece más grave trastear con la mente de un niño de diez años?»

No supe qué decirle. Desde mi punto de vista, Melzar había sido el primero en cometer un crimen al robar. Y estaba seguro de que Varivak había hecho su trabajo, tratando de sonsacar lo que quería sin excederse…

«Podría ser más grave robar documentos,» dije al fin, «si es que sigues queriendo destruir el Gremio, Rao.»

Rao se detuvo en seco y me apuntó con su linterna para ver mi expresión. La desvió y…

«Vienen,» dijo de pronto Aroto en un murmullo. «Seis. Probablemente Zombras.»

Nos tensamos y el joven ternian agregó:

«Dejad vuestras riñas aburridas para más tarde, ¿queréis?»

Nos movimos. La presencia de Zombras ahí era sin duda debida a Erla. La estaban buscando. Con lo que la joven Rotaeda seguía desaparecida…

Continuamos andando entre rocas y brumas. Al apagar estas el ruido, no debíamos preocuparnos demasiado por ser sigilosos y avanzábamos fiándonos de las indicaciones de Aroto: los ojos de este atravesaban las brumas sin aparente dificultad. Samba lo guiaba a él. Faltaba por saber si este sabía adónde iba…

“Un gato de bruma es muy sensible a las alteraciones energéticas,” me explicó Yánika por bréjica, adivinando tal vez mis dudas. “O al menos Samba lo es. Dice que no ha conocido nunca a ningún otro gato de bruma, apenas conoció a su madre, así que no sabe si todos son como él. ¿Te imaginas? Fue Zella, o sea Rao, la que le dijo lo que era realmente.”

¡¿Tanto le había estado contando el gato?! Resoplé, divertido.

“Le gusta hablarte, ¿eh? ¿Así que nota los sortilegios de Erla? ¿Qué tipos de sortilegios?”

“Todos los que desestabilizan las energías de su alrededor, según me ha dicho. También nota las mágaras si están usándose,” dijo mi hermana. “Y Erla seguramente habrá usado una mágara de luz. Además, hace poco hemos pasado por un lugar donde había creado una runa protectora. Puede que se haya sentado a descansar un rato o que se haya perdido. No me extraña que los Zombras no la hayan encontrado aún: con tantas rocas grandes, aparte de las huellas energéticas, es difícil distinguir otras.”

Al oírla razonar con tanta calma, sonreí.

“Se te está quedando alma de Ragasaki, hermana.”

Yánika se sorprendió.

“¿Tú crees?”

“Bueno… Me has recordado a Zélif hablando.”

Sentí su aura sonrojarse y luego volverse pensativa.

“Quiero ayudar a los Pixies,” dijo. “Pero también quiero volver a casa.”

Y con «casa» se refería no a la isla de Taey aunque ya empezara a considerarla como un hogar, ni tampoco se refería al templo, sino a nuestra casa florida sobre la Colina Boscosa en Firasa. Le revolví suavemente las trenzas.

“Volveremos.”

Kala corroboró. Al fin y al cabo, ambos queríamos volver a ver el cielo… Aroto interrumpió mis pensamientos.

«Si pudierais dejar de agitar las brumas con vuestra órica, sería un gran avance…»

Ups. Intercambié una mirada con Lúst y reprimimos nuestra órica al mismo tiempo. Las brumas se calmaron.

«Perdón,» dije.

Continuamos. Aroto había perdido de vista a los Zombras desde hacía ya tres horas cuando alcanzamos una gran roca incrustada de rocámbares. Ahí, las brumas estaban deshilachadas, la luz de una piedra de luna iluminaba la caverna y no necesitábamos linternas para guiarnos. Rao se agachó tras la roca murmurando:

«Un camino.»

«Hemos dado un rodeo hacia el noreste,» susurró Aroto. «¿Crees que…?»

Rao asintió en silencio y nos hizo un brusco ademán para que reculáramos. Acabábamos de percibir un sonido apagado de… patas de anobo. Y no unas pocas. Escondidos en las sombras, entrevimos pasar un grupo de anoberos armados. ¿Más Zombras, tal vez? Iban de negro. Cuando desaparecieron en el ancho túnel por el que seguía el camino, Lústogan comentó:

«Esa es la ruta de Makabath.»

Yánika y yo intercambiamos una mirada alarmada.

«¿La prisión?» dijo Yani.

Adiviné su pensamiento incrédulo: ¿Erla había ido a buscar un remedio en una prisión? No tenía sentido. Oí un leve maullido y vi a Samba levantar la pata y lamérsela cuidadosamente.

«Samba dice que muy probablemente pasó por aquí,» declaró Rao. «Desde que lo conozco, todavía nunca se ha equivocado rastreando.»

Aroto masculló:

«Si hubiésemos sabido que acabaríamos en el camino, no habríamos hecho todo este rodeo. Ahora los Zombras la pillarán antes que nosotros.»

Rao se levantó.

«Aún todo no está perdido. En marcha.»

Nunca había ido a Makabath y no sabía qué esperar. El túnel que empezamos a recorrer era ancho, de suelo y paredes tan lisas que no me cupo de duda de que había sido cavado por destructores. Mientras Samba, Rao, Chihima y Aroto caminaban a paso particularmente rápido delante de nosotros, Lústogan soltó:

«Este túnel fue construido hace más de tres siglos, cuando todavía no existían ni nuestro clan ni la Orden del Viento. De hecho, lo construyó Marshin Odah.»

Agrandé los ojos.

«¿El fundador del Templo del Viento?»

«Mm,» asintió mi hermano. «Él construyó Makabath con sus discípulos. Una torre que llegó a ser más alta que la Torre Maga de Dágovil. Cuarenta metros de rocaleón, ochenta de ferferita y sesenta de darganita. Una obra maestra.»

Cuando hablaba de esas cosas, Lúst se volvía más expresivo. Lo miré con curiosidad.

«Así que tú ya la has visto.»

«Hace tiempo.» Lústogan hundió las manos en los bolsillos diciendo: «Fue un año antes de que nacieras, cuando tenía yo once años. Cavé un túnel en la roca, cerca de la prisión.» Esbozó una sonrisa. «Como el trabajo era del Gremio, Padre no quiso aceptarlo. Se me ocurrió decirle que era una tontería y me invitó a hacerlo yo mismo. Durante meses, trabajé con otros dos destructores. Draken y Leyn. Ahí aprendí lo valiosas que son la prudencia y la paciencia. Y lo valiosa que es la vida.»

Sonreí. Con once años y ya reflexionando como un sabio… En ese momento, Rao se giró, impaciente. Me habló por vía mental:

“Kala, ¿no puedes decirles que vayan un poco más rápido?”

Los Cuchillos Rojos nos habían distanciado de un buen trecho. Sin embargo, el aura de Yani estaba cansada, Jiyari arrastraba los pies, yo un poco también…

“Es que Drey está cansado,” contestó Kala.

“Si lo estoy yo, tú también,” le hice notar con un carraspeo mental.

“Bueno, estamos todos cansados,” admitió como a regañadientes. “Ya no tengo un cuerpo de metal, Rao.”

La Cuchillo Rojo no necesitaba un cuerpo de metal para caminar con energía aun después de cinco horas de marcha… Tras unos instantes, Rao suspiró mentalmente a todos:

“No os preocupéis: nos adelantaremos.”

Entendía su inquietud: si Erla de verdad estaba en ese túnel, difícilmente iba a poder esconderse de los Zombras, a menos que tuviera alguna mágara de disimulo o qué sé yo.

En cuanto los perdimos de vista, a Jiyari le entró un bajón, se paró y se dejó caer sobre una roca diciendo:

«Tengo hambre.»

Rebusqué en la mochila y le pasé el saco de baparya. Comimos cada uno un buen puñado de cereales y vaciamos una cantimplora entera. Cuando me devolvió esta, Lústogan opinó:

«Una pausa demasiado larga hace que reanudar la marcha cueste más.» Sus ojos se posaron en la expresión ensombrecida de Jiyari. «Vamos.»

El Pixie rubio se levantó como un resorte bajo la mirada fría de mi hermano. Una pizca de diversión se arremolinó en el aura de Yánika. Sonriente, esta se adelantó por el túnel repitiendo:

«¡Vamos! ¡A por Lotus!»

Creo que la presencia de nuestro hermano mayor la alegraba. Y eso era todo una novedad.

Según Lústogan estábamos ya casi llegando a la alta caverna de Makabath cuando nos cruzamos con un mensajero en anobo que galopaba hacia Dágovil. Iba tan rápido que ni nos saludó. Cuando salimos del túnel, lo primero que vi fue la torre: hermosa, alta, era una enorme columna en medio de la caverna. El pie era de color negro, el centro de ferferita gris y la parte superior, iluminada por una gran piedra de luna, era de color cobrizo con destellos rojos. La contemplé, embelesado.

«Una hermosa vista,» dejé escapar.

«Muy hermosa,» replicó Saoko detrás de mí con voz tensa.

Sólo entonces me fijé en el aura sorprendida de Yánika y bajé la vista. Una treintena de Zombras con anobos estaban apostados no muy lejos de donde nos encontrábamos, agarrando lanzas y escudriñando la entrada de Makabath, la cual yo no conseguía ver porque me la ocultaban. Ante nosotros, dos mercenarios acababan de cortarnos el paso.

«¿Qué os trae aquí?» dijo uno de ellos con brusquedad sin acercarse.

Lústogan contestó con calma:

«Venimos en busca de una joven nahó.»

Los dos Zombras intercambiaron una mirada. Y un tercero, con un uniforme más cuidado y un galón de plata, intervino:

«Lo sentimos mucho, mahís, pero no podéis seguir adelante. Ha habido una rebelión en la prisión y no podemos ayudaros en vuestra búsqueda… Os agradecería que mantuvierais secreto este incidente.»

Fruncí el ceño. ¿Una rebelión en Makabath? Entonces, agrandé los ojos. Dánnelah, ¿podía ser que…?

«¡Retroceded!» La voz fuerte resonó en toda la caverna. «¡No os acerquéis o matamos a esta chica!»

Mi corazón se saltó un latido. Antes de que Kala perdiera los nervios, decidí hacerme una idea de la situación y, sin previo aviso, corrí hacia una roca algo elevada, me impulsé con órica y amortigüé la caída. Me agarré a la roca dura con las manos y sondeé la entrada de Makabath.

Una fosa rodeaba el pie de la torre, salvo en la entrada: en la pendiente de esta, había varios cadáveres apilados, así como cuatro saijits armados. Dos llevaban el uniforme de Zombra. Pero no eran Zombras de verdad, adiviné.

Eran Zorkias.

Y la persona junto al Zorkia que amenazaba con un puñal a una silueta más menuda era…

«Reik,» murmuré con cierto dolor. «¿Qué estás haciendo?»