Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

4 Dos facciones

«Un inquisidor sonsaca, calla y no juzga.»

Azuri Arunaeh

* * *

Cuando, en Skabra, le había dado el esquinazo a Saoko para acompañar a Livon a ver a Myriah, el drow se había puesto en un estado que no le había vuelto a ver. No cometí el mismo error.

Salí de la taberna de La Sombra con Jiyari, Yánika, Saoko, Aroto y Samba. Li-Djan nos saludó a todos:

«¡Volved cuando queráis! ¡Y decid a mis hijos que vuelvan para la cena! Les voy a poner rowbi asado. ¡Por supuesto, vosotros también estáis invitados!»

A Kala se le hizo la boca agua. Mar-háï, pero si acababa de comer… Yánika agitó la mano con el aura alegre:

«¡Se lo diremos!»

Sus ojos negros destellaban felicidad. El padre de Rao le había caído bien, adiviné, sonriente. Recorrimos la avenida en el estruendo del Barrio del Fuego. Cuando pasamos el sarcófago y llegamos a una zona de la ciudad más tranquila, Kala soltó:

«Aroto. ¿Es cierto lo que ha dicho Li-Djan? ¿Que Rao te mandó a tomar vientos?»

El ternian, que caminaba con paso ligero, se atragantó y se detuvo en seco. Giró hacia mí sus gafas negras con una mueca arisca.

“Ya lo has enfurruñado,” suspiré mentalmente.

Kala me ignoró y esperó la respuesta de Aroto, la cual no tardó en venir:

«No son tus asuntos.» Su voz era hosca. Continuó la marcha soltando: «Recuerda lo que te dije en la isla de la gárgola. No sabes nada de Zella. No hables de ella como si la conocieras.» Y añadió muy por lo bajo: «Li-Djan, maldito bocazas.»

El aura de Yánika se había cubierto de sorpresa, Kala se había quedado perplejo y la expresión de Saoko era un cuadro de fastidio. Mientras seguíamos, el Cuchillo Rojo caminaba a grandes zancadas, con evidente contrariedad. Jiyari me palmeó el hombro, sonriente, y me murmuró:

«No te preocupes, Gran Chamán. Los asuntos de corazones son todo un mundo. Aroto ya superará los suyos con el tiempo.»

Lo miré con cierta burla.

«Parece que hablas por experiencia.»

Jiyari se carcajeó.

«Pues claro. Yo he tenido que superar unos cuantos traumas, al fin y al cabo. Aunque más que superarlos, al de un tiempo los olvido,» bromeó.

Kala permaneció confuso, sin embargo, y algo contrariado también. Por lo visto, la hostilidad de Aroto hacia él lo enfadaba. Puse los ojos en blanco.

“Céntrate en lo importante, Kala: tenemos que avisar a Rao y Melzar antes de que vayan a esa reunión. Algo me dice que si no llegamos a tiempo… ocurrirá algo malo.”

Kala agrandó los ojos de espanto y aceleró el paso. Lo frené.

“Pero bueno, no te esfuerces tanto: aún estamos algo enfermos. Este no es un cuerpo de acero.”

“Si te crees que no lo sé…” rebuznó Kala. “Llevo ya un mes despierto en este cuerpo y todavía no me acostumbro. Los saijits sois más raros…”

Mientras avanzábamos, adiviné más o menos la dirección que tomaba Aroto. Conocía las doce columnas mayores que se alzaban hasta el lejano techo de la caverna de la capital y supe que en ese instante estábamos pasando entre las columnas del Hueso y del Árbol. Con lo que habíamos entrado en el Barrio del Hueso, al norte de la ciudad. Algunas casas estaban hechas en la misma roca, otras eran simples carpas coloridas. Jiyari, Yánika y yo contemplamos el excéntrico lugar con viva curiosidad. Poca gente andaba por el dédalo de los pasajes rocosos y, al contrario que en el Barrio del Fuego, reinaba ahí un profundo silencio, tan sólo interrumpido por el lejano rumor de los barrios vecinos.

Aroto se giró en un momento para asegurarse de que lo seguíamos. Entonces, se metió por una callejuela que bajaba… Un túnel, entendí.

«¿Es un barrio subterráneo?» preguntó Jiyari. «Creía que el barrio central del Gremio era el único.»

Aroto se encogió de hombros.

«Este barrio siempre ha tenido derrumbes de lava ardiente que cae del techo. Son pocos los que viven arriba. No os quedéis atrás. Ya casi estamos.»

Por lo visto, aunque los Cuchillos Rojos tenían la base principal en Arhum, Aroto conocía bien aquel barrio. Nos hizo pasar por callejuelas estrechas, entre trastos y rocas mal talladas. Pocas casas tenían puerta y algunas aberturas eran tan angostas que me daban ganas de ensancharlas. Entonces, desembocamos en una ancha avenida concurrida. Las linternas de los tenderetes brillaban como mil fuegos, iluminando la calle. Había ahí de todo. Especias de la Superficie y pequeños animales en jaulas se mezclaban con mesas de juego y tenderetes de mágaras de dudosa proveniencia. La gente regateaba a media voz. Sólo un grupo de cazadores armaba un poco escándalo porque un vendedor no les compraba los cuernos blancos luminosos de centiciervo por el precio acordado. Se suponía que el centiciervo blanco era una especie protegida y sagrada en los Pueblos del Agua… Intercambié una mirada con Yánika y adiviné que ambos pensábamos lo mismo: ese bazar era claramente un mercado negro. Sin que le dijera nada, Yánika se cubrió el rostro con el cuello de su capa. No era el mejor sitio para dejar a la vista el Datsu de los infames inquisidores Arunaeh…

Atravesamos el bazar sin pararnos. Cuando llegamos a un callejón desierto, me fijé en que el aura de Yánika estaba ensombrecida. Me pregunté si no debería haberle insistido para que volviera a casa. Rodeando un par de cajas, Aroto llamó a una puerta, con un golpe fuerte y tres rápidos. Alguien abrió. Era una silueta bajita, cubierta de una capucha de un azul casi negro.

«Aroto,» dijo con voz tranquila. «Has tardado.»

«Estos tipos han querido seguirme,» explicó Aroto, haciendo un vago ademán hacia nosotros cuatro.

Se oyó un ruido adentro y la cabeza de Rao asomó por encima de la del encapuchado. Sonrió.

«¡Kala! ¿Ya estás curado?»

Nuestro rostro, relajado por el alivio de ver a la Pixie, se convulsionó de pronto y Kala masculló:

«No me hables de curarme, Rao, ya sabes que…»

«¡Ups, perdón, es verdad!» Salió con andar ligero. Había atado su cabello malva y llevaba su habitual cuerda de saltar colgada de su cinturón. Sus ojos azules brillaban. Su alegría de verme era evidente. «Qué bien que estés mejor. Hola, Jiyari. Hola, Yánika. Y Saoko. Nosotros estábamos esperando a Aroto para marcharnos. ¿No estaríais preocupados? ¿Les has hablado de la reunión?»

Se lo preguntaba a Aroto. Este asintió secamente con la cabeza mientras yo afirmaba:

«Sí, y vengo para deciros que es inútil que vayáis. Es claramente una trampa y ya sé dónde está Lotus de todas formas. Lo sé desde que hice el trabajo para el Gremio. Si no te importa, entramos y os explico…»

Rao se quedó como paralizada un instante. Entonces, su rostro palideció.

«Ashgavar,» imprecó. «Hablemos dentro.»

El interior de aquella casa era una mera habitación. A la luz de la linterna, vi unos jergones en el suelo, una gran caja y una carta sobre esta. La carta de la invitación, adiviné. Kala se giró irresistiblemente hacia el encapuchado que acababa de sentarse con los brazos cruzados. Lo miraba con viva curiosidad.

«¿Melzar?» farfulló.

El encapuchado alzó la cabeza y vi al fin sus ojos. Eran de un rojo profundo. Y su piel, de un gris oscuro casi negro. ¿Acaso todos esos años Rao no le había enseñado a contener el sortilegio de apariencia? Con un leve temblor, Kala se acercó, se arrodilló y lo agarró del brazo… El Pixie Cuervo reaccionó tensándose como una cuerda y advertí cómo su mano izquierda apretaba la empuñadura de una daga. Sus ojos de diablo me atravesaron.

«No me toques. Es peligroso, Arunaeh. Podría herirte sin quererlo.»

Desconcertado, Kala lo soltó.

«¿Melzar? Pero si soy yo, Kala. ¿No te acuerdas de mí?»

Jiyari me echó una mirada sombría como diciendo: te lo dije. Ya-náï: nos había dicho que Melzar no se emocionaba fácilmente, no que sería tan esquivo. Rao cerró la puerta con un carraspeo.

«No os preocupéis: Melzar fue un cuervo antaño y sigue siéndolo. Claro que se acuerda de ti, Kala. Y de ti, Jiyari. Pero…»

«No mientas, hermana,» la cortó Melzar. «No recuerdo mi vida pasada. Todo lo que sé sobre ella, me lo contaste tú.»

Kala y Jiyari se quedaron anonadados. Me levanté, pensativo. Según Kala, en la leyenda de los Siete Infernales, Melzar era un cuervo con una memoria perfecta. Si de verdad no recordaba nada ahora…

«Pero lo he sentido,» objetó Kala. «He sentido el vínculo que te une a los demás Pixies. El que creó Lotus. Sigue estando presente en ti… al contrario que en Boki.»

Los otros tres Pixies alzaron bruscamente la cabeza.

«¿Boki?» repitió Rao, avanzándose. Sus ojos brillaban de expectación e inquietud. «¿Qué quieres decir?»

Kala abrió y cerró la boca. Vacilaba, buscando sus palabras…

«Un viejo del Gremio quiso hablarle a Drey,» dijo al fin. «Reconoció mi apariencia. Boki lo sirve como guardia. Dice que se llama Kibo y no sabe nada de su pasado… Y eso que tiene los mismos ojos, la piel gris… y la marca también, supongo. Pero, cuando lo toqué, no noté ningún vínculo.»

Se instaló un profundo silencio.

«¿Un guardia del Gremio?» dejó escapar al fin Aroto. «De modo que fue reencarnado… ¿Por quién?»

«Lotus,» murmuró Rao. «Sólo pudo ser Lotus. De lo contrario, el sortilegio bréjico de apariencia no habría sido transferido. De modo que lo salvó…» Se mordió el labio. «Ese viejo del Gremio… ¿qué pretendía hablándote a ti?»

Ante sus miradas interrogantes, Kala se encogió de hombros.

«No parecía querer hacerme daño…»

Rao resopló, incrédula, cada vez más agitada.

«No puedo creerlo. El Gremio entonces sabe que eres un Pixie. Seguramente… seguramente te hayan estado espiando y ahora mismo ya saben que…»

De pronto, alguien llamó a la puerta. Nos tensamos todos y mi Datsu se desató. El aura de Yánika nos envolvió como una manta de espinas. Por un breve instante, nadie dijo nada. Entonces, Melzar murmuró:

«Tengo un mal presentimiento.»

Hice una mueca y solté a media voz:

«Aunque se haya enterado el Gremio, dudo de que nos estén espiando. ¿Por qué les iba a interesar una historia tan vieja?»

Se oyó otro golpe contra la puerta. Y Melzar repitió:

«Tengo un mal presentimiento.»

Y dale con el mal presentimiento… Proseguí con el Datsu cada vez más desatado:

«Habéis cambiado de cuerpo y ni siquiera recordáis todos los crímenes cometidos hace más de cincuenta años. Perseguiros por ello sería absurdo…»

¿Verdad? Hubo dos golpes más fuertes. Saoko carraspeó:

«¿No vais a abrir? Qué fastidio.»

El drow sacó una daga de su cintura y, en unas zancadas, estuvo junto a la puerta y la abrió. Y, cuando vio lo que había afuera, apretó el arma con más firmeza soltando:

«Demonios.»

¿Demonios? Supuse que era una manera de hablar. Mi órica me informó de que había ahí al menos tres personas. La pose en alerta de Saoko me daba muy mala espina. Cuando me acerqué a mi vez y eché un vistazo sobre el hombro del brassareño, avisté a los recién llegados. Desde luego, por sus pintas desaliñadas, no eran guardias del Gremio. Pero tampoco eran vendedores ambulantes. Los tres llevaban gafas negras, y la garganta cubierta, uno con una bufanda parda, los otros con cuellos altos…

“¿Dokohis?” resoplé mentalmente.

«¿Do… kohis?» articuló Kala, asombrado.

La inquietud de Yánika se convirtió en puro miedo. Dos de los dokohis habían reculado hacia la boca del callejón antes de que su aura acallase el control del collar, pero el de la bufanda, un corpulento caito de mediana edad, titubeó, dejó caer una carta a los pies de Saoko y masculló:

«Arpías andantes, ¿qué demonios…? ¿qué demonios…?»

Su confusión era de entender: no era fácil volver en sí después de tal vez años de ser controlado. De un movimiento rápido, Rao se agachó y recogió la carta. Salí al callejón.

«¿Quién eres?» pregunté.

El caito se quitó las gafas negras de un golpe y… se abalanzó hacia mí con ojos de loco gritando:

«¡Muere!»

Lo golpeé con una ráfaga órica, pero el hombre era tan forzudo que sólo logré suavizar mi encontronazo contra la pared del túnel. Me quedé sin aliento, estornudé sin fuerzas y sentí con mi órica cómo ese lunático alzaba el puño para empotrármelo en la cara con todas sus fuerzas cuando, de pronto, su movimiento se detuvo en seco. Sus ojos recobraron un color blanco lechoso. Saoko posó la daga contra su cuello.

«Suéltalo,» ordenó.

El caito dokohi me aferraba un brazo, torciéndomelo casi. Me soltó. Agrandó mucho los ojos, mirándome a la cara. Yo le correspondí, asombrado. Attah… Quién hubiera adivinado que el dokohi sería más razonable que el hombre original que llevaba dentro.

Poco a poco, mi Datsu volvió a atarse y una súbita inquietud me hizo precipitarme hacia el interior de la estancia: el aura de Yani había desaparecido.

«¡Yánika!» solté. «¡Yani…!»

Antes de que yo alcanzara la puerta, mi hermana asomó la cabeza por esta con prudencia y sonrió.

«Estoy bien. He absorbido mi aura y el cambio lo ha aturdido lo suficiente para que Saoko pueda detenerlo. Ha sido idea de Rao. Entendió enseguida la situación. ¿Estás bien?»

Kala y yo dejamos escapar un suspiro de alivio al mismo tiempo mientras Jiyari se asomaba a su vez, muy pálido. Estornudé violentamente.

«Estamos bien,» afirmé. «Resfriados, pero bien. Gracias, Yani. Eres increíble.»

Mi hermana me dedicó una ancha sonrisa, que se tornó en mueca pensativa cuando nos giramos hacia la boca del callejón. Con dos dagas en las manos, Melzar escudriñaba a los dos dokohis que mantenían sus distancias. ¿Temían acaso el aura de Yánika? ¿O a Melzar?

«No somos enemigos,» dijo de pronto el caito forzudo. Saoko seguía amenazándolo con una daga pese a su tamaño.

Que no eran enemigos, decía… Lo miré con incredulidad y Kala rió.

«Si acabas de intentar matarme, saijit.»

«Tú te acercaste como un idiota,» me pinchó Aroto, avanzándose también con una daga en mano. «Y proteger a un idiota es un fastidio, ¿verdad, Saoko? Eso nos dijiste en Arhum.»

El drow chasqueó la lengua sin contestar. El caito frunció el ceño. ¿Acaso no recordaba ni un mínimo su loca embestida? Al parecer, no. ¿Pero qué demonios hacían tres dokohis ahí? Obviamente nos habían estado buscando. Espiando incluso… De pronto, oímos un silbido entre dientes y nos giramos todos hacia la entrada de la casa. Era Rao.

«Menudo lío,» lanzó, saliendo. Se encaró con el caito, blandiendo la carta que había estado leyendo a toda prisa. «Necesitamos más pruebas que una carta para asegurarnos de que lo que se dice en ella es verdad. Ese Kan dice que Zyro anda tras nosotros y que la invitación es una trampa para matarnos,» explicó para todos nosotros. «Dice que él sigue fiel a Lotus y que, si sabemos algo, se lo digamos para salvar a este de una muerte segura.»

Nos quedamos absortos. Esos dokohis… ¿habían venido a avisarnos?

«Creía…» La voz de Jiyari se quebró. Su piel se había vuelto gris y sus ojos rojos, como solía ser cuando recordaba el pasado. Murmuró: «Creía que Zyro quería ayudar a Lotus.»

«Cambió,» dijo el caito. Fulminó a Saoko con sus ojos blancos y finalmente este lo soltó y retrocedió prudentemente. «Zyro era nuestro líder hasta hace cuatro años. Pero olvidó nuestra razón de existir. Aprendió bréjica gracias a Lotus, nuestro Creador. Y ahora lo ha renegado. Ese traidor quiere superarlo: no quiere salvarlo. Ni quiere salvar a sus Hijos. Su collar se cubrió de oscuridad.»

Hablaba del collar como si se tratara de un corazón. Disimulé una sonrisa y dije:

«Ese Kan… también es dokohi, entonces.»

¿Sería el dokohi del que había hablado Naylah? Los ojos del caito se hicieron aún más brillantes.

«Sí. Kan es nuestro líder. Él nunca traicionará a Lotus ni a sus Hijos. Podéis estar seguros. Servimos a nuestro Creador. Por eso,» afirmó ante nuestros ojos anonadados, «no vayáis a esa reunión. Os matarán.»

Rao frunció el ceño.

«Supongamos. Dices que Zyro va a matar a Lotus. ¿Significa eso que ya sabe dónde está?»

El caito echó un vistazo a sus compañeros, mantenidos a distancia por Melzar y Aroto, antes contestar:

«No lo sabemos. Pero parece que han averiguado algo. Hace unos ciclos, recibimos un mensaje suyo diciendo que todavía estábamos a tiempo de volver y que nuestra lucha pronto sería vana.» Chasqueó la lengua con ironía. «Lo único que quiere es robarnos nuestros collares. Pero parece pensar también que… va a conseguir algo próximamente.»

Mis ojos lo miraron con intensidad. El dokohi recogió sus gafas y se apartó agregando:

«Esto era todo lo que tenía que deciros. Si queréis hablarle a Kan, venid a La Escudera Vaciló. «Ahí es donde dormimos.»

Que nos dijera el lugar donde se hospedaban él y sus compañeros dokohis me causó sensación. Por un lado, me resultaba inquietante pensar que había tanto dokohi disimulado en Dágovil y, por otro lado, la muestra de confianza de ese caito, seguramente secundada por Kan, me incomodaba. Mientras se alejaba hacia sus dos compañeros, lo observé con fijeza. Por culpa del collar, esos Ojos Blancos odiaban sin razón a todos los enmascarados, despreciaban a los saijits y respetaban ciegamente a su Creador… Pero no dejaban de ser saijits en el fondo.

Los tres dokohis acababan de desaparecer en la esquina del callejón cuando oí de pronto un ¡pof! como si alguien se hubiera caído. Me giré para ver a Jiyari sentado sobre el umbral, pálido como la muerte. Me inquieté.

«Jiyari… No te lo tomes así,» le dijo Kala, palmeándole el hombro como el Campeón había hecho antes con él. «Ese caito y ese Kan seguro que se equivocan. Zyro fue creado por Lotus. No puede desear matarlo.»

¿En serio se lo creía? Dioses… No lo desengañé por ahora. Jiyari sacudió la cabeza.

«No. Es que… La Escudera alcanzó a articular. «Es ahí donde me hospedo.»

Alzó unos ojos trémulos hacia mí. Por lo visto, saber que había estado durmiendo junto a unos dokohis lo había dejado aterrado. Rao hizo una mueca.

«Vaya. Es verdad… Pero no te pongas así, Jiyari: si los dokohis que se hospedan ahí quieren protegernos, tu albergue es más que seguro. Si es que todos le sirven a Kan… ¡Que las arpías me rapten! Ya tenemos dos grupos de dokohis enfrentados. Como si no fuera ya bastante complicado… Hasta a los seres vivos programados les gustan los líos. Está claro que esos collares han ido estropeándose con el tiempo. Si bien recuerdo, antes los dokohis no tenían tanta libertad para pensar. Será mejor que le avise a Chihima de que no vamos a ir al encuentro…»

Una ancha sonrisa fue dibujándose en su rostro mientras hablaba y acabó soltando una risita alegre. La contemplamos, pasmados.

«Cada vez que te ríes, hermana,» soltó Melzar guardando sus dagas, «me entran escalofríos. ¿Qué pasa ahora?»

Rao se rascó la mejilla, molesta, sin borrar su sonrisa.

«Bueno, es que…» Sus ojos azules centellearon cuando nos miraron a Jiyari, a Melzar y a mí. «Lotus… realmente está vivo, ¿verdad? No es sólo un sueño… ¿Verdad?»

Su mirada se había detenido en mí. Conque todo este tiempo no había estado tan segura como había querido parecerlo. Pero entonces ¿por qué había estado cazando un sueño con tanto ahínco? Era la primera vez que la veía sonreír con tanta franqueza. Sonreí. Y Kala afirmó:

«Está viva.»