Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

3 El Barrio del Fuego

«Cuanto más les sonríes, más te sonreirán.»

Jiyari

* * *

El río Bufanda emitía un ruido atronador en aquella parte de la ciudad, bajando con rapidez entre grandes amasijos de granito y basalto. Los molinos de agua hacían sonar sus ruedas y siseaba de ondas el sarcófago anti-ruidosidad construido alrededor del barrio para tratar de aplacar el estrépito. Más de un trabajador llevaba un casco protector: el ruido no era de los que estallaran tímpanos, pero aguantarlo día tras día debía de ser realmente fastidioso.

Le eché una mirada ladeada a Saoko. El brassareño avanzaba por la avenida agarrando la empuñadura de su cimitarra con más fuerza de la habitual. ¿Sería sensible de oídos?

«La Sombra meditó Yánika en voz alta mientras caminábamos. «¿Tienes una idea de dónde puede estar, hermano?»

Me encogí de hombros.

«No, pero este es un barrio de talleres, por lo que dudo de que haya demasiadas tabernas y las que haya probablemente estén en la avenida. Recorrámosla entera.»

A ambos lados, veíamos todo tipo de talleres: zapaterías, herrerías, hilanderías, carpinterías y alfarerías, entre otros lugares. Algunos edificios estaban tan derruidos que parecían abandonados. Sin embargo, tal vez no lo estuviesen: como era Día del Dragón Negro, la mayoría de las fábricas estaban cerradas y en la avenida apenas había transeúntes.

Llegábamos a una plaza cuando Saoko soltó:

«Ahí.»

Enarqué una ceja, miré hacia donde señalaba y constaté que efectivamente había encontrado el lugar. La Sombra tenía ese aire de taberna antigua y obrera, sin adornos superfluos. Entramos los cuatro. Olía a hierro, alcohol, polvo y serrín. Mientras nos acercábamos a la barra, Jiyari se inclinó hacia mí, nervioso.

«Oye… ¿Y cómo vamos a hacer para encontrar al contacto de Rao? Esto está un poco vacío…»

Ciertamente, aparte de un grupo de seis bebedores que se había girado hacia nosotros con caras de «esta es casa nuestra, intrusos», no había ningún cliente. El tabernero de la barra nos dio la bienvenida:

«¡Buenas tardes! Como veis, hoy esto está un poco vacío, así que tomad una o varias mesas, como gustéis,» bromeó. «¿Deseáis beber o comer algo?»

El humano hablaba con tranquilidad, ligereza y cierto desparpajo. Kala alzó la mirada hacia su cabello malva que se alzaba sobre su cabeza lo menos un palmo, como si se hubiese quedado electrificado.

“Tiene el pelo todavía peor que Saoko,” comenté con diversión mentalmente.

«Tres zumos de zorfo,» pedí. «¿Qué tomas, Saoko? Te invito.»

El drow me echó una mirada aburrida.

«Moigat rojo.»

Eso no era precisamente barato.

«Por cierto, tabernero,» dije en voz baja antes de que este se alejara. «Conozco a una muchacha con el mismo color de pelo que tú, sólo que más oscuro y con mechas negras. ¿Te suena?»

El aura de Yánika se cubrió de sorpresa. Sin duda debía de pensar: qué directo. El humano se detuvo en seco, me miró, frunció el ceño, sus ojos castaños se pararon sobre Jiyari y rebrillaron. Retomó enseguida una expresión tranquila.

«¿Hablas de mi hija? ¿Sois conocidos?»

«Amigos y amantes,» dijo Kala.

El tabernero se quedó boquiabierto. Carraspeé mentalmente.

“Kala, ha hablado de su hija, no de Rao. Está claro que nos hemos equivocado…”

El hombre de pelo alocado posó bruscamente una mano sobre la mesa.

«¡¿Amantes?! ¿Mi hija Zella? ¿Tiene un amante? ¡Imposible!»

Jiyari, Yánika y yo intercambiamos una mirada anonadada. Había dicho “Zella”… El Campeón se atragantó:

«¿Eres el padre de Ra…?»

«¡Rayos y centellas!» exclamó el tabernero, echándose para atrás, aún estupefacto. «¿Mi hija? »

Le puse cara exasperada.

«¿Tan extraño te parece? Si es que hablamos de la misma…»

«Eso, eso,» me cortó el tabernero, resoplando. «No puede ser ella. Sin duda hablas de otra. Mi hija se llama Zella.»

«Mi amante también,» replicó Kala.

«Tiene los ojos azules como los de su madre.»

«Mi amante también.»

Un tic nervioso contraía el rostro del tabernero cuando este se acercó a mí y susurró:

«Es una chica muy peculiar.»

«Mi amante también.»

«¡Deja de decir que tu amante también!» estalló en un fuerte plañido. Sus ojos se habían llenado de lágrimas. ¿En serio podía ser ese emotivo personaje el padre de Rao?

«Li-Djan,» soltó de pronto uno del grupo de bebedores desde el otro lado de la sala. «¿Se puede saber por qué te parece tan raro que la chica tenga novio? Yo veo más preocupante el caso de su hermano.»

Varios rieron. Sólo oír el nombre de Li-Djan me quitó las dudas: de verdad ese hombre de pelo alocado era el padre de Rao, antiguo cobaya del Gremio e hijo de la líder de los Cuchillos Rojos.

«¡No lo entendéis!» replicó entonces Li-Djan. «Zella siempre ha rehuido el contacto con la gente. Incluso Aroto, incluso Aroto, ese buen muchacho, lo mandó freír sapos en el río, ¡y ahora dice este tipo que es su amante! ¡Sólo puedo alegrarme!»

Kala y yo lo miramos, suspensos. ¿Tan desesperado había visto el caso de su hija? Si apenas tenía dieciocho años… Entonces, Li-Djan entornó los ojos y me miró con atención.

«El muchacho es Jiyari, ¿verdad? Y tú debes de ser Kala. Ella no te presentó como un amante. ¿Quiénes son los otros dos?»

«Mis ángeles de la guardia. Puedes confiar en ellos tanto como yo,» aseguré.

«¿Y el moigat rojo, qué?» preguntó Saoko con voz fastidiada.

«¡Enseguida llega!» dijo el tabernero. Recuperando su desparpajo, fue a por las bebidas. Cuando quise pagarle, se negó afirmando con orgullo: «¡De ningún modo haría pagar a mi futuro yerno!»

“Creo que se está precipitando,” resoplé mentalmente. Jiyari preguntó:

«¿Dónde está Rao?»

«No lo sé ahora… Pero la avisaré de que habéis pasado,» prometió.

Alcé mi zumo de zorfo diciendo:

«Gracias. Si puedes, dile que ya hemos encontrado lo que buscaba.»

Li-Djan pestañeó y… reaccionó bruscamente soltando:

«¿En serio? ¿Te refieres a…? ¿En serio?»

El que no mencionara directamente a Lotus me confirmó una cosa: los seis bebedores que nos escuchaban eran tal vez conocidos de los Cuchillos Rojos, pero no estaban al corriente de la historia de los Pixies. O eso parecía.

«Qué casualidad,» dijo una repentina voz, «Zella también ha encontrado algo.»

Un ternian pelirrojo con gafas negras y ropa usada surgió de la cocina, detrás del mostrador. Li-Djan se sobresaltó.

«¡Aroto! ¿Ya habéis vuelto?»

«Únicamente yo,» respondió el Cuchillo Rojo, sin desviar los ojos de nuestro grupo. «Y Samba.»

«¡Samba!» sonrió Yánika. Su aura se aligeró de golpe al ver al gato de bruma de Rao. El felino negro se acercó con desenfado y saltó sobre la mesa maullando. Yánika asintió con la cabeza con firmeza, la ladeó, frunció el ceño y… de pronto tuve una sospecha.

«Yani… ¿Entiendes lo que dice el gato?» me sorprendí.

Mi hermana me miró con extrañeza.

«Claro. ¿Tú no?»

Meneé la cabeza y el gato y yo nos escudriñamos. En ese instante, creí notar una energía… pero no era bréjica. O, si lo era, yo no la reconocí. Samba tuvo que decir algo gracioso porque Yánika ahogó una risita antes de explicar:

«Samba modula la bréjica de manera muy peculiar. Tal vez por eso no consigues contestarle.»

¿Contestarle? Ni siquiera lo oía. Los ojos verdes de Samba tenían un destello burlón. Alcé la cabeza cuando Aroto se detuvo ante la mesa. No le veía los ojos por las gafas, pero adiviné que no se alegraba especialmente de verme. Por eso me sorprendí cuando habló con voz ligera y burlona:

«Bienvenido a La Sombra, Kala. Me gustaría hablarte… a solas, si es posible.»

Lo observé un instante en silencio antes de asentir con sequedad. Acabé mi zumo de un largo trago y me levanté. Al seguir a Aroto a la cocina, oí al padre de Rao decir:

«Esto… Tengo curiosidad por conoceros. ¿Puedo sentarme?»

«Es tu taberna,» le replicó Saoko con tono fastidiado.

Li-Djan soltó una carcajada.

«¡Cierto, cierto!»

«¿Por qué decidiste hacerte tabernero?» preguntó Yani, curiosa.

«¿Que por qué? ¡Era mi sueño! Ya desde… bueno, verás: la primera vez que puse el pie dentro de una taberna y oí las voces, las risas y la música, sentí como si la vida cobrase sentido…»

Su voz alegre se perdió mientras me alejaba. Pensé que, de hecho, comparada a su infancia pasada en un laboratorio del Gremio, la vida en una taberna era mucho más agradable.

Aroto y yo pasamos por la cocina, donde un muchacho de la edad de Yánika limpiaba el suelo con inopinada energía. Desembocamos en un patio por una puerta trasera y, tras entrar en un pequeño almacén contiguo lleno de cántaros, el ternian se detuvo, volviéndose hacia mí. Sólo entonces se quitó las gafas, desvelando sus ojos de un azul profundo. Una lumbre morada volaba en círculos en sus iris, como una cometa hipnotizante. Como Pixie, Aroto también había padecido mutaciones en su más tierna infancia, y la más visible era la de sus ojos. Parecían… sobrenaturales.

Kala frunció el ceño.

«¿Dónde están Rao y Melzar?» preguntó.

«No tan raudo,» dijo Aroto. «Tengo una pregunta. ¿Hasta qué punto el Arunaeh en ti está comprometido en la causa de los Pixies?»

Seguía desconfiando de mí… Suspiré mentalmente y retomé el cuerpo.

«Lo suficiente para ayudar a Rao en esto. ¿Se puede saber qué querías decir con que había encontrado algo? ¿Qué ha encontrado?»

Aroto dudó antes de soltar:

«Anoche nos metimos en la casa de un nahó del Gremio para robar registros de la guerra y… nos vieron unos tipos.»

Me quedé sin aliento.

«¿Os vieron?»

«No los de la casa, ¿por quién tomas a los Cuchillos Rojos? No, nos vieron unos tipos que pretendían infiltrarse en la mansión igual que nosotros. Salieron corriendo.» Sus iris centellearon de diversión. «Siento como si la terrible mirada de un inquisidor Arunaeh se posara sobre mí… Sois tan rectos, vosotros, los Arunaeh, que no robáis nunca nada… Espera, no, casi olvido a tu hermano.»

Me erguí, sobrecogido. ¿Ese Cuchillo Rojo estaba al corriente del robo del Orbe del Viento? Resoplé de lado.

«No juzgo. ¿Y bien? ¿Qué tiene que ver una historia de ladrones con Lotus?»

«Tiene que ver.» La expresión de Aroto se hizo molesta cuando confesó: «No le digas nada a Li-Djan, Rao no quiere que se preocupe. Fuimos discretos investigando sobre Lotus, pero por lo visto esos ladrones eran más de lo que parecían… Esta mañana, Zella y Mel han recibido una carta anónima con una alusión a la noche pasada diciéndoles que se reunieran en un sitio específico y que ahí se les daría información sobre Lotus. En serio, eso decía la carta,» aseguró ante mi ceja enarcada. «Una de las condiciones era que fueran solos al lugar de encuentro y no hablaran de ello a nadie. Es sospechoso.»

«Muy sospechoso,» aprobé, mientras sentía cómo Kala se inquietaba, confuso. ¿Quién diablos habría mandado esa carta? Dudaba mucho de que fueran los Rotaeda… «¿Cuándo es el encuentro?»

«Dentro de dos horas. Chihima y yo los seguiremos de lejos… Pero esto tiene mala pinta.»

«Muy mala pinta,» afirmé.

«No sabes tranquilizar a la gente, ¿eh?» resopló Aroto, fulminándome, cada vez más nervioso. «Ashgavar… Es posible que sea una trampa. Y no contra los Cuchillos Rojos precisamente.» Sus ojos me atravesaron. «Van a por Zella y Mel. Vosotros, los viejos Pixies.»

Hubo un silencio en el que Kala cerró los puños con fuerza. Vi a través del velo que nos separaba la imagen de unos hombres armados persiguiendo los Pixies por un túnel. Sentí su odio y su miedo… Kala seguía creyendo que el Gremio los perseguiría, aun después de tantos años… Entonces, Aroto retomó un aire natural diciendo:

«Eso es si de verdad es una trampa, claro. Podrían ser aliados.»

Me froté la frente, pensativo.

«¿No han dejado ninguna pista sobre su identidad? ¿Algo que apunte a la gente del Gremio?»

«¿Ves a la gente del Gremio infiltrándose en casa de un nahó de su misma organización?» rió Aroto. «Bueno, podría ser. Pero no veo por qué se interesaría de pronto por un viejo brejista encarcelado por el Gremio desde hace treinta años.»

Encarcelado… Ya. Eso es lo que creía Aroto. Y lo que creía Rao. Cómo iban a imaginar que su tan querido Lotus era una muchacha de dieciséis años, hija-heredera de la familia Rotaeda… Sentí Kala a punto de revelarlo, pero lo acallé, pues un mal presentimiento me apremiaba.

«Kala y yo tenemos que hablarles antes de que vayan a esa reunión,» dije. «¿Puedes guiarme?»

Aroto entornó sus extraños ojos… y sonrió.

«Voy a por mis dagas.»