Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

1 El retorno del Monje renegado

Saltó abajo de su montura y un mozo agarró las riendas del anobo, no sin echar al recién llegado una mirada en bies. No eres bienvenido, decía esta. Lústogan la ignoró, salió de los establos y se detuvo un instante, alzando la vista hacia la colina del Templo del Viento. Los taikas que crecían al borde del Camino Azul dejaban a su alrededor una tierra del color del zafiro. Elevándose hacia lo alto de la caverna, revoloteaba un enjambre de kérejats luminosos.

«Vuelve como si nada…»

La voz baja y desdeñosa le llegó del establo. Los mozos de cuadra cuchicheaban entre ellos. Sin inmutarse, Lústogan se puso en marcha, subiendo la colina. Hacía tres años que no había pisado esas tierras. Padre le había propuesto acompañarlo para asegurar una acogida no demasiado mala, pero él se había negado. Había llegado a un acuerdo con el Gran Monje y sabía que este honraría su palabra.

Ante el templo, sentados en los bancos de piedra, tres monjes en ropa casual conversaban. Se interrumpieron cuando lo vieron aparecer. Lústogan se detuvo, reconociéndolos. Uno era un aprendiz que en tres años había crecido como una katipalka. Su nombre era Valen, recordó. También estaba Lufin, un humano bajito conocido en el Templo como El Burócrata, porque, teniendo familia en la aldea, casi sólo aceptaba trabajos de destrucción en las vecindades y se ocupaba de los papeleos de la Orden.

«Vaya,» dijo Lufin sin levantarse. «Lústogan. ¿Vienes solo?»

Lústogan asintió.

«No veo por qué vendría acompañado. ¿El Gran Monje está adentro?»

«Sí…»

«Un momento,» le soltó el tercer monje. Se levantó, cortándole el paso. Ese era Alrodyn de Berel, uno de los pocos belarcos del templo. Pertenecía al linaje ancestral de los Berel, antiguos reyes de Arhum, y tal vez por ello su sangre guerrera se calentaba más fácil que las de otros saijits.

A Lústogan no le interesaban las querellas.

«Hablaré contigo si lo deseas, Alrodyn, pero no ahora. Tengo una cita con el Gran Monje.»

El belarco entornó los ojos.

«No te detendré. Sólo quería decirte esto, Lústogan: el Gran Monje tendrá sus razones para darte una oportunidad de volver, pero aquí no todos opinamos como él. Será porque vengo de una familia donde el honor es más importante que la propia vida, pero yo no soportaría volver aquí después de haberme convertido en un vil ladrón de reliquias.»

Lústogan lo miró con tranquilidad y lo rodeó diciendo:

«Yo sí que lo soporto, Alrodyn. Un placer volver a veros, Lufin, Valen, Alrodyn.»

Los dejó atrás y pasó el umbral del templo. Mientras recorría el pasillo principal hacia la gran sala, el aire lo acompañaba como una segunda sombra. Las grandes estatuas que se alzaban en las concavidades le hicieron recordar por contraste las paredes rectas y austeras de los corredores de la isla de Taey. Cuando su atención se posó en el tercer Gran Monje, esculpido en mármol negro, alzó la vista hacia donde, años atrás, Drey había querido alisar la nariz para hacerla más presentable. Sonrió interiormente. Aprender artes de destrucción desde tan joven tenía efectos imprevisibles.

Sintió el aire moverse antes de oír el chirrido de la puerta al abrirse esta de par en par.

«Lústogan.»

Era Dalfa, el consejero del Gran Monje. Salió al pasillo desde la gran sala y Lústogan inclinó la cabeza con respeto.

«Buen rigú, maestro.»

El viejo pequeño ternian se adelantó y lo escudriñó de arriba abajo con esa mirada dormida suya.

«Buen rigú. Veo que ya te has puesto la túnica de destructor. Una nueva, por lo que veo. Con materiales de tu isla, ¿verdad?» preguntó, comprobando su resistencia con sólo rozarla.

Lústogan afirmó con la cabeza.

«Lo único que compré fue la tela de narkog de Arecisa.»

«¿Tela de narkog?» se impresionó Dalfa. «Esas telarañas son casi tan irrompibles como el hierro negro. Si tan sólo pudiéramos tener túnicas de estas para todos nuestros destructores…»

«Tranquilo, Dalfa,» dijo de pronto una voz irónica. «Con los dos millones que nos pagará Lústogan, creo que podrás comprarnos unas túnicas de primera clase.»

Unas ruedas hacían revolverse el aire y crujían en el suelo al rodar. Lústogan se giró con calma hacia Draken de Isylavi. El drow detuvo su silla de ruedas y lo miró con unos ojos directos.

«Lústogan Arunaeh. De modo que es cierto. Has vuelto.»

«¿Dónde está el Gran Monje?» preguntó Dalfa, como sorprendido.

«Ah… En el refectorio, » contestó Draken. «Si quieres mi opinión, nuestro gran líder está robando alguno de los bombones de chocolate que sobraron del Día de Paz…»

«¡Malas lenguas!» protestó una voz indignada.

Lústogan vio al Gran Monje aparecer en la esquina del corredor y acercarse con paso enérgico pese a su edad. Habría reconocido su voz entre mil: la había oído desde que era un crío.

«¿Cómo es que nadie me avisa de que ya ha llegado Lústogan?»

«No desvíes el tema,» se burló Draken.

«Lústogan,» saludó el Gran Monje, ignorando al Isylavi. «¿Qué tal el viaje?»

Lústogan se inclinó formalmente contestando:

«Bien.»

«Conciso como siempre,» sonrió Draken.

«Pasemos a la gran sala,» propuso Dalfa. «Seguramente querrás oír el nuevo contrato en boca del Gran Monje.»

Lústogan se encogió de hombros mientras entraban en la sala.

«Ya acepté las condiciones. Nos pusimos de acuerdo en que volvería a trabajar para la Orden, aceptaría cualquier encargo y daría el setenta por ciento de mis beneficios hasta pagar los dos millones de kétalos.»

«Un resumen perfecto,» le encomió el Gran Monje, girándose junto a los peldaños del fondo. «Por favor, sentaos.»

«Yo ya estoy sentado,» bromeó Draken.

Lústogan se dejó caer sobre un cojín, Dalfa se arrimó a una columna y el Gran Monje tomó asiento en su sillón. Lústogan soltó:

«Se me pidió que me presentara ante ti el trece de Amargura y aquí estoy. Dame un trabajo, Gran Monje, y lo cumpliré.»

El Gran Monje se ensombreció.

«Sí… Sin duda, trabajo no te va a faltar. Pagar dos millones de kétalos no va a ser fácil. Pero tú buscaste problemas. Robaste el Orbe del Viento. Y aunque hayas presentado excusas por escrito… quisiera escucharlas de viva voz, Lústogan. Quisiera oírte decir que te sientes avergonzado por haber perjudicado tu propia Orden.»

Lústogan sintió su Datsu desatarse débilmente. Tenía que disculparse de manera breve pero sincera. Según el abuelo, con eso bastaría para calmar al Gran Monje. Lústogan asintió.

«Ya lo dije en mi carta, pero repetiré lo que pienso de este asunto: mi acto fue razonado y fundado en mis prioridades. Es una lástima que debiera, para ello, perjudicar mi Orden durante tres años. Tanto el Gran Monje como los demás cofrades podéis estar seguros de que no quería traicionar la Orden y de que cumpliré las condiciones que acepté.»

Hubo un silencio. Percibió la mueca molesta de Dalfa. El Gran Monje carraspeó y repitió:

«Una lástima, dices. Ya… En fin, no voy a discutir contigo. Me enseñarás mejor tu redención con los kétalos que entren en mis arcas. Dalfa me ha hablado esta mañana de una propuesta de trabajo por el Gremio de Dágovil. Está bien pagado.»

«Aunque no tanto como le han pagado a tu hermano hace unos días,» intervino Draken con sorna. «Doscientos mil kétalos, divididos entre tres, por un trabajo secreto del Gremio. ¿Qué te parece, Lústogan? Tu discípulo se las arregla bien.»

Lústogan enarcó una ceja. Padre le había comentado que Drey había aceptado un trabajo para el Gremio, algo que él le hubiera desaconsejado.

«Trabajó con Sharozza,» agregó el Gran Monje. «Ambos me han pedido que su parte de la recompensa vaya a pagar tus dos millones.»

Lústogan arqueó la otra ceja. Esa idea sólo podía venir de Sharozza. Sintió una ligera irritación mezclada a cierto pesar y desató voluntariamente el Datsu replicando:

«Rechazo. Recibir la ayuda de los demás no estaba en las condiciones. Que no se metan.»

El Gran Monje suspiró.

«Lo sabía. Si no te importa, encárgate de decírselo a Sharozza si la ves en Dágovil.»

Lústogan ya veía venir la bronca de la Exterminadora: “Lúst, idiota”, le diría, “¿por qué no quieres ayuda? ¿por qué siempre rechazas mis propuestas?” Que quería ayudarle a pagar los dos millones… Attah. Por lo visto, no había cambiado nada en tres años.

Alzó la cabeza.

«Se lo diré. ¿En qué consiste el trabajo?»

Dalfa y el Gran Monje intercambiaron una mirada.

«Antes,» dijo el consejero, «quisiéramos comprobar una cosa. Si robaste el Orbe, lo hiciste porque pensabas usarlo para algo. ¿Eso quiere decir que aprendiste a usarlo?»

La respuesta, adivinó Lústogan, los tenía expectantes a los tres. Se encogió de hombros.

«Aprendí.»

«¿Cómo?» resopló el Gran Monje. «¿Leíste los pergaminos prohibidos?»

Lústogan lo miró con burla.

«No sabía que existieran pergaminos prohibidos. No. Aprendí a la fuerza bruta.»

Aquello los sumió en un silencio asombrado. Draken soltó una carcajada.

«A la fuerza bruta,» repitió. «Aprender a manejar una reliquia de ese calibre a la fuerza bruta… Que las arpías me rapten. Seguro que sabes cómo murió el cuarto Gran Monje.»

«Activando el Orbe del Viento,» asintió Lústogan. «Lo sé.»

«Y a pesar de eso te arriesgaste a robarlo e intentar manejarlo, » dijo el Gran Monje con voz reflexiva. «Todo por tu familia.»

Lústogan no contestó. El Gran Monje y el consejero volvieron a mirarse y asintieron a la vez. El primero declaró:

«Quiero que me enseñes lo que sabes hacer con él.»

Lústogan se irguió, sorprendido.

«¿Yo? ¿Ahora?»

El Gran Monje afirmó con la cabeza, levantándose.

«Ahora. Quién sabe…» Ladeó la cabeza y le sonrió. «Puede que con el tiempo Dalfa decida nombrarte sucesor como Guardián del Orbe.»

¿Guardián del Orbe? Lústogan frunció el ceño pero no replicó. La idea de volver a tener el Orbe del Viento entre las manos lo tentaba. Adivinándolo tal vez, la sonrisa del Gran Monje se ensanchó. Lo que decía Draken sobre los bombones era cierto: tenía chocolate en los dientes.