Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

6 La prueba del basalto

Templo del Viento, año 5622: Drey, 10 años; Yánika, 5 años.

Como todos los ciclos, desperté con la mente vivaz, me puse la túnica de aprendiz, até mi cabello negro, recoloqué las mantas, bebí un vaso de agua y salí al corredor. Aquel día tenía que entrenar la destrucción de basalto. Llegué al refectorio y agarré un pan de pasas de zorfo para el desayuno.

«Buen rigú, muchacho,» me dijo un monje, sirviéndose él también.

«Buen rigú, Lufin,» dije.

«Desayuno y luego a entrenar, ¿eh? ¿Qué toca hoy?»

«Basalto,» dije.

Le arranqué un bocado a mi pan. Estaba delicioso. El desayuno era la mejor comida del día.

«¿Y tu hermano?» preguntó Lufin, sentándose a la mesa.

Me soprendió que me hiciera la pregunta. Normalmente, no me hacía nunca más de una pregunta al día. Me encogí de hombros.

«Se fue.»

No pude evitar hacer una mueca decepcionada. Lufin sonrió ampliamente, divertido.

«Sí. Ahora recuerdo. Oí decir que fue a ayudar a retirar escombros en una aldea cercana. Tranquilo, volverá pronto.»

Lo miré con curiosidad. ¿Me estaba consolando? Asentí, sin saber muy bien cómo reaccionar, y me fui. En cuanto salí del templo, olvidé la conversación y me dirigí a buen paso hacia el lago, ahí donde se encontraba la piedra de basalto que, a instancias de mi hermano, debía romper en láminas finas con cortes limpios.

Caminé sobre los guijarros de la orilla, escuché el estruendo de la cascada, sentí el aire agitado por el agua e inspiré con una leve sonrisa. Finalmente, me acerqué al gran bloque de basalto. Era más alto que yo, pero esos detalles ya no me desmoralizaban. Inspeccioné la roca. Y, tras un buen rato, comencé a operar presión con mi órica. Mi primera lámina de basalto no fue la mejor. La segunda quedó más recta. Cuando iba ya por la mitad y me decía que aquel entrenamiento era fácil, oí una voz:

«¡Hey! Ahí está el loco entrenando.»

Alcé la vista, sabiendo que hablaban de mí. Eran los demás aprendices del templo, recién llegados hacía un par de meses, y tenían mi edad. Pargwal, Yemon y Naenarax. El que había hablado era Pargwal. Pargwal de Isylavi. Lo vi pasar junto a la orilla con sus dos compañeros e incliné la cabeza secamente.

«Buen rigú.»

Los tres intercambiaron miradas. Y, para sorpresa mía, se acercaron.

«Di,» me dijo Pargwal. «¿Dónde está tu hermano?»

«Se fue a trabajar.»

Yo también tenía trabajo pero mi curiosidad me hizo apartarme de la roca y preguntar:

«¿Qué hacéis?»

Los tres aprendices se encogieron de hombros y Naenarax contestó:

«Nada. Hoy estamos a Muérdago. ¿Por qué trabajas si tu maestro no está?»

Parpadeé.

«Me dijo que debía cortar esta roca de basalto en láminas finas.»

Pargwal se rió.

«¡Y tú lo haces! ¿Pero eres tonto? Si él no está, puedes relajarte. Vente con nosotros a jugar. Vamos a nadar. ¿Vienes?»

Por alguna razón, fui. Me desvestí como ellos y me zambullí. Sólo que, comprobé, ellos no nadaban como yo lo hacía normalmente: se tiraban agua, reían, se lanzaban desafíos y se insultaban antes de carcajearse otra vez. Los tres eran niños venidos de la alta sociedad de Dágovil, dos de ellos pertenecían a familias del Gremio de las Sombras y su vocabulario era todo menos popular. Traté de imitarlos. Entonces, salimos del agua y Pargwal nos retó a hacer rebotes. Cuando me tocó, los sobrepasé tanto que los tres se quedaron por un momento asombrados.

«¿Pero tú eres saijit?» me lanzó Pargwal.

Lo miré, sonriente y a la vez extrañado.

«Es una pregunta retórica, ¿no?»

Pargwal se carcajeó. Los tres me miraban con viva curiosidad y quisieron saber cómo lo había hecho. Intenté explicarles, decirles que contaba mucho qué piedra se elegía, con qué ángulo se tiraba, y qué fuerza órica se le podía añadir.

«Es una cuestión de equilibrio,» afirmé.

Estaban impresionados. Pargwal me retó entonces a una batalla rocal con guijarros. Le di una paliza. Sólo que ahí, cuando me preguntaron cómo lo hacía, yo fui incapaz de explicarlo.

«Entreno,» dije.

«¡Nosotros también entrenamos!» replicó Pargwal. «¿Es que dices que tu maestro es mejor que los nuestros?»

Sonreí.

«No lo sé. Pero está claro que yo soy mejor que vosotros.»

Para sorpresa mía, Pargwal se levantó con brusquedad, señalándome, con una mueca torcida en el rostro.

«Repite eso, retrasado. ¿Crees que eres mejor que nosotros? ¿Mejor que un Isylavi?»

Meneé la cabeza, confuso.

«No lo creo. Es la verdad.»

Se lo estaban tomando mal, entendí. Se habían enfadado. Y me sentía perdido porque no sabía por qué.

«Lo siento,» me apresuré a decir. «¿He dicho algo malo?»

Pargwal me fulminaba con la mirada. Escupió en el suelo, delante de mí.

«No sabes lo idiota que eres,» me dijo. «Ahora entiendo por qué dice mi padre que vosotros, los Arunaeh, sois insufribles. Piérdete.»

Me dio la espalda y sus dos compañeros me miraron con muecas nerviosas antes de seguir a su pequeño líder. Me quedé ahí, sobre los guijarros de la orilla del lago, mientras ellos se alejaban de vuelta al templo. Traté de entenderlo. ¿Idiota, yo? ¿Acaso se habían enfadado porque yo era un idiota? ¿Porque les había dicho que era mejor que ellos? ¿Acaso hubieran preferido que les mintiera? ¿Que me callara? En todo caso… había disfrutado jugando con ellos. Casi tanto como cuando pasaba tiempo con Yánika. La echaba de menos. Hacía dos días que se había marchado a Kozera con su abuela. Hasta el año pasado, siempre habíamos viajado juntos, pero la última vez Yánika había causado un escándalo. Se había aferrado a mí rehusando soltarme: “¡No quiero ir con la abuela!” había dicho, “¡quiero quedarme con Drey!” Así que este año habían decidido separarnos desde el templo, para no causar tumultos. Al día siguiente, partiría yo. Por eso…

Giré la cabeza hacia la roca de basalto y me levanté. Por eso tenía que acabar con mi entrenamiento. Cuando llegué hasta la roca, me fijé en que las láminas finas habían estallado en añicos. No era tonto. No tanto como para no entender que los tres noblecillos habían causado eso. En especial Pargwal. Me agaché ante el estropicio y recogí un trozo, mirándolo, cada vez más turbado.

«Finalmente,» suspiré, «tal vez no sea del todo saijit.»

Los saijits eran tan extraños…