Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

4 Vuelta al nido

La sala no había cambiado. Cuando Draken me llamó y entré, me encontré con las familiares columnas ricamente adornadas; al fondo, estaba el asiento del Gran Monje y, detrás de este, una gran estatua de Tokura alzaba la Cruz de Destrucción hasta casi tocar el techo de la inmensa sala.

«Ese compañero,» lanzó Draken girando las ruedas de su silla para salir, «si entiendo bien, ¿es mejor que no se quite la máscara, no?»

Carraspeé y asentí. El drow escudriñó a Reik.

«Bien. El Gran Monje está en su capilla: puedes ir a verlo, Drey. Tú,» le dijo a Reik, «ven conmigo, no voy a comerte.»

Adiviné la irritación del comandante Zorkia al ser tratado como un muchacho pero no dijo palabra y siguió afuera al destructor. Hice una mueca compasiva. Suponía que Reik debía de estar pasando un mal rato, preguntándose si no había confiado demasiado en mí… Pero no le quedaba otra que hacerlo.

Cerré la puerta y crucé la sala en silencio. En cierto modo, la arquitectura recordaba a la Casa Arunaeh, pero el techo era bastante más alto y, al contrario que en la isla, la roca aquí estaba labrada como si cada trozo fuera una obra de arte. Era un verdadero libro de imágenes que resumía la vida de Tokura, de Kofayura y de los Grandes Monjes más famosos del Templo del Viento.

Pasé por entre dos columnas hacia el corredor trasero: la puerta de la capilla estaba abierta. Circular, la habitación tenía una de las pocas paredes del templo en ser totalmente lisa; el suelo estaba cubierto de una arena cenicienta. Ante la figura arrodillada del Gran Monje, se alzaba el Juramento del Viento, grabado en un pedestal. Y, sobre ese pedestal, vibraba una pequeña esfera ora azulada, ora negra como un doagal… Agrandé los ojos ahogando un jadeo de asombro.

El Orbe del Viento. Eso era sin lugar a dudas el Orbe del Viento. ¿O era una réplica? ¿Una imitación? No, entendí, bajando la mirada hacia el Gran Monje. Este no se había girado, pero sin duda me había sentido llegar. Di unos pasos silenciosos sobre la arena y me arrodillé junto a él. Su figura de kadaelfo no había cambiado mucho desde la última vez que lo había visto: enjuta, calva y nervuda. Pese a que tenía los ojos cerrados y el rostro sereno y absorto, sentí su órica arremolinarse a mi alrededor para darme la bienvenida. Sonreí frente a su abrazo órico y le correspondí diciendo:

«Hola, abuelo, cuánto tiempo.»

Vi sus labios encurvarse y, en el silencio, pasé la vista por las letras que formaban el Juramento del Viento. Decía así: «No olvido que el aprendizaje nunca termina. Destruyo para construir. Respeto el mundo que me vio nacer. Confío por siempre mi voluntad y mi lealtad a la Orden del Viento y a mis hermanos, para gloria de Tokura, nuestra patrona.»

Esas eran las palabras que debería haber recitado una vez pasadas todas las pruebas de aprendiz. Pero nunca las había llegado a pronunciar en ninguna ceremonia. Mis ojos se alzaron entonces hacia el orbe y volví a romper el silencio, intrigado.

«¿Lo devolvió mi padre?»

Los ojos dorados del Gran Monje se abrieron.

«Tu abuelo. Hace una semana, mi hermanastro vino con el orbe y se fue anteayer. Arreglamos las cosas.»

Arqueé las cejas. Por su tono, adiviné que no estaba tan seguro de ello.

«Me alegro,» dije sin embargo. De modo que los Arunaeh habían decidido no usar el Orbe para reparar el Sello. ¿Sería porque, con la ayuda de Yánika, Madre había conseguido algún resultado tan pronto?

Alcé una mano cubierta de arena y vi esta correr entre mis dedos hasta que no quedaran más que unos granos en el hueco de mi palma enguantada.

«Por cierto,» retomé, «¿dónde está Durki? Recuerdo que normalmente siempre se quedaba en la entrada de la capilla cuando ibas a rezar.»

El Gran Monje hizo una leve mueca.

«Murió. Era una perra muy vieja.»

La noticia me impactó. Dánnelah. Esa perra grande y dócil me había acompañado más de una vez de pequeño. Era el único ser quitando a Madre al que me había atrevido a abrazar en mi tierna niñez.

«Tuvo una buena vida,» añadió el Gran Monje. Y posó las manos juntas sobre su regazo girando la cabeza hacia mí. «Di, hijo. ¿No sabes que es de mala educación guardar la máscara en la capilla?»

Hice una mueca.

«Oh, lo siento.»

Hubo un silencio. Y entonces me dije que probablemente el Gran Monje no se contentaría con una disculpa así. Era demasiado curioso para eso. Así que, alzando ambas manos, agarré mi máscara. Vacilé. Y la retiré.

La reacción no se hizo esperar. El Gran Monje se irguió, alarmado.

«¡Por Tokura! ¿Quién…?»

«Soy yo,» lo interrumpí. «Drey Arunaeh. ¿No me reconoces? Han pasado tres años, es cierto, pero tampoco he cambiado tanto, ¿no?»

Traté de tomar un tono ligero. El Gran Monje tragó saliva.

«¿En serio eres…? Un momento. ¿Cómo es posible? ¿Es algún tipo de mutación?»

«¿La piel gris? Tiene toda la pinta.»

«¿Y los ojos?»

«Mutación también,» afirmé. «Ni siquiera sé muy bien por qué. Ni Liyen lo entendió. Pero es así. Desperté una mañana, me miré en un espejo y, zas… Bueno, lo cierto es que todavía no me he mirado en ningún espejo. Pero es lo que me han dicho: tengo cara de demonio, ¿eh?»

El Gran Monje meneó la cabeza con aire preocupado. Tras una vacilación, se levantó, se inclinó con reverencia hacia el orbe y dijo:

«Salgamos.»

Me puse de nuevo la máscara y lo seguí sin una palabra. Mientras él cerraba la capilla con dos grandes llaves, lo miré con cierta sorpresa.

«¿Y la sala en que estaba antes el Orbe?» pregunté. «¿No es más segura?»

El anciano emitió un gruñido guardando las llaves.

«Tan segura que tu hermano fue capaz de robar el Orbe sin ayuda. Encontraré un lugar más apropiado,» aseguró.

Con andar siempre tranquilo, fue a sentarse en el trono y me hizo un leve gesto para invitarme a instalarme en el cojín. Me incliné, me senté cruzando las piernas y contemplé al Gran Monje con curiosidad. Pese a no tener Datsu, siempre me había parecido un saijit muy comedido en sus reacciones. Sin embargo, tenía una tendencia a ser autoritario y querer saberlo todo…

«Así que finalmente se resolvió todo sin derramar sangre,» dije. «Por un momento, pensé que los Monjes del Viento no sabrían olvidar su rencor. Me alegro.»

El Gran Monje frunció el ceño.

«Se trata más de orgullo que de rencor, Drey. No hables de ese tema a la ligera. Los Arunaeh nos devolvieron el Orbe, pero la carta diplomática de Liyen Arunaeh no limpia el honor mancillado. Dime, el líder de tu clan… según tú, ¿qué tipo de hombre es?»

Enarqué una ceja y medité.

«Un Arunaeh,» dije al fin.

Era lo que mejor lo definía, a mi parecer. Liyen siempre había seguido las pautas de Sheyra, del Datsu y el clan. Sonreí.

«Que sepas que, si un Arunaeh causa un desequilibrio, hará todo lo posible por restaurar otro equilibrio. En tal caso, confío en que los Arunaeh serán capaces de limpiar tu honor mancillado, abuelo.»

El Gran Monje descubrió levemente sus dientes apretados.

«¿No te incluyes?»

Enarqué una ceja.

«¿Puedo acaso hacer algo yo para restaurar el equilibrio sin traicionar a mi familia?»

«Puedes.»

Su respuesta vivaz me dejó perplejo. ¿Podía? ¿En serio? ¿Qué era lo que esperaba de mí? El Gran Monje me atravesó con la mirada y chasqueó la lengua.

«Quítate esa máscara. ¿Es que ahora tienes un complejo estético? Bien mirado, casi pareces un drow, nada tan extraño.»

Hice una mueca. Sabía que no estábamos solos. Su leal consejero y guardaespaldas, Dalfa, pocas veces se alejaba del Gran Monje y en ese momento notaba su presencia con mi órica… pero tampoco quería exasperar demasiado al Gran Monje: la vida de Reik dependía de ello.

Retiré la máscara y clavé mis ojos en los del Gran Monje.

«Tengo más complejos de los que crees. ¿Qué quieres decir con que puedo? ¿Qué es lo que puedo hacer?»

«Restaurar el equilibrio,» replicó el anciano, observándome. «Al menos en lo que te concierne. Puedes volver a formar parte de este templo.»

Agrandé los ojos.

«¿Qué?» jadeé.

«Ordenarte como Monje del Viento,» prosiguió. Juntó ambas manos con calma ladeando levemente la cabeza sin desviar los ojos de mí. «Draken me ha dicho que estás encubriendo a un fugitivo y que para esconderlo hasta le prestaste una máscara de destructor con el tatuaje de los Arunaeh. ¿De quién se trata?»

Dánnelah… ¿Por qué me pedía que volviese a formar parte del templo? ¿Es que acaso seguía soñando con hacerme Gran Monje? Pero yo no sentía ninguna necesidad de serlo… Suspiré.

«¿Y si te dijera que es un hombre que me ha salvado dos veces la vida? Yo se la he salvado una y ahora hemos establecido un pacto. Ciertamente, es un fugitivo al que anda buscando el Gremio. Saber su nombre sólo podría comprometer al templo.»

«A no ser que avisemos de ello a los Zombras que se han instalado en la aldea,» repuso el anciano con tranquilidad.

Me quedé suspenso. ¿Zombras de Dágovil, en la aldea vecina?

«¿Qué hacen aquí?» me sorprendí.

«Protegen el lugar.» El Gran Monje se recostó en su silla suspirando: «¿No te has enterado? Últimamente, se han multiplicado los ataques a las aldeas del oeste. Desapareció toda la población de un pueblo a unos kilómetros de aquí. Y hace una semana, masacraron a una familia entera de granjeros. Los Zombras están investigando pero todo parece indicar que los Ojos Blancos tan temidos de la anterior guerra han vuelto.»

Yo lo miraba con los ojos agrandados. Attah… Sin duda estaba hablando de los dokohis. Lústogan me había dicho ya en Firasa que habían raptado a los habitantes de todo un pueblo pero… si empezaban a masacrar, ¿eso significaba acaso que habían agotado su reserva de collares? ¿Qué es lo que pretendían?

«Esos Ojos Blancos,» dije, «¿sabes quién y desde dónde los dirige?»

El Gran Monje arqueó las cejas.

«¿Acaso te interesa?»

«Una amiga mía fue raptada por ellos,» expliqué. «Una Ragasaki.»

«Ragasaki,» repitió el anciano, pensativo. «Es verdad. Te metiste en una cofradía de cazarrecompensas de la Superficie. ¿Sabes? En la vida lo hubiera imaginado. Sea como sea, creo que es hora ya de que la dejes, hijo. No te conviene en absoluto. Después de todos los años que dedicaste a aprender el arte destructivo, y vas y echas tu futuro por la borda. Es como si un ingeniero decidiera de pronto hacerse vagabundo. ¿Acaso no te da vergüenza?»

«Ninguna,» aseguré con calma.

El Gran Monje resopló.

«Veo que el Datsu te protege del sentido del ridículo. En fin. Lo hecho hecho está. Más me preocupa que te pasees con fugitivos. Ese hombre te habrá salvado la vida, pero dudo de que te convenga seguir junto a él. Con lo fácil que sería entregarlo a los Zombras…»

¿Estaba haciéndome chantaje? Lo detallé con la mirada.

«Di, abuelo.»

«Dime, Drey.»

Inspiré en el silencio de la Gran Sala y espiré.

«Si te dijera que esos cazarrecompensas se han convertido para mí casi como en una familia, ¿seguirías empujándome a dejarlos?»

El Gran Monje se ensombreció.

«¿Una familia?» murmuró. «¿Y qué es lo que te hemos dado aquí, Drey? Te dimos cobijo, conocimiento, un dios, y un futuro. No voy a despreciar lo que tú has llegado por lo visto a respetar, pero la vida es como un libro, hijo: hay que saber girar las páginas. Y, ya lo sabes, pero, ya tienes una familia. Para un seguidor de Sheyra, ¿no es acaso un exceso tener dos?»

Alcé los ojos al techo con una sonrisa torva.

«Todo eso para decir que quieres que me una de nuevo al templo para convertirme en un famoso destructor que reviva la reputación de la Orden y, quién sabe, tal vez también para ser nombrado Gran Monje un día, ¿eh? Lo siento, abuelo. No sé si te dije un día que no tengo grandes ambiciones.»

El Gran Monje, para mi sorpresa, sonrió levemente.

«El viento tampoco las tiene,» dijo. «Sólo has de dejarte llevar por las fuerzas, como él, y llegarás a la cima de una montaña.»

Para volver a bajar por el otro lado, enfriado, pensé. Y puse los ojos en blanco ante la analogía.

«El aire sube porque se calienta y baja porque se enfría,» medité. «Pero yo no me caliento ni me enfrío nunca demasiado. El Datsu me protege de esos recorridos, ¿recuerdas?»

El Gran Monje se levantó de su trono y descendió los peldaños. Lo miré acercarse con curiosidad. Se detuvo ante mí, bajando unos ojos vivaces.

«Me repugna tener que recurrir al chantaje. Por eso…»

Se quitó un collar escondido bajo su sotana, no la gran cadena con la cruz que lo designaba como Gran Monje, sino una pequeña cadena dorada con una placa de hierro negro y una piedra blanca con manchas negras engarzada en esta. Agrandé los ojos.

«Una piedra de juramento,» confirmó. «La piedra que recibe un aprendiz cuando se ordena monje. Si la aceptas, te convertirás en un hermano para todos los Monjes del Viento, recibirás trabajos de calidad, descuentos por el material de trabajo y, en fin, ayuda por parte de una Orden respetada en todos los Pueblos del Agua e incluso más allá.» Apartó ligeramente la piedra mientras agregaba: «Si la rechazas, en cambio… mancillarás de nuevo mi honor, saldrás de este templo siendo mi enemigo y, en cuanto hayas huido, avisaré a los Zombras de que un Arunaeh está viajando con un fugitivo. No lo haré con gusto: es mi deber proteger el templo y sólo podré darte un día de ventaja. La pena es que los intentos de Liyen por mejorar nuestras relaciones se irían al agua otra vez.»

Marcó una pausa ante mi mirada confusa. Mis ojos contemplaban la piedra de juramento, aturdidos.

«¿Por qué?» murmuré tras un silencio. «¿Por qué quieres que vuelva con tanto empeño, abuelo?»

El Gran Monje suspiró.

«Pienso que eres un gran destructor, pero no lo hago sólo por eso. Yo también tengo un sentido del equilibrio, ¿sabes? Cuando tu hermano robó el Orbe, perdí a cuatro miembros de mi familia. Aún ignoro por qué Lústogan hizo eso, pero Nalem me dio a entender que su acción había sido todo menos egoísta para con su clan. Sospecho que algo tiene que ver con los extraños rumores que corren sobre una presencia horrible en la isla. Algo con el Sello.» No me inmuté y él prosiguió: «Sé que es inútil sonsacaros información sobre el tema… así que no insistiré. Sea como sea, la actuación de tu hermano no deja de ser imperdonable desde el punto de vista de nuestra Orden. Para restablecer el equilibrio, tu abuelo y tu padre aceptaron trabajar de nuevo para la Orden. En cuanto a tu hermano… Se decidió que, tras un mes de ‘meditación’ en vuestra isla, regresaría a la Orden con la obligación de aceptar cualquier trabajo que se le proponga y de tributar el setenta porciento de sus ganancias al templo hasta pagar los dos millones de kétalos que se le imponen por daños y perjuicios.»

Emití un gruñido incrédulo. ¿Dos millones? La cantidad era titánica. Y el porcentaje tiránico.

«Sé cómo sois los Arunaeh,» retomó el Gran Monje. «Cada uno sigue su senda, cada uno repara sus errores. Sé que Lústogan hará lo posible por reparar los suyos. Hace un par de semanas, dio su palabra de Arunaeh por escrito.»

Agrandé los ojos. Su palabra… De modo que, cuando me había sacado de la isla a hurtadillas, Lústogan ya sabía que estaba más endeudado que el rey de Lédek.

«Va a tardar un rato en pagar esos dos millones,» hice notar.

«No lo creo. Lústogan es empecinado,» dijo el Gran Monje, balanceando la cadena de juramento entre sus manos. «En diez años lo paga.»

Resoplé. Lo decía como si diez años no fueran nada, ese viejo… Mi mirada volvió a posarse sobre la piedra de juramento. Hice una mueca. No podía negar que trabajar para la Orden tenía sus ventajas. Me ahorraría los engaños y la pena de buscar trabajo y yo no tendría que pagar al templo más que el quince porciento tradicional…

«Estoy seguro de que mi hermano pagará esos dos millones en menos de diez años,» dije entonces. Retomé: «Estoy dispuesto a trabajar de nuevo para la Orden, pero no puedo quedarme en el templo. No voy a dejar a los Ragasakis y tengo asuntos varios que solucionar. Si bien recuerdo,» añadí, «el juramento que hicieron mi abuelo, Padre y Lúst estaba sujeto a las condiciones impuestas por el clan Arunaeh. En tal caso, juran lealtad a la Orden por detrás de su clan. Si me permites jurar lealtad a la Orden por detrás de mi clan y de los Ragasakis, juraré.»

Estaba bastante satisfecho con mi propuesta y hasta sentí la diversión de Kala en algún lugar de mi cabeza. Sin embargo, el Gran Monje tardó un buen rato en reaccionar. Supuse que se sentiría satisfecho de conseguir lo que quería, pero en sus ojos creí percibir un leve brillo de frustración. Tras unos instantes de silencio, entendí que verme hacer pasar antes a unos cazarrecompensas que a la Orden del Viento le resultaba irritante. Así que usé de esos modales tan bien grabados en mí y me moví para inclinarme asegurando:

«Será un honor ser ordenado por ti, Gran Monje.»

Si tanto quería que me ordenara… No es que yo no quisiese, tampoco. Mientras me dejase la libertad de hacer lo que me diese la gana…

Percibí su suspiro.

«Espero,» carraspeó, «que no lo haces por el chantaje, sino porque realmente quieres unirte a nosotros.»

Alcé la cabeza, interrogante y levemente burlón.

«¿Acaso el chantaje eran patrañas? Recuerda, Gran Monje: tú me expulsaste y ahora deseas que regrese. Mientras no haya incompatibilidades entre mis distintas lealtades, no me molesta servirte también. Como no me molesta servir a Sheyra, a Tokura, a Antaka y a Kofayura al mismo tiempo. ¿Te parece acaso inmoral?»

Hubo un silencio. La piedra de juramento seguía balanceándose en su cadena. El Gran Monje reflexionaba.

«Si Sheyra es tu primera divinidad y Tokura tu segunda, ¿dónde se posicionan los Ragasakis en todo eso?»

Su pregunta me arrancó una mueca pensativa. De hecho, ¿dónde? Pensé en Livon, Orih, Zélif, Sirih, Sanaytay, Tchag, Yeren, Loy, Staykel, Praxan, la pequeña Shaïki… Y sonreí al imaginar que me golpeaba el pecho diciendo: aquí. Pero hubiera sido simplificarlo mucho.

«No lo sé,» confesé. «Ellos me han dado algo que ni Sheyra ni Tokura pudieron darme. Yánika quiso quedarse con ellos y yo la seguí, como el viento movido por una fuerza,» sonreí. Fijé mis ojos en los suyos. «Y, cuanto más los conozco, más me doy cuenta de que hasta entonces tan sólo había pasado junto a los saijits sin intentar entenderlos. A veces, sigo pensando que la amistad es malditamente cansina, atrae problemas, te quita tiempo, te molesta… pero en realidad todo eso tampoco es malo. He aprendido a apreciar a la gente. Y me he dado cuenta de todas las ocasiones en las que hubiera podido ser más sociable, y no lo fui. No es que me sienta culpable ni me arrepienta de ello. Pero tampoco me arrepiento de haber conocido a los Ragasakis. Ni aun hoy me doy plenamente cuenta de lo mucho que me han enseñado…»

«Hijo,» me cortó el Gran Monje con voz suavizada.

Para asombro mío se inclinó para pasarme la cadena de juramento por la cabeza. Sentí su aliento viejo y sereno. Su ropa olía a simella y a hierbabuena. Él asintió para sí, como convencido de que su gesto había sido el correcto.

«¿Sabes?» dijo. «Por eso mismo pensé que tú eras un buen candidato. Porque te interesa la gente. No sólo la mente, como a los brejistas de tu famila, no sólo la roca, como a tu hermano, tu padre o tu abuelo. Tú te interesas por entender el comportamiento de tus nuevos compañeros porque deseas ser aceptado por ellos. Y ese es un requisito para ser Gran Monje.»

Ser aceptado, me repetí. ¿En serio? Y bueno, ¿quién no quería ser aceptado? Sentí la piedra de juramento pesar con ligereza contra mi cuello. El Gran Monje sonrió.

«Pero también por eso mismo creo que no te conviene ser Gran Monje, finalmente.»

No pude evitar devolverle una media sonrisa aliviada al ver que lo había entendido y me incliné recitando:

«No olvido que el aprendizaje nunca termina. Destruyo para construir. Respeto el mundo que me vio nacer. Confío por siempre mi voluntad y mi lealtad a la Orden del Viento y a mis hermanos, para gloria de Tokura, mi segunda patrona.»

El Gran Monje se había erguido y asintió con satisfacción.

«Pospondremos la ceremonia hasta que el malhumor contra los Arunaeh se diluya entre los monjes, pero mandaré que te inscriban en la lista de miembros. Ah, no sé qué es lo que pretendes hacer con ese fugitivo… pero te daré un consejo, muchacho: no le tientes demasiado al Gremio de las Sombras. Y menos ahora que los Zombras están por toda la zona. Sea como sea, bienvenido a la Orden, Drey Arunaeh. Me alegro de que hayas vuelto.»

Me enderecé y me levanté con ligereza.

«Y yo me alegro de haber hablado contigo, abuelo.»

«Pero no puedes quedarte aquí más tiempo,» adivinó el Gran Monje. Alzó una mano. «Dalfa.»

Su consejero, que hasta ahora había permanecido detrás de las columnas, apareció prestamente e inclinó la cabeza.

«¿Sí, Merol?»

Muy pocos eran los monjes que llamaban al Gran Monje por su nombre. Sin embargo, Dalfa había sido compañero suyo desde hacía tantos años que eran casi como uña y carne. Lo detallé con la mirada. Era un ternian que abultaba todavía menos que el Gran Monje, más bajito, con unas ojeras impresionantes que, según su viejo amigo, no se quitaban ni durmiendo. Pese a todo, yo sabía que era el más diestro en barreras óricas de todo el templo y que una vez había echado a un asesino de la Gran Sala en volandas, empotrándolo contra una pared del corredor hasta dejarlo medio muerto.

Me crucé con sus ojos violetas cuando el Gran Monje me preguntó:

«Drey. ¿Adónde os dirigíais cuando Draken se encontró con vosotros?»

«A Kozera,» contesté. «Tengo que ir a por un compañero. Y ayudar a los Ragasakis a rescatar a la que fue raptada por los Ojos Blancos.»

Además de buscar a otros cinco Pixies y resucitar a Liireth, añadí para mis adentros. Pero no se lo dije, no fuese que el abuelo me expulsase por lunático justo después de haberme ordenado monje. O peor, que nos mandase a Reik y a mí directos a la prisión de Makabath.

«Estupendo,» dijo el Gran Monje. «Iba a mandarle otra carta a Liyen: si vas a Kozera, te ocuparás de entregársela. Por si acaso, te daré una orden para que puedas pasar los controles sin problemas.»

Estupendo, decía… Yo no sabía qué opinar. Sin duda, al saber que Yánika estaba en la isla, la idea de regresar para ver cómo estaba me tentaba, pero no me tentaba el volver a caer en manos de los brejistas de mi familia. Ya sabía que habían intentado ayudarme a entender el misterio de Kala, pero habían puesto demasiado empeño. Pese a todo, asentí:

«La entregaré.»

«Bien. Dalfa, llévalo a los archivos e inscríbelo en la lista.»

El consejero asintió, vacilante.

«¿Lo aceptas sin siquiera hacerle pasar las pruebas?»

No le reprochaba el aceptarme, sino el aceptarme saltándose las reglas, entendí. El viejo kadaelfo se encogió de hombros.

«Sacó sobresalientes en las pruebas previas con catorce años. ¿De veras crees que es necesario?» Dalfa hizo una mueca y el Gran Monje sonrió. «Siempre tan puntilloso, amigo mío. Está bien, pasará las pruebas hasta el o-rianshu. Te pediré que te quedes hasta mañana, Drey. ¿No hay inconveniente?»

Estaba cansado después de dos días de casi no pegar ojo y la idea de partir ahora mismo no me encantaba, pero tampoco la de tener que pasar unas pruebas.

«¿Hay que pensar mucho en esas pruebas?» pregunté.

Dalfa me echó una mirada burlona.

«Un mínimo, me temo. Veo que estás cansado. ¿Quieres dejarlo para mañana?»

Hice una mueca y negué con la cabeza.

«No. Las pasaré ahora,» afirmé con energía.

Hasta logré sentir una pizca de expectación. Según Lústogan, así como las pruebas escritas para ser Monje del Viento eran ‘fáciles’, las pruebas prácticas eran interesantes. Para que mi hermano hubiese reconocido la valía de esas pruebas, realmente tenían que ser entretenidas.

Sintiendo tal vez mi curiosidad, Dalfa esbozó una sonrisa y me señaló la puerta de salida.

«Por aquí, muchacho.»

Me incliné hacia el Gran Monje y me apresuré a seguir al consejero. Casi olvidé volver a ponerme la máscara.