Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala

2 Hojas y plumas

«La última flor es la más hermosa, porque lleva la esperanza de todas las demás.»

Yánika Arunaeh

* * *

Apenas cuatro horas después de habernos despedido de Zélif y los demás Ragasakis, ya estábamos en Ámbarlain. Me levanté de mi asiento en cuanto el vagón se paró, cargué la mochila y salté al andén seguido de Yánika y Saoko. Orih se apeó con más indecisión. Sus ojos ambarinos observaban las lejanas estalactitas, las luces pálidas que iluminaban la enorme caverna, así como los intrincados edificios que formaban la villa de Ámbarlain. Parte de esta se situaba en un saliente relativamente alto de la caverna, donde nos encontrábamos, pero el resto de las casas habían sido construidas junto al gran túnel por donde pasaba el río Espiral. Sólo que este había desaparecido.

Desde la parte alta de la ciudad, fijé mis ojos en el agujero seco y silencioso y seguí el surco enlodado que cruzaba Ámbarlain, allá por donde fluía antes el río. Incluso el lago que había al sur de la ciudad había mermado considerablemente.

«¿No os preocupa tener tantas estalactitas encima?» preguntó Orih.

Puse los ojos en blanco. Era la primera vez que Orih Hissa bajaba tan profundo en los Subterráneos y se la veía desubicada.

«Para eso están los destructores,» contesté. «Aseguran la zona de cuando en cuando. Pero, de momento, creo que la gente está más preocupada por el Espiral.»

Nos pusimos en marcha tomando la rampa que bajaba hacia el centro de la ciudad. Las calles estaban desiertas y las luces de las casas apagadas, por lo que deduje que los habitantes habían sido ya evacuados. Al llegar a la plaza del ayuntamiento, encontramos un buen número de mineros y voluntarios que se ajetreaban cargando materiales, explosivos y demás herramientas sobre unos anobos. Estos habían sido elegidos particularmente robustos y movían sus anchas cabezas verdosas, curiosos, observando la agitación alrededor con paciencia. El tamaño de la movilización me recordó a cuando, hacía cuatro años, Lústogan y yo habíamos participado a la creación de un canal de agua en Kozera. Había sido poco antes de que mi hermano desapareciera con el Orbe del Viento…

Un tabernero valiente aún tenía su local abierto en la plaza y, tras proponerles a Saoko, Orih y Yani que me esperaran ahí, me abrí paso entre la gente hasta el edificio del ayuntamiento. Ante este, se encontraba todo un grupo de ingenieros y cartógrafos elaborando los planes. Paseé una mirada entre ellos. Y cuando vi a un kadaelfo con pelo blanco en punta y perilla igual de blanca, me paralicé. Sus ojos habían reparado en mí antes y, sin decirles una palabra a sus compañeros de trabajo, él se alejó de la mesa y se acercó a mí con un semblante tan tranquilo que casi parecía inexpresivo.

«Abuelo,» jadeé.

«Drey… Cuánto tiempo.»

De modo que mi abuelo había sido contratado por Ámbarlain… De pronto, mi presencia ahí me parecía inútil.

«Lo menos cuatro años,» convine, alegrándome pese a todo.

Para sorpresa mía, una sonrisa apareció en el rostro de Nalem Arsim Arunaeh. Pese a sus ya setenta años cumplidos y sus numerosas arrugas, despedía una energía incontestable. Llevaba el uniforme de destructor: camisa, chaleco, pantalones, guantes y botas, no le faltaba nada. En su mano izquierda, llevaba ya lista su máscara y pensé que eso significaba que la expedición estaba a punto de partir, aunque nunca se sabía con el abuelo: era capaz de sacar la máscara y ponérsela como ropa diaria… Ni Lústogan había llegado tan lejos. Que el resto del uniforme pudiera usarse fuera de los trabajos, eso yo lo entendía y lo hacía, pues la ropa de destructor tenía muchas ventajas incluso para el uso cotidiano: no se rompía, no se mojaba, apenas había que limpiarla, y siempre te protegía de impactos imprevistos. Pero de ahí a ponerse la máscara…

Los ojos de mi abuelo eran igual de dorados que los míos. Al verlos evaluarme de arriba abajo, hundí las manos en los bolsillos, algo incómodo.

«Cuatro años,» repitió. «Mm. De modo que ya no eres ningún niño, ¿eh? ¿No vendrás a por el trabajo del río Espiral?»

«Er… Tengo razones personales para querer arreglar el río,» admití.

«¿Oh? Entonces perdona por haberte robado el trabajo, pero el primero que muele el grano se lleva el pan, como dicen.»

No me preguntó por las razones personales: simplemente quería hacerme entender que reparar el río le incumbía a él y que era mejor que no me interpusiera en su camino. Hice una mueca. Attah… En la vida se me habría ocurrido interponerme en el camino de mi abuelo. Sólo pensarlo me daba escalofríos.

«Tal vez te interese saber dónde se bloqueó el río,» dije.

Antes de partir, Zélif me había proporcionado un mapa de los Subterráneos y otro de la Superficie, de modo que había conseguido determinar con satisfactoria precisión el lugar del impacto. Saqué los mapas de mi bolsillo y se los tendí a mi abuelo. Este no dudó en cogerlos y en echarles un vistazo.

«Ya veo,» comentó. Sus ojos chispearon. «¿Lo provocaste tú?»

La posibilidad parecía hacerle gracia. Chasqueé la lengua, molesto.

«No fui yo.»

No di más detalles y mi abuelo se encogió de hombros.

«Poco importa. Solucionaré el problema. Por cierto, ahora que lo recuerdo, tu madre me dejó una carta para que te la mandara en caso de localizarte. Debe de estar por aquí.»

Mientras rebuscaba en sus bolsillos, me fijé en que más de un cartógrafo e ingeniero nos echaba ojeadas frecuentes.

«Aquí tienes.»

Concentré mi atención en la carta y reprimí mal un resoplido al ver el estado en que estaba. Parecía más una bola de papel que una carta y cuando la desplegué alcé la mirada, divertido.

«La tinta está hecha un desastre. Es ilegible, abuelo.»

«¿En serio?» se sorprendió.

«En serio. Mira. Es como si la hubieses pasado por algún lavadero.»

«Mm… Es verdad,» concedió. «Esta carta me la dio tu madre hace más de un año. Ha debido de pasar por muchas miserias. De ahí su estado. Supongo que si quieres saber lo que quería decirte tu madre, tendrás que ir a verla en persona.»

Aquello me apesadumbró. Mi abuelo no parecía darle mucha importancia al asunto, pero el hecho de que Madre estuviera tan pendiente de mí me afectaba. Y también lo hacía la mera idea de regresar a la isla de Taey.

«¿Qué tal está?» pregunté con el entrecejo fruncido.

«¿Mériza? Igual que siempre. Como una peonza que gira y se para cuando quiere. Si vas, dale los buenos días de mi parte.»

Tragué saliva.

«¿Y Padre?»

«Ah…» reflexionó él. «Mi hijo está muy ocupado. Me temo que tiene demasiadas ideas en mente.»

Lo observé con atención. ¿Se habría ensombrecido o era sólo mi imaginación? Mi abuelo torció los labios, pensativo.

«Supongo que si no me preguntas por tu hermano es porque ya te lo has encontrado. Me alegro. Nos veremos pronto, probablemente. Ahora, será mejor que siga trabajando. Por cierto, gracias por la ayuda,» dijo, alzando los mapas que le había dado.

«Abuelo,» le solté cuando me dio la espalda. Quería preguntarle si de verdad el Sello se había alterado tanto como para llenar la isla de miasma, pero no podía hacerlo con tanta gente alrededor susceptible de oírnos. Así que me contenté con decir: «Todavía no voy a regresar a casa. Le escribiré a Madre.»

No le vi la expresión, pero creí percibir un deje entretenido cuando Nalem Arsim contestó:

«Eres libre de hacer lo que quieras.»

Mar-háï, mascullé interiormente. ¿Se estaría riendo de mí? Como para confirmármelo, lo oí añadir:

«No es fácil ser su hijo predilecto, ¿eh?»

Aquello me arrancó una expresión exasperada que él no vio, pero que sin duda vieron los cartógrafos. Me contenté con resoplar de lado, darle la espalda a mi vez y alejarme por la animada plaza. Abuelo… Y para ti es fácil mantenerte lejos de la isla y de Madre todo lo que quieres, ¿verdad? Todo el mundo te encarga trabajos, dirás… Lo siento pero tu excusa no es mejor que la mía.

Mientras me dirigía de vuelta hacia la taberna donde había dejado a los demás, le eché otro vistazo a la carta de mi madre y observé de nuevo las líneas desvaídas e ilegibles antes de destruirla por completo. No valía ni para reutilizar el papel: estaba ya a mitad desmigajado.

«¡Drey!» me llamó Orih, desde la terraza de la taberna. Esta se encontraba en altura con respecto a la plaza. Mientras subía los peldaños, oí decir a la mirol: «Lo hemos visto todo. Ese tipo con el que has hablado… Yánika dice que no recuerda haberlo visto nunca, pero lleva el mismo tatuaje en el rostro, ¿verdad?»

Conque lo habían visto todo, ¿eh? Dejé caer mi mochila y me senté a la mesa con ellos confirmando:

«Así es. Ese es nuestro abuelo, Nalem Arsim Arunaeh. Lo han contratado antes que a mí, con lo que no tenemos nada que hacer aquí.»

Mis ojos se agrandaron como los de los demás pero por otras razones: acababa de fijarme en el plato de zorfos en medio de la mesa. Las bayas rojas brillaban bajo la luz de las linternas…

«¿Cómo que no tenemos nada que hacer aquí?» protestó Orih. «¿No te pueden contratar a ti también?»

Atrapé un puñado de zorfos y me comí uno negando con la cabeza.

«Ya-náï. Le he dicho dónde se había bloqueado el río. Él es el mejor destructor que conozco: hará bien su trabajo.»

«¿Y eso es todo?» exclamó Orih.

Sus grandes orejas de mirol se alzaban, incrédulas. Sus ojos de fuego echaban relámpagos. La miré, sorprendido.

«Ya sé que hemos hecho el viaje para nada pero…»

«Tu abuelo será un destructor excelente, pero yo he venido a ayudar. No me importa si me contratan o no: iré a desbloquear el río.»

«¿Con una nueva explosión?» me burlé con la boca llena de zorfos. «Acabarías destrozando todos los Pueblos del Agua…»

«¡No bromeo!» me avisó Orih. «¿O sea que porque tu abuelo interviene tú ya decides dejárselo todo en sus manos? ¿No serás vago simplemente?»

Tragué los zorfos, intercambié una mirada fastidiada con Saoko y dije pausadamente:

«Estoy siendo práctico, nada más. Como dicen, dos personas tensando la cuerda de un mismo arco son demasiadas. Créeme: en el momento en que he visto que mi abuelo iba a encargarse de esto, no me he vuelto a preocupar por esta ciudad. Él ha sido contratado antes: si te interpones en su camino después de haber sido avisada, es tu problema, Orih Hissa.»

La mirol me observaba fijamente. Cuando callé, se giró hacia Yánika comentando:

«Tu hermano a veces es frío como una piedra.»

Yánika sonrió. Suspiré.

«¿Y eso a qué viene?»

Sin contestar, Orih se agarró el casco con orejas de gato ladeando la cabeza, asintió para sí con un ruido gutural y se levantó con ligereza, decidida.

«¡Está bien! Olvidemos el río Espiral, ya que confías tanto en tu abuelo. Pero yo no vuelvo a Firasa ahora. El viaje nos ha costado un ojo de la cara. Quiero ver los Pueblos del Agua. ¿Está lejos el mar de Afáh?»

Inspiré, sobrecogido. ¿Ahora quería hacer turismo?

«Er…» meditó Yani igual de sorprendida. «El Afáh está a unos tres días de marcha de aquí. A menos que cojas el teleférico hasta Kozera…»

«Seguro que también cuesta un ojo de la cara,» resopló Orih. Sus ojos centellearon con una nueva idea. «¿Y Donaportela? Loy dice que tiene una biblioteca aún más impresionante que la de Trasta, ¿es cierto? Y además eso no está tan lejos, ¿no?»

«No lo estaría si se pudiese tomar el canal,» dije. «Pero, como están las cosas, ya no hay río, ya no hay agua. Aunque una vez en Serasel, se puede tomar un barco hasta Donaportela por el lago Raz. Nosotros subimos todo en dos días hasta Ámbarlain, ¿verdad, Yani? Para la bajada debe de ser parecido ahora, sin la vía del canal. Pero, Orih, si lo que quieres ver es la Biblioteca de la Academia, te aviso: sólo la podrás ver de fuera. No se permite entrar sin una tarjeta especial.»

«¡No!» se desilusionó Orih. «¿No se puede entrar?»

«Sólo a la sección básica. ¿La biblioteca de Trasta no es igual?» me sorprendí.

Orih se ruborizó levemente.

«No lo sé,» admitió. «Nunca he ido a Trasta. ¡Soy montaraz! A mí las ciudades…»

«¿Entonces por qué quieres ir a Donaportela?» resoplé.

Tenía otra vez la boca llena de zorfos y Yánika sofocó una risa. Orih se dejó caer de nuevo en su silla, desanimada.

«Yo… No quiero volver a Firasa ahora.»

Su confesión no me aclaró gran cosa, pero me ayudó a tomar una decisión. Tragué las bayas y me bajé para rebuscar en mi mochila. Saqué papel y tinta y, bajo la mirada interrogante de Orih, expliqué:

«Será mejor que le avisemos a Zélif. Así al menos no se preocupará de si te ha arrastrado el río Espiral y sabrá que simplemente te has ido a hacer turismo.»

Me puse a escribir y, tras una pausa suspensa, Orih protestó:

«¡Turismo no es! Vamos a investigar sobre los dokohis.»

Su idea me arrancó una risa.

«¿En la Biblioteca de Donaportela?»

«En toda Donaportela.»

Nada menos. Intercambié una mirada elocuente con Yanika y, estirándome con las manos detrás de la cabeza, dejé escapar:

«Yo ya no me meto.»

Yanika aclaró:

«Donaportela es la mayor ciudad de los Pueblos del Agua. Ni Dágovil es tan grande. Investigar en todos los barrios es tarea imposible…»

«Entonces haremos lo que podamos,» afirmó Orih, positiva. Alzó un índice. «Sólo tenemos que seguir un plan.»

Si lo hubiese dicho Zélif, habría sonado convincente, pero ella… Le pasé el papel y la tinta y agarré otro puñado de zorfos diciendo:

«Explícaselo entonces.»

La puse en un aprieto, pero no se acobardó. Tomó la pluma, la untó y la mantuvo en suspensión sobre el papel… Una gran mancha de tinta vino a borrar una palabra que yo ya había escrito explicando la intervención de mi abuelo. Se mordió un labio y yo puse los ojos en blanco.

«No voy a darte otra hoja, Orih. Y no pongas la pluma encima si no sabes todavía lo que vas a escribir. Te evitará emborronar lo que ya he escrito.»

«Mmpf. Pues tú la has pringado ya con el jugo de los zorfos, ¿no lo ves?» me lanzó como réplica. Tenía razón… La mirol me enseñó sus dientes afilados. «Ver la paja en el ojo ajeno, como dicen… Bah. Y ahora necesito silencio.»

Resoplé. El aura divertida de Yánika me hizo levantar los ojos hacia las lejanas estalactitas. Me metí otros dos zorfos en la boca y masqué, pensativo. Le había dicho a mi abuelo que le escribiría una carta a Madre… Era el momento ideal para hacerlo. Pero… ¿qué podía decirle?

La inspiración venía escribiendo, así que saqué otra hoja, le tomé prestada la pluma a Yánika y me centré. Al de unos minutos, no había escrito nada más que «Querida Madre». Cuando me oyó suspirar, Yani preguntó:

«¿A quién estás escribiendo, hermano?»

«Mmpf. A Madre. Le dije al Abuelo que lo haría. Pero no sé qué decirle.»

Yánika debía de sospecharlo porque no se sorprendió.

«¿Por qué no le preguntas qué tal está?» propuso.

Parpadeé.

«Cierto.»

El aura de Yánika se llenó de burla. Casi la oí decirme: ¿en serio no habías pensado ni en algo tan sencillo? Incómodo, bajé la mirada hacia la carta…

«También le puedes decir algo sobre nuestra vida con los Ragasakis,» meditó Yani. «Algo alegre. Yo siempre le contaba cosas alegres del Templo.»

Es verdad. Yánika tal vez no había vuelto a ver a Madre desde que había abandonado la isla al de un año de nacer, pero era la que más hojas añadía a la carta mensual que mandábamos a Taey desde el Templo. Y en ellas le contaba cualquier cosa. Lo sabía porque, cuando todavía no sabía escribir, me las dictaba.

«Es verdad que las cartas que le escribías eran graciosas,» reflexioné. Y sabía que a Madre le gustaba leerlas. Me crucé con su mirada tranquila y le dediqué una ancha sonrisa antes de pasarle la hoja y la pluma. «Tú puedes, hermana.»

Su aura apenas se turbó, pero sus ojos negros me contemplaron con viva burla cuando replicó:

«Orih tiene razón: eres un vago.»

«No es eso,» protesté. «Seguro que Madre está contenta de recibir una carta que diga más que ‘Querida Madre’.»

«En realidad, eres un aprovechador,» terció Orih mientras ponía un punto en su propia carta. Tendió su otra mano hacia el plato de zorfos y agrandó los ojos al constatar que estaba vacío. «¡Y un glotón! ¿Te los has comido todos?»

Su tono se había convertido en una quejido triste y aquello me afectó más que si me hubiese gritado encima.

«Yo… Esto… ¡El último zorfo se lo ha comido Saoko!»

El drow me fulminó con sus ojos rojos.

«Y los treinta anteúltimos te los has comido tú.»

Huh. Hubo un silencio. Eché un vistazo hacia la plaza. Empezaba a vaciarse de gente…

«No lo niego,» confesé.

«¡Encima!» gruñó Orih, y me puso su carta delante. «Haz algo útil, reléete esto y encárgate de cerrar la carta, roca fría, glotona, vaga y apovechadora.»

Tanto apelativo me arrancó un mohín pero hice lo que pedía y releí lo que había escrito: «¡Hola, Zélif! Aquí Orih Hissa. Se me ha ocurrido que podemos aprovechar y buscar cosas sobre los dokohis, ya que el abuelo de Drey se encarga de todo…» Hice esfuerzos para reprimir una carcajada incrédula. Buscar cosas, ¿qué cosas? Y qué suerte que mi abuelo se encargara de todo… Continué: «Es posible que vayamos a Donaportela.» ¡Es posible! Mi corazón dio un bote trémulo, sofocando las carcajadas. ¿Ese era el plan que quería enseñar a la líder de los Ragasakis? «Hay mucha gente que vive ahí, podríamos encontrar algo interesante en la biblioteca u otros sitios. Y si no, pues volveremos y estaremos en las mismas. Pero no se pierde nada por intentarlo.» No lo aguanté más: me eché a reír.

«¡Jajajaja…!» me atraganté. Su manera de escribir rompía tanto mis esquemas de carta que no podía evitar mis carcajadas.

Tan sólo cuando pillé el aura de reproche de Yánika me calmé lo suficiente para seguir leyendo. Orih acababa así: «Espero que todos estéis bien. Nosotros ahora estamos en una taberna de Ámbarlain y yo con ánimo de ver más. Es muy extraño no saber cuándo es de día o de noche, pero seguro que voy a ver muchas cosas que me impresionen y maravillen todavía más que esta caverna. De todos modos, no os preocupéis: la reliquia de mi pueblo que me dio el abuelo Dalorio me protege. ¡Os quiero!»

Una vez acostumbrado a su estilo caótico, casi sonaba más simpático, pensé con una sonrisa. Me fijé entonces en la mirada brillante de Orih y me turbé. Un momento… ¿no iría a ponerse a llorar por mi reacción, verdad?

«Esto… er… Está perfecto,» me apresuré a decir.

Su expresión cambió totalmente, aliviada.

«¿En serio?»

Mi sonrisa se ensanchó un poco más de lo esperado.

«Sí.»

Cogí la pluma y tan sólo añadí un: «P.D. de Drey: Juro por Sheyra y Tokura que Orih Hissa volverá sana y salva de su vuelta turística.»

Apenas dibujé el punto, Orih Hissa me echó la bronca y quiso borrar la frase. Tachando la última palabra, la reemplacé por «exótica», y luego por «heroica». Para sorpresa mía, Saoko golpeó la mesa con el puño.

«Ya basta de garabatos. ¿Sois idiotas?»

Su intervención nos dejó callados. Cuando vi a Orih sellar la carta tal cual, reprimí mal la vergüenza al imaginarme a Zélif viendo las palabras tachadas… pero Saoko tenía razón, no merecía la pena perder más tiempo con eso. Le eché un vistazo a Yani: mi hermana estaba absorta en la carta para Madre y apenas nos hacía caso.

«Por cierto,» dije, girándome hacia Saoko. «Recuerdo el papel que me dejaste aquella noche en La Calandria. ¿Aprendiste a escribir en… tu pueblo?»

No me atreví a decir «Brassaria». Orih y Yánika ignoraban que el drow provenía de una zona condenada de los Subterráneos y no sabía si este deseaba que se supiera. Al fin y al cabo, los que vivían en esa zona habían sido criminales fuera de esta… y aunque él hubiera nacido ahí, dudaba de que fuera buena idea alardear de ello.

Saoko había fruncido el ceño.

«No. Me enseñó Lústogan.»

Aquello me dejó sin aliento. ¡¿Lústogan le había enseñado a escribir?! Imposible. Ni siquiera conmigo había tenido la paciencia de enseñar algo tan básico. Resoplé.

«¿Seguro que no te equivocas de persona? Lústogan jamás haría algo así.»

Saoko frunció aún más el ceño.

«Mmpf. ¿Tan mala opinión tienes de tu hermano? En fin, poco me importa. ¿Vamos a quedarnos aquí sentados mucho tiempo?»

Lo observé con curiosidad. ¿Qué era lo que había visto Lústogan en él para que, además de salvarle la vida, le enseñase a escribir? ¿Podía ser que Lústogan tuviera algo pensado? ¿Que lo hubiera formado por algún motivo? Hasta ahora, y para gran pesar de los aprendices del Templo del Viento, Lústogan nunca había aceptado tener más que a un único alumno: yo. Esos tres años… ¿qué diablos había estado haciendo Lústogan aparte de buscar la fuente del Sello?

«Listo,» dijo de pronto Yánika poniendo un punto a su carta y sellándola.

«¿No puedo leerla?» pregunté.

«¿Para que te rías como lo has hecho con la carta de Orih?» replicó con una sonrisa ladina. «Ni hablar, hermano.»

Attah… No era culpa mía si las frases de Orih me habían tomado por sorpresa. Suspiré. Supongo que nunca en mi vida he escrito una carta informal de verdad…

Me levanté con agilidad.

«¡Bueno! Entonces vayamos a la oficina de correos y pongámonos en marcha.»

En marcha para la vuelta turística, añadí para mis adentros con una sonrisilla mental.