Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

23 Myriah

Estaba soñando con que perseguía a Tchag por un pasillo para robarle un rábano cuando, de pronto, recordaba que no me gustaban los rábanos. Entonces el imp desaparecía, y aparecía en el salón de la isla de Taey la silueta de Lústogan. Sus ojos fríos atravesaban la sala hasta alcanzarme. “Drey. Aún no has acabado,” me decía. Y era cierto: aún tenía que terminar mi cálculo. Sólo que, en vez de un cálculo, cuando bajaba la vista hacia mi hoja, veía un dibujo de Yánika con dos siluetas sonrientes…

Desperté de golpe de mi sueño disparatado y abrí los ojos. Había sentido una corriente de aire extraña. Alguien había salido de la habitación. Fruncí el ceño y me enderecé echando un vistazo por la ventana. El cielo apenas empezaba a azularse. Mirando las camas, me fijé en que la de Livon estaba vacía y que su mochila no estaba.

Extrañado, me levanté, me vestí y salí al pasillo. En el silencio de la noche, percibí unas voces bajas provenientes de la veranda. ¿Sería Aruss y sus cofrades que se marchaban temprano? No: la puerta de los járdicos todavía estaba cerrada. Me acerqué al final del pasillo. Una voz decía:

«Avisaré a los demás, tranquilo. Pero… podrías haber avisado antes.»

Esa era Orih.

«No lo pensé,» confesó Livon. «Y no quiero despertarlos ahora.»

«¿Ni siquiera a Drey? Últimamente, él y tú sois como uña y carne. Pensará que lo has dejado atrás.»

«Mm… Lo sé. Pero… esta vez no creo que Drey quiera acompañarme. El camino es muy traicionero y sería peligroso para Yánika. Es mejor así.»

Sentí mi humor ensombrecerse. Salí a la veranda sin pensármelo y me paré ahí en silencio, sintiendo envolverme el aire frío y calmo del alba. Orih estaba sentada en un banco con los brazos alrededor de sus rodillas, arropada en su manta. Livon se encontraba de pie, con la mochila a cuestas y listo para partir. Vacilé… y solté al fin:

«Livon. ¿Adónde vas?»

El permutador se giró y se mordió un labio.

«Vaya. Perdón. ¿Te he despertado?»

«No importa,» resoplé, molesto por su cara de disculpa. «¿Vas a alguna parte?»

«Ajá. Voy a ver a Myriah,» sonrió.

Agrandé los ojos, sorprendido. ¿Myriah?

«¿Está cerca de aquí?»

«Mm… Depende de cómo viajes. La vía más segura es tomar el camino hacia el pueblo de Varlape y luego bajar el río, pero eso me tomaría más de un día de viaje sólo para ir, así que tomaré el camino con los atajos, en pleno monte. Así, estaré ahí antes de esta noche y mañana bajaré de nuevo para el valle, hasta Firasa.»

Asentí, reservado.

«Entiendo. Pues… procura no permutarte con lombrices en camino.»

Y menos con Myriah, añadí para mis adentros. Livon sonrió ampliamente. Orih intervino:

«Drey, ¿por qué no lo acompañas? Yánika estará bien con nosotras. No le va a pasar nada y sólo serán dos días.»

Su propuesta me puso en un aprieto. En verdad, quería ver a esa Myriah tan importante para Livon y también esa varadia indestructible pero…

«Drey,» dijo Livon, sacándome de mis pensamientos. «Tranquilo. No pasa nada si no quieres venir…»

Sentí el aura de Yánika cambiar adentro de la casa y agrandé levemente los ojos. ¿Nos estaría escuchando por alguna ventana? Sin duda, pues ahora estaba sintiendo una viva exasperación. Hacia mí, probablemente. Porque sabía que la única razón por la cual no quería acompañar a Livon era ella. Sin embargo… su aura, en aquel momento, me hizo recordar la conversación que había tenido con Livon sobre el Datsu. Yo había pensado entonces que nunca me había sacrificado realmente por mi hermana. Nunca me había sentido como si lo hiciera, en todo caso. Y no quería cambiar eso ahora. No quería sacrificarme. Las posibilidades de que le sucediera algo a Yánika durante esos dos días eran ínfimas. En cambio, si yo me quedaba con ella, Yánika no olvidaría nunca que ella me impidió ese viaje…

Mar-háï, a fin de cuentas, la conclusión era evidente desde el principio. Sólo falta que a Livon no le importe…

Con cierta vergüenza, pregunté:

«Así que… ¿puedo ir contigo? ¿No te molesta?»

«¿Qué? ¡Claro que no!» se sorprendió Livon. «Pero pensé que preferirías quedarte en las termas con Yánika.»

«¿Y perderme la oportunidad de ver a Myriah y esa varadia?» repliqué. Sonreí, animado. «Voy a por mi mochila.»

La exasperación de Yánika se había desvanecido de golpe, reemplazada por la satisfacción y la alegría. ¿No estarás intentando deshacerte de tu hermano, brujilla? bromeé interiormente. Al de un minuto, estaba de vuelta con mi mochila en la veranda. Quité toda la ropa de mi hermana y los tres libros que se había llevado y lo reuní todo en un hato.

«Esto es para Yánika.»

Orih asintió. Me miraba con curiosidad.

«¿No vas a despertarla y decirle que te vas?»

A través de la pared de bambú, eché un vistazo hacia el centro del aura, entretenido. De modo que Orih y Livon no captaban el aura o, más bien, no la reconocían. No era de extrañar: hacía falta mucha práctica y pasar mucho tiempo junto a ella para aprender a distinguir tan bien como yo sus emociones de las de uno mismo.

Agarré ambas correas de mi mochila.

«No es necesario. Ya está despierta y lo ha oído todo. Mi hermana es una cotilla.»

Percibí su aura divertida y protestona y sonreí.

«Yani. Cuida bien de Tchag,» añadí.

«Y yo cuidaré de ella como de una hermanita,» aseguró Orih. Me agregó en voz baja: «Me alegro de que Livon te tenga a su lado. Cuando se va a ver a Myriah, siempre vuelve muy silencioso. Pero contigo seguro que se le pasa más rápido.» Me enseñó una sonrisa afilada y agitó ambas manos. «¡Buen viaje!»

En la puerta del jardín, Livon alzó una última vez la mano para saludar y ambos salimos tomando el camino que bajaba. Era aún tan temprano que las calles estaban desiertas y tan sólo nos cruzamos con algún gato, algún madrugador y con las innumerables fuentes que poblaban la ciudad. Ante la puerta principal, los guardias nos saludaron con un gesto de cabeza.

«Sois madrugadores,» apreció uno de ellos, de pelos rojos electrificados. «Que tengáis un buen viaje.»

«Gracias,» dijo Livon. Y se detuvo de pronto. «¡Oh, es verdad! Tengo una pregunta.»

«Dime.»

«¿No sabréis si el Túnel de la Serpiente se ha vuelto a abrir?»

«¿Vais hacia ahí?» se sorprendió el guardia. «Bueno… He oído decir que estuvo unos cuantos meses cerrado por riesgo de derrumbamiento. Puede que ahora esté abierto, pero no podría asegurártelo.»

El otro guardia puso cara de igual ignorancia y Livon les agradeció de todos modos.

«No intentéis pasar por ahí si siguen poniendo el cartel, ¿eh?» añadió el guardia de pelo rojo. «De nada sirve tomar atajos si es para acabar aplastado por una roca.»

Sonreí ante su inquietud.

«Seremos prudentes,» aseguré.

Nos alejamos de la empalizada y pronto estuvimos siguiendo el camino hacia Keshaq, bordeando el lago. A nuestra derecha, se alzaban las montañas de Skabra, cubiertas de bosque en su mayor parte.

«¿El Túnel de la Serpiente?» pregunté, curioso. «¿Por qué ese nombre?»

Por un instante, pensé que era porque estaba lleno de serpientes y me alegré de no haber traído a Yánika. Livon explicó:

«Se llama así porque zigzaguea como una serpiente. Antiguamente era un túnel natural, pero fue agrandado por los pastores que bajaban sus rebaños hasta el lago en invierno. Ahora la mayoría usa el camino hacia Varlape porque es más seguro, pero ese túnel nos ahorrará horas de caminata.»

Pese a que el cielo debería ya estar clareándose realmente, una niebla persistente nos envolvía, oscureciendo nuestro alrededor. Las aguas del lago no se movían, las hojas estaban quietas y todo el aire respiraba una humedad densa. Caminábamos desde hacía un rato cuando resonó un largo silbido proveniente de la orilla y Livon se detuvo con ligereza, sorprendido.

«¡Una burrujama!» murmuró. «Es un ave canora. Se esconden mejor que ninguna y normalmente se las oye cantar sólo de lejos. Se dice que oír su canto es un buen presagio.»

«¿Un buen presagio?» me burlé. «¿Como que los dioses te serán favorables y la cosecha será buena…?»

«¡Que no!» se carcajeó Livon. «Señala que no hay peligro alrededor. Son tan tímidas que no se pondrían a cantar si no. Pero por eso son casi imposibles de ver. Mira… nos ha oído y ya ha dejado de cantar,» observó. Retomó la marcha asegurando: «Créeme, de niño me divertía buscándolas, y en todo ese tiempo no conseguí ver más que una. De hecho, ¿no te lo dije?, conocí a Baryn cuando él se paseaba por los montes buscando ver una burrujama. ¡Se pasó varios meses intentando con una paciencia que ni los járdicos!» se rió.

«¿Y no la vio?»

«Mm,» negó Livon, pensativo. «A veces me digo que si aquel día vi una fue sólo porque quiso que la viera.»

No llevábamos ni media hora andando cuando dejamos el camino del lago para dirigirnos campo a través hacia los montes. Avanzábamos a buen paso, pero tampoco nos dábamos prisa. Cuando empezamos a subir, ralentizamos el ritmo. Livon caminaba delante con pinta de saber exactamente adónde iba. En un momento, llegó a una parte más llana y sacó su cantimplora para pegarle un trago. La niebla ya no nos alcanzaba en aquella altura y pudimos ver un mar blanco de nubes bañar todo el valle. Ni siquiera se veía el lago a través. Alzamos los ojos hacia la cima del monte, iluminada por el sol, y Livon señaló una zona:

«Nosotros vamos por ahí. Por cierto, Drey,» agregó mientras retomábamos la marcha, «¿crees que Aruss habrá conseguido sacar de apuros a Rakbo?»

Arqueé las cejas. Diablos, es verdad. Había olvidado completamente al mirol encarcelado. De modo que el Gurú del Fuego había querido exculpar a Rakbo…

«Ni idea,» dije. «Aun así, intentar capturar a un curandero en pleno día… ¿A quién se le ocurre?»

«Bueno… Rakbo debía de estar desesperado.»

Y tanto. Recordaba su fuerte constitución y su rostro cuadrado. Si su objetivo había sido el de capturar a un curandero para llevarlo al cráter y salvar a su pueblo… no le había faltado coraje.

«Sea como sea,» dije, «el intento le ha salido particularmente mal.»

Tuvimos que ascender aún bastante antes de rodear el monte y llegar a lo que era, según Livon, la entrada del Túnel de la Serpiente. En esa zona, casi no había árboles y la hierba era azotada continuamente por un viento fuerte. Amainé la fuerza de este con mi órica para facilitarnos el avance mientras cruzábamos un amplio campo de flores silvestres. No muy lejos de ahí, monte abajo, divisé la columna de humo de una chimenea. Siguiendo la dirección de mi mirada, Livon sonrió y dijo:

«Ahí viven los Fángoman. Son una familia encantadora. Una vez, cuando bajé por aquí con las cabras, me torcí el tobillo y ellos me recogieron. Marna, la hija, cuidó de mis cabras hasta que me curase. ¡A estas horas fijo que nos encontramos con ella en la ladera de arriba!»

No se equivocó. La joven pastora nos saludó muy sonriente desde la lejanía, reconociendo a Livon al instante. Se acercó, seguida de varios pequeños corderos y con uno entre los brazos.

«¡Pero cuánto tiempo! ¡Si ahora estás hecho todo un hombre! Recuerdo que la última vez que te vi no eras más que un corderillo. ¡Cómo te va! ¿Qué te trae por aquí?»

Los observé a ambos con curiosidad mientras compartían noticias y bromas fáciles alegremente. En Firasa, jamás había visto a Livon saludar a nadie con tanta familiaridad quitando a los Ragasakis. Estaba claro que, aunque ahora viviera en la ciudad, su hogar predilecto seguía estando en las montañas.

«¡Con que casada ya!» la felicitó Livon.

«Y con un buen chico, aunque mi padre y él siempre se están quiñando,» rió Marna. «¿Así que vuelves a tu pueblo? Cuando oí decir que te habías metido en una cofradía de magos, al principio pensamos que estaban hablando de otro. ¡El pastorcico mago! Qué alegría,» sonreía.

Había posado al cordero, pero ni este ni los demás se despegaban de ella. Agregó:

«¿Vais a pasar por el Túnel de la Serpiente, verdad? Tened cuidado. Unos pastores vinieron a posar vigas para evitar que se derrumbara más, pero el paso no es bueno.»

Livon le dio las gracias por la advertencia y, con gran naturalidad, le regaló un bonito peine de soredrip que había comprado el día anterior en Skabra pensando en ella. La joven pastora, agradecida, ofreció invitarnos a comer algo y, pese a su vacilación, finalmente Livon aceptó. Fue una agradable comida, con mucho queso, pastas y verduras del huerto. A decir verdad, era la primera vez que comía en una casa tan humilde y a la vez tan alegre como aquella. El sol ya estaba arriba del todo cuando nos pusimos de nuevo en marcha con renovada energía. Pese al viento, los rayos de sol eran cálidos y persistentes y constaté que mi piel, poco habituada a la Superficie, empezaba a enrojecerse de manera inquietante.

«¡Ahí está!» anunció Livon al de un rato de rodear rocas y desniveles.

El Túnel de la Serpiente era casi igual de estrecho que el pasadizo que escondía el cráter de los Atarah del exterior. Sin embargo, al echar un vistazo adentro y examinar las corrientes de aire, entendí que era bastante más largo. Tanteé la roca.

«De momento, parece estable,» dije.

Nos adentramos, él con su linterna, yo con mi piedra de luna. El viento que se infiltraba arrastraba silenciosamente sobre el suelo rocoso numerosos pequeños ovillos de lana perdida en el trayecto. Olía a perro mojado.

«Cuidado donde pisas,» me dijo Livon. Y lo decía el que estaba mirándome, hablando y andando al mismo tiempo…

«¡Mira hacia delante, ¿quieres?!» le repliqué. «Si te tuerces un tobillo, tendré que llevarte a cuestas por el monte y no me apetece una drimi.»

«Oh, er, esto… Procuraré,» prometió Livon con una sonrisa molesta, y dejó de mirar hacia atrás.

Mientras caminábamos por el sinuoso túnel, fui tanteando la roca, evaluando su estabilidad. Al de un rato, como temía, esta fue haciéndose cada vez menos fiable, incluso con las improvisadas vigas que habían colocado.

«¿Es la primera vez que pasas por aquí desde que dejaste las montañas?» pregunté.

«Mm,» afirmó Livon. «Generalmente, cuando voy a ver a Myriah, tomo el camino del afluente al Lur. Desde Firasa es el camino más corto.»

Me mordisqueé un labio mientras pasaba la mano rozando las rocas con mi órica. Sabía que el asunto de Myriah era muy importante para Livon, pero hasta ahora no me había dado cuenta de lo tristes que debían de ser sus encuentros. Una elfa atrapada que no podía hablar y un antiguo pastor que la consideraba como… ¿su maestra? ¿su hermana mayor? La única que realmente le había dedicado tiempo en su infancia.

«Drey,» dijo de pronto Livon, sobresaltándome. Se detuvo en pleno túnel girándose con expresión ensimismada. «He estado pensando. Ese monje que te entregó la carta ayer… No quiero ser un entrometido, pero ¿todo va bien? Parecías algo turbado.»

Enarqué una ceja y sonreí, pasando junto a él sin detenerme.

«Todo va bien,» aseguré. «Era una carta del Gran Monje del Viento. El abuelo quiere que vuelva a su Orden y traicione a mi hermano pero no lo haré ni en sueños. Esas historias no me incumben,» afirmé.

«Oh…» murmuró Livon, pensativo, siguiéndome. «¿Así que el Gran Monje es tu abuelo?»

«No, no de verdad. No es un Arunaeh: es el hermanastro de mi abuelo. Y no se parecen en nada salvo en que los dos son igual de tozudos en sus objetivos.» Me detuve y contemplé el techo rocoso, angosto y oscuro con cada vez más desconfianza. Chasqueé la lengua. «Attah… Livon. Esto tiene mala pinta. Dudo de que el túnel aguante más de un mes. Se podría hundir en cualquier momento.»

Livon se ensombreció, parándose a su vez.

«El problema es que según Marna todavía hay pastores que toman este camino… ¿Tan mal lo ves?»

Asentí. Tan mal que empezaba a preguntarme si no hubiéramos sido más prudentes dando un rodeo en vez de tomar esa ruta.

«No creo que sea muy arreglable,» confesé. «La roca se ha erosionado y no hay…»

Callé cuando, de pronto, un grito infantil resonó en el túnel. La forma zigzagueante e irregular de las paredes deformaba el sonido, pero no me cupo duda de que el grito provenía de enfrente. Livon echó a correr y lo seguí.

«¡Mani!» gritó el niño. «¡Mani!»

Estábamos llegando a una curva cuando divisamos luz al final del túnel, así como una pequeña silueta temblorosa medio escondida detrás de un saliente de la pared. Miraba algo afuera con evidente terror.

«¡Maniiii!»

Livon jadeó y pronunció algo antes de acelerar. Agrandé los ojos. ¿Podía haber dicho «oso»? Un profundo gruñido, afuera, me hizo detenerme a unos pasos del niño. A la luz cegadora del sol, en la ladera de la montaña, se alzaba una imponente criatura de pelaje pardo muy oscuro y ojos grandes y rojos. Eso… ¿era lo que llamaban un oso sanfuriento? Nunca había visto uno. A unos escasos metros a su izquierda, una mujer alzaba un bastón con ambas manos, acorralada contra una pared rocosa. El oso gruñía y seguía los movimientos del bastón enseñando sus enormes colmillos.

Un gemido a mi derecha me hizo recordar la presencia del niño: este no debía de tener más de diez años y miraba la escena con el rostro paralizado por el horror.

«Mani…» balbuceó.

Mani debía de ser el nombre de la mujer en apuros. Posando mi mochila, saqué de esta con rapidez las granadas de Staykel y salí del túnel a la carrera.

«¡Livon! ¿Qué hacemos?» pregunté, alcanzándolo. «Esa criatura tiene unas zarpas enormes. Y es maciza. No creo que mi viento pueda nada contra ella.»

Livon fulminaba el oso y su presa con ojos inmutables. Al notar que nos acercábamos, la criatura peluda se había girado hacia nosotros, aún más enervada. Como Livon no contestaba, lo miré… y con asombro constaté que había salido corriendo, alejándose hacia la izquierda. Cuando entendí lo que se proponía, ya fue demasiado tarde.

Permutó. Y allá donde se encontraba él, vi aparecer a la tal Mani desarmada, anonadada y a salvo. Sin apenas mirarla, me giré y vi a Livon al pie de la pared rocosa alzar el bastón para llamar la atención del oso.

«Dánnelah,» jadeé, incrédulo. ¿En qué estaba pensando Livon?

Me abalancé —justo en el instante en que el oso soltaba un rugido, se alzaba de nuevo sobre sus dos patas y soltaba un zarpazo. Livon se echó para atrás y recuperó el equilibrio de milagro. Estaba yo escudriñando el oso, retomando el aliento, cuando reparé de pronto en algo: ¿por qué me había parado a examinarlo? ¿Acaso estaba intentando buscar los puntos flojos del oso? Me reí de mí mismo.

Mar-háï… Un oso no es una roca, botarate.

Al no tener una idea mejor, activé las granadas. No me paré a pensar en si serían mejor las de humo, la fétida o la lacrimógena, y tiré las cuatro a las patas del oso impulsándolas con la órica. Pronto, un humo denso le arrancó a este un bufido y… para horror mío, el animal cargó contra Livon.

Con el humo cada vez más denso, no tuve tiempo de ver si el permutador había podido esquivar la embestida. Lo que sí oí, en cambio, fue el estrepitoso encontronazo que provocó el oso sanfuriento al empotrarse contra la pared rocosa. Resonó un potente rugido. Y otro estrépito. Attah… ¿Se habría vuelto loco?

«¡Maniiiii!»

El grito del niño me descentró del oso y de Livon y constaté que el túnel se estaba desplomando. El choque del oso contra el barranco había repercutido en la roca, acabando por lo visto con el equilibrio precario del túnel. Y el muchacho no salía… ¿Se habría quedado atascado?

Por alguna razón, en aquel momento recordé algo que Lústogan me había dicho una vez cuando el túnel de una mina había empezado a derrumbarse ante nuestros ojos: “Cosas que pasan, Drey. El capataz de la mina ha rechazado nuestra ayuda prefiriendo usar explosivos porque son más baratos… Que aprenda y tal vez la próxima vez desprecie menos a los destructores.” Yo sabía que él no tenía la culpa del derrumbe, pero los mineros lo maldijeron igual con la mirada porque lo habían visto contemplar el desastre sin moverse ni mostrar una pizca de compasión. Aquel día, yo tampoco me había movido. Por mi hermano, y porque mi Datsu había reducido mi horror a un simple sentimiento de tristeza. Sin embargo…

Sin embargo, si no reaccionaba ahora, nunca sería digno de llamar amigo a ningún Ragasaki.

«Attah…» solté.

No dudé más, esperé que Livon se las arreglaría y me precipité hacia el túnel. Mani se había metido también para tratar de liberar al niño y llegué justo a tiempo para evitar que una roca los aplastara. Mi tallo energético sufrió un buen tajo al repeler la caída de rocas y tierra sobre nosotros, pero qué remedio. Pronto el terreno acabó por estabilizarse más o menos. Cuando aplaqué el polvo, vi a los dos abrazados, el uno repitiendo el nombre de Mani, y esta… ¿O era este?, pensé de pronto, al ver sus rasgos ambiguos de humano. Al captar su mirada agrandada fija en mí, fruncí el ceño y carraspeé, atando mi Datsu. Constaté que el túnel estaba totalmente bloqueado. Me agaché y rompí en pedazos la roca que había mantenido al muchacho atrapado. Su pierna estaba algo magullada. Pero no me preocupé por ello en el momento. Más importante era ahora saber qué le había pasado a Livon. Sólo que el humo aún era persistente y no logré ver nada.

«Apartaos de la pared,» solté. «Podría derrumbarse más.»

Y me alejé con rapidez sobre los escombros. Aterricé sobre la hierba y agucé el oído. Ya no se oía al oso. ¿Se habría ido? Tragué saliva y, con un sortilegio órico, espanté todo el humo, el olor fétido y cuanto fuese que contuviesen esas granadas. Y me encontré con una escena improbable: Livon se sostenía un brazo ensangrentado mientras se arrimaba contra el cuerpo enorme del oso. Este estaba…

Me precipité.

«¡Livon! ¿Estás bien?»

Con los ojos rojos y llorosos por mi granada lacrimógena, el permutador asintió, aturdido, y tomó una bocanada de aire. Eché un vistazo a su brazo. Esas marcas… no parecían ser debidas a un zarpazo.

«Dánnelah… ¿Te mordió?» pregunté, incrédulo.

«Apenas me raspó con un colmillo,» aseguró Livon, apartándose del cuerpo inmóvil del oso. Meneó la cabeza como para espabilar. «¿Qué clase de granadas tiraste?»

Hice una mueca.

«Perdón. Pensé que sería una buena idea, pero se volvió aún más loco de lo que estaba.»

«Que no, sin ellas no me habría confundido con mi mochila.»

«¿Tu mochila?» repetí, sin entender. Eché otro vistazo al oso y vi entonces el movimiento regular que hacía su vientre al hincharse. «¿Está vivo?»

«Dormido o inconsciente,» contestó Livon. «Se enfureció, me agarró la mochila y se estrelló contra la roca. Pero, al final, no sé si cayó por el golpe o por las plantas.»

Bajó la mirada hacia esta. Estaba hecha pedazos y había ropa, comida y plantas en trozos desparramados por toda la zona. Las plantas, me repetí, incrédulo.

«¿Esas son las plantas soporíferas que recogiste en el lago de los vampiros? ¿Y el oso se las tragó?»

«O al menos las hizo pedazos,» meditó Livon. «El caso es que se ha quedado dormido como un oso lebrín… ¡Por cierto!» dijo alzando de pronto la cabeza oteando. «¿El niño? ¿Y el otro? ¿Están bien?»

«Sí,» lo tranquilicé, echando un vistazo hacia atrás. «El Túnel de la Serpiente, en cambio, es historia.»

Livon suspiró de alivio y se encogió de hombros.

«Casi mejor.»

Se puso a andar hacia los dos humanos. Ambos se habían alejado de los escombros y Mani se ocupaba de la pierna del niño. A mí más me preocupaba la herida ensangrentada de Livon. No parecía profunda pero…

«Esa herida,» lancé, «la tienes que cuidar ahora mismo o podría infectarse.»

«Mm. Tranquilo, Yeren me conoce. Tengo lo básico en mi mochi…» Livon calló e hizo una mueca de desilusión. «Oh, no… Las plantas. ¿Crees que habrá quedado una entera? Sería una pena no poder llevarle una a Baryn…»

«¿Te preocupas de eso ahora?» le espeté, incrédulo. «Ahora vuelvo,» añadí.

Regresé adonde estaba el oso y recuperé todo lo salvable metiéndolo en un hato: la ropa, las pomadas, la yesca y algún utensilio más. Recogí un trozo de planta y unas hojas desperdigadas y pensé que Baryn tendría que contentarse con eso. La comida la dejé: estaba empolvada y a saber si el oso la había tocado con su saliva. No sabía gran cosa de los osos sanfurientos, pero si algún punto común tenían con los lobos furientos, podía ser que su saliva fuera igual de tóxica.

Cuando llegué adonde el niño, Mani y Livon, constaté que este estaba en plena conversación mientras, para sorpresa mía, Mani le pasaba un producto sobre la llaga. Fruncí el ceño, posando el hato en el suelo.

«¿Eres curandero?»

«No,» respondió Mani con calma. «Sólo sé lo básico.»

El humano era delgado y de rasgos tan finos que era difícil evaluar su edad. Su túnica, de un azul oscuro, lo cubría entero y su cabello negro estaba recogido en una larga trenza. Le dejé al lado el bastón que había recogido junto al oso. Parecía un simple cayado de pastor, aunque me habían llamado la atención los extraños motivos grabados a lo largo.

«Se llama Mani,» lo presentó Livon, como este no decía nada más. «Y nos ha dado las gracias. ¿De dónde vienes? Tu acento no es de por aquí.»

«Muy justo,» reconoció Mani mientras sacaba un vendaje de su mochila. «Vengo de más al sur, pero he viajado tanto que no tengo ya acento de ningún sitio.»

«¡Ohó! ¿Eres un itinerante?» se alegró Livon. «Mis padres también lo eran, al parecer. Aunque nunca los conocí. ¿Eres un monje?»

«Er… En cierto modo,» dijo Mani. Parpadeó y lo miré con suspicacia mientras arropaba con presteza el brazo de Livon. Agregó, apartándose: «Es todo lo que puedo hacer por ti, muchacho. Nunca había visto un oso sanfuriento de tan cerca… Deberíais alejaros antes de que despierte.»

Cierto, pensé, echando una ojeada atrás. Aun así, la criatura parecía aún profundamente dormida. Mani se había levantado. Por lo visto, tenía prisas por ponerse en marcha.

«¿Ibais a cruzar el túnel, verdad?» preguntó Livon. Acababa de pasarse por la cabeza una tira de ropa rota para sostener su brazo, pero no parecía que su herida lo molestara mucho. «Para ir hacia Skabra, tendréis que rodear toda la montaña. Hay un sendero un poco más arriba que acortaría un poco, pero teniendo al muchacho… yo que vosotros tomaría el camino más largo y cortaría por el valle hasta la ruta de Varlape. Por ahí,» indicó.

Mani realizó un gesto parco de cabeza.

«Gracias. Si hay algo que puedo hacer por vosotros…»

Lo decía, a todas luces, a regañadientes, pero Livon no pareció notarlo y asintió:

«¡Si podéis pasaros por la casa de los Fángoman y decirles que estamos bien! Os estaría agradecido. Viven del otro lado del túnel, a menos de una hora de la ruta de Varlape.»

Mani se tensó pero asintió.

«Está bien. Se lo diré. ¿Los Fángoman?»

«Así es, los Fángoman, ¡muchas gracias!» exclamó Livon, sincero. «Después de este derrumbamiento… será mejor que condenen el túnel.»

Mani se subió a cuestas al niño, agarró el bastón con una mano y se contentó con un sonido de garganta para despedirse. El niño, en cambio, me sonrió y dijo:

«¡Gracias por todo! ¡Que la Sreda os proteja!»

«Rood,» gruñó Mani. «Silencio.»

El niño hizo una mueca de vergüenza y no volvió a mirar atrás hasta que, ya casi desaparecidos entre los árboles, nos echó otra ojeada emocionada. Parecía un poco… como si estuviera pensando que no solamente lo habíamos salvado a él sino que también habíamos salvado a la única persona que tenía en su vida… ¿Acaso me inventaba historias? Sin embargo, esa pareja de humanos… Había algo realmente extraño en ella. Mmpf. Sin duda me inventaba historias.

Livon suspiró de alivio.

«¡Bueno! Menos mal que todo salió bien. ¿Nos alejamos?» añadió, echando una ojeada cautelosa al oso.

«¿Ahora te asusta?» me burlé entornando los ojos. «Con lo tranquilo que está durmiendo, si parece un angelito…»

«En serio, Drey, ¡no te acerques! Ahora que lo veo de verdad, da miedo.»

Huh… ¿Antes no lo había visto de verdad? Puse los ojos en blanco y dejé de fingir acercarme.

«Tranquilo… Oh, por cierto, olvidé recoger tu cubo de números.»

«¡¿Queé…?!»

Me carcajeé.

«Es broma. Lo tienes en el hato.» Cuando quiso verificar, lo fulminé con la mirada, exasperado. «No miento. Está intacto. Deja ya de mover ese brazo y déjame el hato, ya lo llevo yo. Vamos.»

Nos alejamos con rapidez, bajando la ladera y metiéndonos en el bosque. El sol se había inclinado ya hacia el oeste y, al encontrarnos en la parte este del monte, no nos alcanzaban ya sus rayos. En consecuencia, los troncos parecían más sombríos, los arbustos más tupidos y tenía la sensación de que el canto de los pájaros se había hecho más tímido. Esperaba que no fuéramos a encontrarnos con más osos…

Cruzamos un riachuelo, donde hicimos una pausa para calmar nuestra sed. Llevaba un rato percatándome de que Livon había bajado el ritmo. Sin embargo, cuando le pregunté si le dolía la herida, meneó la cabeza afirmando que no y señaló el monte de enfrente diciendo:

«Ahí está la cueva de Myriah. Ese monte se llama el Labecimo. No tiene mucho bosque, pero está lleno de rocas. Por eso los pastores de ovejas normalmente no van ahí. La aldea donde vivía yo está río arriba.»

Nos pusimos de nuevo en marcha, alcanzamos el río y lo cruzamos sin problemas gracias a un par de rocas.

«¿No vas a ir a la aldea?» pregunté, mientras ascendíamos el Labecimo.

«Mm… Nos llevaría mucho tiempo,» dijo Livon. «Y tampoco tengo ahí a nadie que me espere. La anciana de las cabras ya murió y el que se quedó con los animales es una persona… er… difícil. Apenas lo conozco. ¡Si acaso iría a saludar a las cabras!»

Lo miré con curiosidad pero no pregunté más. El Labecimo era un monte irregular, lleno de hoyos, rocas enormes con formas peculiares y arbustos cargados de espinas. Livon cambiaba de dirección regularmente, ascendiendo, descendiendo, pasando entre dos peñascos, evitando una zona cubierta de musgo espinoso y hasta oteando el cielo. Al de un rato, cuando lo vi alzar la mirada hacia las nubes blancas, pregunté:

«¿Por qué miras al cielo?»

«Oh, no miro el cielo,» me desengañó Livon, «miro esos aguiluchos azules que giran sobre el Labecimo. ¿No los ves? Este lugar es tan laberíntico que a veces la mejor manera de saber dónde se encuentra uno es observando esos pájaros. Normalmente siempre anidan en el mismo sitio.»

Hice una mueca pensativa. Guiarse por las aves, primero con las burrujamas y luego con los aguiluchos azules… era algo que en los Subterráneos no se solía hacer. También porque había pocas aves subterráneas.

«Aun así,» añadió Livon, sonriente, «no necesito mirar los aguiluchos. ¡Esta zona me la conozco de memoria! Ya casi estamos. Por aquí.»

Me guió hacia un montículo rocoso y acabamos por deslizarnos por una grieta en el suelo. Bajamos con cuidado hasta la cueva. Esta no era muy grande y estaba bien iluminada gracias a otras brechas más angostas por las que no hubiera cabido ni un gran roedor. Enseguida vi la gran crisálida azulada, de forma irregular y transparente. Ocupaba casi toda la cueva. Y vibraba de energía.

Mientras Livon se acercaba, permanecí junto a la entrada de la cueva, examinando la crisálida con fascinación. A tal vez un metro en el interior de esta, se encontraba la silueta de Myriah, hecha un ovillo. Su cabello era blanco como el armiño, sus orejas de elfa finas y puntiagudas, su rostro congelado en una expresión fruncida y concentrada, y sus ojos malvas, bien abiertos, parecían estar desafiando algo. Recordé que, según Livon, Myriah había acabado ahí tras realizar una permutación con una criatura. Ignoraba si esa criatura había secretado el producto para protegerse o si, como me parecía ahora, el producto ya estaba antes. De hecho, todo, en esa intrincada y redondeada forma, recordaba una crisálida.

Livon se sentó sobre una roca ante ella y me pregunté si quería que lo dejara solo. Tras un silencio, iba a dar un paso hacia la brecha para volver a subir cuando Livon soltó:

«¿Crees que sabe que vengo a visitarla?»

Me detuve en seco, entreví su rostro absorto girado hacia Myriah y me acerqué a la crisálida sin contestar.

«¿Puedo tocarla?»

«Claro… Tranquilo, yo hice más que tocarla,» dijo Livon. «La maltraté con el hacha, con todo tipo de ácidos, le pegué fuego, hasta usé una perforadora de diamante… No hubo manera.»

¿Una perforadora de diamante? Eso no me lo había dicho. Con cada vez más curiosidad, posé una mano sobre la superficie lisa del material. Lo primero que sentí fue una corriente de energía extraña. ¿Brúlica? ¿Aríkbeta? ¿Esenciática? Un poco de todo eso, tal vez.

Cerré los ojos para concentrarme mejor. Durante mis entrenamientos, había estudiado y explotado centenas de rocas, sedimentarias, metamórficas e ígneas. Conocía la composición de numerosas rocas, sus texturas, su densidad, su origen… Pero también había estudiado otros materiales como los metales puros o los tejidos vegetales. Por eso, al encontrarme con la complicada textura de aquella crisálida, supe de inmediato que aquello era un tejido vivo. Al igual que mi lágrima de cristal. Se me había ocurrido en camino que tal vez mi pendiente, igual de indestructible, tuviera algo más en común con esa varadia… Pero, definitivamente, el material no era el mismo.

Tras un buen rato, dejé caer la mano.

«¿Y dices que el fuego no hizo nada?»

Livon negó con la cabeza.

«Ni chamuscarla un poco.»

Ni chamuscarla, me repetí. ¿Un tejido vivo inmune al fuego? Livon se sostuvo la cabeza murmurando:

«¿No lo oyes? Cuando se pega el oído al cristal… se oye una de esas voces de nixes y sirenas que describen los marineros. Sólo que…»

Lo iba viendo que cada vez se estaba inclinando más hacia delante y, cuando lo vi caer, me precipité anonadado y alcancé a sostenerlo antes de que se desplomase contra el suelo rocoso.

«¡Livon! ¿Estás bien?»

El permutador parpadeó, atontado. Se sentó abrazándose las rodillas como Myriah y confesó:

«Estoy cansado.»

Observé su expresión soñolienta, bajé la mirada hacia su brazo vendado y fruncí el ceño.

«Más que cansado. Quítate esa venda. Voy a echarle un vistazo.»

Bajo su mirada sorprendida, lo hice tumbarse y le quité el vendaje. No es que supiera gran cosa de medicina, pero era capaz de entender que la herida de una criatura como ese oso pudiera causar infecciones o algo peor. Pero, en tal caso, ¿por qué no se había alarmado Livon? Era un gran conocedor de la zona, seguro que no era la primera vez que veía un oso sanfuriento… Tragué saliva al ver la herida. Era un simple arañazo poco profundo, pero ahora estaba hinchado.

«Attah,» murmuré. «Está infectado.»

¿Qué se suponía que debía hacer? Sólo se me ocurrió una cosa. Me erguí y solté:

«Tenemos que volver a Firasa de inmediato.»

Livon suspiró cerrando los ojos.

«Imposible. ¿No ves la luz? Será de noche dentro de nada y bajar el Labecimo de noche es imposible. Además, no nos habría dado tiempo a llegar a Firasa hoy. Bajando el río…» inspiró, «hay una enorme cascada al sur de Lellet. Igual de enorme que las cascadas que vimos cuando cogimos el teleférico. De hecho, se la veía de lejos desde la cabina, ¿no te fijaste? Para rodearla, hace falta tres buenas horas pasando por un desfiladero bastante peligroso hasta llegar a Keshaq. Es mejor… quedarse aquí.»

¿Quedarse ahí y esperar a que la infección se expandiera? ¿Acaso Livon había pensado en ello sabiendo desde el principio lo que le iba a ocurrir? Alcé la mirada hacia la luz que entraba por los agujeros de la cueva. Era una luz rojiza. Livon tenía razón: la noche no tardaría en llegar.

«Aun así,» protesté. «Esa herida… Si te pasa algo…» Lo vi abrir los ojos e, incómodo, lo fulminé con la mirada diciendo: «Orih me come vivo.»

Livon sonrió.

«No voy a morir. Porque…» se enderezó y miró a Myriah con intensidad, «no puedo morir ante ella.»

Sus palabras me hicieron el efecto de un rayo. Para asombro suyo, me tiré casi literalmente entre el cristal y él.

«¡Ni se te ocurra!» jadeé.

Livon parpadeó.

«¿De qué hablas?»

Me ruboricé, confuso. ¿Podía ser que lo hubiese malinterpretado? Me aclaré la garganta y me aparté.

«Perdón. Por un instante, creí que ibas a…»

No acabé la frase. Que iba a permutar con Myriah. Eso era lo que había temido. Realmente lo había creído. Me arrodillé junto a mi mochila y me dediqué a buscar mi cajita de pomadas de destructor y el saco de pastillas que llevaba siempre por si acaso.

«Soy yo quien debería pedir perdón,» dijo entonces Livon.

Me giré hacia él con las cejas enarcadas. El permutador se había recostado contra una roca y me miraba con expresión culpable.

«De verdad lo pensé. Pensé que, si fuera a morir, permutaría con Myriah. Pero, en el fondo, sé que no voy a morir. Esta herida… no va a matarme. La saliva de un oso sanfuriento debilita y probablemente no me cure del todo hasta pasados varios días, pero no voy a morir… Sólo me estaba engañando. Tal vez pensé que sería más fácil si también la engañara a ella haciéndola creer… Bah. Pero sólo lo pensé un instante,» aseguró. «No lo hice.»

Pensar siquiera que le había dejado tiempo de permutar con la elfa me dio escalofríos. Resoplé.

«Es la primera vez que te veo pensar de manera retorcida. Se te da muy mal.»

La expresión culpable de Livon se hizo más ligera.

«Puede ser,» admitió. «Di, Drey… ¿Recuerdas lo que te dije sobre la Pulga de la Malasuerte que me picó? ¿Sigues pensando que es una bobada?»

Lo fulminé con la mirada.

«Deliras. Toma,» le dije, poniéndole una pastilla en la palma de su mano. «Es la única comida que nos queda. Una dieta equilibrada y energética. Las inventó un Arunaeh hace más de un siglo y mi familia las llama Ojos de Sheyra.»

«¿Ojos de Sheyra?»

Recordaba que Lústogan le había propuesto una vez a un Monje del Viento que las probara; este había hecho una mueca de asco al oír el nombre y había preferido quedarse en ayunas. Livon, él, mostró curiosidad y se metió la pastilla redonda en la boca. Mascó, tragó… y dijo con tono apreciativo:

«Sabe a hierba.»

Reprimí un resoplido.

«¿Y eso sabe bien?» le repliqué.

Livon sonrió levemente.

«Me recuerda a mis cabras. Siempre les gustaba… ir a lugares imposibles. Sólo para un brote de hierba. Había una jovencita que me hacía mucha gracia. Me seguía a todas partes. Y se subía a los árboles más ramudos y las rocas más puntiagudas. Y cuando la llamaba ‘Yati, Yati’, ella volvía a bajar. Nunca se hacía nada, pero a mí siempre me preocupaba que le pasara algo. No porque la abuela Dyara fuera a echarme la bronca, tampoco me la echó mucho cuando vino el lobo, no… Yati era como mi sombra. Y le pusimos el nombre entre Myriah y yo.»

Tragué saliva al escucharlo. ¿Estaría delirando o era normal? Tenía los ojos cerrados y, en la oscuridad creciente de la cueva, su rostro me pareció más lívido. Decía que no iba a morir pero… ¿cómo estaba tan seguro? Su frente estaba caliente.

Retiré la mano y, mientras él callaba, le puse más pomadas sobre la herida, le di agua caliente usando mi placa metálica y le tendí su manta. Cuando fui a por la mía, me di cuenta de que me la había olvidado en Skabra. Attah… Ese sí que era un descuido. No hacía especialmente calor ahí arriba.

«En realidad, Drey…» murmuró entonces Livon rompiendo un largo silencio. Tenía los ojos grises fijos en Myriah. «Si no permuto con ella, también es porque quiero verla vivir. Quiero estar ahí cuando su cara deje de ser tan seria… Quiero verla sonreír. Por eso, romperé esa varadia sea como sea.»

No le contesté, pero la decisión en su tono me arrancó una mueca de alivio. Al menos ya no pensaba en sacrificarse y quedar atrapado en lugar de Myriah.

Myriah, me repetí, contemplando la elfa de cabello blanco. Por lo que Livon decía, ella también era permutadora, sabía algo de bréjica, era jugadora profesional de Erlun y, los diablos sabían cómo, había terminado permutando con una criatura rara, quedando prisionera de esa varadia. Sin embargo… lo que no sabía Livon era cuánto tiempo Myriah llevaba ahí. ¿Diez años? ¿Veinte? ¿Un siglo? El tejido vivo debería darme alguna pista, pensé de pronto.

Tras echar un vistazo a Livon y constatar que se había quedado dormido, me levanté y, en la poca luz que quedaba ya, me aproximé a la crisálida. La toqué y reparé en un nuevo detalle: era templada al tacto. Nada de extrañar puesto que era un tejido vivo. ¿Tal vez si se helara y se descongelara luego se rompería más fácilmente? Era una posibilidad. Había oído de productos capaces de congelar cualquier cosa. Sin embargo, iba a ser difícil sacar a la elfa de ahí intacta con un método así.

El tejido era tan complejo que fui incapaz de evaluar su edad siquiera aproximadamente. Aun así, tal vez hubiera otro método para adivinarla. Saqué mi piedra de luna e inspeccioné el suelo. Nada. No había ni rastro de la criatura que, se suponía, había salido de ese caparazón.

Entonces recordé lo que había dicho Livon sobre las voces de sirena y, curioso, me agaché junto al cristal y pegué el oído contra este. Al principio oí un rumor parecido a las olas del mar, al cual se añadió un murmullo de voces. O al menos, esa impresión daba. ¿Serían armonías? ¿Crujidos extraños del tejido? ¿El aire que rozaba la crisálida?

Estaba así, aguzando el oído, haciéndome preguntas y echando ojeadas inquietas a Livon cuando sentí súbitamente una oleada de energía y me aparté, sin aliento. ¿Qué diablos…? No la había notado hasta entonces, pero ahora que lo pensaba algo había estado filtrándose a través de la crisálida y vertiéndose en… ¿mí?

No, entendí agrandando los ojos como platos. Se había vertido en…

Me quité la lágrima de cristal que llevaba como pendiente y la examiné, consciente de que algo muy raro estaba pasando. Pero no podía dejar el misterio sin resolver.

Tras una vacilación, dejé la lágrima de cristal sobre un saliente de la crisálida y observé. Al de un rato, la vi vibrar y dar una vuelta entera sobre sí misma a pequeños tumbos. El fenómeno me tenía perplejo. Toqué la lágrima y confirmé mis sospechas: el pequeño pendiente vibraba ahora de energía. Tras meditarlo un momento, llegué a la conclusión de que no tenía ni idea de lo que había pasado, recogí el pendiente y, por si acaso, descarté volver a ponérmelo y lo metí en mi mochila.

Regresé junto a Livon para ver cómo estaba. Su fiebre no bajaba. Pero al menos dormía. Y cuando un enfermo podía dormir, siempre era buena señal, ¿verdad? A menos que nunca despertara…

Me golpeé la frente.

Mar-háï… No puedes hacer nada: túmbate y duerme.

Volví a buscar mi manta antes de recordar que no la tenía. Pensé en usar la placa metálica para calentar un poco el aire, pero hubiera sido un desperdicio de energía: era mejor guardarla para hacerle otra bebida caliente a Livon a la mañana. Me tumbé al fin usando mi mochila de almohada. Irónicamente, había dormido muy pocas veces sobre la roca y había olvidado lo incómodo que era. Tras un silencio, tuve la tentación de al menos alisarla, pero temí despertar a Livon con algún restallido. Me contuve y suspiré, tendido de espaldas en la cueva. Ya empezaba a tiritar. Ese era uno de los puntos que no me gustaban nada de la Superficie. Y se suponía que estábamos casi en verano…

Con mi órica, detuve las corrientes de aire que se deslizaban por las brechas. Lo malo era que, una vez dormido, estaba seguro de que mi sortilegio se haría pedazos. Si es que lograba dormirme…

Al final, lo logré. Y tuve un sueño muy extraño. Empezaba sentado en un campo subterráneo cubierto de conchas vacías y algas secas. Unas estalactitas finas como barrotes bajaban hasta el suelo y, rondándolas, una enjambre de kérejats iluminaba el lugar, pálido y muerto. Reinaba un fuerte olor a sal…

* * *

«Kala,» dijo una voz.

No me giré. No quería verlos.

«¡Kala! Te podrías cortar los pies con esas conchas. ¿No sabes para qué sirven los zapatos?»

Al oír las botas contra las conchas, adelanté los labios, enfurruñado, y me giré para ver la alta silueta alejándose de la puerta y acercándose a mí. Era Lotus. Reconocía la voz. Reconocía su postura. Y de todas formas era la única persona que habría sabido encontrarme ahí tan pronto.

Cuando me alcanzó, me levantó sin esfuerzos.

«Vamos. A casa, pequeño.»

No protesté. Observé su máscara blanca y alcé una mano hacia ella. Lotus me lo impidió.

«No, Kala. Este es mi uniforme: no me lo puedo quitar mientras esté aquí.»

«¿Por qué?» pregunté.

«Porque esas son las normas.»

«¿Por qué aquí hay tantas conchas?»

«Porque antiguamente el mar llegaba hasta aquí, pero un día algo en el fondo se rompió y todo el agua desapareció,» explicó Lotus mientras caminaba hacia la puerta. Oía los crujidos a cada paso. Lotus aplastaba las conchas sin cuidado. Sin importarle que fueran tan bonitas… Tensé los labios. «Y todo lo que había aquí murió.»

«Murió,» repetí. «¿Como murió Iliobi?»

Sabía que Iliobi había perdido todo el líquido de su cristal y por eso había muerto. Lotus me posó en el suelo con calma.

«Sí. Como murió Iliobi. Pero él fue porque no quiso curarse.»

«Mm…» Bajé la cabeza hacia mis pies. «¿Lotus? ¿Sabes? Yo no quiero zapatos. Las conchas no me hacen daño. ¿Ves? ¿Tú crees que ya estoy curado? ¡No me duele nada!»

Le enseñé, orgulloso, la planta de mi pie. Estaba veteada de líneas negras mientras que el resto brillaba como el metal. Como las puertas de nuestros cuartos de cristal. Observé la pausa inusual de Lotus. Entonces, retomó su postura tranquila y dijo:

«Aún no estás curado, Kala. Tienes que esforzarte y ser fuerte. Como Rao. Ven. Es hora de curarse.»

Mi humor se ensombreció de nuevo.

«Rao…» murmuré.

Seguí a Lotus, pero a regañadientes. Odiaba curarme. Lo odiaba de todo corazón, porque dolía, y por más que dijeran Lotus y los demás adultos que lo hacían por nuestro bien, yo lo único que deseaba era estar con Rao, con Jiyari y Boki y jugar con ellos. No quería sufrir. No quería tumbarme otra vez en la piedra fría y horrible. No quería. Pero tenía que hacerlo. O moriría como Iliobi.

«¿Lotus?» dije mientras caminábamos por un largo pasillo. «Cuando me cure… ¿podré salir de aquí?»

«Claro…»

«Y, cuando salga, ¿vendrás conmigo?»

Lotus se detuvo. Por un instante, un muy breve instante, vi su mano temblar. Con un jadeo, contestó:

«Claro, hijo… No os dejaré nunca solos. Te lo prometo.»

Parpadeé, sorprendido por su tono conmovido. Lo oí murmurar muy bajo:

«Cueste lo que cueste. Iré al infierno con vosotros.»

* * *

Algo rompió el recuerdo. Una presencia. Una conciencia que dudaba y se preguntaba por qué tenía la impresión de haber recordado un pasado que no era el suyo… El de un niño y un hombre con una máscara al que luego, de alguna forma, había llegado a querer como a un padre. ¿Pero quién? ¿De quién eran esos recuerdos?

“¿Estoy… despierto?”

La voz mental desorientada me despertó en un sobresalto. Estaba empapado de sudor y tenía el Datsu desatado de tal forma que, durante un rato, fui incapaz de pensar en nada concreto. Finalmente, até mi Datsu y sentí una viva inquietud recorrerme todo el cuerpo. Lo que había soñado había sido extremadamente nítido. ¿Podía ser cierto que tuviera metidos recuerdos de otra persona en mi mente? Pero ¿por qué los tendría? Esa sensación de ser dos en un mismo cuerpo… era más que desagradable. Ya tenía a mi Datsu, que tenía un poco su manera independiente de actuar. Sin embargo, esto era diferente. Ese pequeño Kala que sentía tanto odio… ¿Quién era?

Giré la cabeza hacia Livon y constaté, con sorpresa, que este se había movido y se había tumbado junto a mí para compartir manta. Debía de haberme visto tiritando. Conociéndolo, ni siquiera debía de haber pensado que pudiera resultar incómodo dormir tan cerca. Así, la incomodidad dejó rápidamente lugar a la gratitud. Tal vez era incapaz de odiar pero, si algo me molestaba sumamente, ese algo era el frío.

No pude dormir durante el resto de la noche. Cuando la luz empezó a infiltrarse en la cueva, me enderecé en silencio y preparé el agua caliente, bajo la mirada imperturbable de Myriah.