Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

5 El collar de los espectros

«¿Ya has desayunado suficiente, Yani?» pregunté con la boca llena. «Luego tendrás hambre.»

«Hermano… ¿vas a comerte todo lo que queda?» preguntó ella echando una mirada impresionada al plato lleno de buñuelos y tostadas.

«Esh bufé libre,» repliqué. El que lo fuese había mejorado aún más la amable acogida que nos habían dado anoche los padres de la tal Kali. ¿Que sois amigos de Livon?, se había exclamado el imponente tabernero. ¡Bienvenidos, bienvenidos! Ni siquiera les habíamos dicho que éramos “amigos”, pero nos habían tratado como tales y la madre nos había contado ya que su hija estaba en plena misión, pero que sus pasteles eran igual de ricos que los que hacía ella —no le faltaba autoestima… ni razón para alabar así su cocina. Tragué y agarré un buñuelo relleno de verduras. Lo miré un segundo antes de metérmelo en la boca. «No sé qué demonios es, pero está condenadamente bueno. Este es de los mismos. ¿Quieres probar?»

Yánika tomó el buñuelo y le arrancó un bocado apreciativo antes de girarse hacia el este. Instalados en la terraza de La Calandria, teníamos unas maravillosas vistas al mar. La noche anterior, nos habíamos pasado un buen rato observando las estrellas y la luz azul de la Gema desde esa misma terraza y, como consecuencia, nos habíamos acostado tarde y perdido los primeros rayos del amanecer. Otro día será, pensé. Y engullí de corrido la tostada y los últimos tres buñuelos que quedaban. Me levanté.

«Vamos.»

Yánika se puso en pie de un bote, animada.

«Podemos visitar el mercado,» propuso, mientras bajábamos las escaleras de la terraza.

Sus ojos brillaban de excitación ante la perspectiva. Siempre le habían gustado los lugares agitados llenos de novedades. Sonreí y, tras preguntar por las señas a un viejo firasano sentado en un banco, nos dirigimos hacia el mercado.

Las calles por las que pasamos estaban llenas de vida, saijits de toda raza se cruzaban, se saludaban, esperaban clientes, se desperezaban… Vimos unos cuantos perros, no los cerberos que algunos vecinos de Donaportela usaban como guardianes contra los monstruos, sino canes medianos y pequeños de pelaje colorido y ojos amigables. Los balcones rebosaban de flores, el sol calentaba y el viento arrastraba la sal del mar…

«¡El mercado!» se entusiasmó Yánika, señalando hacia delante.

La calle del mercado resultó interminable. Los puestos y tenderetes ocupaban la mitad del espacio y los compradores el resto. Cuando el ajetreo estuvo a punto de separarnos y Yánika me agarró del brazo, le dije:

«¿Qué tal si vamos a ver a los Ragasakis?»

Ella asintió y nos alejamos. En los Subterráneos, la gente tendía a ser menos ruidosa en los lugares abiertos, simplemente porque el sonido reverberaba. Pero ahí, en la Superficie, por lo visto no tenían reparos en hablar a voces y formar una verdadera cacofonía. Era otra cultura.

Cuando nos alejamos del centro, sin embargo, las calles se volvieron tranquilas y silenciosas. Otra vez tuve esa sensación de que alguien nos seguía y eché un vistazo hacia atrás.

«¿Hermano?» se extrañó Yánika, y agrandó los ojos, entendiendo. «¿Has visto al espía?»

Sacudí la cabeza.

«No. Se hará el tímido. A no ser que tu hermano se esté volviendo paranoico.»

«Podría ser,» meditó Yánika seriamente con ojos chispeantes de burla.

«Mmpf. Pero no lo creo,» aseguré, pensativo, echando otro vistazo hacia atrás. «El viento no me engaña.»

Sin embargo, ya no sentía nada. Bajo la mirada interrogante de mi hermana, me encogí de hombros, volví a hundir las manos en los bolsillos y retomamos la marcha. Con las indicaciones de Livon, encontramos la cofradía sin problemas. Como nos había explicado en el carruaje camino a Firasa, no había pérdida: la casa, que pertenecía a una tal Shimaba, se situaba a media cuesta de una colina cerca del mar, en la parte norte de la ciudad. Había unas cuantas tiendas en la calle, pero el lugar era mucho más apacible que el mercado. La casa en sí llevaba grabados en la fachada un símbolo geométrico y unas letras color rojizo dorado que rezaban: Casa de los Ragasakis.

Nos detuvimos ante la gran puerta y le eché una mirada a Yani. Estaba tranquila. No solía sentir aprensión con facilidad. Por mi parte, me resultaba algo incómodo llamar a casa de una cofradía cuya existencia acababa de descubrir el día anterior, pero… Recordé la amplia sonrisa de Livon al decirnos ‘hasta mañana’ y me dije: un Arunaeh cumple siempre con su palabra.

Fui a llamar a la puerta en el momento en que un humano se nos acercó por la calle diciendo:

«¡Hola! Soy un Ragasaki. ¿Venís a encomendar un trabajo?»

Tenía gafas, pelo castaño claro y rizado y unos ojos verdes que nos miraban, solícitos. Negué:

«En realidad, ayer me encontré con un Ragasaki llamado Livon y quedé con que vendría a visitarlo a la cofradía.»

El Ragasaki enarcó una ceja.

«¿Livon te invitó?» Parecía alegrarse y sorprenderse al mismo tiempo. «Entonces, entrad,» nos invitó. «Yo me llamo Loy.»

Dimos nuestros nombres y él empujó la puerta. El interior de la cofradía se asemejaba más a una pequeña taberna particular que a una casa. No había muros más que los exteriores y unas escaleras que guiaban a la primera planta. Junto a la entrada, se alzaba un mostrador que a la vez parecía usarse de escritorio. Al fondo de la sala, había unas estanterías cargadas de libros. Y esos eran todos los grandes muebles: el resto estaba cubierto de alfombras, cojines y mesas bajas. A una de estas, se encontraban sentadas cuatro personas enfrascadas en una conversación. Reconocí a la pequeña faingal, Zélif. Y a Livon. Este tenía cara deprimida.

«Me ha dicho este tipo que te conoce, Livon,» lanzó Loy desde la entrada.

El kadaelfo alzó bruscamente la cabeza y sonrió, levantándose.

«¡Drey! Me alegra que hayas venido. ¿Quieres tomar algo? Te invito.»

«Hemos desayunado como trolls en La Calandria aseguré.

«Sobre todo mi hermano,» confirmó Yánika con una gran sonrisa, llevándose las manos detrás de la espalda. «¿Dónde está Tchag?»

La expresión de Livon se llenó de incomodidad.

«Bueno… desapareció,» confesó en un carraspeo. Agrandé los ojos como platos mientras él explicaba: «Anoche, puse la caja con el imp dormido en mi cuarto y dejé la tapa abierta pensando que no se marcharía. Pero… me equivoqué. Quiso salir y, cuando intenté impedírselo, se me tiró encima y desapareció.»

«¿Se te tiró encima?» repetí, incrédulo. No conseguía imaginarme a la pequeña criatura grisácea de ojos grandes atacando a alguien.

«Eso te pasa por confiar en un imp, Livon,» dijo una joven de largo pelo blanco, levantándose a su vez. «Eres demasiado confiado.»

«Mm,» suspiró Livon, ensimismado. «Parecía contento de tener compañía… Y aun así, anoche, parecía un vampiro sediento. Hasta se le pusieron los ojos blancos. Espero que no haya causado demasiados problemas en la ciudad…»

«¿Los ojos blancos?» repitió la de pelo blanco con el ceño fruncido.

«Como dos piedras de luna,» afirmó Livon.

Le eché una mirada intrigada a la humana. Esta se había ensombrecido. Zélif, por lo visto, también se fijó.

«Naylah,» dijo la faingal con tono suave pero curioso. «¿Significa algo que tenga los ojos blancos?»

La tal Naylah meneó la cabeza y nos dio la espalda a todos para alejarse diciendo:

«Ni idea. Puede que sea un fenómeno propio de su especie. En todo caso, no podemos dejar que vagabundee más por Firasa.» Recogió una larga lanza posada contra un muro y la plantó en el parqué afirmando: «Tenemos que encontrarlo.»

Zélif y Livon asintieron. El cuarto del grupo, un hombre de pelo rojo cómodamente instalado sobre un cojín, intervino diciendo con los brazos cruzados:

«Vamos, calmaos. Todavía Sirih y Sanaytay no han vuelto. ¿No será mejor esperar a que vuelvan? Tal vez lo hayan encontrado. Además, ¿por qué te llevas la lanza, Nayu? ¿No lo irás a atravesar con eso, verdad?»

«Astera también sirve como maza,» replicó Naylah, colocándose el arma detrás de la espalda. «Vamos.»

Abrió la puerta. Livon iba a seguirla afuera cuando, de pronto, como recordando algo, se giró hacia mí rascándose la cabeza.

«¡Perdón, Drey! Ni siquiera te he presentado. ¡Hoy ando despistado! Gente, estos son Drey y Yánika.»

El del pelo rojo saludó con una media sonrisa sin descruzarse los brazos.

«Encantado. Yo soy Staykel el Ahumador. Sois de los Subterráneos, ¿verdad?»

Staykel nos miró de arriba abajo. El humano despedía una mezcla de desparpajo, arrogancia y afabilidad. Mostré una sonrisa ladeada.

«Supongo que se ve a leguas,» dije. Y pregunté con curiosidad: «¿Por qué ‘Ahumador’?»

«Ja,» dijo Staykel con una sonrisilla suficiente. «Porque soy el fabricante de granadas de humo más famoso de la cofradía.»

«Teniendo en cuenta que eres el único…» meditó Livon.

«¡Beh! Tal vez no haga granadas de humo mejores que los del Gremio de Alquimistas, pero no las hago peores. Y yo, al contrario que ellos, innovo,» se jactó.

«Sí,» sonrió Livon, girándose hacia mí. «Hasta tiene una sala secreta donde hace experimentos, me lo dijo la pequeña Shaïki. Tan secreta que ella me dijo: mamá va a estamparle runas brúlicas a mi papá para que no nos ahúme la casa otra vez.»

«¡Sólo se ahumó una vez!» protestó Staykel. Ruborizándose, rectificó: «O poco más de una vez. Sapos y centellas, Livon, ¿no tenías a un imp que recuperar?»

En ese instante, oí un barullo de voces y me giré para ver cómo Naylah volvía a entrar con expresión sombría, seguida de Sirih, la armónica de pelo rojo, y de otra joven con vestido escarlata que llevaba una especie de vara rojiza en una mano. No, era una flauta, rectifiqué.

«¡Lo encontramos!» declaró Sirih.

«Mmpf. ¿Lo veis?» comentó Staykel, retomando su desparpajo. «Os dije que no hacía falta precipitarse.»

La pelirroja blandía al imp por el torso como un trofeo.

«Adivinad dónde nos lo hemos encontrado. ¡En el mercado, curioseando! Dice que estaba perdido. Mmpf. Este imp tiene más cuento que un vendehúmos. Aunque, es cierto… Sanaytay lo oyó preguntar a un niño por un gran amigo rojo y azul, ¿verdad, hermana?»

La de la flauta asintió y sus ojos rasgados se giraron hacia el permutador cuando murmuró con timidez:

«Pensé que podías ser tú, Livon.»

Sonreí. Un gran amigo rojo y azul. La descripción perfecta. Tchag, lejos de mostrarse culpable u hostil, sonreía, profundamente aliviado.

«¡Drey, Livon, Yánika!» exclamó.

Lo observé atentamente. ¿Estaría fingiendo? Yánika parecía estar haciéndose la misma pregunta. Livon, él, se precipitó hacia él.

«¿Tchag? ¿Estás bien?»

Sirih había atado una cuerda al collar metálico que llevaba y se la pasó a Livon. Este se agachó, posando al imp con delicadeza.

«Di… ¿por qué te marchaste?» preguntó.

«¿Marcharme?» repitió Tchag. «Yo no… me mar…»

Calló, súbitamente confuso. Me fijé entonces en que Zélif y Naylah se habían quedado hablando junto a la puerta de entrada. La faingal giró la mirada hacia el imp, impactada, asintió y se dirigió hacia nosotros con ligereza. Se arrodilló junto a Tchag dejando su cabellera rubia rodearla como un mar dorado y, tras sonreírle con curiosa suavidad, tendió una mano hacia su collar y cerró los ojos. Su rostro enseguida se hizo grave y jadeó:

«Por los Ojos de Zarbandil…»

Intercambié una mirada perpleja con Livon. La inquietud en el aura de mi hermana se comunicó al resto con eficacia: hasta Tchag se tensó como un animal acorralado, pero no intentó huir, prueba de que confiaba en nosotros pasara lo que pasara. Entonces, Zélif abrió unos ojos azules decididos.

«Todos, escuchad,» dijo. «El culpable de todo es este collar. Está cargado de energías bréjicas y no sólo. Los trazados de esta mágara son tan complejos que no consigo entenderlos, pero lo que está claro es que hay flujos de energía que parten del collar y van directos hacia la cabeza de Tchag. Van protegidos por brúlica, pero estoy segura de que adentro son señales bréjicas.»

De modo que era eso, entendí. Ya me decía que ese collar no era normal.

«La bréjica… es la energía de la mente, ¿verdad?» murmuró Sanaytay, impactada, apretando con la mano su flauta roja.

«Correcto,» confirmó Loy con tono de profesor. El humano con gafas que nos había invitado a entrar se había sentado junto al mostrador, siguiendo de lejos la conversación.

«…» se quejó Sirih, contrariada. «hermana, ¿le has entendido? Por piedad, gran líder, ¿podrías hablar con más claridad? Lo de los flujos y eso, no lo he pillado.»

Ni Livon por lo visto: casi parecía salírsele humo por las orejas. Sanaytay contemplaba el collar del imp con ojos agrandados, Staykel el Ahumador se rascaba el mentón, pensativo… Yo observaba a Zélif. Sin duda no era una mala perceptista para haber averiguado tanto en tan poco tiempo. La líder de los Ragasakis precisó con toda la claridad que pudo:

«Si no le quitamos el collar, Tchag perderá el control otra vez. Ya he oído hablar de un fenómeno parecido. Esos flujos energéticos de los que hablo, Sirih, le están mandando continuamente a Tchag sentimientos de odio, no sé contra quién, lo que sé es que este collar…» paseó la mirada por todos nosotros, Livon, Sirih, Sanaytay, Staykel, Loy, Yánika y yo… y declaró: «lleva un espectro dentro.»

Calló ante nuestras miradas atónitas. ¿Un… espectro? Recordé el Espectro Blanco de la isla de Taey, donde vivía nuestra madre, en el clan Arunaeh. Lo había visto incontables veces, pero no era más que una masa de energía que vagaba sin objetivo, sin sentimientos, sin real vida. En el asombro general centré mi atención sobre el collar del imp, pensativo. Así que era una mágara, y no una cualquiera: una capaz de encerrar un ser, un ser simple, pero un ser vivo de todos modos. Sentí la creciente inquietud de Yánika y posé instintivamente una mano sobre su brazo mientras proponía:

«Puedo intentar quitárselo.»

Livon, que se había quedado impactado por la noticia del espectro, alzó bruscamente la cabeza con esperanza.

«¡Es verdad! Drey es un destructor.»

Zélif parpadeó, mirándome.

«¿Un destructor? Creí… Bueno, no es nada. ¿Crees que podrías destruir este metal? Es acero negro.»

Hice una mueca.

«Tal vez no,» confesé. El acero negro —o hierro negro como lo llamaban los puristas— era uno de los metales más resistentes del mundo. Y también uno de los más caros. ¿Qué hacía un imp con un collar de esos? ¿Quién se lo habría puesto? Durante mi vida como aprendiz Monje del Viento, había hecho estallar rocas con hierro negro dentro, pero no había quebrado nunca un filón de hierro negro. Y menos un collar.

Me avancé.

«¿El collar no le puede afectar a Drey, verdad?» se inquietó Livon.

«No,» aseguró Zélif. «Son flujos estáticos una vez colocados. A él no le harán nada.»

Me agaché junto al imp. Este nos miraba a todos con creciente confusión. Me crucé con sus ojos. Ahora parecía igual de inocente y simpático que el día anterior. Apenas lo conocía y aun así era tan joven y sencillo que era difícil no empatizar con él y aún más desconfiar de él. Mi conciencia me impedía dejar que un espectro lo destruyese. Staykel el Ahumador intervino:

«Un momento, Zélif. ¿Cómo sabes que hay un espectro dentro? Sé que eres una gran perceptista pero… Has dicho que habías oído hablar de un fenómeno parecido. ¿Eso significa que hay más collares de ese estilo?»

La pequeña faingal se ensimismó, desvió la mirada hacia el imp y suspiró.

«Los hubo. Espectros que poseían saijits gracias a collares parecidos… Pero de eso hace mucho tiempo. Me extrañaría que una criatura como Tchag…» Frunció el ceño y se encogió de hombros. «Sea como sea, difícilmente vamos a sonsacar explicaciones a un collar. Sólo espero que romperlo no sea demasiado arriesgado para Tchag.»

«¿Arriesgado?» se alarmó Livon.

«¡Oh, no!» se apresuró a tranquilizarlo Zélif. «Qué digo, lo más probable es que no le pase nada muy grave…» Se mordió un labio. «Supongo.»

Attah… Lo que quería decir que no tenía absolutamente ni idea de lo que pasaría una vez roto el collar. Tchag se rascaba la cabeza, cada vez más incómodo bajo tanta mirada atenta. Con el ceño fruncido, tendí una mano y agarré el collar.

Yánika se sentó junto a mí, muy atenta. Y mientras los demás esperaban igual de expectantes, me concentré.

El material tenía sin duda una dureza que rivalizaba con la del diamante. Pero no tanto, me dije. El hierro negro podía ser fundido a muy altas temperaturas. Por eso existían armas de hierro negro, aunque fueran muy escasas. Sin embargo, no podía meter el collar en un lago de lava estando Tchag en medio. Fuese como fuese, ¿cómo habían conseguido ponerle el collar al imp? Inspeccioné el collar, buscando alguna soldadura, pero no la encontré. El aro era perfecto. Sabía que existían herreros celmistas capaces de usar sortilegios de energía aríkbeta para transformar el material y unirlo directamente. Los destructores trabajaban a veces con ellos en algunas obras. Pero… no había oído nunca hablar de un herrero aríkbeto capaz de fundir hierro negro. ¿Podía tratarse de esa bruja Lul de la que había hablado el imp? Meneé la cabeza y, tras evaluar el hierro negro unos instantes, me aparté.

«No puedo destruir esto. Lo siento, Tchag. No me fío de mi precisión y no quiero herirte haciendo estallar el hierro.» Ni tampoco quería matarlo rompiendo el collar, añadí mentalmente. Le palmeé la mata de pelos blanca y alcé la vista. «¿No se podría sin más interrumpir los flujos del collar o deshacer su trazado?»

Zélif volvió a agarrar el collar con cara concentrada diciendo:

«No es tan sencillo. La bréjica es una de las artes más complicadas que hay. La verdad… tal vez sea mejor dejarlo así por ahora, no vaya a ser que metamos la pata. No sabemos aún si interrumpir los flujos o destruir directamente el collar puede ser peligroso para la mente de Tchag.»

«Entonces mejor no,» se apresuró a opinar Livon, nervioso.

«De todas formas,» intervino Naylah, la lancera, «estoy segura de que sólo un gran especialista de magia negra podría llevar a cabo una operación como esa.»

Sirih le echó una mirada burlona.

«Hablas como si tú fueras una gran especialista de magia negra… Ahora que lo pienso, ¿eras subterraniense, no? Y con esos pelos plateados… ¡Fijo que eras la aprendiz de un nigromante! Tchag, alégrate, ¡Nayu va a salvarte!»

La armónica bromeaba. Sin embargo, Naylah no se lo tomó bien. La fulminó con la mirada y se cruzó de brazos replicando:

«No soy la aprendiz de nadie. En cuanto a la magia negra, no debería existir.»

«Si somos rigurosos, la magia negra no existe,» terció con calma Loy, recolocándose las gafas.

«¿Que no existe? ¿En serio?» se burló Sirih. De pronto, alrededor de la humana pelirroja, unas sombras surgieron de la nada, más negras que el carbón, dándole el aspecto de un demonio infernal. «¿Y esto qué es?»

«¡Magia negra!» lanzó Staykel el Ahumador, fingiendo terror.

Nos arrancó una sonrisa y, divertido, Loy respondió:

«Sombras armónicas de la famosa maga negra Sirih. Espeluznante.»

La famosa maga negra deshizo las armonías con una sonrisa pícara, que desapareció enseguida cuando vio la expresión de Naylah. Esta había posado la lanza y se había cruzado de brazos con cara lúgubre.

«Nayu…»

«Para mí,» la interrumpió la lancera, «magia negra es cualquier sortilegio retorcido creado para hacer daño. Y ese collar… es una abominación que fuerza un cuerpo a ser poseído por un espectro. No se bromea con eso.»

Sirih se ruborizó un poco. Sentado con las manos en los bolsillos, medité. Esa lancera había tenido sospechas en cuanto había visto el collar, e incluso en cuanto Livon le había hablado de los ojos blancos, recordé de pronto. Pero… ¿cómo? ¿Acaso era una experta cazadora de espectros y sabía percibirlos a primera vista? La imagen que me hice de ella era más poética que probable. Hubo un silencio incómodo.

«Yo…» intervino entonces Tchag. Atrajo bruscamente todas las miradas y sus ojos brillaron, nerviosos. «No soy un espectro. Soy Tchag. Ya os lo dije.»

«Tchag,» repitió Livon. Asintió con firmeza. «Claro. Te creo.» Le quitó la cuerda atada al collar. «Dime. ¿Sabes quién te puso este collar? Tal vez podamos convencer a esa persona para que te libere,» razonó.

Tchag vaciló.

«No sé…»

«¿No lo recuerdas?» preguntó suavemente Zélif.

«Mmm…» Balanceó la cabeza. «Un poco. Sé que, cuando llegaron ellos… luego la bruja Lul ya no estaba conmigo.» Sus labios se retorcían al recordarlo. Manoseó el collar, estiró en vano aunque sin mucha fuerza y, de pronto, se oyó un gorgoteo. El imp bajó la mirada hacia su vientre, lo palmeó soltando un gruñido quejumbroso y se tiró a la alfombra diciendo: «Tengo hambre…»

«Eso, al menos, puede arreglarse,» intervino una voz divertida.

Alcé la vista. Al pie de las escaleras, había aparecido una anciana con una larga túnica y unas sandalias viejas. Llegaba de la primera planta, por lo que debía de ser Shimaba, la dueña de la casa.

«Loy,» añadió, «¿puedes traernos algo de la cocina?»

El humano con gafas se deslizó abajo de su silla con presteza.

«Claro. Me pregunto qué comen los imps.»

Difícil saberlo ya que los imps no existen, pensé. Y como no sabíamos para nada a qué especie pertenecía Tchag… Shimaba resopló en señal de ignorancia y replicó:

«Trae cualquier cosa.»

Loy desapareció por una puerta detrás del mostrador en la que me fijé sólo entonces. Pronto regresó con un plato lleno de empanadas.

«Ni idea de quién las hizo, pero es todo lo que hay,» se excusó, posándolo ante Tchag. «Nuestros dos cocineros siguen de viaje.»

«Kali y Yeren,» me explicó Livon, aún sentado junto a mí. «En realidad, ya conoces a casi todos los asiduos a la Casa. Bueno, te falta conocer a Orih…»

Calló de pronto, sorprendido, cuando Tchag dejó escapar una risa clara de contento y agarró una empanada. La engulló de golpe y pasó a otra. El imp lo devoraba todo con asombrosa rapidez y evidente placer. Metiéndose la última empanada en la boca, nos enseñó una gran sonrisa abultada, se fijó en Livon, se cruzó de brazos como él, me miró, ladeó la cabeza y tragó al fin. Yánika nos observaba alternadamente al imp y a mí y una oleada de diversión se propagó a su alrededor. Al notarla, hice una mueca exasperada. Dánnelah… ¿No me estaría comparando con ese glotón, verdad?

«¡Más!» exclamó entonces Tchag con alegría.

Lo miramos, asombrados. ¿Más? ¿En serio? ¿Cuánto tiempo hacía que no comía? Livon se carcajeó y se levantó diciendo:

«¡Está bien, salgamos! Conozco un buen sitio para comer.»

«Déjame adivinarlo, ¿El Parat otra vez?» se burló Staykel. «Cuidado, muchacho, Yeren te echará la bronca por comer solo pastas.»

«Beh, tú no eres un ejemplo,» repuso Livon alzando un índice. «Shaïki me dijo el otro día que le pasaste todas las setas cuando Praxan no miraba…»

«¡Mil brujas sagradas! ¡Pero de qué demonios hablas con mi hija, tú!» exclamó Staykel arrojándole un cojín.

Livon esquivó con una sonrisa de oreja a oreja y preguntó:

«Drey, ¿te vienes?»

Puse los ojos en blanco y asentí, animado.

«Vamos.»

* * *

No volvimos a mencionar el collar de Tchag en todo el día. Zélif nos advirtió de que la luz del sol forzaría muy probablemente al espectro a atrincherarse en el collar, así que, tras comer pastas en el tenderete favorito de Livon, nos pasamos el resto del día fuera, visitando la ciudad. Livon nos enseñó los Pilares, vestigio de los tiempos imperiales de Arlamkas, recorrimos la Avenida Blanca, bordeada de soredrips, y al desembocar en la Plaza Mayor nos encontramos de frente con un grupo de gente armada vestida con tabardos blancos y negros. Nos apartamos para dejarlos pasar mientras Livon nos explicaba con naturalidad:

«Esos son de la Orden de Ishap. Su jefe les obliga a ponerse el uniforme pero, en realidad, muchas veces cumplen la misma clase de trabajos que nosotros. Por eso dicen que les robamos el trabajo,» rió, frotándose la cabeza, con la expresión de quien piensa: y de hecho, se lo robamos, pero tampoco hay nada malo en eso, ¿no?

En la plaza, había casi tanto trajín como en el mercado. Observamos a unos malabaristas itinerantes y, cuando Livon dejó dos kétalos en la gorra, le eché una mirada de sorpresa. En mi vida había dado dinero por voluntad propia pero… allá donde fueres, haz lo que vieres, pensé. Y Yánika y yo lo imitamos dando cada uno una moneda y recibiendo la sonrisa de un malabarista antes de alcanzar al Ragasaki. Compramos helados y nos alejamos saboreando nuestra merienda. El sol calentaba agradablemente e iluminaba todo de una manera tan irreal que empezaba a entender por qué algunas religiones de la Superficie le rendían culto.

Acabamos bordeando la larga playa, escuchando el oleaje y rodeando los barcos pesqueros, mientras el sol declinaba. Unas nubes oscuras se acercaban desde el este pero la arena aún brillaba como mil cristales de fuego. Tchag y Yánika se agachaban junto a la orilla mirando conchas. Vi al imp recoger una, mirarla con admiración y echar de pronto a correr hacia Yánika para enseñársela. Como respuesta, mi hermana le enseñó las que había encontrado. Meneé la cabeza, divertido. Parecía un concurso de quién encontraba la más bonita. Livon acababa de tirar una piedra plana en el agua para hacer rebotes —llegó a cinco— cuando un súbito cambio en el aire me hizo girar la cabeza. Un elfo oscuro de pelo como electrificado se había asomado por una de las numerosas rocas al final de la playa. Me crucé con sus ojos rojos y creí oírlo mascullar algo con tono hastiado antes de desaparecer. Agrandé los ojos. ¿Podía ser acaso…?

El espía.

No quería preocuparle a Yánika, así que dije simplemente:

«Voy a caminar hasta las rocas y vuelvo.»

Livon asintió y Yánika dijo:

«No te alejes mucho.»

Me decía lo mismo cuando, al viajar en los Subterráneos, me alejaba del campamento a curiosear. Sonreí.

«No te preocupes, aquí no hay monstruos.»

Apreté el paso y pronto llegué a las rocas. Como era de esperar, el elfo oscuro había desaparecido. ¿Quién podía ser? No lo había visto muy bien, pero estaba casi seguro de que no lo conocía. Tal vez no fuera el espía. Durante el viaje a la Superficie y tras notar su presencia, se me había ocurrido que los Monjes del Viento aún me estuvieran espiando por si casualidad mi hermano se ponía en contacto conmigo —una de las razones, sin duda, por las que nos habían dejado marchar tan fácilmente del Templo. Sin embargo, dudaba de que Lústogan fuera a tomar riesgos inútiles. Llevaba sin noticias suyas desde hacía tres años.

Tras examinar el lugar un momento, encontré una piedra plana y acababa de recogerla cuando sentí el aura de mi hermana y me giré para verla aproximarse a las rocas junto con Livon y Tchag.

«¿Pasa algo, hermano?» se inquietó.

Puse los ojos en blanco.

«Honestamente, nada,» dije.

Los alcancé, acercándome a la orilla, y arrojé la piedra plana. Esta, estabilizada con órica, rebotó treinta y seis veces antes de desaparecer en el agua. Sólo treinta y seis. De haberme visto en tan baja forma, Lústogan me habría mandado hacer estallar roca durante una semana entera. Livon, él, había contado cada rebote, boquiabierto.

«¡Eso ha sido increíble!» exclamó.

Sonreí y hundí las manos en los bolsillos.

«Qué va. No he llegado ni a cincuenta. Mi hermano llega a más de ochenta.»

Parecía que no se le iba a cerrar la boca de asombro.

«¿Tienes un hermano?» Su voz sonaba a la vez animada y ligeramente envidiosa. Explicó: «Yo nunca he tenido uno.»

Mientras bordeábamos de nuevo la playa, le eché una mirada de reojo. Livon estaba ensimismado. Por lo que había contado el día anterior, había llegado a la cofradía a los once años, siguiéndole a Baryn, el monje yurí. En tal caso, ¿podía ser que fuera huérfano? Era triste pensarlo… y todavía más incómodo preguntárselo.

«Nunca conocí a mi familia,» agregó Livon. Se detuvo y sentí cierto malestar. ¿No iría a contarme su infancia, verdad? Cuando me fijé en su ancha sonrisa, sin embargo, parpadeé, desconcertado, mientras él declaraba: «Pero no importa, porque ahora tengo la suerte de tener una familia estupenda.»

Los Ragasakis, entendí. La cofradía, para él, era como una familia. Pensé en los Monjes del Viento, en lo que había sido antaño mi hogar, y… negué interiormente. Yo nunca había considerado a mi cofradía como una familia. Si acaso como una cárcel. Pensar en ella no podía posiblemente ponerme la cara risueña que tenía Livon en ese momento. Con una media sonrisa, desvié la mirada y, mientras retomábamos la marcha hacia las casas, eché un vistazo al atardecer y a las nubes oscuras que se acercaban desde el este. Un viento frío recorría ahora la playa y las gaviotas levantaron de pronto todas el vuelo en una cacofonía de chillidos. Nos detuvimos en el dique. Desde ahí, se veía nuestro albergue en primera fila de la costa. Alzando los ojos al cielo, Livon comentó:

«Esta noche va a llover. ¿Vais a quedaros en La Calandria

Intercambié una mirada con Yánika y afirmamos. Pregunté:

«¿Quién se ocupa de Tchag?»

«No me molesta,» dijo Livon.

«¿Seguro?»

No podía decir que me molestase a mí que se lo quedase… Livon aseguró:

«Es mejor así. Los padres de Kali son creyentes járdicos. No creo que sea una buena idea meterlo en La Calandria razonó él.

Ambos le echamos una mirada al imp, que ahora observaba las gaviotas con curiosidad unos pasos más lejos. Me encogí de hombros.

«Entonces, hasta mañana.»

Livon sonrió, llamó a Tchag y este también se despidió antes de seguir a su amable anfitrión diligentemente… tan diligentemente que lo adelantó. En vez de protestar, Livon echó a correr detrás de él con evidente diversión para alcanzarlo. Me carcajeé por lo bajo.

«Tchag no sabe que un permutador no puede perder en una carrera.»

Yánika me correspondió con una risita. Entonces me pregunté si Livon sería capaz de permutar con Tchag. No tenía ni idea de permutación, pero sospeché que, como en todo arte órico, no podría saltarse la ley del equilibrio de masas y fuerzas. Aparté mis pensamientos de inmediato cuando noté que un aura nueva rodeaba a Yánika. Mi hermana había alzado sus ojos negros al cielo. Tendió una mano y murmuró:

«Es agua.»

En ese momento, recibí yo también una gota de agua en la mejilla. El cielo se había cubierto de nubes oscuras y el viento soplaba, más libre que nunca. No era lluvia ácida. Aun así, por si acaso, nos rodeé de viento órico para repeler las gotas y nos apresuramos a regresar al albergue.

Aquella noche, la lluvia cayó sobre el tejado de La Calandria como un baile de tambores. No hubiera logrado pegar ojo de no ser por el aura tranquila de Yánika y mi cansancio. Soñé con que caminaba con Yánika por un camino iluminado por el sol del atardecer y avanzábamos alegremente hacia oeste sin nunca alcanzarlo…

Desperté en un sobresalto invadido por el miedo. Un sonido de roca explotando me había despertado. Y no sólo eso. También me había despertado el aura de Yánika. En la oscuridad, no alcanzaba a ver nada, hasta que una luz fugaz lo iluminó todo, incluida a mi hermana abrazada a su almohada. Sacando mi piedra de luna para iluminar mi camino, me apresuré a salir de mi cama para ir a tranquilizarla.

«Yánika. No hay de qué preocup…»

Una roca explotó por toda la ciudad. Carraspeé, tenso.

«No es nada,» aseguré. «Debe de ser… el trueno.»

«¿El… trueno?» repitió Yani.

Resonó otro, haciendo temblar los cristales. Recordaba haber leído que los rayos que salían de las nubes eran enormes descargas de energía brúlica capaces de quebrar un árbol y hacerlo arder en un instante. Capaces probablemente de matar a alguien. De pronto, la Superficie no me parecía tan amigable. Besé la frente de Yánika y permanecimos largo tiempo sentados el uno junto al otro, a la luz de la piedra de luna, escuchando los truenos, hasta que estos terminaron. A partir de ahí, dormí a pierna suelta y, cuando desperté, dejé escapar un suspiro ante la luz que inundaba el cuarto. Otra vez nos habíamos perdido el amanecer.

Me enderecé y… enseguida me fijé en el papel plegado sobre la mesilla. Me quedé mirando el trozo de papel un buen rato, paralizado. No había estado el día anterior. Alguien había entrado en la habitación… ¿y no me había despertado? Imposible. Mi órica funcionaba incluso cuando estaba dormido: cualquier movimiento de aire tan cerca debería haberme despertado… A menos que lo hubiera confundido con el viento que se infiltraba por las rendijas. O a menos que la persona que había entrado supiera disimular su presencia.

Tras echar un vistazo a Yánika y comprobar que seguía dormida, cogí el papel y lo leí. La frase era corta, aunque me costó descifrarla de lo mal que estaba escrita. Decía así: «No soy tu enemigo, relájate.» El espía de la roca, sin duda, el drow de los pelos electrificados, deduje. Mis repetidas reacciones a su presencia lo habían empujado finalmente a “tranquilizarme”. Que no era mi enemigo, decía. Mmpf. Poco me importaba saberlo. Más me turbaba imaginarme que venía de parte de Padre, de mi hermano o, más preocupante aún, de mi madre. Pero de esta no podía ser: si hubiera sabido dónde estaba, me hubiera pedido que regresara de inmediato a la isla de Taey.

Me metí el papel en el bolsillo y me estiré. Mar-háï. No era un enemigo pero tampoco le apetecía explicarme por qué me estaba siguiendo, ¿eh? Supuse que tarde o temprano acabaría por averiguarlo.