Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

19 Libertad

Lo que no había previsto el capitán era que Todakwa invitaría a Kuriag Dikaksunora a formar parte de los espectadores que observarían lo bien que los Esimeos aplastaban la revuelta shalussi. Kuriag, cómo no, se había sentido obligado a aceptar y había decidido aprovechar la ocasión para mandar a todos sus nuevos esclavos al puerto de Ergaika: tenía pensado separarse de ellos a medio camino mientras que él seguiría el viaje hasta Lamastá. Dashvara se había enterado por Api: el Legítimo ni siquiera había considerado necesario pasarse a informarlo directamente. La noticia lo había dejado atónito. ¿Por qué diablos iba a moverse Todakwa por lo que al parecer él mismo había llamado «un motín de salvajes con machetes»? Bueno, tal vez porque quería mostrarle al titiaka lo bien que se las ingeniaban sus hombres para acabar con las revueltas. En cualquier caso, Aralika despertó muy pronto aquella mañana y los primeros rayos de sol encontraron a Su Excelencia bajo la llovizna matutina, revestida de una armadura de escamas de sowna sin estrenar y rodeada de Ragaïls y Xalyas. Viendo el ajetreo de la Plaza Mayor desde una aspillera de la torre, Dashvara suspiró. ¿Para qué hacer planes, si estos siempre acababan yéndose al traste?

No se iban a ir tan al traste, de todos modos: la huida aún iba a tener lugar. Sólo que en vez de huir de Aralika, huirían de un campamento lleno de soldados con los sentidos alertas y armados hasta los dientes…

—¡Dash! —murmuró una voz.

Dashvara desvió la mirada de la aspillera y vio a Miflin hacerle un gesto acompañado de una ancha sonrisa. Al fin, suspiró, aliviado. Habían logrado esconder las armas. Bajó las escaleras hasta la sala animada.

—¿Están todas? —preguntó.

—Los escudos más grandes no —admitió el Poeta—. Esos los hemos escondido en el túnel, por si algún día… ya sabes. Pero no ha quedado ni un sable y las lanzas están todas en la litera. Vas a ir subido sobre un arsenal infernal, primo —rió.

Dashvara echó un vistazo a la litera que los Xalyas habían pedido la víspera para transportar al señor de la estepa herido… No es que le hiciera mucha ilusión tener que viajar en litera en vez de montar sobre Amanecer, pero reconocía que era un método perfecto para esconder las armas… Había sido idea de Lumon: el Arquero siempre tenía buenas ideas. El problema era que el cacharro iba a pesar una tonelada.

Makarva lo tomó del hombro izquierdo, invitándolo a acercarse.

—¡Hemos puesto cojines y todo para que te sientas cómodo, mi señor! —lanzó su amigo con burla entusiasta—. Vas a estar como un rey.

Dashvara puso los ojos en blanco. Qué remedio. Inspeccionó de una ojeada la litera para asegurarse de que las armas estaban bien ocultas y entonces se subió y se sentó con una ancha sonrisa.

—Como una princesa —declaró.

Su apreciación generó carcajadas, que se tornaron en gruñidos cuando varios levantaron la litera. Orafe soltó:

—Buah. Creía que iba a pesar más.

—Son las ogrollas, que lo han dejado flaco como una lanza —deploró Kodarah, burlón.

Sonriente, Dashvara se recostó entre los cojines escuchando los comentarios de sus hermanos y lanzó de buen humor:

—¡Adelante, hermanos, al galope! No nos quedemos rezagados o los Esimeos pensarán que somos unos vagos.

Sus palabras generaron resoplidos. Sashava replicó:

—Intenta hacer el enfermo, Dash. O nuestro pueblo pensará mal de ti. Makarva, corre las cortinas. Es mejor que no lo vean. Andando, muchachos.

El Cascarrabias agitó su muleta para animar a la tropa, los batientes de la torre se abrieron y la litera salió. Escondido en su cómoda alcoba, Dashvara se centró en los ruidos que percibía: resoplidos y cascos de caballo, voces, órdenes gritadas… La salida de Aralika fue interminable. En un momento, quiso echar una ojeada afuera y alguien le dio un manotazo. Diablos, suspiró.

Tras cruzar el río, el avance fue terriblemente monótono. Por suerte, Dashvara le había tomado prestada una caja de libros a Kuriag Dikaksunora. Había comenzado uno sobre la historia de la universidad de Titiaka pero se aburrió enseguida y pasó a otro volumen. Este contaba la vida de una orden religiosa de Cili que mandaba misionarios a sitios tan lejanos como el norteño Imperio de Iskamangra… El tema no es que le interesara mucho, pero al menos lo entendía y siguió leyendo, cómodamente instalado en su asiento de princesa mientras sus hermanos lo transportaban… ¡Lo que había que hacer por unas lanzas!

La idea de tener a todo el pueblo xalya superviviente siguiendo aquella litera lo tenía tan emocionado que interrumpía regularmente su lectura y más de una vez se retuvo en el último momento de correr las cortinas para asegurarse de que estaba ahí su pueblo, vivo y de camino hacia la libertad.

O hacia la muerte.

Apretó los dientes, exasperado.

Pues sí que vas a animar a tu pueblo con esas, Dash. Lee a tus misionarios y deja de pensar.

Siguió su propio consejo y acabó atrapado por la vida de esos religiosos cilianos que desembarcaban en tierras lejanas sin siquiera saber con qué iban a encontrarse. Al mediodía, hicieron una pausa y la mano oscura de Tsu pasó entre las cortinas para darle la comida. Ogrollas. Dashvara tragó saliva con una mueca, que se convirtió en sonrisilla cuando advirtió que, del otro lado, una mano humana había deslizado un generoso trozo de queso en el interior de la litera. Se lo comió todo y, acto seguido, echó la siesta como un buen Xalya. Cuando despertó, ya habían reanudado la marcha y una lluvia fuerte tamborileaba contra la tierra. Lo ideal para una huida, masculló Dashvara interiormente: iban a resbalar y espatarrarse cada dos pasos y los Esimeos los volverían a coger embarrados, reventados y ridiculizados.

Liadirlá… a veces desearía poder dejar de pensar.

Recibió una gota de agua en la coronilla y alzó la vista. La tela de arriba no era del todo impermeable, por lo visto. Pronto el goteo se convirtió en un chorro continuo y Dashvara tuvo que cambiar de sitio y volver a poner todos los libros en la caja. Tras colocarse la capucha azul, pacientó, cada vez más hundido. Entonces, comenzó a soplar el viento y, en una ráfaga, la tela salió despedida. Dashvara no pudo evitar una ruidosa carcajada. Orafe gruñó, Miflin chasqueó la lengua y un niño xalya gritó a través del estruendo de la lluvia:

—¡El señor! ¡Veo al señor!

Dashvara sintió cómo cientos de ojos se giraban hacia él. Les dirigió una sonrisa emocionada y una inclinación de cabeza. No pudo ver muy bien sus reacciones por culpa de la lluvia y, para decepción suya, sus hermanos fueron rápidos: pronto recuperaron la tela principal y volvieron a ponerla sin casi tener que pararse.

Cuando acamparon para la noche, había dejado de llover, pero el viento seguía soplando con tozudez. Alguien descorrió la cortina poco después de que fuera posada la litera y Dashvara lanzó en oy'vat:

—No me iréis a dejar encerrado aquí toda la noche, ¿verdad? Estoy hundido como un pez. —Se tragó las palabras ya pronunciadas al reconocer a Kuriag—. Vaya, Excelencia —resopló en común.

Con cuidado de no mover el brazo derecho, salió de la litera irguiéndose. Kuriag carraspeó, echó una ojeada rápida a los Xalyas que los observaban con el rabillo del ojo mientras se atareaban y dijo:

—Tengo que hablar contigo seriamente.

—Por supuesto —aceptó Dashvara. Y, advirtiendo la mueca contrariada del capitán, soltó bien alto—: Me siento mucho mejor ahora que a la mañana. Si sigo metido ahí como un moribundo, acabaré realmente muriéndome. De aburrimiento.

Nadie protestó. Al fin y al cabo, lo esencial era que hubieran sacado la litera. Fingir estar más enfermo de lo que estaba no servía para aplacar las sospechas de los Esimeos ni contribuía a subir la moral de los Xalyas. Y esta última era fundamental. Así que procuró mantenerse bien firme, fuerte y sereno… Como hacía mi señor padre, pensó con ironía.

Al no estar aún montada su tienda, el elfo señaló una de las numerosas colinas desérticas de aquella zona y ambos se alejaron, vigilados tanto por los Xalyas como por los Esimeos. En cuanto estuvieron fuera del alcance de oídos indiscretos, Kuriag soltó a bocajarro:

—Sé que vais a intentar marcharos. No sé cómo ni hacia dónde, pero lo sé. Y te advierto de que los Esimeos también lo saben.

Casi parecía disculparse. Dashvara se encogió de hombros y gruñó de dolor al mover el brazo. Replicó:

—Estupendo. Todos lo saben y todos saben que lo saben. ¿Dónde está el problema?

El Legítimo frunció el ceño y Dashvara sonrió, concluyendo:

—Escuchas tu Ave Eterna, Kuriag, e ignoras que lo haces. Que sepas que nos estás ayudando a escapar. De no ser así, nos habrías dividido y habrías pedido a Garag que escoltara a los Xalyas desarmados directamente a Ergaika. Pero no lo has hecho. Tú mismo nos estás guiando hacia la huida, Excelencia. Y, al mismo tiempo —meneó la cabeza con tristeza—, sigues prisionero de tus obligaciones. Debes mantener la reputación de tu familia, sus acuerdos comerciales… y seguir apoyando al pueblo esimeo al que apoyó tu padre. Pero también podrías hacer algo diferente. He estado pensando estos últimos días, y no me cabe duda ahora que Todakwa no dejará por nada del mundo que los Xalyas nos instalemos libremente en la estepa. Y nosotros queremos quedarnos. Así que… lucharemos para quedarnos. Y no perderemos. No si podemos aliarnos con los Shalussis y los Akinoa y tener el respaldo de los Honyrs. Esimea temblará —afirmó con voz baja y profunda—. No me mires así, Kuriag. Mi Ave Eterna odia la guerra. La odia de veras. Pero esto no es una guerra. Es luchar por nuestra vida. Por nuestro clan. Por nuestra estepa y nuestra libertad. No quiero derramar más sangre, quitando tal vez la de Todakwa, pero las cosas son como son, Excelencia. No puedo cambiar la mente retorcida de los Esimeos. Y no puedo renunciar a la libertad. Así que, entre tanto absurdo, elijo la esperanza. Elijo los sables, Excelencia. Y ahora… te toca a ti decidir de qué lado estás. —El elfo lo miraba con los ojos agrandados. Dashvara terminó—: Todakwa traicionó la tregua que acordó con mi padre. Es un traidor. Y no hay deshonra en traicionar a un traidor. Si nos ayudas… si impides que Titiaka intervenga en esto, juro por mi vida que, una vez ganada la paz, pondré en tus manos mi Ave Eterna. Sé que te lo debo.

Carraspeó, volvió a mover el brazo sin querer y masculló una imprecación por lo bajo. Kuriag tenía una expresión mezcla de miedo, tristeza y amargura.

—No me debes nada —dijo al fin en un murmullo—. Me salvaste la vida.

Dashvara recordó lo de la asesina e hizo una mueca. No, no se la había salvado precisamente pero, en el momento, se le ocurrió no desengañarlo. Eres peor que una serpiente esimea, Dash…

—Tal vez —replicó—. O tal vez no. Quién sabe a quién apuntaba esa estepeña, Excelencia.

Kuriag se irguió, atónito.

—¿Quieres decir que quiso matarte a ti?

—Ni idea —confesó Dashvara—. De todas formas, qué importa ahora. Estoy vivo, estás vivo: queda por saber de qué lado quieres seguir vivo.

Kuriag se mordió la mejilla, inquieto.

—Ya… De modo que… —Se rascó la cabeza—. No sé, Dashvara, estoy metido en un verdadero lío. Yo quería visitar torreones, quería ver los antiguos monumentos de los Antiguos Reyes… Pero Lessi tiene razón. Los saijits no son mejores aquí que en Titiaka.

Dashvara se preguntó si lo decía por él o por otras personas. Fue sabio y no preguntó. Entendía que Kuriag necesitara tiempo para decidir entre mandar al cuerno a los Esimeos —y los acuerdos de su familia— y seguir el camino recto que le hubiera aconsejado Atasiag muy probablemente. El problema era que ya no quedaba tiempo.

—Los Shalussis —dijo entonces Kuriag, ensimismado. Alzó unos ojos turbados hacia Dashvara—. ¿Dices que vais a aliaros a ellos?

Dashvara no pudo evitar echar una ojeada molesta a su alrededor antes de asentir.

—Ese el plan. Es decir… eso es lo que el capitán, Lumon y yo tenemos pensado hacer. Todavía no les hemos dicho nada al resto. No sé cómo se lo tomarán. Pero es la mejor vía de escape, y desde luego los Esimeos no se lo esperarán: los Shalussis siempre han sido nuestros enemigos más mortales. Es nuestra mejor carta —aseguró—. Las tierras de los Honyrs quedan demasiado lejos. No tenemos suficientes caballos. Los Esimeos nos cercarían antes de llegar.

Kuriag se humedeció los labios.

—¿Y si los Shalussis no quieren aliarse?

Dashvara sacudió la cabeza.

—Si es Zefrek el que lidera la rebelión, se aliará. No lo dudo.

Kuriag asintió, inspiró y espiró diciendo:

—Entonces… te deseo buena suerte, Dashvara de Xalya. Pero, como te dije ya una vez, desapruebo todo conflicto. Desaprobaré que saques las armas. Y desaprobaré que los Esimeos saquen las suyas. Seré tal vez ingenuo diciendo esto, pero prefiero serlo a ver mis manos manchadas de sangre. Eso lo tengo bien claro. Lessi también —añadió con una débil sonrisa—. Ella y yo tenemos la misma visión del mundo. La misma Ave Eterna. Pero sé que no todos tienen la suerte de poder mantener un Ave Eterna así intacta. Así que… ojalá Cili guíe tu alma, Dashvara. Eres libre.

Por un instante, Dashvara asintió sin pillar del todo el significado de esas últimas palabras. Enarcó entonces una ceja.

—¿Libre?

—Te libero —afirmó Kuriag, ruborizándose—. No sé a quién quería matar esa asesina, pero no importa. Te interpusiste. Y esa es una razón de peso para liberarte. Nadie podrá negarlo. Aunque… supongo que de todas formas ya te considerabas un hombre libre.

Dashvara sonrió.

—No me consideraré libre hasta que mi pueblo lo sea. Pero eso no sólo depende de ti, Kuriag. Depende de esto —dio una palmada firme sobre el pomo de su sable— y de hasta qué punto seré capaz de subir el ánimo de un pueblo destrozado —confesó con un escalofrío.

Kuriag emitió un sonido ahogado. El joven elfo mostraba ahora una actitud distanciada, como si imaginara ya que todo aquel asunto iba a acabar muy mal y no se atreviera tampoco a impedir que Dashvara se metiera de cabeza en los infiernos.

—Entiendo —murmuró el Legítimo—. Supongo… que es mejor que no sepa nada más. En realidad, ya sé demasiado.

Dashvara vaciló.

—Cierto —concedió. Rebuscó en su bolsillo y le devolvió la llave dorada—. Asmoan tenía razón. Hay una cripta en la Pluma. Se abre desde el pedestal del Ave Eterna. Ahí abajo encontrarás la tumba del primer shaard de la estepa. En ella… leerás sabias palabras que sin duda serán de tu gusto, Excelencia. —Kuriag lo miraba con asombro. El Xalya dio un paso hacia atrás—. Que sepas… que siempre serás bienvenido en mi clan, si algún día vuelves en busca de torreones y Aves Eternas… —sonrió— o si algún día deseas quedarte para siempre. Ya sabes. Nuestro Dahars no es tan distinto al tuyo, te lo aseguro. —Hubo un silencio y, antes de que Kuriag respondiera, Dashvara soltó—: Buenas noches, Excelencia.

Tampoco le dejó contestar entonces: inclinó la cabeza con respeto, dio media vuelta y regresó al campamento de los Xalyas. El cielo se estaba oscureciendo muy rápido y, cuando terminó de cenar, ya había anochecido del todo. La suerte estaba con ellos: no habría ni Gema, ni Luna, ni Vela para iluminar a los Esimeos aquella noche. Tan sólo las estrellas.

Durante la cena, Dashvara no dejó de echar ojeadas hacia su pueblo y este le correspondía, como esperando que hiciera algo… ¿que les dijera algo, tal vez? ¿Y qué iba a decirles? ¿Que tuvieran coraje? ¿Que ahora que estaba él los salvaría a todos? Ja, más pretencioso imposible.

Sus hermanos habían sido más eficaces reanudando lazos con el pueblo perdido. Miflin y Kodarah habían reencontrado a su madre, Sedrios a su nieto, Lumon a su prometida y Kaldaka a su hijo… Todos habían recuperado a familiares, Dashvara incluido. Pero, por alguna tonta razón, en vez de ir a verlos, se quedaba sentado, cada vez más nervioso y seguro de que, si abría la boca, daría a su pueblo la imagen de un filósofo loco y no la de un líder capaz. Interrumpiendo su crisis de confianza, Zorvun soltó:

—Ve a hablarles, Dashvara. Creo que lo necesitan tanto como tú.

Este no se hizo de rogar, aunque, cuando se levantó, optó por acercarse de refilón, sin meterse de pleno entre su gente.

—Nos rondas como si no supieras si somos nadros u ovejas —se burló de pronto una voz.

Dashvara se giró y, a la luz de las antorchas, distinguió a un joven xalya que, pese a sus siete años menos, tenía un curioso parecido. Soltó una carcajada exclamando, incrédulo:

—¡Ave Eterna, Tinan, hermano!

No eran hermanos de sangre, pero habían crecido juntos en el torreón pese a la diferencia de edad. Tinan, como hijo de oficial, había comenzado a salir de patrulla con Zorvun desde muy joven y Dashvara solía verlo como a un hermano pequeño más. Quisieron estrecharse la mano pero se vieron ante un problema tonto: Dashvara aún tenía entablada la derecha y Tinan tenía el brazo izquierdo amputado. Pusieron los ojos en blanco y Dashvara le dio una fuerte palmada en el hombro asegurando:

—Más bien nadros y no ovejas. No te imaginas lo intimidante que puede llegar a ser todo un campamento de Xalyas. Aterrador.

Tinan sonrió anchamente y los que se encontraban al lado lo imitaron. A partir de ahí Dashvara dejó de rondar y se metió de pleno entre su gente; estrechó manos vigorosas, revolvió cabellos de niños curiosos y contestó a las preguntas desordenadas:

—Ya casi está curado, gracias —aseguró, hablando del brazo—. ¿Diumcili? Bah. Pues lo que os habrán contado los demás. Un país de civilizados. Lo peor de todo fue el viaje en barco. Ah —sonrió al oír a alguien hablar de sus dos muertes—, las resurrecciones, sí, menuda historia, ¿eh? Todo empezó con la serpiente roja que maté en el pueblo de Nanda. Desde entonces, su espíritu se ha empeñado en acecharme. Pero dejé los malos espíritus en la Pluma definitivamente… Y ahora el Ave Eterna me sonríe. Pero contadme vosotros cómo os han ido estos años con los Esimeos.

La simple mención de sus antiguos amos ensombreció a más de uno. Las narraciones fluyeron y, a su vez, Dashvara escuchó sus historias. Habían sido en su mayoría esclavizados primero por los Akinoa y Shalussis para ser vendidos casi inmediatamente a los Esimeos a cambio de víveres, caballos y oro… oro para los incorregibles Shalussis. El abuso de sus amos, el trabajo en las minas, las prohibiciones, la deshumanización que había sufrido su pueblo durante aquellos tres años lo indignaron hasta tal punto que no pudo contener bufidos y maldiciones.

—Mataron a mi hermano Namozara a latigazos —intervino en común un joven de unos doce años.

—Qué va, él se murió solo —replicó una prima de Dashvara—. Lo dejaron a mitad de camino de Xalya a Aralika porque no podía avanzar.

—Porque lo frieron a latigazos —insistió el primero—. Y, cuando llegamos, murieron diecinueve por Skâra. ¿O no? Todo porque somos Xalyas. Porque somos el pueblo maldito.

—No estamos malditos, Yuk —replicó la prima.

—Los sacerdotes dicen que sí —retrucó el muchacho—. Y que por eso ya no tenemos torreón. Y que Skâra…

—¿Y tú vas y te crees todo lo que las túnicas negras te dicen, chaval? —se burló Miflin.

El niño alzó la cabeza, mirándolo con confusión.

—¿No?

Lo dijo con vacilación en la voz, a modo interrogante. Los Xalyas adultos resoplaron, Miflin le dio un coscorrón amistoso a Yuk y Dashvara meneó la cabeza, inquieto. ¿Hasta qué punto los Esimeos habían logrado adoctrinar a los niños xalyas? Según le acababan de contar, durante aquellos tres años todos los que trabajaban en la ciudad misma habían tenido que asistir a al menos una oración diaria en honor a Skâra so pena de castigo. Y estaba claro que, para Yuk, Skâra no era una divinidad extranjera. Tal vez incluso le fuera ahora más familiar que el concepto del Dahars. Sólo pensar en ello le daba escalofríos.

—Malditos, y tal vez lo estemos —dejó entonces escapar la madre de Miflin con amargura—. ¡Ojalá Vifkan de Xalya siguiera vivo! Su muerte nos quitó la vida a todos.

Varios aprobaron sombríamente y, sentado junto a su pueblo, Dashvara… calló. Siendo franco, ¿acaso podía pretender reemplazar a su señor padre? No. No tenía el mismo carisma ni la misma experiencia. No era, en verdad, más que un simple soldado algo instruido que había pasado su vida pensando y no mandando, dudando y no decidiendo. Se sabía incapaz de inspirar la misma confianza que el anterior señor de la estepa. Y, sin embargo… Advirtió, al otro lado del círculo, la mirada expectante del capitán y entendió… entendió que, pese a todo, su pueblo deseaba que alguien retomara las riendas. Y el poder de la tradición reclamaba que fuera él. Carraspeó y se levantó. Su movimiento acalló las conversaciones y un silencio ¿respetuoso? ¿evaluador? se instaló entre los Xalyas. Dashvara volvió a aclararse la garganta. Liadirlá, qué mal se le daba esto… Se lanzó al fin:

—Xalyas. Quisiera deciros que… me alegro de veros al fin a todos y… Veréis, no os voy a engañar: sé que me falta experiencia en esto. No soy como mi señor padre y, ciertamente, tampoco tengo intenciones de serlo. Sea como sea, creedme que, como Xalya, ansío más que cualquier otra cosa el bien de nuestro pueblo. Por eso, os pido… sólo os pido que confiéis en mis decisiones y en las del capitán. Nuestro objetivo no es mandaros a la muerte sino a la vida.

Hubo un silencio y Dashvara se retuvo de rebullirse. Ya está, Dash, te has precipitado exigiéndoles su confianza cuando apenas acabas de reencontrarte con ellos. El líder perfecto. Se nota que eres hijo de tu padre…

Entonces, Tinan intervino con voz firme y fervorosa:

—Aunque fuera a la muerte, yo te seguiría, mi señor. En Aralika, lo perdimos todo. Hasta nuestra dignidad. La muerte no me asusta. Sólo quiero venganza.

Aquello generó de inmediato una oleada vehemente de apoyo y confianza. Con cierta incomodidad, Dashvara se preguntó hacia quién iba dirigido ese apoyo, si hacia él o hacia Tinan.

Venganza, se repitió con un escalofrío.

La sola palabra rezumaba todo el sufrimiento por las vejaciones padecidas durante esos tres años. Rezumaba esperanza.

Y sangre, Dash. Tu pueblo está sediento de sangre.

Y bueno, siendo realistas, ¿acaso él no lo estaba? Vaciló y se dijo: no. Sí, deseaba quedarse en la estepa, deseaba acabar con el reino esimeo y con Todakwa. Deseaba justicia. Pero por nada del mundo estaba dispuesto a mandar a la muerte a su pueblo por ella.

Sin embargo, no era aquel el momento adecuado para tratar de calmar los ánimos. Ya estaba bien que estuvieran caldeados: hubiera sido peor que estuvieran alicaídos y desesperanzados. Así que tan sólo replicó en voz alta:

—El Ave Eterna vuelve a volar para todos nosotros y, con vuestra ayuda, haré todo lo que pueda por que no caiga otra vez. —Como veía a muchos asentir, concluyó—: Y ahora descansad y manteneos listos para partir. Repartiremos las armas según se ha planeado. No las mostréis y, por el Ave Eterna, que nadie use la suya sin permiso expreso. Hacerlo podría mandarnos a todos a la tumba.

Paseó una mirada por las caras apenas iluminadas por la luz de las antorchas. Todos parecían tan jóvenes… Incluso lo eran la mayor parte de las mujeres a las que los Esimeos habían perdonado la vida. Muy pocas, entre ellas, sabían manejar un sable y, sin embargo, Dashvara no vio ni un rostro que expresara temor: tras tres años de esclavitud, ardían de ganas de arrojarse hacia cualquier camino que las llevara hacia la libertad.

Inclinó la cabeza y, en vez de volver a sentarse, salió del círculo mientras este, a su vez, se desparramaba. Pronto se le unió Makarva soltando:

—No se te da tan mal como crees, Dash.

Este puso los ojos en blanco. Su amigo siempre había tenido esa asombrosa capacidad para adivinar el estado de ánimo de sus hermanos, y el suyo más que el de ningún otro.

—Si tú lo dices —replicó Dashvara, rascándose el cuello—. Entonces, ¿estás listo para la cabalgata?

—Por supuesto —aseguró Makarva con un leve suspiro.

El plan era sencillo: aprovecharían la oscuridad de la noche para escabullirse sin olvidar mostrar que estaban armados para que los Esimeos se lo pensaran dos veces antes de atacarlos y prefirieran esperar al alba para hacerlo. Mientras tanto, Makarva y Alta cabalgarían hasta Lamastá pidiendo ver a Zefrek de Shalussi y le ofrecerían el apoyo de los Xalyas a cambio de poder refugiarse detrás de sus líneas. Dashvara estaba seguro de que Zefrek aceptaría. Y, si no lo aceptaba… siempre les quedaba la opción de seguir avanzando rumbo al este, dejando a los Shalussis entre los Esimeos y ellos. Lo que sí sabía con certidumbre era que Zefrek no lucharía contra los Xalyas teniendo a un enemigo más fuerte a sus puertas.

Apenas hablaron durante las dos horas siguientes. Los vigilantes esimeos pasaban cada vez más a menudo alrededor del campamento xalya. Los Ragaïls se habían instalado frente a la tienda de Kuriag Dikaksunora y, aunque algunos dormían, otros tan sólo fingían hacerlo.

Todos están esperando.

Tumbado sobre su capa, junto a la litera, Dashvara echó una mirada hacia su saco. Estaba casi vacío. A saber dónde se había metido Tahisrán ahora. Probablemente en la tienda del agoskureño, a conversar con Api: esos dos se llevaban de maravilla.

Tan sólo se oía el chisporroteo de las antorchas y el viento cuando Atok se deslizó a su lado y murmuró:

—Todo en orden, mi señor.

Dashvara asintió, dejó de manosear el pomo del sable de Siranaga y, sin vacilar más, se levantó. Los Xalyas siguieron el movimiento y, casi al mismo tiempo, las antorchas que había alrededor del campamento xalya se apagaron. La oscuridad los envolvía casi por completo mientras agarraban sus sacos, sus armas y riendas y tomaban la dirección del este. La alarma se dio enseguida.

Primero se oyeron gritos en galka y entonces alguien sopló en el cuerno de guerra. Fue un sonido tan estremecedor y tan potente que, por un instante, Dashvara temió que los Esimeos realmente fueran a arriesgarse a combatirlos en plena noche. Tal vez tuvieran magias de luz como las que hacían los Ragaïls. No lo había pensado antes pero de todas formas no les quedaba otra que seguir alejándose, así que bramó a su pueblo:

—¡No os quedéis atrás! Avanzad. Y en silencio.

La huida se transformó en una carrera jadeante. Dashvara, subido ahora sobre Amanecer, acechaba los movimientos en el campamento esimeo. Los guerreros habían formado ya una línea defensiva, pero de momento no parecían querer lanzar un ataque. A los Ragaïls, en cambio, no los vio por ningún sitio. El capitán Djamin debía de haberse quedado junto al Legítimo.

Bajaban la colina y más de uno tropezó, cayó en el barro y tuvo que volver a levantarse. Los más jóvenes tenían por orden mantenerse siempre delante; los Xalyas armados cerraban la marcha, algunos a pie, otros subidos sobre sus monturas. Estas, turbadas por la fuerte alarma, poco acostumbradas a tener que cabalgar de noche, se agitaban y relinchaban por lo bajo, pero nada que un jinete aguerrido no pudiera remediar. Alta y los Honyrs habían hecho un excelente trabajo eligiéndolas.

Los primeros Xalyas alcanzaban ya la siguiente colina cuando Dashvara vio un caballo atravesar las líneas de las antorchas del campamento y zambullirse en la noche, hacia ellos. Enarcó las cejas. ¿Un mensajero esimeo, tal vez? No tenía pinta, por cómo galopaba… Entonces, cayó en la cuenta y refunfuñó:

—Ese idiota va a conseguir que se le tuerza una pata al caballo.

Era Api, sin lugar a dudas. Cuando el joven demonio los alcanzó, Alta tuvo que intervenir para cogerle las riendas y tirar sobre ellas hasta que la montura se detuviera. El muchacho dejó escapar alegremente:

—Mawer, no se me da tan mal, ¿habéis visto?

Alta masculló algo sobre jinetes inconscientes. Acercándose sobre Amanecer, Dashvara le espetó al demonio:

—¿Se puede saber qué estás haciendo, chaval?

Sólo faltaba que los Esimeos tomaran la excusa de recuperar al muchacho para abalanzarse sobre ellos. No consiguió ver su rostro, pero adivinó que sonreía cuando contestó:

—Llevo a una sombra a cuestas. Tengo curiosidad: ¿adónde vais?

Dashvara alzó los ojos al cielo constelado gruñendo:

—Esos son asuntos nuestros. —Echó otra ojeada hacia el campamento esimeo y lanzó—: ¡Alta, Mak! Podéis iros. No parecen ir a atacar y, cuanto antes os marchéis, antes podremos recibir ayuda.

—Si es que la recibimos —masculló Makarva. El plan de marcharse a ver a los Shalussis no le encantaba, a todas luces, pero Dashvara sabía que, de entre todos, Alta y él eran los que mejor harían de diplomáticos. Al menos, al contrario que otros, eran capaces de controlar sus impulsos.

Ambos Xalyas saludaron y, mientras se alejaban al trote en la noche, Api soltó:

—Recibir ayuda, ¿eh? Así que los Honyrs están cerca.

Dashvara resopló.

—Yo que tú volvería al campamento, Api. Esto no es un juego. Si los Esimeos te pillan en medio, son capaces de confundirte con un Xalya y arrancarte la cabeza.

—Qué emocionante —retrucó Api con evidente burla—. Si me lo permites, gran señor inmortal, me quedaré a tu lado y velaré por tu sombra. ¿Qué me dices?

Dashvara volvió a resoplar.

—Que es ridículo. Tahisrán sabe cuidar de sí mismo. Repito: por tu bien, vuelve al campamento —le gruñó.

Taloneó a Amanecer y comenzó a bajar la siguiente colina. Al de un rato, se giró y creyó adivinar la silueta de Api siguiendo la tropa. Reprimió una imprecación que convirtió en un brusco suspiro. Malditos demonios.

Durante la hora siguiente, el avance cobró un ritmo más regular. Nadie, ni incluso los niños más jóvenes, emitía queja alguna. Caminaban en silencio subiendo y bajando las colinas desérticas de las antiguas tierras de Lifdor, apenas iluminados por las estrellas.

Los jinetes xalyas seguían el avance de lejos, formando un vasto círculo alrededor para asegurarse de que ningún destacamento esimeo los tomara por sorpresa. No hubiera sido tan remoto que los Esimeos hubiesen mandado a su caballería a rodearlos. Sin embargo, pasaba el tiempo y nadie dio alarma alguna. Tampoco era sorprendente. Al fin y al cabo, Todakwa como mucho podía ofrecerse a recuperar los esclavos perdidos, pero no se atrevería a masacrarlos. No sin previa autorización de Kuriag. Y Dashvara sabía de sobra que el Legítimo jamás daría semejante autorización.

Pese a todo, Todakwa también podía tomar medidas a espaldas de Kuriag. Era un Esimeo. Era una serpiente traicionera. Y Dashvara desconfiaba. Por eso, aunque aliarse a los Shalussis significaba comprometerse en un bando, seguía pensando que era más seguro que atravesar media estepa con doscientas personas sin víveres suficientes y sin caballos… Los Esimeos tan sólo habrían tenido que esperar a verlos debilitados, mostrarse y sacrificarlos a su condenado dios sin que el buen amo titiaka se enterara de nada.

Avanzaron hacia el este, con el objetivo de burlar la vigilancia de los Esimeos y hacerles creer que se dirigían hacia Xalya. Sin embargo, al de un rato, el capitán ordenó un cambio de rumbo hacia el sur. Ahora, Dashvara caminaba junto a su pueblo estirando las riendas de Amanecer. El brazo derecho le ardía. Las pomadas de Tsu no adormecían ya casi el dolor y tan sólo la oscuridad lograba disimular sus muecas tensas.

—Mi señor —soltó una voz a su izquierda. Dashvara giró la cabeza—. ¿Puedo preguntar por qué nos dirigimos hacia el sur?

Era el joven Tinan. Dashvara carraspeó en silencio.

—Puedes. Nos dirigimos hacia el sur porque ahí se encuentra un aliado.

Hubo un silencio.

—¿Un… aliado? —vaciló Tinan.

—Ajá, un aliado —afirmó Dashvara con desenfado—. Zefrek de Shalussi, hijo de Nanda de Shalussi.

Su respuesta generó resoplidos y murmullos. Ya conocían la historia del asesinato de Nanda, así como el reencuentro con Zefrek en la isla de Matswad… pero hasta ahora ignoraban que el capitán y él los guiaban hacia Lamastá. Más de uno debió de pensar: ahora entiendo adónde se han ido Alta y Makarva. Y otros debieron de pensar: ahora entiendo por qué ha dicho nuestro nuevo señor que no es como Vifkan de Xalya. Tinan inspiró ruidosamente.

—Un Shalussi —escupió con voz temblorosa—. Los Shalussis también nos mataron en Xalya. ¡Te arrojaron piedras en Aralika! Son salvajes. Son enemigos.

Dashvara tuvo la impresión de escucharse a él mismo unos años atrás. Liadirlá, qué ingenuas le parecían ahora esas palabras. Fuera como fuera, la protesta vivaz del joven Xalya no fue muy de su gusto. Replicó:

Fueron enemigos. Los tiempos cambian, Tinan. Ellos también fueron esclavizados. Tú mismo debiste convivir con ellos, supongo. Y viste… no son demonios.

Se oyó un resoplido divertido: algo más lejos, Api masculló algo en voz baja, tal vez para Tahisrán. Con voz ahogada, Tinan protestó:

—Pero… perdón, mi señor, pero ¿por qué no vamos hacia el norte, hacia el pueblo de los Ladrones de la Estepa? El capitán dijo que nos ayudarían.

Dashvara suspiró ruidosamente.

—Y nos ayudarán. Pero de momento están demasiado lejos para que lleguemos ahí dada nuestra situación, sîzan. Los Shalussis son nuestra mejor opción. El capitán también lo piensa, no son delirios míos, tranquilo.

No pudo evitar dejar traspasar una punta de exasperación en su voz. Le molestaba que Tinan intentara poner en tela de juicio sus decisiones, no tanto porque le quitaba legitimidad entre su gente sino porque no hacía más que añadir dudas a la montaña de dudas que tenía ya metidas en la cabeza. Como adivinando que su intervención no era muy bienvenida, Tinan se aclaró la garganta.

—De acuerdo, mi señor. Sólo trataba de entender.

Dashvara hizo una mueca en la oscuridad, a la vez molesto y burlón. ¿Había dicho «de acuerdo»? ¿En serio? No recordaba que nunca un oficial de su señor padre le hubiera dicho a este «de acuerdo», como si hubiera podido no estar de acuerdo.

Mil demonios, Dash, te fijas en cada detalle más ridículo… Tú que no querías ser señor, ¿ahora te vas a ofender porque te traten más como a un hermano que como a un señor de la estepa? Liadirlá, deja de intentar imitar a Vifkan, baja de tu pedestal y alégrate ya de que el joven Xalya esté dispuesto a considerar a un Shalussi como a un aliado… Eso es ya todo un logro.

Meneó la cabeza y respondió al fin:

—Lo sé, sîzan. Y yo os lo habría explicado mejor… de no ser porque teníamos a los Esimeos espiándonos. Tranquilo. Todo saldrá bien.

La conversación se quedó ahí. Aún se oían murmullos entre los Xalyas, pero ninguno puso más objeciones. Casi era sorprendente. ¿Sería porque estaban demasiado cansados? ¿O que los Shalussis, finalmente, no les inspiraban tanto odio ciego? A menos que fuera porque estaban acostumbrados a ser mandados y deseaban confiar en él y en el capitán. Una mezcla de todo eso, quizá.

Siguieron avanzando durante horas bajo el cielo estrellado. Rodearon una granja y un terreno lleno de arbustos, pero aparte de eso el camino que tomaban era sencillo: sólo había que seguir todo recto, a veces por extensiones llanas, otras veces por pequeñas colinas de suelo más o menos regular. En aquel ancho e inmenso campo, tan sólo se oían los susurros del viento y los pasos sigilosos de doscientos Xalyas.

Estaban cruzando una gran llanura y los centinelas se habían acercado, no viendo peligro alguno, cuando avistaron de pronto una luz en la oscuridad. Dashvara no fue de los primeros en verla, pues, apeado, con el brazo que le dolía cada vez más con tanto movimiento y aún algo debilitado, no andaba ni muy fino ni muy al tanto de lo que pasaba a su alrededor. Empezaba a marearse y todo. Si tan sólo esa asesina hubiera tenido mala puntería y le hubiese clavado la flecha a Todakwa…

Alzó la cabeza cuando oyó la voz del capitán tonar:

—¡Alto!

Dashvara frunció el ceño, se detuvo con el resto y sintió sus piernas flaquear. Inspiró, apretó los dientes y, como Amanecer llevaba a dos niños medio dormidos y no se atrevía total a subirse sin ayuda, dejó las riendas en una mano al azar y se acercó a pie a la cabeza de fila a ver qué pasaba.

Fue entonces cuando vio la luz, en la lejanía. Hacia el sureste, determinó, tras echar una ojeada a las constelaciones. En realidad, había varias luces.

—… granja —decía la voz de Lumon, desde lo alto de su montura—. Hay demasiadas luces.

—Diablos, ¡y se acercan! —siseó Pik.

Hubo un silencio en que los Xalyas observaron las luces y entonces Lumon preguntó:

—¿Cómo sabes que se acercan? No lo veo tan claro —admitió.

—Es que es de noche —bromeó Miflin—. Si tú no ves, Arquero, menos vamos a ver nosotros.

—A mí también me parece que se acercan —intervino Kodarah.

Hubo unos murmullos, unos aprobando, otros negando. Dashvara se golpeó sin querer contra el costado de un caballo y jadeó de dolor. Liadirlá… El Poeta lanzó:

—¿Dash? ¿Estás por aquí? No veo ni un cascajo…

—Aquí, abajo —se localizó Dashvara, espirando y maldiciendo su brazo—. Yo tampoco veo gran cosa y menos desde abajo. Tal vez sea una buena idea que alguno se acerque a las colinas, a ver si consigue ver algo más desde ahí… ¿Lumon?

El Arquero respondió enseguida:

—Voy.

Arreó el caballo y se alejó en la oscuridad. Esperaron con impaciencia y agotamiento.

Si son los Esimeos, la hemos liado. Si son los Shalussis… tal vez no tanto.

Dashvara trató de no dejar rienda suelta ni a su esperanza ni a sus enormes dudas. Entonces, el capitán rompió el silencio diciendo:

—Se acercan. Y rápido.

Dashvara asintió. Esa era la impresión que daba. El problema era que no les daba tiempo a llegar a las colinas corriendo. Así que bramó órdenes de crear una línea con los que llevaban lanza o sable y los niños y los desarmados se colocaron detrás. El tiempo que regresara Lumon, las luces lejanas se habían convertido en antorchas y un trueno de cascos se dirigía directamente hacia ellos.

—¡Son unos cuarenta! —informó el Arquero, deteniendo su montura.

Más de uno resopló y se elevaron voces ahogadas entre los Xalyas. Cuarenta, ha dicho cuarenta, repetían. Cuarenta jinetes. Dashvara sentía la inquietud de su pueblo aumentar de segundo en segundo. Y es que ellos eran unos ochenta armados, pero la mayoría no había combatido en la vida.

Esperaron con el corazón encogido; entonces, en medio de un mar de tensión, Sashava el Cascarrabias declaró:

—Empieza a clarear.

Era cierto. El cielo, hacia el este, ya no estaba tan oscuro como hacía un momento. Y eso les permitió ver las túnicas claras y los cascos de cuero de los jinetes que se acercaban. No llevaban uniformes esimeos. Dashvara sonrió de puro alivio y el capitán murmuró:

—Shalussis.

Dashvara asintió. Lo eran. Y lo mejor de todo era que llevaban a modo de estandarte una bandera negra. No blanca: negra. El color de la paz.