Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

5 Demonios y embajadas

—F-Filósofo. Oh… Cili misericordiosa. Me duele todo.

Tras envainar maquinalmente los sables en la oscuridad y bajar las escaleras con cautela, Dashvara llegó al fin abajo y percibió los suaves resoplidos de Atasiag. El kraokdal había dejado de golpear la puerta.

—Pues claro que te duele todo —masculló Dashvara—. Es un milagro que sigas vivo después de una caída así. Cómo se te ocurre arriesgar nuestras vidas por un maldito arcón, Eminencia… ¿Dónde está la linterna? —preguntó.

Al fin, la luz iluminó el corredor. Atasiag estaba sentado sobre el arcón, masajeándose el hombro y la cabeza. Tenía sangre sobre esta.

—Tienes un aspecto horrible —se alarmó Dashvara.

—Habla por ti. Con esas medusas, pareces sacado del mismísimo bestiario de monstruos.

Mira quién habló, pensó Dashvara, mirando los ojos rojizos y las marcas negras brillantes de Atasiag. Pensándolo bien, era un milagro que Atasiag no estuviese en peor estado después de haber bajado rodando por aquellas escaleras.

—La piel de demonio es más resistente que la de un saijit —explicó Atasiag, como adivinando sus pensamientos.

Dashvara dejó escapar un sonido gutural indefinible y, tras asegurarse de que la herida de Atasiag era superficial, se ocupó de deshacerse de sus medusas. Una a una, las fue lanzando escaleras arriba. Tal vez serían capaces de pasar por la rendija de la puerta para retornar a su hogar.

—Mucho mejor —suspiró Dashvara, aliviado—. Espero que tu arcón haya merecido el esfuerzo. Deberíamos alejarnos antes de que los kraokdals vuelvan y rompan la puerta.

Atasiag sacudió la cabeza.

—La puerta está encantada: los kraokdals no podrán romperla. O eso espero. De todas formas, podemos transportar el contenido y dejar el arcón aquí de momento. Será más rápido. Ya lo haré sacar por mis muchachos un día de estos. —Se levantó—. Abre la tapa. Toma, aquí está la llave.

Dashvara tomó la llave y abrió el arcón. Había tres sacos. Tras echar un vistazo al primero, resopló, anonadado.

—He arriesgado la vida por unos malditos libros.

—Son libros valiosos —retrucó Atasiag—. Algunos son ejemplares únicos y el más barato no vale menos de cien dragones. Tal vez te interese saber que uno de ellos ha sido escrito por un Antiguo Rey de la estepa. —Al oírlo, Dashvara agrandó los ojos, asombrado—. Como lo oyes. ¿Ves ese sable de ahí? —añadió.

Dashvara se inclinó para coger el arma por la vaina. De hecho, era un sable. Y, como pudo comprobar, la hoja era tan negra como el carbón.

—Es como el sable de Yira —observó, sorprendido.

—Acero negro —aprobó Atasiag—. Es un metal poco común, tan ligero y resistente como el mítico acero de sethrag. Ambos sables pertenecieron al mismo rey. Si te fijas, en la empuñadura está inscrito el lema de su familia así como su nombre, un tal Siranaga, que fue…

—Sé quién fue —lo cortó Dashvara, incrédulo—. Siranaga el Aventurero. Fue un Antiguo Rey que decidió partir en busca de un mito y no regresó. ¿Este arcón le pertenece?

—No, para nada. El arcón me lo regalaron unos amigos en Agoskura cuando me fui de ahí. Desde entonces, lo uso para meter objetos valiosos que no necesito —sonrió—. Los sables me los vendió un comerciante algo apurado por un precio irrisorio. Era agoskureño y no reconoció el nombre de Siranaga grabado en las hojas. No entendió que acababa de venderme una verdadera reliquia. —Sus ojos chispearon—. Me quedé con su diario por el mismo precio. Está escrito en oy'vat, así que jamás pude leerlo correctamente. Aquí está —dijo, sacando un viejo cuaderno de entre los libros—. Está relativamente en buen estado. Los Antiguos Reyes de tu estepa usaban papel de calidad.

Se lo tendió a Dashvara y este, posando el sable negro, aceptó el diario con una mezcla de respeto e incomodidad. Gracias a la luz de la linterna, pudo leer las letras del título, escritas a mano: Meditaciones de un estepeño. Iba firmado «Siranaga de Rorsy».

—¿Por qué lo compraste?

—¿Me encuentro con el diario de un rey y voy a dejarlo en manos de un comerciante que ni sabe lo que vende? —Atasiag rió—. No soy un erudito ni un científico como Asmoan, pero sé reconocer el valor de un objeto. Podría revenderlo a un museo de Dazbon por más de doscientos dragones. Al principio, pensé regalarle este libro a Asmoan… pero creo que hay una persona que tiene más derecho que él a leerlo. —Marcó una pausa y Dashvara alzó la mirada del diario para percatarse de que el titiaka lo observaba con una pequeña sonrisa—. Desde ahora, este sable y este diario te pertenecen, Dashvara de Xalya. Haz con ellos lo que creas conveniente.

Dashvara no supo qué decir. Ya tenía sables, y libros sobre los Antiguos Reyes los había leído a montones, pero el simple hecho de que Atasiag hubiese pensado en regalarle aquello significó mucho para él. Era un poco como si, en ese instante, estuviera reconociendo que era más Xalya que esclavo. Se inclinó como cualquier Xalya se hubiera inclinado en esas circunstancias.

—Acepto el regalo y te doy las gracias, Atasiag Peykat.

El titiaka agitó suavemente la cabeza, sonriente.

—Gracias a ti, hijo mío. Sólo lamento no poder sacarte caballos del arcón.

Dashvara se carcajeó, porque acababa de pensar exactamente lo mismo.

—No cabrían en estos túneles —bromeó y señaló los tres sacos—. ¿Qué hay ahí dentro?

Atasiag puso cara burlona.

—Cosas mías. Lo llevaremos a casa de Sheroda. No me fío ni una garfia de los empleados de La Perla Blanca.

Dashvara se encogió de hombros y cargó con los dos primeros sacos. Atasiag se colgó el otro al cinturón emitiendo un gruñido de dolor al erguirse.

—Malditos kraokdals…

* * *

Al día siguiente, lo primero que quiso hacer Dashvara fue dirigirse a casa de Sheroda y asegurarse de que Yira estaba bien. Sin embargo, Atasiag tenía otros planes. Primero, Dashvara tuvo que mandar a tres voluntarios a hablar con Asmoan de Gravia, como prometido: fueron finalmente Miflin, Lumon y Sedrios el Viejo. No le gustaba la idea de mandar a su gente a charlar con un demonio sin que ni siquiera supiese que lo era, pero no se le ocurrió cómo podría negarse sin complicar las cosas. A continuación, escoltó a Atasiag hasta la Casa Mercante, una especie de lujosa taberna donde se reunían los comerciantes para vender y comprar artículos. Ahí Atasiag dio los buenos días a varios conocidos y se instaló a una mesa con un republicano, que era hermano, según Dashvara entendió, de un importante patricio.

Tras unas educadas preguntas, ambos se pusieron a hablar de precios. Arrimado a un muro, Dashvara los escuchaba a medias y dejaba de cuando en cuando vagar su mirada por las mesas apartadas del local.

—¡Es vino de la Comarca Azul, amigo mío! —protestaba Atasiag Peykat—. El mejor vino de toda la costa oeste. No sé si sabrás que en Titiaka un tesoro así se vende a treinta dragones el barril, ¡mínimo! Sé de un compatriota mío algo impulsivo que decapitó a su esclavo al instante por haber derramado un vaso de ese vino. En Dazbon, con las tasas, treinta y dos por barril es una ganga. Yo te ofrezco aún mejor: toda la mercancía, con los sacos de hierbas incluidos, por mil doscientos. Es un precio más que generoso.

El patricio agitó suavemente su vaso de vino y, sorpresivamente, dejó de regatear:

—¡Que así sea! Te lo compro todo. Seguro que mi hermano estará encantado.

Atasiag sonrió.

—Sabrá apreciar el vino y las hierbas, si es tan conocedor como he oído.

Ambos estaban satisfechos. El patricio le invitó a la Fiesta de la Constitución, la semana siguiente, Atasiag aceptó, firmaron papeles y se despidieron. El resto de la mañana lo pasaron los Xalyas cargando con los barriles de vino y transportándolos a casa de los Parvel, en el Distrito Bello. Cuando regresaron al albergue de La Perla Blanca, estaban reventados. Miflin, Lumon y Sedrios ya habían vuelto, así como Yira, constató Dashvara con alivio. La sursha estaba en plena conversación con las primas de Alta y Dashvara creyó oír la palabra «estoque» antes de que la ruidosa llegada de la tropa de Xalyas ahogara las demás conversaciones.

—¡De la que te has librado, Poeta! —exclamó Zamoy, dándole un coscorrón a su hermano—. ¡Hemos sufrido más que los burros de Symjablás!

—Pues ya me habría gustado estar con vosotros —replicó Miflin—. Ese agoskureño me ha puesto de los nervios. Nos ha acribillado a preguntas. No acabo de entender cómo un tipo que llega de tan lejos puede estar tan interesado en nuestra cultura.

—¿Qué tanto ha preguntado? —inquirió el capitán.

—Cosas sobre el Ave Eterna, principalmente —contestó Lumon—. Y sobre cómo cayeron los Antiguos Reyes. —Sonrió con sorna—. Nos ha preguntado si la Torre del Ave Eterna existía.

Varios resoplaron y el capitán soltó una risita.

—¿Y qué le habéis contestado?

—Que la habíamos visto de lejos —dijo Miflin—. Le hemos tenido que explicar que los Esimeos eran unos canallas y que no nos dejaban pasar para ir a verla de cerca. El muy loco dice que tiene pensado ir.

Dashvara se atragantó con su saliva.

—¿Quiere ir a la estepa?

—Ajá —afirmó el Poeta con una ancha sonrisa—. Dijo que estaba dispuesto a pagarse una escolta. Pero, cuando le dijimos que sí, sí, y que necesitaríamos como cuarenta caballos, armas y víveres, dijo que se lo pensaría. Me temo que no tiene dinero para tanto.

Dashvara no pudo evitar sonreír.

—Si tan sólo pudiésemos encontrar a tres o cuatro Asmoan más, estaríamos en la estepa en menos de una semana.

Su afirmación arrancó sonrisas a unos cuantos. El capitán puso los ojos en blanco.

—Es difícil encontrar a dos locos que vayan a un mismo sitio —reflexionó—. Pero, si Asmoan quiere ver esa torre, a lo mejor Atasiag le echa una mano…

La esperanza de los Xalyas iba subiendo como una flecha. Dashvara tuvo la certidumbre de que no tardarían tanto como había previsto en salir de Dazbon. Encontrarían un método, fuese cual fuese.

Aquella tarde, Atasiag reapareció de quién sabe dónde y le pidió a Dashvara que lo acompañara a la embajada de Titiaka. Esta se encontraba en el Distrito del Dragón, junto al mar. Cuando llegaron, el portal estaba guardado por tres guardias ragaïls.

—Atasiag Peykat —se presentó el titiaka—. He recibido esta invitación del gran embajador.

Uno de los Ragaïls echó un vistazo al documento, se lo tendió a otro, quien lo examinó atentamente y asintió.

—Podéis pasar, señor Peykat —dijo el primero—. Lamento informaros de que no se admiten armas en el recinto sin previa autorización. El guardia que lo acompaña deberá entregar las armas o esperar fuera.

Atasiag frunció el ceño.

—Esperará aquí —decidió.

Dashvara vio al titiaka desaparecer al cerrarse el portal detrás de ellos. Tras mirar a los Ragaïls con una mueca paciente, cruzó la calle y se sentó en el tercer peldaño de las escaleras de una casa. La espera fue larga. Una suerte que tuviese aún metido el diario de Siranaga debajo de su uniforme.

En realidad, como pudo comprobarlo al leer las primeras páginas, no era un diario sino unas memorias. El Antiguo Rey empezaba hablando de sus primeros años de vida y de sus primeras impresiones sobre la familia real. Pese a haber leído libros de aquella época a montones, Dashvara se sorprendió del estilo crudo con que explicaba Siranaga los conflictos familiares. El príncipe se lamentaba de la decadencia moral de la capital del reino y de las traiciones cada vez más frecuentes de los primos de la familia real. Describía su ascensión al trono con más ironía que ilusión, preguntándose hora tras hora en qué personas podía confiar y en quiénes no.

«La familia perdió su cohesión», escribía. «Moría lentamente y siguió muriendo durante mi reinado. Nada pude hacer por aplacar las rencillas, ni pude descubrir un remedio a nuestra maldición. Cuando nació mi quinto hijo, Shaotara, en el tercer año del Halcón, albergué la esperanza de que el Ave Eterna renaciera de sus cenizas y junto a él nuestro reino. De los doce hijos que tuve, sólo él nació despierto y bendecido por el Liadirlá. Lo eduqué desde niño e hice venir a los shaards más competentes de las cuatro esquinas de la estepa. Lo mandé a estudiar tres años a la República de Dazbon y viajó luego hasta la lejana Agoskura. Pensé que jamás regresaría, pero volvió y tan fiel a nuestra familia como siempre. Rápidamente constaté que mi hijo Shaotara se había vuelto un hombre seguro e independiente, listo para el liderazgo. Lo nombré capitán de mis ejércitos del oeste y aplastó con eficacia las revueltas de los Esimeos y los Shalussis. Lo recompensé con tierras y autoricé su casamiento con la princesa Aodorma. Apenas dos meses después, el capitán Shaotara obtuvo la rendición de los Amystorb y los Xalyas cuando estos pretendieron traicionarnos. Todos los pueblos de la estepa celebraban su nombre. En ningún momento, vino a reclamarme la corona, ¡gran prueba de su lealtad al Ave Eterna de la familia! Decidí hacerlo rey tres años después del nacimiento de su primer hijo, cuyo Liadirlá también latía despierto. Shaotara asumió su nueva posición con mayor habilidad que yo lo hice jamás. Los bárbaros fueron de nuevo expulsados o sometidos y el comercio con la República prosperaba cada día. Venían de todo el mundo a comprar sal de nuestros salares, salbrónix, plata y oro de nuestras minas, herramientas de nuestras fábricas. Rócdinfer había vuelto a ser un reino feliz. ¡Y he aquí que mis propios hijos se atreven a volverse contra un hermano! Odlokara, mi hijo primogénito, no solamente pidió apoyo a varios señores de la estepa sino que además se alió con los Esimeos. ¡Ojalá nunca sientas, lector, deseos de asesinar a uno de tus propios hijos como yo los sentí en aquellos días! Odlokara juró matar a todos los bendecidos de nuestra familia. Los Esimeos lo convirtieron a su religión de muerte y, como ellos, nos llamaba demonios…»

Dashvara se estremeció. Con cada página que leía se sentía más confuso. Según las demás versiones que había leído, Shaotara era un tirano y Odlokara el Sangriento había aprovechado la hostilidad de los señores de la estepa para levantarlos contra su hermano. Odlokara había muerto combatiendo y se decía que Shaotara había logrado huir con su esposa y sus hijos. Sin embargo, según Siranaga, Shaotara fue apresado y decapitado por uno de sus propios hermanos. Seguían páginas explicando cómo Siranaga había decidido partir de la estepa junto con sus hijos más jóvenes. El señor de los Amystorb logró hacerlo prisionero, mató a sus vástagos y pidió un rescate para Siranaga. La princesa Aodorma pagó la cantidad y ambos pudieron salir de la estepa. El final del libro hablaba de cómo se habían instalado él y su nuera en Agoskura y continuaba con meditaciones varias sobre el verdadero suicidio que habían perpetrado sus hijos y los señores de la estepa. Acababa con una exclamación amarga: «¡Que el Ave Eterna vele sobre ti, pobre estepa amada que tuve que ver morir!»

Dashvara inspiró y espabiló. ¿Cuántas horas llevaba sentado en su peldaño, absorto en su lectura? Volvió a guardarse el libro y alzó la vista hacia el portal de la embajada. Los tres guardias seguían ahí, hablando entre ellos de vez en cuando, comiendo garfias fritas y siguiendo con la mirada a los viandantes.

Cuando dieron las seis campanadas, Dashvara empezó a inquietarse seriamente. Vio a otros tres guardias salir de la embajada para relevar a los anteriores. Algo tenía que haberle pasado, se dijo. Quién sabe, tal vez el embajador era un Dikaksunora o un Korfú o un simple enemigo de Atasiag Peykat y…

El portal se abrió de repente y Atasiag Peykat salió, llevando un buen montón de papeles, con el bastón bajo el brazo. Dashvara se levantó de un bote y cruzó la calle.

—Empezaba a pensar que te habían secuestrado —le soltó.

Atasiag le puso los papeles entre las manos, contestando:

—Aún no hemos terminado la vuelta.

Dashvara lo siguió con un gruñido.

—¿Qué tanto has estado haciendo en la embajada, si se puede saber?

—Enviando cartas, negociando con el embajador y más cosas que te aburrirían a más no poder si te las contase. Por ahí —dijo, señalando una calle con su bastón.

Tuvieron que pasar por el banco y por la casa de un conocido de Atasiag antes de poder regresar al fin al albergue. Cuando llegaron, Asmoan de Gravia ya estaba ahí, inmerso en una conversación animada con Kuriag Dikaksunora y Lessi. Se habían instalado a una mesa y parecían estar esperando a Atasiag Peykat para empezar a cenar. Atasiag sonrió mientras Asmoan se levantaba para ir a saludarlo.

—¡Amigo mío! Olvidé los horarios de los titiakas y vine a la hora de la cena agoskureña. Espero que no me lo tengas en cuenta.

—En absoluto —aseguró Atasiag—. Soy yo quien debería disculparme. Me alegro de que hayas podido conocer al joven Dikaksunora.

—¡Y yo! —rió el agoskureño—. Adivina: es un aficionado a las culturas del norte como yo. Siento que ya nos llevamos de maravilla.

Kuriag compuso una expresión muy formal.

—No puedo negar que la conversación de tu amigo es fascinante, Atasiag.

—Entonces proseguid, caballeros, no quisiera interrumpiros —clamó Atasiag mientras se sentaba a la mesa.

Los Xalyas estaban silenciosos detrás de los biombos. La mayoría dormitaba después de una tarde pasada visitando la ciudad. Yira estaba sentada junto a Zamoy y Lumon, jugando a las katutas. Tras echar un vistazo a la partida, Dashvara frunció el ceño y le dio un empujón a una de las fichas del Calvo, que amenazaba al Grillo, la ficha más vulnerable de Yira.

—Mucho mejor así —determinó mientras Zamoy y Lumon protestaban—. ¿Qué pasa? A mi naâsga no se la ataca, hermanos.

—Eso no es jugar limpio —le reprochó Yira, divertida.

—Boh —relativizó Dashvara, burlón.

—La vida real —dijo Zamoy, volviendo a poner la ficha en su sitio— es cruel y no perdona. Despídete de tu Grillo, princesa de los Xalyas.

Yira levantó dos dedos, a modo de saludo eterno. Dashvara puso los ojos en blanco y, tras observar el juego durante un rato, se dedicó a releer trozos de las memorias de Siranaga. Había algo que lo molestaba en ese libro. En particular la frecuencia con la que aparecían las palabras «bendecido» y «demonios». De no haber conocido a dos demonios de verdad la víspera, probablemente habría achacado aquello a un estilo metafórico. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Claro que sólo pensar que los Antiguos Reyes de la estepa habían sido demonios le parecía tan ridículo… Porque significaba que los Xalyas descendían de unos monstruos.

Pensándolo bien, esa podría ser una razón por la cual Asmoan de Gravia se interesa tanto por nosotros… Dashvara hizo una mueca. Disparates, Dash. Los Antiguos Reyes no eran demonios. De ser así, lo habríamos sabido. Que los Esimeos los llamaran demonios no significa nada. Apostaba a que esos hijos del Dios de la Muerte eran capaces de llamar así a todos los que no adoraban a su dios.

Con esta certidumbre en mente, aguzó el oído y escuchó la conversación de los extranjeros, detrás de los biombos. Fayrah se les había unido y ahora hablaban de la Revuelta de Titiaka y de la herida de Lanamiag Korfú. Según dijo su hermana, aquella tarde el joven Korfú se encontraba mucho mejor.

—Esta misma tarde he recibido un mensaje del Gran Sacerdote —decía Atasiag—. Os da su bendición y dice que mandará con diligencia a un sacerdote de Cili para consagrar vuestra unión. Se celebrará la ceremonia dentro de una semana. Esta es la lista de los invitados. ¿Qué os parece?

—Larga —resopló Kuriag—. Creía que sería una ceremonia privada.

—Y lo será. Pero sería un error diplomático de nuestra parte no invitar a nuestros aliados.

—Nuestros aliados —repitió el Legítimo. Carraspeó y observó con tono divertido—: Veo que no has invitado a los Nelkantas.

—¿Debería haberlo hecho? —rió Atasiag.

—Mm… Uno de los hijos de los Nelkantas es un buen amigo mío.

—Excelente, siempre puedes invitarlo a él —propuso Atasiag—. ¿Cuál es su nombre?

Dashvara dejó de escucharlos cuando el pequeño Shivara se allegó a él y le murmuró al oído:

—¿Puedo preguntar algo?

Dashvara enarcó las cejas, sonriente.

—Claro, hijo mío, pregunta.

El niño se mordió el labio antes de inclinarse otra vez hacia el oído de Dashvara.

—¿Es verdad que a mi padre lo azotaron?

Dashvara resopló.

—Sí. —Shivara abrió la boca y Dashvara se le adelantó—: Basta con verlo para creerlo, ¿no? Oye, pequeño. ¿Te gusta esta ciudad?

El pequeño Xalya hizo una mueca.

—No sé. Igual. ¿Por qué azotaron a mi…?

—¿Quieres dar una vuelta? —lo interrumpió Dashvara, levantándose—. Conozco un lugar ideal para jugar a la peonza.

El niño enseguida se animó y, bajo las miradas divertidas de los Xalyas, ambos salieron de ahí. Dashvara ignoró completamente la pregunta muda de Atasiag Peykat cuando pasaron junto a la mesa.

Este es un asunto de Xalyas, federado. No te entrometas.