Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

40 En medio de la nada

Salieron del puerto sin encender ninguna linterna y se internaron en la oscuridad más total. Dashvara cayó dormido poco después de que se alejasen de la costa. Despertó con los primeros albores. Tenía la garganta seca y unos retortijones le arrancaron una mueca de dolor. Todo el cuerpo le dolía. Tanta vuelta por las escaleras y tanto golpe… no era sano.

Ya has tardado en darte cuenta de ello…, se burló. Se aclaró la garganta y el capitán Zorvun le echó un vistazo. Estaba comiendo un trozo de pan. Le dio la mitad y Dashvara la engulló ávidamente. Mientras masticaba paseó una mirada curiosa por la embarcación. Había en total una treintena de personas, acurrucadas en los bancos y el fondo de la cubierta. Yira dormía junto a él, con la mano sobre el embozo. Era la primera vez que la veía dormir y Dashvara se la quedó contemplando un momento antes de alzar los ojos hacia el cielo. Este estaba relativamente despejado y las nubes cabalgaban por él como caballos al galope. Las velas, hinchadas por el viento, arrastraban el barco a trancas y barrancas por el océano. El balanceo le produjo rápidamente un molesto mareo.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

Los tres Honyrs, Arvara y el capitán estaban sentados a su derecha. Rokuish y Zaadma a su izquierda. La dazboniense parecía estar tomándose la improvisada emigración con calma pero eso no impedía al Shalussi echarle continuas miradas preocupadas, como si temiese que en cualquier momento le fuera a dar un pasmo o algo.

—A Matswad —contestó el capitán—. Al parecer, ahí es donde va una buena parte de los esclavos liberados. Está lleno de piratas, según dicen.

—Genial —sonrió Dashvara—. Supongo que, si Atasiag se encuentra ahí, será generoso y nos dará un barco para ir a Dazbon. Sería lo de menos después de todo lo que he hecho para vengarlo de la traición de los Korfú, ¿no creéis?

Su sonrisa sardónica se había ido ensanchando a medida que hablaba.

—¿De verdad lo mataste? —murmuró el capitán.

—A Rayeshag Korfú —afirmó Dashvara—. Y Raxifar hijo de Shiltapi mató a Menfag Dikaksunora. No creo que vuelvan a levantarse —bromeó—. Pero ahora no pensemos más en esa gente y pensemos en la estepa. Nuestra tierra. Nuestro hogar… Er… —Se pasó una mano por el rostro. Le daba vueltas la cabeza—. Perdonad, todavía estoy algo ido.

El capitán sonrió, burlón.

—Hace unos cuantos años que te pasa, tranquilo. —Y apuntó—: Ya que no está Makarva aquí, alguien tenía que decirlo.

Todos sonrieron. Yira había abierto los ojos y se enderezaba ahora en silencio; miró a su alrededor como preguntándose dónde diablos estaba. Dashvara le tomó la mano, aunque no supo si fue para tranquilizarla a ella o para apaciguarse a él mismo. Porque, pese a estar rodeado de hermanos, también estaba rodeado de agua en un barco abarrotado que parecía poder zozobrar en cualquier momento; y eso podía llegar a ser bastante angustioso… sobre todo cuando no sabías nadar. Tras un silencio, Rokuish murmuró:

—Dash, ¿de verdad quieres volver a la estepa? He oído decir que ahí es un completo desastre. Los Esimeos esclavizaron a los Shalussis. Esos demonios no dejarán que os instaléis de nuevo en el torreón.

¿Los Shalussis, esclavizados por los Esimeos? Con un mohín, Dashvara suspiró:

—Ya no hay torreón, Rok. Los Esimeos lo destruyeron. Finalmente, esos adoradores del Dios de la Muerte van a resultar ser los peores perros de la estepa —razonó. Y vaciló, de pronto, al oír una voz, la voz de Sheroda, susurrarle a su oído una letanía familiar. Articuló—: A menos que seamos nosotros los perros. Pero no lo creo.

Hubo otro silencio. Entonces, Zaadma murmuró con suavidad:

—Has estado hablando mientras dormías, Dash. Pronunciaste un nombre.

Dashvara enarcó las cejas, intranquilo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué nombre?

Zorvun carraspeó como molesto.

—En realidad, había varios nombres —dijo este—. Lifdor de Shalussi y Todakwa de Esimea eran dos de ellos. Los demás, por lo que sé, están muertos.

Dashvara había palidecido.

—Oh —dijo—. La famosa lista. —No recordaba haber soñado con ella. De hecho, no soñaba con ella desde hacía tres años. Echó un vistazo a sus compañeros antes de admitir—: El señor Vifkan me pidió que los matase. Mediante una venganza sucia e indigna. Tenías razón, Sirk Is Rhad —añadió con calma—. Mi padre tenía sus defectos. —Se encogió de hombros, pensó en el ataque traicionero que había ocasionado él mismo en la Arena y esbozó una sonrisa cáustica—. Como los tiene cualquiera, ¿no?

Zaadma se pasó la lengua por los labios, incómoda.

—Pero, así y todo, piensas acabar con esa lista —murmuró.

Dashvara meneó la cabeza.

—Al diablo con la lista. Les di mi promesa a los Honyrs de que iría a su pueblo y lo haré. Luego… ya se verá. Pero no estoy loco, Zae. Unas decenas de Xalyas no pueden luchar contra centenas de Esimeos. Si no nos dejan instalarnos en la estepa, trataremos de evitarlos. Yo no mandaré mi pueblo a la muerte —afirmó.

Se dio cuenta de que había alzado la voz y la volvió a bajar al ver que varios extranjeros le echaban miradas entre curiosas y aprensivas. Los estepeños eran unos de los pocos en llevar armas en aquel barco: quizá esos titiakas temiesen que, si llegaba la necesidad, serían capaces de usarlas.

Resopló interiormente. Por el Liadirlá, estad tranquilos. Aunque no lo parezca, buena gente, somos unos pacifistas.

Desde su sitio, Shokr Is Set, el Gran Sabio de los Honyrs, tomó la palabra con un tono pausado.

—Creo que aún no he tenido la oportunidad de expresar de viva voz mi gratitud por el honor que nos hacéis, los Xalyas, en aceptarnos como hermanos. —Sus ojos reflejaban una extraña gratitud mezclada de expectación.

Pensativo, Dashvara inclinó la cabeza ante el sabio y el capitán Zorvun contestó:

—Y es un honor para nosotros teneros en nuestro clan.

—El honor es nuestro —afirmó Arvara el Gigante con una sonrisa sincera.

Dashvara estaba buscando alguna respuesta más original cuando sintió que Raxifar despertaba. El Akinoa lo estaba medio aplastando con su gran masa, pero se apartó un poco cuando abrió los ojos. Emitió un gruñido de dolor. Tenía una herida en el brazo y otra en el abdomen… Y sus vendajes estaban completamente empapados de sangre. No tenía buen aspecto.

—¿Raxifar? —le soltó Dashvara, interrogante.

El Akinoa le respondió con otro gruñido.

—Le cambiaré el vendaje —murmuró Zaadma.

Inquieta, la republicana se levantó e iba a tocarle el vendaje del brazo cuando Raxifar lanzó un bufido:

—¡No!

Le presentó su puño a la dazboniense y esta reculó con el ceño fruncido.

—¡Pero bueno! —protestó—, sólo quería echar un vistazo a las heridas…

—Atrás, extranjera —escupió el estepeño.

Dashvara posó una mano apaciguadora sobre el pecho de Raxifar.

—Tranquilízate, Akinoa. Esas heridas parecen haberse infectado. Sería estúpido dejarse morir ahora, ¿no crees?

El Akinoa tensó la mandíbula. No lo miraba a él: tenía los ojos perdidos en la lejanía.

—Si me curo, viviré. Si muero, muero.

Dashvara hizo una mueca y estuvo a punto de decirle que dejara de comportarse como un salvaje cabezota, pero se lo pensó mejor. ¿Cómo había reaccionado él cuando su pueblo había sido masacrado? Había querido morir. Había querido dejarse caer al suelo y esperar a que el sol y la sed lo mandasen a nutrir las bestias de la estepa.

Realizó un gesto de respeto con la cabeza.

—Que así sea. Vuelve a sentarte, Zaadma.

La joven se sentó refunfuñando algo contra la estupidez estepeña.

—No incluyas a los Shalussis, querida —le pidió Rokuish con tono socarrón.

—A ti tal vez no, pero a los Shalussis los incluyo y más que a ninguno —replicó Zaadma con vivacidad—. Si he vivido varios años con ellos, creo que se me permite opinar. En fin —suspiró—. Los titiakas tampoco me han dejado una imagen muy halagadora. Esos Unitarios van a destrozar su propia ciudad antes de poder controlarla. Suerte que justo hayan decidido montarla ahora. Se diría que los hemos contratado para crear confusión y permitirnos la huida.

Mmpf. Contratarlos no hacía falta, pensó Dashvara. Sólo animarlos un poco: ya estaban en pie de guerra. Entonces, frunció el ceño, perplejo.

—Pero tú y Rok no tendríais por qué haber huido, ¿verdad?

Zaadma intercambió una ojeada con Rokuish antes de carraspear.

—Bueno. Resulta que yo también trabajo para Cobra —murmuró—. De alguna forma saqué adelante mi negocio de flores. De todas maneras, tal vez podríamos habernos quedado sin que nos pasara nada —concedió—. Pero como dice Cobra: cuando sientes que el viento empieza a girar, recoge tus cosas y salte a la mar. Sé que ese viejo pirata se ha salido con vida de más de una traición aplicando ese método. Y el momento me ha parecido adecuado para seguir el consejo. Aunque no me he ido sin una buena provisión de semillas —añadió, ronroneando y mirando el pesado saco que había llevado Rokuish de su casa hasta el puerto.

Dashvara no pudo evitar hacer una mueca de decepción. Hubiera esperado que aquel saco contuviese algo más… comestible. Aunque, de todas formas, su estómago probablemente no hubiera aceptado nada más por ahora. Cerró los ojos, mareado, y se dedicó a dormitar mientras sus compañeros murmuraban de cuando en cuando palabras entre sí.

Al de unas horas, el sol empezó a golpearles la cabeza como un fuego despiadado. El astro estaba en su cenit cuando Raxifar de Akinoa, arrastrado por el calor de la fiebre, se puso a delirar. Sus palabras no eran todas muy comprensibles pero Dashvara pilló en un momento una ferviente oración a su dios Akinoa. De pronto, se puso a chillar y se levantó a medias. Dashvara tuvo que asirlo por los hombros y murmurarle palabras apaciguadoras durante largos minutos antes de que dejase de agitarse. Al fin, el guerrero se dejó caer otra vez en la cubierta y se sumió en un silencio mortecino. Su acceso debía de haber impresionado a los embarcados porque estos no se atrevieron a abrir la boca durante largo rato. Finalmente, un niño reclamó agua. Tras una vacilación, uno de los marineros sacó un barril del fondo y apuntó:

—Sólo tenemos un barril. No la malgastéis. Una copa cada uno será suficiente.

Dashvara sintió un impulso de simpatía por los embarcados cuando los vio asentir con calma y repartir el agua ordenadamente.

Bueno, Dash. La mayoría de ellos fueron esclavos. Están habituados a las privaciones. Y están habituados a acatar órdenes. Incluso saben compartir.

Llegó la noche, ascendieron la Luna, la Gema y la Vela por el cielo estrellado y volvieron a desaparecer, reemplazadas por los rayos del alba. El día encontró a Dashvara mareado, hambriento y agarrotado. Los cuatro marineros del barco eran los únicos que podían moverse un poco. Uno de ellos en particular se subía al mástil, entre las velas, con la agilidad de un orco de las marismas.

El viento les fue favorable hasta la tarde; luego, murió de repente y el barco se quedó como plantado en medio de la nada, en un desierto de agua.

Dashvara oyó a uno de los marineros soltar imprecaciones en ryscodrense. Lo vio sacar un largo remo y posicionarse en la popa para hacer avanzar el barco. El capitán Zorvun se rió entre dientes, nervioso:

—A este ritmo, el océano se secará antes de que lleguemos.

El pescador le echó una mirada sombría.

—¿Tienes alguna idea mejor, oh gran guerrero? —le replicó.

Zorvun no contestó y en las horas siguientes siguieron avanzando a paso de mula coja.

El cielo se estaba oscureciendo y cubriendo de nubes cuando Raxifar salió de su mutismo para murmurar:

—Xalya.

Dashvara lo miró y se estremeció. El Akinoa parecía apenas consciente; sus ojos se desorbitaron y su garganta emitió un sonido apenas audible. Dashvara estuvo seguro de que fue el único en oírlo:

—Haz que no muera.

Dashvara dejó escapar un suspiro de alivio, aunque no pudo sentirse del todo tranquilo porque no tenía ninguna seguridad de que el Akinoa fuera a sobrevivir. Llamó a Zaadma y esta, conteniendo todo comentario sarcástico, se puso manos a la obra. Resultó que uno de los embarcados tenía también ciertas nociones de medicina y se prestó amablemente para ayudarlos. A la mañana siguiente, el Akinoa estaba en mejor estado que Dashvara. Este había intentado comer unas garfias que había traído Atsan Is Fadul, pero las había devuelto todas. Pálido como una mortaja, acabó concluyendo con una voz de borracho:

—Oh, mar, maldito seas. Maldito seas mil veces.

Con ojos burlones, Yira le palmeó el hombro.

—Es cuestión de habituarse —aseguró alegremente.

Dashvara resopló. Y volvió a resoplar.

—No, naâsga. Es la última vez que me meto en una caja de madera en medio de agua salada —juró.

—¡Ah! —se burló Rokuish—. Entonces, te quedarás en Matswad para siempre, amigo. De una isla sólo se puede salir por barco.

Dashvara agitó la cabeza.

—No, qué va. Según Tah, los Subterráneos existen. Pasaré por debajo.

El capitán sonrió, distraído. El maldito no parecía sufrir mareo alguno. Dashvara se recostó contra el borde de la embarcación y agregó:

—Volaré como el Ave Eterna y sobrevolaré las aguas. Pero por mi vida que no he de meterme en un barco otra vez. No sé cómo a Makarva pueden gustarle tanto…

A la tarde, se les acabó el barril de agua y, como si la naturaleza hubiese querido ayudarlos, una tormenta se desató sobre ellos para hundirlos hasta los huesos. Recuperaron agua, pero se quedaron tan mohosos como el barracón de Compasión. Pasaron una noche espantosa y, cuando al fin regresó el sol, los encontró más silenciosos y miserables que nunca. Ni una gota de viento animaba las velas.

Dashvara suspiró, bostezó y echó una mirada a su alrededor.

Los tres Honyrs, Arvara y el capitán dormían; Zaadma y Rokuish se habían alejado un poco y murmuraban entre sí; Raxifar, con los brazos cruzados, observaba sus botas, aletargado. Y Yira, sentada en el borde, guardaba los ojos fijos en lontananza, sumida en sus pensamientos. Que recordase, la sursha no había comido nada desde que habían embarcado. Dashvara se preguntaba si era porque no se atrevía a quitarse el embozo o porque simplemente no necesitaba comer tanto. Tendría que preguntárselo en cuanto llegasen a la isla de Matswad. Si es que llegaban algún día. Con otro suspiro, posó la cabeza contra la madera y dejó escapar en un murmullo:

—¿Cuánto tiempo se supone que tenemos que vivir así?

Para su sorpresa, uno de los marineros que se había instalado no muy lejos de ahí contestó:

—Unos dos días si tenemos suerte con el viento. Cuatro si no tenemos suerte.

Dashvara enarcó una ceja, echó un vistazo a las velas caídas y puntualizó:

—Cuatro, entonces.

No fueron tantos. Acabó por levantarse el viento y, a finales de la tarde, se encontraron con una carabela que se dirigió directamente hacia ellos. Primero, Dashvara temió que pudieran ser traficantes de esclavos. Se llevó un alivio cuando supo que eran piratas. Y, al segundo siguiente, rió interiormente de su alivio, aunque no dejó de sentirlo. Los piratas explicaron sus amigables intenciones, los transbordaron a todos a su navío y remolcaron el barco pesquero. Enseguida pusieron rumbo a Matswad.

—Instalaos ahí —soltó un sibilio de rostro férreo. Llevaba una capa negra en los hombros y un sable al cinto. Su rostro de piedra era tan poco expresivo como el de Dafys.

Dashvara siguió a los rescatados hasta el lugar indicado y se llevó una amarga sorpresa cuando los piratas empezaron a quitarles las pertenencias.

—¡Esa es mi pipa! —protestó uno de los marineros—. Sois unos ladrones.

Un pirata pelirrojo se echó a reír.

—¿Acaso lo dudabas? Quédate con tu pipa, buen hombre. —Le devolvió el objeto y siguió trabajando. Le quitó una navaja a un anciano y añadió en voz alta—: No os estamos robando nada. Probablemente podréis readquirir vuestras pertenencias más tarde. Sólo registramos. Pero todas las armas cortantes, nos las quedamos.

Dashvara le dedicó un mohín ofendido pero, cuando el pirata pasó delante de él, le tendió voluntariamente el sable que le quedaba.

—La armadura también, amigo —le soltó el pirata.

Dashvara lo miró, se encogió de hombros y se la quitó. El capitán tuvo más problemas para deshacerse de sus cosas, pero al advertir que los Honyrs y Raxifar tenían todavía más reparos, se irguió y soltó:

—Esto no es una rendición, estepeños. Depositemos las armas.

El pelirrojo las recogió y preguntó:

—¿Erais gladiadores?

—Mmpf. —Dashvara puso los ojos en blanco—. No. Éramos guardias personales.

Cuando el pirata tendió la mano hacia Yira, esta se quedó inmóvil.

—Tienes un sable —hizo notar el pelirrojo.

La sursha se contentó con mirarlo a los ojos sin moverse. Dashvara se tensó. ¿Qué tiene ese sable negro de especial, Yira? Creía conocer su corazón como el suyo, pero ¡había tantas cosas que seguía ignorando sobre ella! Quién sabe, tal vez fuera algún objeto prohibido. Algún objeto nigromante o… Bah. Podía ser cualquier cosa.

El pelirrojo estaba a punto de perder su paciencia cuando Yira, recuperando su movilidad, sacó algo de su manga izquierda. ¿Una moneda? En cualquier caso, el pirata palideció al verlo, dio un paso hacia atrás y siguió despojando a los titiakas olvidándose totalmente de Yira.

—¿Qué es eso? —interrogó Dashvara por lo bajo, aproximándose.

La sursha se encogió de hombros y se lo enseñó.

—La insignia de la Hermandad.

Dashvara palideció como el pirata. Era un disco metálico con una figura tosca grabada en el centro en forma de reloj de arena. Era una linterna ladrona, como la que le había prestado Zaadma tres años atrás para entrar en las catacumbas de Rocavita. Pero esta tenía un círculo azul y, a su alrededor, había unas palabras marcadas en una escritura que no reconoció.

Yira hizo desaparecer el disco en su manga y sus ojos sonrieron.

—Esta linterna me designa como a una protegida especial de Cobra —explicó—. Sólo existen tres así en la Hermandad…

—¡Arderéis en el infierno!

El súbito estallido de Zaadma los sobresaltó a ambos. Una ojeada le bastó a Dashvara para entender lo que estaba sucediendo: la dazboniense se negaba en rotundo a dejar que se llevasen el saco de semillas.

—Si me lo robáis ahora, acabaréis con el resultado de años de trabajo. Hay semillas muy especiales que requieren un cuidado particular… El Dragón Blanco os quemará vivos. ¡No os llevaréis mis plantas! —exclamó, tajante.

Bajo la mirada inquieta de Rokuish y para exasperación del pelirrojo, Zaadma se sentó sobre el saco. Probablemente su embarazo fue un peso mayor para convencer al pirata de no levantarla a la fuerza de ahí. La obstinación de la republicana pareció divertirlo y pronunció:

—¡Ojalá todos defendiesen el fruto de su trabajo con tanto empeño! Quédate con tus semillas, republicana. Pero, cuando llegues a Matswad, promete que las usarás para el bien de todos los isleños.

Dashvara sonrió. Aquel pirata empezaba a caerle bien.

Finalmente, pretextando que no querían tanto barullo en la cubierta, les pidieron que se instalasen en la bodega y dos grumetes les llevaron comida y agua. No comieron a saciedad, pero recuperaron algo de fuerzas y Arvara declaró, contento:

—Cada vez que la vida parece llegar a su fin, algo viene a rescatarnos del abismo. ¿No es eso maravilloso? Debe de ser el destino.

Zorvun y Dashvara lo miraron con una sonrisilla socarrona.

—Sin duda —afirmó este último—. El destino, y una condenada y bendecida suerte. —Tras una vacilación, añadió en voz baja—: Yira, ¿tú no… tú no comes?

Los ojos de Yira chispearon.

—Ya comeré en Matswad.

Dashvara carraspeó y sonrió.

—Ahora entiendo por qué estás en los huesos, naâsga.

Un destello de sorpresa pasó por los ojos de Yira. Lejos de ofenderse, se carcajeó, divertida.

—¿Eso es humor xalya?

Dashvara rió quedamente y se llevó la mano enguantada de la sursha a los labios.

—El humor nunca mató a nadie —dijo y, con amor, añadió sin soltarle la mano—: naâsga.

Horas después, cuando despertó, encontró a Yira acurrucada junto a él y profundamente dormida. Un mechón blanco se le había escapado de su capucha ceñida. Dashvara lo recuperó entre sus dedos callosos y le pareció más suave que la seda. Por un momento, quiso permanecer así, inmóvil, abrazado a ella para siempre. ¿Por qué siempre tenía que pasar el tiempo, haber un principio y un fin? Sonrió.

Has perdido totalmente la cabeza, Dash. Recuerda lo que dijo Tahisrán: cuando el tiempo no tiene límites, deja de tener sentido. Y no hay nada más desconcertante que algo que no tiene sentido. Pues eso, oh gran señor. Puedes amar cuanto quieras, pero ¿de qué sirve un amor paralizado? Como decía Maloven, el amor es como una ráfaga: ventea como un huracán y luego muere con la vida. Pero, como tú mismo sueles decir, piensa en cómo galopa el caballo, no en cómo deja de galopar.

Con dulzura, volvió a ocultar la mecha blanca en la capucha de Yira. Apenas se hubo enderezado, resonó un grito en la cubierta:

—¡Matswad a la vista!

Fue como oír el grito de la salvación. Mientras todos despertaban, Dashvara se apresuró a salir de la bodega. Los Xalyas y Yira pronto se reunieron con él. Afuera, el sol ya despuntaba sus rayos al este y estos hacían centellear suavemente las aguas del poniente e iluminaban la…

—Tierra —murmuró Dashvara con la voz temblorosa. Le parecía que hacía meses que no la veía.

Con ojos maravillados, detalló la isla, sus acantilados y sus bosques frondosos. Quiso poder sobrevolar las aguas como un ave para llegar hasta ella. Finalmente, avistó el puerto de Matswad. Era una verdadera ciudad. Estaba llena de gente. Pero no había grandes edificios ni calles bien rectas: era todo un amasijo de casas apiñadas en la vertiente, entre dos acantilados. En cuanto el barco amarró en el muelle, Dashvara tuvo que contenerse para no salir de ahí corriendo como un endemoniado. Los extranjeros de Titiaka, en cambio, estaban como aprensivos, como si temiesen de pronto descubrir en qué clase de isla se estaban metiendo.

En una ciudad de piratas pobres, amigos. De piratas pobres pero libres.

—¡Adelante, compañeros! —soltó el pirata pelirrojo—. Desembarcad. Para los que no tengan a nadie conocido por aquí, podéis esperar en el muelle. La gente viene siempre a ayudar. Ánimo.

Los titiakas desembarcaron y Dashvara los siguió con las manos sudorosas. Cuando pisó la piedra firme del dique, dio unos cuantos pasos para asegurarse de que la isla no se balanceaba como el barco. Satisfecho, sonrió solo mientras alzaba una mirada curiosa hacia la ciudad.

—Al pastor Bramanil tampoco le gustaban los barcos —comentó cuando se allegó el capitán—. Y eso que, según la historia, él nació encima de uno. A diez leguas de la costa —añadió con una ancha sonrisa—. En plena tierra, en una montaña con ovejas.

—Mm —sonrió Zorvun—. Es un poco como nacer sobre un caballo en pleno mar.

—Un poco —admitió Dashvara, entretenido. Su mirada barrió los muelles abarrotados de gente y cuando topó de pronto con unos rostros familiares su corazón dio un bote—. ¡Hermanos! —exclamó. Echó a correr y, cuando se encontró a unos pasos escasos de sus veinte hermanos, cayó de rodillas ante ellos y clamó—: ¡Que el Dahars salve vuestras Aves Eternas mil años!

Los veinte Xalyas se detuvieron e intercambiaron miradas divertidas brillantes de alegría.

—¿Por qué debería salvarlas, Dash? —preguntó Makarva, burlón.

—Porque estáis vivos —contestó Dashvara.

Makarva rió.

—Entonces que el Dahars salve también tu Ave Eterna, Dash. Y ahora deja de tirarte de rodillas ante tus hermanos. A menos que quieras que nos tiremos de rodillas todos para hacerte compañía.

Los Xalyas se echaron a reír. Con lágrimas en los ojos, Dashvara sonrió y se levantó.

—Malditos —masculló—. Qué manía con burlaros de vuestro señor.

—Es que te prestas, Dash —se mofó el capitán Zorvun a sus espaldas.

El capitán se avanzó y los saludó a todos con palmadas y abrazos. En un momento, se apartó Arvara el Gigante para dejarlo pasar y descubrió algo que dejó a Dashvara atónito: un niño de unos seis años paseaba una mirada curiosa por el puerto, subido a los hombros del Herrero. Se le escapó una carcajada franca a Dashvara y se apresuró a acercarse.

—No puedo creérmelo… ¿Tu hijo?

Morzif sonrió con alegría.

—Ajá. Hey, Shivara —le lanzó a su hijo—. Míralo bien a este. ¿No te acuerdas de él, verdad? Pues yo me acuerdo de que cuando tenías dos años te subió a un caballo con su hermano pequeño. Es tu señor, Shivara. El señor de los Xalyas.

Dashvara observó al niño con una ancha sonrisa. Este le devolvió una mirada expectante. Sí que tenía cierto parecido y tenía indudables rasgos estepeños… No habría jurado por su Ave Eterna que fuera realmente su hijo pero, si Morzif decía que lo era, tenía que serlo. Dashvara alzó la mano y le despeinó el cabello negro pronunciando:

—Bienvenido a tu pueblo, pequeño Shivara.

Alta intervino con la voz temblando de emoción:

—Dash, capitán. Azune dijo la verdad. Las cinco Xalyas están realmente aquí, en Matswad. Voy a decirles que habéis llegado. Mis primas van a dar botes de alegría. Siempre fueron grandes admiradoras tuyas, Dash —se burló.

Con el corazón ligero, Dashvara vio al Xalya salir corriendo entre la multitud. Treinta y dos Xalyas, contó. Somos treinta y dos Xalyas en la isla. Sonrió ampliamente. Y luego dicen que la resurrección no existe. Y entonces se giró hacia los Honyrs, que se habían quedado ligeramente apartados, y rectificó: Treinta y cinco. Posó una mano sobre el hombro de Atsan y llamó la atención de los Xalyas antes de declarar:

—Estos son Sirk Is Rhad, Atsan Is Fadul y el Gran Sabio Shokr Is Set: tratadlos como hermanos, porque lo son.

Mientras los Xalyas saludaban fraternalmente a los nuevos miembros, Dashvara se giró, extrañado al no ver a Raxifar. Lo vio al fin, aún junto al barco, mirando el ajetreo de Matswad con aire algo perdido. Se le acercó a paso rápido.

—Raxifar de Akinoa —pronunció con tono amigable—. Me has salvado la vida. Permíteme que te la salve ahora yo a ti. Por favor, acompáñame junto con mis hermanos. Juro que te ayudaré a regresar a la estepa.

El Akinoa lo miró con ojos intensos, desde su altura de gigante.

—No seré jamás un Xalya —dijo con voz cansada.

Dashvara esbozó una sonrisa.

—No te estoy pidiendo que lo seas.

Raxifar inspiró hondo y, finalmente, asintió.

—Entonces, acepto tu ayuda.

Dashvara inclinó la cabeza.

—Gracias. Será un honor ayudarte, Raxifar. Er… Sólo una cosa: no te ofendas si al principio mis hermanos no te miran con buenos ojos.

Raxifar enseñó sus dientes blancos.

—Vosotros tampoco os ofendáis de que no os mire con buenos ojos, Xalya.

El brillo divertido en sus ojos murió tan pronto como vino. Dashvara sentía su corazón destrozado como si fuera el suyo, y le dolía. Le dolía mucho. Habría intentado consolarlo… de no recordar toda la sangre xalya vertida por su pueblo de salvajes.

Se encaminaron lejos del barco en silencio. El encuentro de Raxifar con los Xalyas fue frío. No había mejor palabra para calificarlo. Frío como una borrasca invernal de Compasión.