Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

20 Trabajos

Nitakrios resultó ser uno de esos hombres que, habiendo pasado su vida aprendiendo la escolástica de las Gracias e imbuyéndose de erudición, seguía así y todo cometiendo uno de los más graves errores que puede cometer una persona en la capital federal: aficionarse al Casino-Bello.

Instalado en un sofá de primera categoría, les explicó rápidamente el asunto haciéndoles un recuento de sus deudas. Prácticamente les lloró jurándoles que él siempre había sido un prestamista paciente con sus deudores y que no entendía las amenazas que recibía de un tal Licenciado Roniego para que le pagase a su vez una suma exorbitante de no menos de ciento ochenta y tres denarios y cuatro dettas.

—Va a venir a las seis con sus hermanos, me lo dijo —suspiró, abatido—. Yo no puedo pagar esa cantidad. Atasiag me propuso darme un adelanto, pero, ¡por la Dignidad! no se le pide dinero a un amigo. Soy un hombre con principios. De modo que no tengo otra opción que apretar las tuercas a mis deudores. Tengo un tabernero cabezota que me debe casi cien denarios. Creo que podréis sonsacarle sesenta, a lo menos. Hay otro que es zapatero y creo que este verano le han ido muy bien los negocios, pero la última vez que fui a verlo no quería pagar su deuda y yo le dije que, bueno, que ya me pagaría otra vez, porque es un tipo simpático. Ya veis, ¡soy el prestamista más desastroso de Titiaka! Vosotros no tengáis reparos: cogedle todo lo que me debe hasta la fecha. Tened, aquí tenéis sus nombres y sus señas. Su Eminencia me dijo que sabíais leer… ¿Verdad? Empezad con esas dos personas, en cabeza de lista. Las demás son deudas nimias.

Dashvara tenía las manos sudorosas cuando asió el pergamino. ¿Con que con esas estamos, Cobra? Ahogó un gruñido.

—¿Es decir, señor licenciado, que nos estáis pidiendo que obliguemos a esa gente a pagar vuestra deuda?

El Licenciado Nitakrios no pareció percibir las reservas en su tono.

—Creo que lo habéis entendido. Tengo que pagar esa deuda y Atasiag me ha aconsejado que no me endeude con cualquiera para pagarla. Vuestro dueño tiene consejos muy cuerdos y yo suelo hacerle caso pero… El Licenciado Roniego es un maldito chiflado. Si llega aquí con sus hermanos y yo no tengo dieciocho escudos…

En la Federación, se le llamaba «escudos» a las monedas de oro y, según creía saber Dashvara, tenían el mismo peso y valor que los dragones republicanos. Se pasó la mano por la frente, turbado. ¿Cómo diablos había podido ese hombre endeudarse hasta tal punto? El capitán intervino:

—¿Qué hora es?

—Las cuatro pasadas, creo —respondió Nitakrios con tono de moribundo. De golpe, volvió a la vida y se levantó de un bote de su sofá—. ¡Las cuatro, por la Dignidad! Tenéis que daros prisa. No quiero que volváis aquí sin haber conseguido al menos quince escudos. El resto, tal vez podría cubrirlo. Sobre todo, no perdáis ese pergamino. Son datos confidenciales.

Ya los estaba echando de su casa.

—¿Y si no conseguimos esos quince escudos? —protestó Dashvara, en el umbral.

El Licenciado fingió no oírlo: les cerró la puerta en las narices. Genial, refunfuñó Dashvara. Le entraron ganas de echar la puerta abajo y tal vez lo hubiera hecho si Lumon no lo hubiese cogido del brazo y arrastrado hacia las escaleras.

—Estupendo —masculló Dashvara una vez en la calle—. ¿Y ahora qué?

—Ahora a buscar esos quince escudos —gruñó Zorvun. Estaba tan malhumorado como Dashvara, pero, por lo visto, había llegado antes a la conclusión obvia: no les quedaba otra que ayudar a ese estólido erudito.

—¿Y para esto necesita Atasiag a unos guerreros xalyas? —graznó Dashvara quejumbroso.

Ni el Arquero ni el capitán le contestaron y Dashvara desvió la mirada para sondear la calle. No vio a Wassag y supuso que se había marchado a cumplir otras tareas.

—El tabernero… —meditó Zorvun, consultando el pergamino—. Es un tal Sotag, propietario del Tornado de Hierro. Avenida del Sacrificio…

—Hay que volver a cruzar el puente —suspiró Dashvara.

Con caras de entierro, se pusieron en marcha y pasaron ante tal vez cinco tabernas antes de llegar a la buena. La puerta estaba abierta y entraron en el Tornado de Hierro sin haber pronunciado ni una sola palabra. Dashvara arrugó enseguida la nariz, asqueado.

—Huele a lo mismo que olía en la Mano Blanca, en el pueblo de Nanda —comentó.

—¿Hierbas diumcilianas? —inquirió Zorvun, mohíno.

Dashvara asintió.

—Pero aquí no es tan exagerado. Tratad de no respirar demasiado, así y todo.

Asintieron y los tres se dirigieron directamente hacia el mostrador. Dotados de algún sexto sentido adivinatorio, varios jugadores y bebedores apartaron la vista de sus mesas para verlos pasar. Dashvara notó que el ambiente cambiaba sutilmente. El tabernero, un hombrecillo de aspecto simpático, regordete y sonriente, le servía la copa a un cliente. Con pesadumbre, Dashvara se apoyó en la barra.

—¿Qué os dice vuestra Ave Eterna? —murmuró en oy'vat.

Sombrío, Lumon contestó con voz ronca:

—Que no deberíamos estar aquí.

El capitán Zorvun meneó la cabeza.

—Hay que ser previsor, hijos. Si empezamos a comportarnos mal desde el principio, Atasiag nos cogerá manía y acabará convenciéndonos de todas formas. Recordad el Contrato.

Dashvara se maravilló de la sangre fría de Zorvun. Tenía razón, por supuesto, pero eso no le impedía a Dashvara desear que las cosas fueran distintas.

—Si al menos tuviese cara de ser un sinvergüenza —suspiró con la mirada fija en el tabernero.

El hombrecillo se les acercó.

—¿Quién habla? —murmuró Dashvara entre dientes.

El capitán tan sólo le contestó con una sonrisa maliciosa. Maldito…

—Buenas tardes, caballeros —lanzó el tabernero con jovialidad—. ¿Qué deseáis beber?

Dashvara inspiró.

—Nada, buen hombre. Venimos en nombre del Licenciado Nitakrios. Considera que es hora de que le devolváis parte de su dinero.

La transformación que se operó en el rostro del tabernero fue digna de recordar: su sonrisa desapareció, sus mofletes cayeron paulatinamente y sus ojos comenzaron a parpadear como una linterna de alarma.

—¡Senshag! —exclamó de pronto—. Ven a ocuparte de la barra. Caballeros —murmuró—, seguidme, por favor.

Dashvara lo vio frotarse nerviosamente las manos en el delantal mientras dejaba a cargo de la taberna a un adolescente que, por su parecido, debía de ser su hijo. Lo confirmó la pregunta susurrada que este le soltó:

—¿Problemas, papá?

El tabernero se contentó con palmearle el hombro, sonriéndole, y guió a los tres Xalyas fuera de la taberna, por un pasillo que desembocó en una pequeña habitación mal iluminada.

—Y bien —dijo el tabernero—, aquí tengo la parte que os debía hace tiempo… —Sacó de una bolsita diez denarios—. Pero si… quiero decir, que si me los dejase un poco más de tiempo, a lo mejor…

Dashvara le arrebató las monedas de la mano.

—Nos hacen falta más, Sotag. Le debes diez escudos al Licenciado Nitakrios. Y él considera que puedes pagarle seis.

El tabernero se puso rojo.

—¿S-seis? —se atragantó—. Oh… Por las Once Gracias, ¿estáis de broma?

Dashvara se encogió de hombros.

—Ya me gustaría. Pero no.

—¿Quiénes sois? —protestó el tabernero, echando un vistazo a los broches de sus cinturones—. ¿Os ha contratado Nitakrios?

—No exactamente. Somos trabajadores de Su Eminencia Atasiag Peykat y ayudamos a su amigo Licenciado a resolver sus problemas.

El tabernero se puso lívido y Dashvara temió que fuera a desmayarse. De modo que la serpiente era conocida… A menos que tan sólo lo hubiese impresionado el apelativo.

—Sesenta denarios son demasiados —tartamudeó Sotag—. Yo no sé si voy a poder…

—¿Los tienes? —lo cortó Dashvara.

—Yo no… —Inspiró hondo—. Sí, creo que los tengo. Pero son casi la mitad de mis ahorros y es que también le debo dinero a otras personas… —su voz se quebró y Dashvara creyó oír su propio corazón quebrarse con ella.

Soltó en oy'vat:

—Capitán, no puedo hacer esto.

—Sí que puedes —replicó Zorvun mientras el tabernero los miraba alternadamente, perplejo—. A ese hombre le hace falta una lección. La próxima vez tal vez no se arriesgue a endeudarse irreflexivamente. Y la próxima vez, tal vez no hable de falsos «ahorros» cuando técnicamente vive del dinero de los demás.

Dashvara lo miró con una expresión incrédula.

—¿De veras que no te da pena?

El capitán se encogió de hombros.

—Piensa que es extranjero, Dash. No es uno de los nuestros y, dada la situación, no podemos ser buenos con todo el mundo. Actuemos para la familia, ¿de acuerdo?

Dashvara resopló interiormente. Me asombras, capitán. Creo que no entenderé jamás cómo funciona tu Ave Eterna. A veces eres tan orgulloso como un dragón, y otras veces… Volvió a mirar al tabernero con el corazón helado.

—Faltan cincuenta denarios, Sotag. No tenemos todo el día. El Licenciado Nitakrios tiene prisas.

Entonces, el tabernero recurrió al truco previsible: se puso a llorar y suplicar, hablando de su familia, de sus hijos, de los estudios que tenía que pagar, de los impuestos y de no sé qué peligroso acreedor al que debía diez escudos. Al de unos minutos, Dashvara creyó estar ante el hombre más infeliz y vapuleado del mundo.

—No podéis hacerme esto —sollozaba—. Seríais despiadados y las Gracias castigan la crueldad. Por favor —soltó, arrodillándose literalmente ante Dashvara—. Mi mujer está enferma. Y tengo un sobrino ciego al que tengo que mantener. No podéis hacerme esto —repitió.

Por un momento, Dashvara estuvo a punto de echarse a llorar con él. Luego recapacitó, cruzó la mirada del capitán y suspiró. Está bien… Agarró al tabernero del cuello de la camisa y lo volvió a levantar a la fuerza.

—No nos lo pongas difícil, Sotag. Hemos venido a por sesenta denarios y tú nos los vas a dar, por las buenas o por las malas. Y ahora ve a buscarlos —gruñó, soltándolo.

Esta vez, el tabernero puso una cara abatida del todo sincera. Adivinando tal vez que eran novatos en el oficio, insistió:

—Os daré veinticinco más. Con treinta y cinco tal vez sea suficiente, ¿verdad? Veinticinco —repitió suplicante—. Por favor.

Dashvara soltó una sarta de gruñidos y bufidos, y se giró hacia Lumon y el capitán. Los muy bastardos seguían la escena como meros espectadores. Siseó y cedió:

—Está bien. Dame esos veinticinco denarios.

—¡Dash! —se asombró Zorvun, mientras el tabernero salía disparado de la habitación para ir a buscar el dinero. Masculló en oy'vat—: Con eso nos faltarían ciento quince. Según el pergamino, el zapatero debe setenta denarios. Admitiendo que le saquemos setenta a ese, ¿de dónde sacamos los cuarenta y cinco restantes? Los demás son deudas que no van más allá de diez denarios y no tenemos toda la tarde. Ave Eterna, sácale sesenta. Sacúdelo un poco. Deja tus principios aparte por un momento.

Dashvara espiró como si le hubiesen dado un puñetazo en pleno vientre. Alucino. ¿Dejar mis principios aparte?

—Y un infierno, capitán —masculló—. Los principios son constantes: no se «dejan aparte por un momento» o bien pierden todo su valor. ¿Qué diablos te pasa?

—Te hago la misma pregunta. Somos Xalyas, Dashvara. Para mí, esto de las deudas es tan ridículo que me entran ganas de darle unos buenos tortazos a ese hombre para enseñarle a no caer en esos errores. Dinero —escupió—. Si su mujer está enferma, ya iré yo mismo a cuidarla si eso, pero no me andes con reparos absurdos. Atasiag quiere que ayudemos a sus aliados y los ayudaremos. Piensa que estamos actuando para obtener lo que hemos venido a buscar: nuestra libertad. Y ahora, hijo, sácale los seis escudos.

Por unos segundos, Dashvara se sintió como un pastor perdido en una montaña con caminos absurdos. Luego, barrió todos sus pensamientos, asintió y, en cuanto regresó Sotag, lo cogió otra vez por el cuello de la camisa y lo arrastró hasta acorralarlo contra un muro.

—¿Los veinticinco denarios? —croó.

—¡Están aquí, están aquí! —exclamó el tabernero, atemorizado.

Lumon cogió una bolsa de su mano y la vació para contar las monedas. Al fin, el Arquero realizó un pequeño gesto afirmativo. Dashvara insistió:

—¿Los veinticinco denarios restantes?

—¿Qué? —se ofuscó Sotag—. ¡Pero dijiste…!

Soltó un gemido de perro asustado cuando Dashvara lo zarandeó.

—Veinticinco más, Sotag. Ve a buscarlos.

Esta vez, el tabernero no lloró ni suplicó: simplemente salió de la habitación con las piernas temblorosas. Tardó en regresar y Dashvara temió por un momento que hubiese huido. En tal caso lo iban a tener difícil para reunir quince dragones en poco más de una hora… Al fin, la puerta volvió a abrirse y entró Sotag, respaldado por su hijo, que tenía cara de estar buscando pelea.

—Aquí están los veinticinco denarios —carraspeó el tabernero, más digno.

Dashvara se los cogió con alivio.

—Gracias, Sotag. Piensa que ahora sólo te faltan cuarenta para saldar tu deuda con el Licenciado Nitakrios. Y, como amigo, déjame informarte de que tus ahorros no lo son si eres un hombre endeudado. Vivirás mucho más feliz cuando saldes todas tus deudas.

El tabernero enarcó una ceja trémula ante el tono súbitamente amable de Dashvara. Su hijo saltó de pronto:

—¡Pues salid ahora que tenéis el dinero y no os atreváis a volver a meteros con mi padre, granujas!

Dashvara hizo un vago ademán.

—Por supuesto. Ahora nos vamos.

Cuando pasó junto a ellos, creyó por un momento que el hijo iba a intentar golpearlo o a sacar esa daga que tenía al cinto, pero el muchacho se contuvo. Prudente chaval.

Salieron los tres de la taberna seguidos por miradas recelosas y caminaron en silencio durante varios minutos sin ni siquiera mirarse. Al cabo, Dashvara lanzó un resoplido disgustado.

—Si Atasiag pretende que nos dediquemos a esto durante los próximos meses, yo renuncio a mi puesto de señor de los Xalyas.

—¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? —replicó el capitán, sacando el pergamino del Licenciado.

—¿Que qué tiene que ver? —bufó Dashvara—. Los dos me habéis dejado hacer el trabajo sucio. Ese tabernero ahora tendrá problemas para pagar sus demás deudas y yo me sentiré responsable.

—No deberías —suspiró el capitán—. Vamos, piensa con optimismo como sueles hacer. Le darán una buena paliza y luego su pluma volverá a levantarse tal vez un poco más sabia.

—Lo hundirán en la miseria.

—Que se presente en casa de Atasiag. Yo mismo le pediré a nuestro amo que sea piadoso con él y que lo acoja en nuestra solidaria condición de trabajadores.

Dashvara soltó una exclamación exasperada.

—Veo que hoy es uno de esos días en el que tu humor es más negro que el de Sashava.

—No es humor negro, Dash. —Se detuvo y clavó su mirada en la suya—. Simplemente quiero que entiendas que nuestra situación no ha cambiado mucho desde que estamos aquí con respecto a Compasión…

—Ya me he dado cuenta.

—Es más, yo diría que, en cierto sentido, ha ido a peor. Antes, estábamos al pie del dragón y ahora estamos metidos entre sus colmillos.

—Lo sé —suspiró Dashvara.

—Y, corrígeme si me equivoco, Atasiag Peykat, ese hombre al que pareces apreciar tanto, no vacilará en deshacerse de nosotros si empieza a dudar de nuestra utilidad. ¿Me equivoco?

Dashvara desvió la vista hacia la nada. Y se rindió.

—En absoluto. Tienes razón, capitán. No solamente tengo que luchar por mi Ave Eterna, sino también por las de todos vosotros. De modo que, haciendo la suma de ellas y considerando que el propósito de la mayoría es seguir con vida, he llegado a una sagaz conclusión: somos simple y llanamente unos miserables esclavos.

Lumon sonrió y el capitán tosió para ahogar una carcajada burlona.

—Me alegra ver que, después de tres años siéndolo, te des cuenta de ello, hijo. Siempre supe que un día tendríamos al señor de la estepa más astuto e inteligente de todos los clanes estepeños.

Dashvara puso los ojos en blanco.

—Oye, capitán, ¿esta mañana le has tomado prestada la lengua a Makarva o a alguno de los Trillizos?

Zorvun meneó la cabeza.

—Yo no tomo prestado nada. Bueno, Calle de la Placentera —declaró—. El zapatero se llama Foshag.

—Siempre con esos «ag» por todas partes —masculló Dashvara mientras se ponía en marcha—. Rumbo a la Placentera, entonces. Antes la hemos recorrido con Yorlen: está por el norte, cerca del Traguero. Menudos nombres también les dan a las calles —suspiró, ensimismado—. Me temo que el día del zapatero no va a ser tan placentero como su calle. A menos que por fortuna corra a darnos los setenta denarios sin protestar. Deben de ser casi las cinco ya —murmuró—. El Licenciado estará más nervioso que Pik. Y luego nos quedan todavía dos o tres visitas, ¿verdad? —Cerró la boca y se ruborizó de pronto—. Perdón. ¿Hablo demasiado?

Lumon sonrió de nuevo, con esa sonrisa suya misteriosa y sibilina. ¿Qué estaría opinando el Arquero de todo aquello? Conociéndolo, seguramente su Ave Eterna estaría sufriendo en silencio.

—No te pongas nervioso, tranquilo, Dash. Tú sigue hablando —dijo.

—También puedes pensar en la manera más eficaz de sonsacar al zapatero los setenta denarios —sugirió el capitán. Dashvara lo fulminó con la mirada y él añadió—: Buen truco. Si lo miras así, tal vez se rinda a la primera y no nos monte el espectáculo que nos ha montado el otro.

—Pondremos cara de matones —aprobó Dashvara.

—Ya la tenemos —aseguró el capitán—. Sólo hace falta sacar partido de ella y no mirar a la gente con expresión compasiva.

—Bah. Es de todos sabido que las Torres de la Frontera destiñen sobre el carácter de los Condenados, capitán. No se puede hacer nada contra eso.

—Siempre supe que los Simpáticos en el fondo eran simpáticos —sonrió el capitán.

—Lumon, ¿no lo notas que está de especial buen humor? —se mofó Dashvara—. Cualquiera diría que le gusta exprimir la bolsa de la gente.

—Ojalá pudiese exprimirlas todas —afirmó Zorvun, absorto—. Pensadlo: ¿en qué se basa la existencia del dinero? Son unos simples metales preciosos que no sirven ni para alimentar a un escama-nefando. Y por esos metales un alegre tabernero es capaz de tirarse de rodillas llorando como un condenado… —Meneó la cabeza—. Quien no ve ahí un problema grave está ciego. —Dashvara lo vio observar una pareja de guardias que pasaba por la Avenida del Sacrificio. El capitán añadió—: Se diría que, por un puñado de monedas, los civilizados son capaces de aceptar cualquier cosa.

Dashvara esbozó una sonrisa.

—Y lo más preocupante es que nosotros nos vamos pareciendo cada vez más a ellos —apuntó—. ¿Sabes? Estás desvariando incluso más que yo, capitán. ¿No te estará poniendo nervioso el inminente encuentro con el zapatero, verdad? Porque no tendría sentido: al fin y al cabo, sospecho que el que se va a llevar el privilegio de hablar con Foshag seré yo, y no tú —ironizó.

Zorvun se limitó a mascullar algo en su barba. Cuando llegaron a la Calle Placentera, tardaron un buen rato en encontrar la buena zapatería. El hombre era un pequeño elfo que enseguida vino a atenderlos hablándoles de suelas, del último grito de calzado y de las mejores botas que tenía en su tienda. Dashvara se quedó un momento contemplándolo, atónito. ¿Acaso los había tomado por clientes adinerados? Zorvun carraspeó discretamente, invitando a Dashvara a intervenir. Y ahí va el señor de los esclavos a clavar a la pobre gente… Interrumpiendo al elfo, Dashvara explicó su presencia y habló del Licenciado Nitakrios. Enseguida, Foshag se hizo más reservado, aunque no cayó en el histerismo de Sotag.

—¿Cómo está el Licenciado? —preguntó el zapatero—. ¿Goza de buena salud?

—Estupenda salud —aseguró Dashvara—. Perdona nuestras prisas, pero tenemos que entregar ese dinero ahora.

—Por supuesto —afirmó Foshag—. Por supuesto.

Con rapidez, fue a cerrar la tienda y les pidió que esperasen un momento:

—Enseguida vuelvo.

Cuando Dashvara lo vio desaparecer en la trastienda, tamborileó con sus dedos sobre sus codos, inquieto.

—¿Y si huye y nos deja plantados?

—No huirá —lo tranquilizó Zorvun—. Creo que ha entendido que estamos dispuestos a todo para que pague.

Dashvara enarcó una ceja.

—¿A todo, capitán?

Zorvun vaciló y se encogió de hombros.

—A todo lo que puede ser efectivo sin dañar la imagen de Atasiag.

—De Su Eminencia —lo corrigió Dashvara con mofa.

El capitán suspiró ruidosamente.

—Cierto.

Ave Eterna, ¿es que alguien se ha apoderado del alma del capitán durante la noche? Dashvara lo contempló, incrédulo.

—Alucino. ¿Cómo te lo tomas todo tan bien, Zorvun? ¿Dónde has metido tu orgullo?

—¿Mi orgullo? Donde siempre ha estado, hijo. Mirad —retomó. Se apoyó en el mostrador de la zapatería y, mientras examinaba distraídamente una extraña máquina de metal posada ahí, prosiguió—: Os diré a los dos algo que no recuerdo haber dicho a nadie. Mi padre, que fue capitán antes que yo, me dijo un día: hijo, como capitán, antepón el pragmatismo a tu orgullo y, siempre, siempre permanece leal a tu clan. ¿Me preguntas dónde se ha metido mi orgullo, Dash? Pues, ahora mismo, está siendo pisoteado por el pragmatismo y la lealtad.

Dashvara se sintió conmovido, aunque tardó unos segundos en acabar de creerse aquellas palabras. Zorvun era un hombre tan orgulloso… ¿cómo podía aceptar tan fácilmente su impotencia? La respuesta llegó finalmente con facilidad. El capitán era un hombre tozudo, pero no inflexible como lo era el señor Vifkan. Como había podido comprobar Dashvara aquellos últimos tres años, el capitán anteponía la supervivencia de los Xalyas a su autoestima. Eso sí, en cuanto su clan no estaba en peligro, se volvía un muro inexpugnable de orgullo.

Por eso también te aprecio más, capitán, sonrió mentalmente Dashvara. No hay nada más temible que un hombre sin defectos.

Curiosamente, en ese instante se fijó en los mechones blancos que veteaban la cabellera oscura del Xalya. ¿Cuántos años había cumplido ya el capitán? Había vivido más de la mitad de su vida, cierto, pero tampoco era tan viejo como Sedrios. Y, sin embargo, estaba aviejado. Los últimos años no habían sido muy amables con él.

—Trataré de seguir el consejo, capitán —prometió.

—Oh. Ya lo estás siguiendo —aseguró Zorvun, divertido.

Se oyeron ruidos de pasos y Dashvara se giró para ver al zapatero regresar con los setenta denarios.

—¡Aquí los tenéis! —dijo Foshag—. No puedo negar que esto le da un buen sablazo a mis ahorros, pero siempre es un placer pagar su última deuda. Acabaré de sentirme un hombre libre el día en que me pongan el contrasello —añadió, palmeándose el brazo.

Dashvara enarcó una ceja mientras recogía y contaba los denarios, dettas y sildettas.

—¿Así que no eres un hombre libre?

Foshag sonrió.

—No. Pero trabajo duro para serlo. De ahora en adelante, intentaré ahorrar lo suficiente para pagarme la libertad. Mirad —dijo. Remangando su brazo, enseñó la marca de un águila azul rodeada de pequeñas runas—. Me faltan tres servicios especiales para completar el círculo. Cuando lo complete, el Maestro me liberará.

Dashvara creyó haber tragado un bloque de hielo.

—¿Ese águila…? —tartamudeó—. Quiero decir… Con maestro te refieres sólo a tu patrón, ¿verdad?

Foshag enarcó una ceja.

—El señor Dikaksunora —afirmó—. Todos lo apodan el Maestro. ¿Sois nuevos en la ciudad, eh? —Echó un vistazo a la camisa ligeramente remangada de Dashvara y frunció levemente el ceño—. Esa marca negra no me suena. ¿Venís de otro cantón?

—Ajá. De la Frontera —especificó Dashvara, enseñándole el escarabajo.

En vez de expresar admiración o miedo, el elfo puso cara compasiva.

—Entonces, debéis de sentiros felices de vuelta a Titiaka, a pesar de…

Calló y Dashvara acabó la frase por él:

—¿A pesar de nuestro honrado trabajo? —Se encogió de hombros—. Digamos que es distinto. —Echó un vistazo pensativo al águila azul. Irónicamente, se parecía mucho a las representaciones del Ave Eterna que figuraban en algunos libros del Torreón de Xalya. Carraspeó para disimular su turbación—. Bueno. Gracias por tu tiempo, Foshag. Que tengas un buen día.

—Lo mismo digo —replicó el elfo, sonriente.

Salieron de la zapatería con ciento treinta denarios. Dashvara arrastró los pies por los adoquines de la Placentera.

—Bien —suspiró—. Ojalá todos fueran tan cooperadores. Nos faltan veinte denarios. ¿Quién es el siguiente de la lista?

El capitán consultó el pergamino y leyó:

—Rushek. Doce denarios y un detta. Fortín de Mastrabor. Miliciano mercenario. Rushek —repitió como si estuviese masticando carne pasada—. ¿Ese no es un nombre shalussi?

Dashvara asintió con el ceño fruncido.

—Lo es.

Zorvun sonrió y Dashvara meneó la cabeza, exasperado.

—No por ser Shalussi merece menos nuestra compasión —oró solemnemente.

El capitán hizo una mueca incrédula.

—Por supuesto que no. Seré compasivo y no lo atravesaré con mi espada… porque no tengo una.

Los ojos de Zorvun centellearon. Dashvara tragó saliva.

—¿Cuál es el siguiente de la lista?

El capitán se carcajeó por lo bajo.

—Dash, iremos a ver a ese Rushek. No le haré nada, tranquilo.

—No, capitán. No quiero que la armes.

—No soy idiota. No la armaré.

Dashvara lo miró con insistencia.

—Soy el señor de los Xalyas, ¿recuerdas? Y no quiero líos de ese tipo. ¿Cuál es el siguiente de la lista?