Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

17 La casa del mecenas

Cuando despertó, lo primero que hizo Dashvara fue echar un vistazo a su alrededor, buscando la sombra. No la encontró y suspiró, aliviado. Por más que supiera que su conversación de anoche con aquella criatura no había sido un sueño, no podía dejar de convencerse de que había estado alucinando y delirando por culpa de esos extraños polvos.

Aun así… Dashvara volvió a escudriñar las esquinas de la habitación. Esta estaba iluminada por la luz del día, pero las esquinas seguían siendo algo oscuras. Con un súbito impulso, se tumbó sobre el vientre y miró debajo de la cama. Entornó los ojos y, en el momento en que oía el pomo de la puerta girar, percibió en las sombras cinco dedos negros como la noche que se agitaban como para saludarlo.

—¡Hermano! —soltó Fayrah entrando en el cuarto. Se detuvo, extrañada—. ¿Qué estás haciendo?

Pálido, Dashvara tragó saliva y se sentó en la cama correctamente.

—Oh… Nada. Explorando la zona.

Se quedaron ambos mirándose. El rostro de su hermana reflejaba una intensa turbación. Había trocado su túnica dorada por una falda roja y una blusa. Su largo cabello oscuro caía, liso, hasta los codos. Y, a pesar de todo lo ocurrido, sus ojos seguían tersos y límpidos como dos luces nacientes. Estaba más hermosa que nunca, sonrió Dashvara. Le tendió una mano.

—Acércate, hermanita.

Fayrah avanzó un paso, como si dudara. Entonces, las lágrimas le saltaron a los ojos y unos segundos después estaba abrazada a Dashvara, apretándolo con fuerza.

Sus sollozos le destrozaron el corazón. Dashvara hubiera querido poder decirle que, una vez la venganza cumplida, todo volvería a ser como antes. Pero, obviamente, no tenía el poder de resucitar a los muertos, así que se contentó con rodearla con sus brazos y tratar de reconfortarla sin pronunciar palabra.

—Dash —balbuceó Fayrah tras un largo silencio, sin separarse de él—. No sabes cuántas veces deseé no haber salido viva de nuestro hogar.

—No pienses en ello —le recomendó él—. Ahora estás viva y conmigo, gracias al Ave Eterna.

Fayrah inspiró ruidosamente por la nariz y se apartó, con los ojos brillantes.

—No fue gracias al Ave Eterna, Dash. S-soy… una cobarde —confesó. Las palabras se agolpaban en su boca—. Madre me dejó a cargo de nuestros hermanos pequeños. Ella fue a buscar a Misadeya. Para matarla. Y me dijo que matara a Mildran y a Saodar para que no los matasen los salvajes. Cuando regresó, se enojó mucho porque… yo no me había atrevido. —Se le escapó un sollozo y Dashvara la cogió del brazo para tranquilizarla—. Cuando quiso matarme a mí… huí. Y lo último que me dijo fue que a partir de ese momento dejaba de ser su hija.

Durante largo rato, Dashvara fue incapaz de hablar. Por un lado, entendía el acto desesperado de Dakia de Xalya. Al fin y al cabo, Mildran y Saodar habrían muerto de todas formas. Llevaban la sangre de Vifkan. Estaban condenados de antemano. Sin embargo, a su hermana, por alguna razón, la habían dejado viva.

Enjuagó una lágrima que se deslizaba sobre la mejilla de Fayrah y ella hizo lo mismo con la suya.

—Mentí sobre mi identidad —murmuró Fayrah—. Dije que era hija de un pastor. —Inspiró hondo—. He renegado el Ave Eterna, Dash. He perdido mi honor y, sin embargo, no quiero renunciar a mi vida. No debemos sentirnos avergonzados —afirmó—. Yo nunca fui una verdadera Xalya.

Ella cree que yo también he huido, entendió Dashvara, sorprendido. Iba a decirle la verdad, pero algo se lo impidió. Meneó la cabeza. Seguramente su señor padre habría sentido un claro desdén ante la cobardía de su hija. Dashvara, él, sólo sentía compasión por el conflicto interno que parecía estar carcomiendo a la muchacha. Al fin y al cabo, ¿qué espíritu cuerdo hubiera elegido morir, pudiendo vivir? Él, tal vez; pero Fayrah no.

—No le des más vueltas —la aconsejó—. Las tierras xalyas han caído, y nuestro pueblo con ellas. No tienes que rendirle cuentas a nadie más que a ti misma, Fayrah. ¿Sabes? Fue el verte prisionera lo que me ayudó a avanzar y a llegar hasta aquí. —Le sonrió—. Nos hemos salvado mutuamente y ahora debemos seguir adelante.

Fayrah mantuvo una expresión sombría.

—Seguir adelante… ¿con qué propósito, hermano? Me siento como un fantasma que vive después de haber dejado su cuerpo y no se atreve a morir.

Dashvara reprimió una mueca al preguntarse qué estaría pensando de eso la sombra que yacía debajo de su cama.

—Lessi se pasó días sin poder pronunciar una palabra —continuó Fayrah—. Vio cómo el capitán Zorvun luchaba contra cinco Akinoa. Y Aligra —retomó, con un hilo de voz—. Jamás la había oído gritar y cuando vio el casco rojo de nuestro hermano Showag…

El rostro de Dashvara se endureció y decidió que ya había oído bastante.

—No sigas recordándolo, hermana. No sirve de nada. Seguirán en nuestros corazones, pero no llores más por ellos. —Posó sobre la frente de su hermana el dedo mayor y el índice y murmuró—: Nandrivá, sîzin, halur hunástaram. —“Por favor, hermana, no me hagas llorar a mí”. Dashvara inspiró y le sonrió a Fayrah—. Te aseguro que tú siempre fuiste una Xalya. Y, digas lo que digas, sigues siéndolo. Aún recuerdo cómo le dabas lecciones filosóficas al shaard. Una pregunta tuya lo mantenía encerrado en su torre de contemplación durante horas. ¿Lo recuerdas? —Fayrah asintió y ambos rieron por lo bajo. Dashvara afirmó, bromista—: Sólo una Xalya sería capaz de volverle loco a un shaard. —Recuperó la seriedad tendiendo una mano para sostenerle la barbilla—. Una Xalya jamás se deja llevar por la desesperación. Por más fuerte que sea el viento, la pluma permanece en pie. Tal vez lo hayamos perdido todo, pero ahora toca volver a vivir. Y yo te necesito.

Fayrah pareció hacer grandes esfuerzos para tragarse las lágrimas pero, cuando le dedicó una sonrisa, esta no tembló.

—Ahora, tú eres nuestro señor de Xalya —susurró—. Sé que nos protegerás. —Sus ojos destellaron—. Yo… no quiero ser prisionera de nadie, Dash. Nunca más.

Dashvara cogió su rostro con ambas manos y posó un beso lleno de ternura sobre su cabeza.

—Os protegeré con toda mi alma. Y ahora… —añadió levantándose—, vayamos a comer algo. Llevo un día entero sin nada que traerme a la boca. ¡Podría comerme un rebaño entero de cabras!

Fayrah rió y se levantó a su vez.

—Veo que te sientes mejor. Rowyn dice que es un milagro que ese veneno no haya acabado contigo.

—Qué va. Es del todo normal —replicó Dashvara con tono ligero—. A fin de cuentas, ¿no decía de mí el capitán Zorvun que era más rápido que una serpiente roja? Su veneno no me alcanza.

Fayrah puso los ojos en blanco y salió la primera. Al seguirla, Dashvara se pasó una mano por los ojos y una mueca sarcástica deformó su rostro.

Le pides a tu hermana que no llore, y tú lloras como un recién nacido, se burló. Lo mejor que podía hacer era ir a comer y dejarse de sentimentalismos.

En el comedor, encontraron a Aligra y a Lessi desayunando y hablando con Rowyn. En realidad, era Rowyn el que hablaba: Lessi lo contemplaba, fascinada, y Aligra no despegaba los ojos del huevo frito que tenía ante ella. El Hermano de la Perla tomó un tono furioso mientras contaba una historia:

“Imposible”, les dijo entonces el mago Bramanil a los piratas. “¡Aún tengo mi libro de conjuros! Si no me devolvéis mi vara, cretinos ignorantes, ¡os convertiré a todos en peludas y asquerosas ranas!” —Lessi soltó una risita y Rowyn sonrió anchamente, interrumpiéndose—. ¡Señor de Xalya! ¿Qué tal has dormido?

Por un instante, Dashvara se detuvo junto a la mesa, preguntándose si el rubio le estaba vacilando al usar ese apelativo, pero los ojos del republicano no reflejaban más que amabilidad.

—Perfectamente, gracias —contestó. Echó un vistazo a la mesa. Había pan, queso, fruta, huevos fritos… No se lo pensó dos veces antes de sentarse y empezar a servirse.

Rowyn sonrió e iba a comentar algo cuando Lessi preguntó:

—¿Le devolvieron la vara?

—Ah… Sí. Bueno, no directamente. El mago se puso a murmurar palabras extrañas. Su voz resonaba como la mismísima Muerte. Fue aterrador. Los piratas tuvieron tanto miedo que se tiraron por la borda, dejando el navío desierto y sin botes. “Malditos cobardes”, masculló Bramanil. Como no podía llevar sólo el barco, recogió su vara, liberó a su gato Mawrus y construyó una balsa. Y con su vara, fabricó un remo. Abandonó el barco…

—¿Y por qué no utilizó la magia para llevar el navío? —lo interrumpió Lessi.

Rowyn tuvo una sonrisilla misteriosa.

—¿Que por qué? Vas a saberlo muy pronto. El mago y el gato remaron hasta la costa de Dazbon con un viento suave y amable. Bramanil regresó a su casa apoyándose en la vara y, cuando llegó, sus hijos lo acogieron con gran alegría. Les contó lo ocurrido y riendo les dijo: “Fue gritarles: «Ajete, patata, sal, ajonjolí y azafrán» y me dejaron en paz. ¡Quién hubiera dicho que un cayado para ovejas y un libro de cocina me salvarían la vida de esos crédulos piratas!”

Lessi rió, Fayrah y Dashvara sonrieron y Aligra levantó la cabeza, como preguntándose qué estaba ocurriendo.

—Como les decía a tus amigas, es una aventura de tantas sobre el pastor Bramanil y su gato Mawrus el saboteador —explicó Rowyn alegremente—. Están pasadas de moda, pero cuando yo era pequeño todos mis compañeros se sabían de memoria la aventura con los piratas y muchas más.

Sin abandonar su sonrisa, Dashvara desvió la mirada para ver a Azune aparecer en el recuadro de una puerta. Llevaba el mismo atuendo oscuro que el de esos dos hombres misteriosos que había visto Dashvara en la taberna del Gatomiel. Pero, pensándolo bien, tal vez estos no hubiesen sido dos hombres, sino un hombre y una mujer. Rowyn y Azune.

—Al menos el veneno no parece haberle quitado el apetito —observó la elfa.

Dashvara notó burla en su voz, pero la frialdad que brillaba en sus ojos la noche anterior la había desertado.

—No hay nada mejor que la comida para sanar al enfermo —sonrió Rowyn.

—Basta con oírtelo decir a ti para creerte —apuntó Azune. Se sentó en cabeza de mesa con la agilidad de los gatos. ¿Acaso los Hermanos de la Perla eran guerreros?, se preguntó Dashvara. Tragó un gran trozo de huevo con apetito.

—Lo cierto es que ya me siento sanado del todo —afirmó el Xalya—. Decidme, ya que vamos a ver a esa Suprema, me gustaría saber más cosas sobre vuestro clan.

Rowyn frunció una ceja, sonriente.

—¿Clan? —repitió—. No es un clan, estepeño. Es una Hermandad. Una especie de… corporación en la que nos ayudamos los unos a los otros. Y cada uno tiene una especialidad. —Al ver que los ojos de Dashvara chispeaban de curiosidad, prosiguió—: Veréis. Somos más bien pocos. Tenemos un grupo bastante abigarrado con cuatro miembros de hecho, además de un acólito. Azune y yo somos investigadores. Tenemos a un antiguo ladrón arrepentido…

Azune soltó una risita sarcástica.

—¡Ja! Arrepentido, dice…

Rowyn resopló.

—Azune, por favor. —Se aclaró la garganta—. También tenemos a un monje-dragón de la Orden de Sifra retirado. Un celmista desintegrador, que es el acólito, y por supuesto… —sonrió señalando la sala con un amplio gesto mientras añadía—: un mecenas rico que nos permite entrar en algunos de sus dominios cuando están vacíos.

—Y también tenemos a un bocazas que va diciéndolo todo a unos desconocidos —lo cortó Azune, mordaz.

Rowyn juntó ambas manos, como invitándose a la paciencia.

—Azu… —pronunció con suavidad—. Ni que fuera nuestra Hermandad un nido secreto. Ya has visto cómo es Dashvara. Es un hombre recto. Opina como nosotros.

—¿Ah, sí? —Le miró a Dashvara con una mueca burlona—. Date cuenta, estepeño, que Rowyn sabe exactamente cómo opinas. Escalofriante, ¿verdad? Además de su especialidad para hablar como un bocazas, es un maestro adivino, no hay duda.

—¡Azu! —protestó Rowyn. Dashvara reprimió difícilmente una sonrisa—. No he mencionado que yo soy el capitán de la banda, así que, en teoría, todos los miembros deberían respetarme.

La elfa le dedicó una sonrisa encantadora.

—¿Quién te ha faltado el respeto, Duque? Dímelo y lo estrangulo —aseguró.

Rowyn sacudió la cabeza, como dando la conversación por perdida, y se levantó haciendo chirriar la silla.

—Será mejor que me mueva. Vigilaré el camino del norte, por si viene alguna caravana. Tú quédate aquí, Azu. Disfrutad todos del día.

Desaparecía ya por la puerta cuando Azune soltó un bufido y salió tras él, hasta el vestíbulo. Dashvara distinguió su voz con claridad.

—Rowyn, no puedes pedirme que me quede. Ya sabes que no me gusta estar con los brazos cruzados…

Se oyó la puerta de salida abrirse. La voz de Rowyn tenía un deje de exasperación cuando habló.

—Azu, resolvimos entre todos que yo sería el capitán de la banda, ¿recuerdas? Cuando te doy una orden, quiero que la sigas. Y si te aburres, habla con nuestros huéspedes. Serás mi hermana, pero cuando se trata del trabajo eres ante todo un miembro de la Hermandad, ¿entendido?

Hubo un silencio y luego el ruido de una puerta que se cierra. Dashvara vio a Fayrah y a Lessi intercambiar miradas curiosas. Cuando Azune regresó a la sala, sus ojos relampagueaban.

No parece haberle gustado el discursillo de Rowyn, constató Dashvara, divertido. ¿Así que él y Azune eran hermanos de sangre? Dicha afirmación no le cuadraba. Él era humano mientras que ella tenía orejas puntiagudas como los elfos. Dashvara ya estaba sirviéndose el quinto huevo frito cuando Fayrah, quien había debido seguir el mismo sendero de pensamiento, inquirió:

—No lo entiendo, ¿cómo puede ser tu hermano si él es humano y tú eres una elfa?

Pronunciada por otra persona, la pregunta hubiera podido parecer entrometida, pero Fayrah tenía un don para preguntar cualquier cosa sin parecer indiscreta.

Azune volvió a sentarse en cabeza de mesa y por un momento Dashvara creyó que no iba a contestar. Al fin suspiró como si hubiese llegado a una conclusión.

—No soy elfa, soy semi-elfa. Y Rowyn no es humano, es un kampraw. Tenemos el mismo padre, pero su madre era una caita y la mía es una elfa. ¿Satisfecha?

Fayrah se ruborizó.

—Perdón. Es que en la estepa no veíamos más que a humanos, ¿verdad, Lessi? Es muy desconcertante ver tal variedad de… gente.

La semi-elfa la observó sin contestar. Todos habían acabado de desayunar y el silencio se prolongó. Dashvara se sentía revigorizado y hubiese salido gustoso a dar un paseo si la guardia no lo hubiese estado buscando por toda Rocavita.

—Bueno —dijo, rompiendo bruscamente el silencio—. Ya que no podemos salir de aquí, podría ser interesante saber más cosas acerca de esa Hermandad de la Perla. —Esperó unos segundos. Bajo la mirada de los cuatro Xalyas, Azune ni se inmutó. Dashvara dejó escapar un suspiro pero no desistió—. ¿Quién es esa Suprema?

Azune se encogió de hombros y sus ojos pardos lo escrutaron.

—La Suprema se llama Sheroda. Y cuando Rowyn te la presente, ella te mandará a freír culebras en la boca del dragón. Pero no se lo digas a Rowyn el Duque, porque, a fin de cuentas, es el capitán y hace lo que se le antoja.

Dashvara levantó los ojos al cielo ante su tono refunfuñón.

—¿Por qué crees que no debería Rowyn presentarme ante la Suprema? —preguntó tras un silencio.

Azune tuvo una media sonrisa sorprendida.

—¿Que por qué creo que no debería presentártela? Ha. Menuda pregunta. —Sonrió meneando la cabeza y, ante la mirada interrogante de Dashvara, se puso seria y concluyó—: Yo no le voy a decir al capitán lo que debe hacer, pero yo opino, y no es nada personal, que la Hermandad de la Perla no necesita ayuda de nadie. Y menos de gente desconocida que viene del más allá. Con perdón.

Había juntado las manos y jugueteaba con sus pulgares, ligeramente nerviosa.

—¿Ya habéis desayunado? —añadió con viveza—. ¿Necesitáis algo más?

Fayrah sonrió amablemente.

—No, gracias…

—Entonces —la interrumpió la semi-elfa—, a menos que pretendáis alargar la conversación, os sugiero que volváis a vuestros cuartos y que procuréis no hacer demasiado ruido.

Tras unos segundos, Lessi y Fayrah se levantaron obedientes y se dirigieron hacia las escaleras. Sin previo aviso, Dashvara se carcajeó y unas miradas sorprendidas se posaron sobre él. No se había movido un ápice. Lo cierto era que la actitud de Azune lo divertía más que otra cosa.

—Mira por dónde, pretendía alargar la conversación —dijo con una sonrisa burlona—. Verás, ahora que no me desmayo ni suelto relámpagos ni escupo sangre, he sentido un repentino síntoma que me tiene preocupado.

Aligra lo observó con una extraña atención tras sus pupilas soñolientas. Azune tenía los labios apretados.

—¿Un nuevo síntoma?

—Se llama «Ignorancia aguda sobre la República de Dazbon» —explicó Dashvara—. Y he pensado que tú podías curarlo.

Azune se quedó en suspenso. Poco a poco, una sonrisa fue estirando sus labios.

—Desde luego que puedo curarlo. —Se levantó—. Acompáñame.

Dashvara enarcó una ceja y vaciló antes de salir de la habitación seguido de las tres Xalyas. Azune los guió hasta una puerta cerrada de dos batientes. La abrió y realizó un gesto amplio hacia el interior.

—Aquí tienes tu medicina.

La sala tenía dos grandes estanterías llenas de libros, grandes y pequeños, finos y espesos de varias pulgadas. Dashvara resopló, riendo.

—Tus dotes de curandera me maravillan. Es una medicina lenta, pero eficaz a largo plazo, supongo.

Azune esbozó una sonrisa jocosa.

—La sabiduría sólo se aprecia a largo plazo. —Un destello curioso pasó por sus ojos—. Bueno, deduzco de esto que sabes leer.

—Todos aquí sabemos leer —afirmó Dashvara—. Fuimos discípulos del último shaard del Ave Eterna.

—Oh… —Azune pareció meditar la noticia—. Entonces, tal vez todos queráis instalaros en la sala para sanar esa ignorancia aguda. Faltan dos asientos. Os los traeré.

—No te molestes —aseguró Dashvara con premura—. Los traeré yo, gracias.

El rostro de Azune se suavizó y, cuando Dashvara se marchó a coger dos sillas del comedor, sonrió para sí.

Te has deshecho de nosotros como una experta, semi-elfa.

* * *

Se instalaron los cuatro Xalyas en la pequeña biblioteca del misterioso mecenas. Tras una leve vacilación, Dashvara dejó abierta la puerta antes de sentarse cómodamente en el sillón vacío. Observó que este era el más cómodo de todos y, cuando Fayrah le preguntó si necesitaba ayuda para encontrar alguna información en particular, Dashvara enarcó una ceja.

—Por el momento, no, gracias —replicó, abriendo el primer libro que había cogido de la estantería.

El volumen era relativamente ligero y la escritura del escriba era recta y clara. Habituado como estaba a ver las típicas florituras y curvas de los viejos libros del torreón, Dashvara se sorprendió. El libro se titulaba La Ilustrísima Ciudad de Dazbon: planos y cronología. No es que lo hubiese entusiasmado nunca mucho la Historia de países lejanos pero, dado que ahora Dazbon estaba a unas escasas horas de cabalgata de donde se encontraba, estudiarla empezaba a convertirse en una ocupación más que razonable.

Pasó rápidamente por viejas reproducciones de planos de la ciudad de años anteriores al año 5500, sobrevoló los cien años siguientes reconociendo de cuando en cuando algunos nombres de senadores conocidos, y sus ojos se detuvieron en el nombre de «Zafandria Andeyed», nacida en 5530 y antigua senadora de Dazbon. Zafandria Andeyed, se repitió. ¿No era el padre de Zaadma un tal Sarfath Andeyed? Siguió leyendo y entendió que la familia Andeyed era una de las doce familias patricias de la república. La tal Zafandria había dirigido el Senado durante ocho años, durante los cuales había conquistado las minas de Maeras y fundado la Orden de Sifra. De nuevo, Dashvara marcó una pausa. ¿No había dicho Rowyn que uno de los de su banda era un miembro retirado de la Orden de Sifra? Por lo que leyó, los monje-dragones de esta Orden eran los máximos guardianes de los caminos en los dominios dazbonienses. Junto a esos «éxitos» de carrera, se le achacaba a la maestra senadora una negligencia para con la seguridad marítima, ya que en esa época la piratería se había vuelto una verdadera lacra. En el año 5602, la había sustituido un tal Licente Faerecio, quien empleó todas sus fuerzas navales contra una verdadera armada de piratas. Fue derrotado y la cámara de los magistrados reclamó un castigo por tan mal gobierno. Licente Faerecio fue destituido de su cargo aunque… —Dashvara enarcó una ceja— fue coronado por el Dragón Blanco por los buenos tratos iniciados con el Estado Federado de Diumcili.

Desde luego, pensó Dashvara con ironía. Si ese Licente Faerecio es el mismo al que oí hablar con Arviyag en su pabellón, tiene tratos buenísimos con Diumcili y sus esclavistas.

La cronología se interrumpía en el año 5612, veinte años atrás, y acababa con un plano de Dazbon en el que se mostraban en letras capitales los seis distritos principales de la ciudad: el Distrito del Dragón, el Distrito de Otoño, el Distrito de Kwata, el Distrito Bello, el Distrito del Alba y el Distrito del Puerto. Aquella página estaba como desvaída y le resultó difícil a Dashvara adivinar las letras más pequeñas. Unas indicaban los nombres de los canales de agua del Distrito del Dragón, junto al mar. Otras emplazaban el Senado, las cuatro Torres del Tiempo y demás monumentos de los que Dashvara jamás había oído hablar. En el fondo, se adivinaba la forma de un dragón retorcido que parecía englobar la ciudad con sus garras, como para velar sobre ella… o para aplastarla.

Dashvara cerró el libro y cogió el siguiente de la pila que se había hecho. Este estaba escrito en oy'vat, la lengua de los Antiguos Reyes. Esa simple peculiaridad lo había atraído como el oro a un Shalussi. Según Maloven, el oy'vat era un idioma que había sido casi por completo olvidado por todos menos por los Xalyas. ¿Qué hacía entonces un libro escrito en lengua sabia en la biblioteca de un mecenas dazboniense? Oniri'l soen, rezaba el título. Los cimientos del saber.

Apenas lo hubo abierto, reprimió una mueca de asombro al constatar que todos los márgenes de las páginas estaban ocupados por glosas escritas en lengua común. Eran intentos de traducción, comprendió. El libro filosofaba al principio sobre la salud y la vida y luego pasaba a hablar de plantas y remedios. Al de unas páginas, las glosas se volvieron cada vez menos frecuentes, hasta que desaparecieron por completo.

Por lo visto, se cansó de tratar de traducir, sonrió Dashvara. Leyendo alguna de las glosas, se había dado cuenta de que su autor no tenía gran idea de oy'vat. De esa forma, la frase «Así como el cuerpo debe estar sano, la planta que cura debe estarlo también» se había transformado en lengua común como «El ser vivo, por ser naturaleza, tiene un cuerpo que mantener». Dashvara sonrió solo y meneó la cabeza, alzando la vista hacia las Xalyas. Fayrah tenía los ojos fijos en un libro de geografía, aunque no parecía estar leyendo. Lessi, sentada en el suelo junto a una de las estanterías, admiraba unas estampas coloreadas. Aligra jugueteaba con un cubo de madera en la mano. Dashvara se turbó cuando se dio cuenta de que sus grandes ojos lo miraban a él con fijeza.

¿Es que se me han quedado restos de huevo en la barba y por eso me mira con esa cara de entierro?

Dashvara sabía el profundo cariño que le profesaba Showag a esa joven de rostro inhabitualmente pálido para una mujer de la estepa. Recordaba que su madre no la guardaba en gran estima y temía que Showag acabase por tomarla como esposa. Dashvara nunca había hablado mucho con ella, pero confiaba en que, si Showag la quería, no debía de estar tan loca como decían algunos. Y eso que viéndola así, no parecía…

Apartando los ojos de su mirada perturbante, volvió a su libro de plantas. Estaba pasando la página cuando Aligra, hablando en lengua sabia, soltó con tono neutro:

—Deberías estar muerto.

Dashvara alzó la cabeza y, pese a su turbación, sonrió. En oy'vat, contestó:

—Entonces es una suerte que no lo esté, ¿no crees?

Fayrah y Lessi se habían quedado inmóviles, mirándolos alternadamente. Aligra permaneció de piedra.

—Eres el hijo primogénito del señor Vifkan —siseó.

Dashvara esbozó una sonrisa amarga.

—¿En serio? Haces bien en recordármelo.

—¡Huiste del torreón dejando a tu pueblo atrás! —lo acusó Aligra.

Dashvara frunció el ceño. Jamás la había visto tan alterada. Echando una ojeada a Fayrah, comprobó que a ella también le sorprendía la actitud de su amiga.

—¿De verdad? —replicó.

Un peligroso destello iluminó los ojos de la Xalya.

—Tenías una familia y hermanos a los que defender.

“Yo sólo tenía a Showag y tú lo dejaste morir”, gritaban sus ojos fríos.

Dashvara apretó la mandíbula. Estuvo a punto de hablarles de lo que le había encomendado su padre que hiciese. Sin embargo, eso, además de no aportar ningún consuelo, no habría hecho más que enturbiar el honor del señor Vifkan. Salvar a su hijo para que llevara a cabo una venganza propia de un asesino no era algo de lo que se pudiese enorgullecer ningún Xalya.

—Bueno, ahora, estamos en el mismo caso —dijo al fin recostándose contra el respaldo del sillón. Hablar en oy'vat tan lejos de su tierra le resultaba extraño—. Todos somos huérfanos y todos deberíamos haber muerto, pero aquí estamos, fuera de la estepa. Y, por lo visto, todos nos sentimos culpables en mayor o menor grado. —Las miró a las tres y se encogió de hombros—. Si consideráis que el hecho de haber sobrevivido me quita el título de señor de la estepa, allá vosotras: no os lo echaré en cara. Y ahora… —se levantó y cogió la pila de libros—, disculpadme. Voy a volver a mi cuarto.

Se dirigió hacia la puerta de la biblioteca, en silencio. Las palabras de Aligra le dolían más de lo que hubiera querido admitir. Creía haberlo superado, pero obviamente, si se restregaban las heridas, difícilmente iban a curarse. Sin embargo, sabía con total certeza que si hubiese… Vaciló. Que si hubiese podido… Se detuvo junto a la puerta y formuló su pensamiento en voz alta sin darse la vuelta:

—Si hubiese podido morir en lugar de Showag, puedes estar segura, Aligra, de que ni se me habría pasado por la cabeza no hacerlo. —Sonrió con pesadumbre. No recordaba haber pronunciado una evidencia tan grande—. Que eso te quede claro.

—¿Entonces… por qué? —murmuró Aligra en lengua común.

Adivinó que la muchacha estaba llorando y, por cortesía, no se volvió.

—Sólo puedo decirte que no fue decisión mía.

Había hablado demasiado, se percató. ¿Quién, si no su padre, podría haberlo obligado a obedecerle?

Dejó ahí a las Xalyas y subió las escaleras hasta su cuarto. Creía haberlo superado, sí. Pero resultaba que, ahora que había vuelto a encontrar a su pueblo, sentía que la llaga volvía a desangrarlo por dentro. Echó un vistazo a la habitación y suspiró con una mueca.

—¿Sabes, Tahisrán? Entiendo que te encerrases en esas catacumbas: yo mismo lo haría gustoso si no me diesen tanto miedo los muertos.

La sombra no le contestó, pero Dashvara estaba seguro de que lo había oído.