Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

7 Entrenamiento

Se pasó toda la mañana en las caballerizas con Rokuish y cuando llegó la hora de comer vio al Shalussi saludarlo, salir de la cuadra… y volver a asomar la cabeza por la puerta.

—Oye, Odek, ¿no querrás comer con nosotros?

Dashvara enarcó las cejas.

—¿Yo? —Vaciló y sonrió—. Me encantaría.

El Shalussi le devolvió la sonrisa y se encaminaron juntos hacia su casa.

—¿Estás casado? —inquirió Dashvara.

Pareció hacerle gracia la pregunta.

—No. Vivo con mi familia. Tengo a una hermana y a dos hermanos mayores. El primero de mis hermanos, Shuwaga, sí que está casado. Con la hermana de nuestro jefe.

Calló, como si le sorprendiera el hecho de hablar tanto. Le dedicó a Dashvara otra sonrisa y señaló una casa junto a la que una Shalussi de pelo cano estaba colgando ropa.

—¡Rokuish, hijo mío! —lo recibió—. ¿A quién nos traes?

—Es mi nuevo compañero de trabajo, madre —explicó el joven—. Le he invitado a comer… Puede, ¿verdad?

La madre asintió sin vacilar.

—Por supuesto que puede. Entrad. Dentro de nada llegará tu hermano Andrek y podremos comer.

—Gracias —dijo Dashvara con una leve inclinación de cabeza.

—Encima es educado —sonrió la Shalussi, complacida—. Entrad, entrad, enseguida acabo con esto.

Rokuish y Dashvara entraron en la casa. El interior no era muy grande. Tenía unas alfombras y una gran olla de hierro que humeaba sobre una placa de piedra. Los boles ya estaban sacados: los acababa de posar una joven de rostro grácil y ojos huidizos que vestía un atuendo sencillo y práctico.

—Te presento a Menara —dijo Rokuish—. Él es Odek, mi compañero de trabajo.

Dashvara inclinó brevemente la cabeza.

—Un placer.

Husmeó la comida. Olía a trigo y a menta.

—Es sémola con garbanzos —dijo Menara con timidez—. Ya casi se ha evaporado toda el agua. ¿Qué tal la mañana?

—Estupendamente —contestó Rokuish.

De pronto, se oyó una exclamación afuera:

—¡Rok, me he enterado de que te han colado al extranje…!

La voz del recién llegado se apagó de golpe cuando, al cruzar el umbral, advirtió a los presentes.

Dashvara se tensó. Conocía a ese hombre. Era el amigo de Walek, el que lo había hecho entrar en la Mano Blanca. Él también había participado en la lucha contra los Xalyas. ¿Cuántos de ellos habría matado? Dashvara lamentó enseguida haber aceptado la invitación.

Molesto, Rokuish trató de reparar la metedura de pata de su hermano.

—Andrek, te presento a Odek. Fue un Shalussi nómada. Y sabe mucho de caballos.

—Mmpf.

Andrek, con una mueca difícil de interpretar, avanzó y se sentó junto a la olla dedicando un simple gesto de cabeza hacia el invitado. La madre lo seguía y enseguida se puso a hablar alegremente al tiempo que Menara servía la comida en los boles.

—¿Eres un Shalussi nómada? —decía la madre mientras comían—. ¿De esos que se pasan el tiempo subiendo y bajando las estepas? Qué interesante. ¿Y cómo es que no estás con tu familia?

Dashvara tragó la sémola y los garbanzos. Estaban deliciosos. Sin embargo, hubiera preferido comerlos solo.

—Los mataron los Xalyas —contestó con voz neutra.

La madre abrió la boca, la volvió a cerrar y una expresión de comprensión apareció en su rostro.

—A mi esposo también lo mataron. Esos canallas se pensaban que podían impartir justicia a quien les diera la gana. Ahora entiendo que hayas querido convertirte en guerrero. ¿Vas a entrenarte con Rokuish esta tarde? Os vendría bien un poco de entrenamiento, ¿no creéis? —añadió, dedicándole una mirada elocuente a su hijo.

Este se sonrojó.

—Sí, madre. Esta tarde nos entrenaremos.

—Perfecto —aprobó ella, satisfecha.

No hablaron mucho más. Dashvara agradeció la invitación y cuando elogió la comida la madre exclamó que regresase a comer cuando quisiera. Dashvara hubiera sonreído ante su buena acogida si no se hubiera cruzado con la mirada altanera de Andrek.

¿A cuántos soldados Xalyas desangró tu sable, Shalussi?, quiso preguntarle. Y otra pregunta vino a turbar su mente. ¿Cuántos hombres Shalussis fueron ejecutados por sables Xalyas? Frunció el ceño. ¿Y qué importaba? Los Shalussis seguían existiendo mientras que los Xalyas apenas eran ya sombra de arena.

Rokuish se despidió alegremente y ambos subieron la cuesta hacia la casa de Fushek. Cuando llegaron al patio y recogieron los sables de madera, el Shalussi carraspeó.

—Mi madre tiene razón. Debería entrenarme más a menudo. Seguramente pensarás que no sé luchar.

Dashvara meneó la cabeza.

—Nunca pienses que el adversario no sabe luchar antes de comprobarlo de verdad —sonrió.

Atacó. Sabía que probablemente Rokuish jamás habría visto a un Xalya combatir, pero aun así no se desconcentró: cualquier Shalussi podía estar mirando. Fushek podía estar mirando.

Aun moviéndose como un caballo cojo y atacando de frente, derrotó a Rokuish fácilmente. El joven Shalussi respiraba entrecortadamente. Estaba claro que no tenía la costumbre de entrenarse. “Debes de tener el nivel de Rokuish”, había dicho Fushek. Ahora entendía que sus palabras no eran muy halagadoras. Dashvara se enderezó y miró al Shalussi.

—¿Sabes lo que deberías hacer? —reflexionó el Xalya—. Correr todos los días. Hacer estiramientos. Y adquirir agilidad. Así, pareces una tortuga tratando de protegerte, aunque a ti te falta el caparazón.

Rokuish hizo una mueca y resolló.

—Lo sé. Ya te lo advertí. Me temo que conmigo no vas a aprender mucho.

Dashvara sonrió.

—No te preocupes de lo que yo aprenda y ocúpate de aprender tú. Si no te entrenas, no mejorarás.

Como el joven Shalussi asentía y se enderezaba otra vez, una risa resonó. Dashvara se giró y vio a Andrek y a Walek acercándose ambos con sus propios sables desenvainados y sus escudos.

—Habráse visto, un novato dando lecciones a otro —pronunció Walek con voz desenfadada—. ¿Podemos haceros compañía? Andrek y yo también queremos entrenarnos aquí.

Dashvara adivinó que su objetivo principal no era exactamente entrenarse, sino molestarlos. Y, dada la palidez repentina de Rokuish, lo habían conseguido.

—Adelante —dijo Dashvara sin perder la calma—. El terreno es grande.

Ambos guerreros se posicionaron algo más lejos y empezaron a luchar. Se movían con rapidez, golpeaban sus escudos; el juego de pies era preciso y correcto. Dashvara le echó una ojeada elocuente a Rokuish, pero este estaba tan embobado mirando a su hermano luchar que no se percató. Dashvara carraspeó y con el arma de entrenamiento le dio un golpe ligero contra el brazo para despertarlo. El Shalussi se sobresaltó.

—Jamás te dejes desconcentrar en una pelea o morirás —soltó el Xalya.

Atacó y se enzarzaron en una lucha en la que Dashvara se iba fijando poco a poco en los múltiples errores de su adversario. También se fijaba en sus propios errores, algunos de ellos hechos aposta. “Nunca enseñes a tu enemigo de lo que eres capaz”, le decía la voz autoritaria del capitán Zorvun. “Pero tampoco te hagas el débil ante el enemigo declarado.”

Giró, evitó con facilidad el golpe asestado por Rokuish y le golpeó la espalda con el revés del arma. Dashvara se maldijo en cuanto vio a Fushek observándolos con interés desde el umbral de su casa.

—Pelea como un Xalya —escupió de pronto la voz de Walek.

Dashvara se distanció de Rokuish y fulminó al guerrero con la mirada.

—Esa es una técnica de los Ladrones de la Estepa —siseó—. No de los Xalyas. Los Xalyas sólo intentan imitarlos sin conseguirlo.

—Bien dicho —aprobó Fushek, acercándose—. El muchacho tiene razón, Walek. Nuestro joven Shalussi nómada parece haber aprendido a luchar junto a un Ladrón de la Estepa.

Andrek resopló.

—Los Ladrones de la Estepa no son más que hembras que atacan por la espalda.

Dashvara dejó escapar una risita sarcástica.

—Dime, ¿has visto alguna vez luchar a un Ladrón de la Estepa?

Andrek se encogió de hombros.

—No. Pero he oído historias.

Sin dejar de sonreír sombríamente, Dashvara se acercó a él con el sable de madera blandido para mayor teatralidad.

—Los Ladrones de la Estepa se mueven como el viento —contó—. Crees en un momento que están delante de ti y al segundo siguiente te encuentras a dos a tus espaldas. Son como linces moviéndose en la tierra y la arena. Se parecen a los Xalyas en que utilizan dos sables, pero cuando luchan parece que el mismo aire les revela los secretos de su adversario. —Murmuró—: Saben… exactamente… cuál es su próximo movimiento.

Bajó la punta del sable y regresó junto a Rokuish mientras Andrek y Walek lo miraban con el ceño fruncido.

—Espera —dijo de pronto Walek, burlón—. Si lo que dices es verdad y tú has aprendido sus técnicas, debes de ser un experto luchador.

Dashvara sonrió y contestó humildemente:

—Lo que he aprendido de ellos lo he hecho observándolos. Disto mucho de ser un Ladrón de la Estepa.

Walek se acercó con su sable.

—Coge esos dos sables de madera. Y luego intenta manejarlos. Enséñanos cómo luchan esos Ladrones de la Estepa. Venga, ¿o es que un Shalussi nómada lucha tan mal que Rok el roncador?

—Walek —lo advirtió Andrek—. No te metas con mi hermano.

Walek se encogió de hombros sin apartar los ojos de Dashvara. Este echó un vistazo hacia Fushek, quien parecía más dispuesto a observar que a intervenir. Con un suspiro, le cogió el sable de madera a un Rokuish expectante y Walek y él se alejaron de los demás.

—Pondré una protección en el sable, para no dañarte —sonrió burlonamente Walek, haciendo lo que decía.

Dashvara lo miró con ironía.

—No tuviste tanto reparo ayer, delante de la Mano Blanca —murmuró.

Walek enarcó una ceja, sorprendido, y entonces declaró por lo bajo:

—Mientras te mantengas alejado de Silkia, estamos en paz.

Dashvara asintió.

—Me parece correcto.

Walek soltó una carcajada baja, poniéndose en posición.

—¿Así que prefieres a la bastarda? —preguntó, muy divertido.

Atacó y Dashvara dio un salto hacia atrás, perplejo.

—¿Bastarda? —repitió.

La sonrisa de Walek se ensanchó.

—¿No te lo ha contado? Esa bruja es la hija bastarda de un senador de Dazbon —explicó. Y atacó en serio.

Dashvara apartó todo pensamiento que pudiera desconcentrarlo cuando vio venir el golpe de escudo. Esta vez, no se controló tanto como antes. Trataba de imitar los movimientos de los Ladrones de la Estepa y, como tampoco los conocía del todo, le salían lo suficientemente mal para no impresionar y lo suficientemente bien para no recibir golpes.

Para ser sincero, jamás había luchado contra los Ladrones de la Estepa, pero el capitán Zorvun le había enseñado algunas de sus técnicas y Dashvara sabía que de haber tenido que combatir con un Ladrón de la Estepa probablemente habría acabado alimentando los buitres.

Saltó hacia un lado y contraatacó. En un momento, estuvo a punto de hacerle soltar el sable a Walek, pero entonces este hizo un movimiento inesperado. El mismo que había realizado Fushek el día anterior. Lo único que esta vez tenía un escudo. Le dio de pleno contra el costado y Dashvara fue violentamente propulsado al suelo. Levantó la cabeza, contrariado. Podría haberse levantado de un bote, pero no lo hizo. No estoy aquí para luchar contra Walek, recordó. Cálmate y deja a ese grandullón saborear su victoria.

El Shalussi, de hecho, parecía muy satisfecho.

—No ha estado mal, muchacho —reconoció—. No todos los guerreros shalussis duran tanto tiempo contra mí. Aun así… no me has dado ningún golpe. Hay que atacar, Odek. Y no bailar tanto en el viento —se burló.

Dashvara lo vio darle la espalda y marcharse con Andrek tras despedirse de Fushek. Este último volvió a entrar en su casa ahogando a medias un bostezo.

Cuanto más conozco a los Shalussis, más perplejo me siento, admitió. Walek no parecía tan cruel como al principio. Y sin embargo, había matado.

Pero yo también he matado. ¿Es que ahora me voy a convertir en un santo ermitaño del Ave Eterna?

Iba a incorporarse del todo cuando se percató de que su barra de metal se había deslizado casi fuera de la bota. Algo pálido, se levantó del suelo volviéndola a meter con discreción y le devolvió el sable de madera a Rokuish.

—Por mi madre, has estado impresionante —soltó él, entusiasmado—. ¡Casi le ganas a Walek! Es uno de los mejores guerreros del pueblo. Junto con mi hermano. —Como Dashvara se masajeaba el costado dolorido, propuso—: Hagamos una pausa.

Dashvara asintió y ambos se sentaron a la sombra de una cuerda con ropa tendida.

—Dime, Rokuish, ¿con quién te entrenabas antes?

Al joven Shalussi pareció incomodarle la pregunta.

—Bueno… Con Fushek algunas veces. Y con algunos amigos.

Hubo un silencio y entonces rectificó:

—Si te soy sincero, la verdad es que no me entreno casi nada. Mis antiguos amigos que desean ser guerreros no quieren entrenarse conmigo porque dicen que no mejoro. Fushek es el único que intenta a veces darme lecciones pero… yo mismo no insisto mucho en que me las dé. Andrek dice que Bashak se equivocó con mi vocación y que fue mi madre la que le dictó al anciano lo que tenía que decirme. —Sonrió, aunque sin alegría—. Digan lo que digan Bashak o Andrek, es Fushek el maestro de guerra. Él decidirá si realmente valgo para algo o no.

Dashvara permaneció un instante en silencio. Rokuish empezaba a caerle bien, se dio cuenta. Y eso no era una buena cosa.

—Si Fushek es el maestro de guerra, ¿por qué no participó en el asalto del Torreón de los Xalyas? —preguntó.

—Oh —se sorprendió Rokuish—. ¿No te has dado cuenta? Tiene el brazo del escudo mal. No puede luchar en un campo de batalla. Pero es el hijo del antiguo maestro de guerra y sabe más de técnicas de combate que cualquiera.

Dashvara percibió en su voz un timbre distintivo de respeto. Asintió.

—Ya veo. —Se levantó—. Entonces, más te vale empezar a tomarte el entrenamiento en serio porque no soy un hombre paciente. Te prometo que si pones buena voluntad, mejorarás.

Rokuish hizo una mueca pero se puso en pie.

—Está bien. Haré lo que pueda.

—Harás lo que debas —replicó Dashvara y, como el joven Shalussi enarcaba una ceja, perplejo, sonrió y se alejó hacia el terreno de entrenamiento pensando: ¿Sabes, Dash? Conténtate con decirte a ti mismo lo que debes hacer y deja a los demás hacer lo que puedan, ¿eh?

* * *

Cuando regresó a la casa de Zaadma, ya estaba anocheciendo. Rokuish había asegurado que aquella noche no les tocaba subir a la torre de vigía y que eran varios los guerreros que se turnaban. No les tocaría a ellos dos hasta pasados varios días.

Dashvara se acercó a la puerta de la casa con indecisión. Ahora que empezaba a relativizar el odio indiscriminado que sentía hacia los Shalussis, se preguntaba si había hecho lo correcto aceptando dormir en esa casa. Pero, mirándolo bien, Zaadma había demostrado tener buen corazón al hospedarlo aun a sabiendas de que no tenía ni una moneda de oro. Como decían los antiguos sabios estepeños: “No rechaces a quien, pudiendo haberte abandonado, te da pan y lecho”.

En el interior, se oían susurros. Dashvara suspiró y dejó caer la mano a punto de llamar a la puerta. Dio media vuelta, se sentó al pie del olivo y se dedicó a mirar los reflejos de la Luna sobre el río. Este apenas tenía un pie de profundidad. Apostó a que en las épocas de gran sequía debía de reducirse a un mero arroyo.

Esperó largo rato antes de que oyera voces más fuertes y el ruido de una puerta que se abre. Oculto tras el olivo, Dashvara divisó la silueta de un hombre… Puso los ojos en blanco. Naturalmente que era un hombre. Agrandó los ojos cuando lo reconoció. Era Nanda de Shalussi.

Por poco se levantó y se abalanzó hacia él. Estaba solo, lejos del pueblo… Era el momento ideal.

Lo dejó pasar sin poder creer lo que estaba haciendo. Gruñó por lo bajo cuando los pasos del Shalussi se extinguieron. Una cosa era ser prudente y otra ser un cobarde. Y tenía la tremenda impresión de que en aquel instante había actuado como un maldito cobarde.

Piensa un poco. Si Nanda ha venido, vendrá otras veces. Sólo le tienes que pedir a Zaadma que te avise cuando vuelva. Lo matas, robas un caballo y te largas de aquí. Ya has estado vacilando demasiado.

Se levantó y entró por la puerta que Zaadma había dejado abierta. La vela iluminaba el interior. Olía a jazmín. Y Zaadma canturreaba por lo bajo una canción mientras aplastaba un poco la tierra de un tiesto con flores blancas. Dashvara la observó con fijeza.

Esa mujer acaba de ofrecerse al hombre que se alió con los Akinoa y los Esimeos para destruir mi familia. Y yo voy y acepto que me hospede. ¿Dónde se ha quedado mi honor? Dashvara meneó la cabeza. Y dale. Si de verdad quieres saberlo, tu honor se quedó en el torreón de Xalya, Dash. Ya es muy tarde para recogerlo de todas formas.

Rechazó el pensamiento con un resoplido y Zaadma se sobresaltó al percatarse de su presencia.

—¡Ah! Odek. Pasa. Te he preparado tu cuarto… —Calló al ver la expresión del Xalya y sonrió, socarrona—. ¿Lo has visto salir? ¿A que a él no te has atrevido a darle un puñetazo para conservar mi dignidad?

Dashvara chasqueó la lengua.

—¿Cómo puedes bromear sobre la dignidad? ¿Es que ya no tienes valores?

Zaadma inspiró, levantando los ojos al cielo.

—Diablos, Shalussi. Veo que tienes los prejuicios bien metidos en la cabeza. Los valores los tengo en muy buena forma, gracias. En fin, ¿quieres que filosofemos o quieres cenar?

Dashvara tuvo que confesar que después de tanto entrenamiento tenía hambre.

—Cenemos —declaró.

Zaadma sonrió, divertida, y señaló un plato frío con verduras e higos en la alfombra dorada.

—Este es el plato que deberías haberte comido al mediodía —apuntó—. Lo preparé con toda la dedicación y el amor del que soy capaz y esperé, esperé… esperé como una mujer casada a que volvieras, pero no volviste. Y entonces decidí guardártelo fielmente para que no faltara ni un higo cuando retornases.

Dashvara la miró sin saber muy bien cómo tomarse su burlona respuesta. Se disculpó:

—Lo siento. No pensé en avisarte. Comí en casa de Rokuish.

Zaadma se sentó y se cruzó de brazos.

—Supongo que he de alegrarme de que no comieras en la Mano Blanca.

Dashvara enarcó una ceja. Se sentó y replicó:

—Pensé en ti y en los terribles celos que sentirías y decidí mantenerme alejado de ese local.

Zaadma sonrió.

—Gracias por tu comprensión. ¿Quieres que te caliente las verduras? Tengo una placa calentadora fabricada en Dazbon. Aún funciona.

Dashvara negó con la cabeza.

—Ni se te ocurra, está todo perfecto. Gracias —añadió, mientras se llevaba a la boca una cucharada de verduras.

Cuando hubo dejado el plato vacío, se dio cuenta de que Zaadma lo estaba observando. Frunció el ceño.

—¿Qué?

Zaadma se encogió de hombros y sonrió con timidez.

—No sé… Hacía tiempo que nadie cenaba conmigo. Bueno, yo ya he cenado. Quiero decir que hacía tiempo que… —Hizo un ademán—. Ya me entiendes.

—La verdad es que no —se burló Dashvara.

Intercambiaron una mirada. Afuera, no se oía más que el silencio. Zaadma carraspeó.

—Tu cuarto está ahí —señaló.

Dashvara asintió y se levantó.

—Gracias por hospedarme. Y gracias por la cena.

—Deja de agradecerme y disculparte y vete a dormir —replicó Zaadma.

Dashvara se detuvo ante la cortina que separaba ambas habitaciones.

—No esperarás otra visita, ¿verdad? —preguntó con cierta brusquedad—. Porque en ese caso, prefiero dormir al pie del olivo.

Zaadma resopló.

—Tranquilo. Esta noche dormiré como una santa. Buenas noches, joven Shalussi. Y por cierto —añadió—, ¿no seguirás dándole vueltas a lo de vengarte de Walek?

Dashvara esbozó una sonrisa siniestra.

—No. Tranquila, no mataré a Walek. Buenas noches.

Apartó la cortina y se dirigió a tientas hasta la cama. El cuarto era pequeño, pero tenía una ventana, por la que podía ver, si corría la cortina, la luz de la Luna reflejada en el río. Se quitó el pañuelo de la cabeza, retiró sus botas y echó un vistazo hacia la otra habitación. Aún estaba encendida la vela.

Se tumbó sintiéndose agradablemente cansado. Aun así, no podía negarlo: Rokuish era un verdadero desastre en combate, y lo que más lo había extenuado habían sido los repetidos consejos que le había dado para que no volviera una y otra vez a cometer los mismos errores. Había manejado el sable, sí, pero era uno de madera. Y no iba a matar a Nanda con un sable de madera.

Hizo una sonrisa torva en la oscuridad. Zaadma ya había apagado la vela. Oyó susurros de tela y luego el silencio. Cerró los ojos y aguzó el oído. Escuchó la respiración de Zaadma, tranquila y rítmica. Escuchó la ligera brisa. Y, al fin, se durmió.

Despertó varias veces durante la noche, sintiéndose perdido. Curiosamente, no soñó con que asesinaba a los cabecillas salvajes ni con que perdía a su familia. Soñó con que luchaba contra nadros rojos junto a sus compañeros de patrulla. Makarva, Lumon, Sigfen, Boron, los Trillizos… el capitán Zorvun. Todos estaban bien vivos y sus rostros tenían una nitidez impresionante. En un momento, se pusieron a jugar a las katutas.

Arrugó la nariz despertando en plena noche. Tanto perfume lo desconcertaba y le impedía dormir profundamente. Apenas asomó el sol, se levantó. Volvió a colocarse el pañuelo, se puso las botas y salió de la habitación con sigilo. La cortina estaba medio corrida y la luz de la mañana iluminaba tenuemente el interior de la casa. Los rayos de sol enrojecían los pétalos de los emzarrojos, embellecían las kalreas de un blanco inmaculado, surcaban por la tierra batida, se deslizaban sobre la manta y acariciaban la espalda de Zaadma, descubierta a medias debajo de una sábana.

Dashvara se quedó mirándola, preguntándose cómo una belleza así podía haber elegido un camino tan poco apropiado. Pero ¿acaso siquiera le parecía a ella inapropiado? Meneó la cabeza como para despertarse y se dirigió hacia la puerta. Salió en silencio y se encaminó directamente hacia el campo de entrenamiento ante la casa de Fushek. El pueblo aún estaba desperezándose, pero se notaba que poco quedaba ya para que volviese a la vida.

Se instaló en el suelo del patio y, tras un rato, se sorprendió dibujando en la tierra arenosa con uno de los sables de madera. Cuando se percató de que estaba escribiendo estúpidamente su nombre en oy'vat, se apresuró a borrar el rastro. No dejaré nunca de sorprenderme, suspiró, echando ojeadas nerviosas a su alrededor.

Rokuish no aparecía. Tras un buen rato esperando en el patio, Dashvara acabó por levantarse e iba a guardar otra vez los sables de madera cuando sus ojos se fijaron en algo que se deslizaba hacia un grupo de tres niños sentados en el suelo, ante una casa.

Era una serpiente roja.

Dashvara se quedó paralizado un segundo. Y recordó las palabras de su padre: “Pero antes de matarlos a ellos, hijo mío, mata a sus familias.”

Dashvara vaciló. Cabían pocas posibilidades de que entre aquellos niños hubiese algún hijo de Nanda de Shalussi. Además… Sacudió la cabeza, alucinado por sus propios pensamientos.

No, padre. Yo no mato a inocentes.

Y echó a correr.

—No os mováis —ordenó al ver que los tres niños se giraban para verlo llegar.

Cuando se trataba de dar órdenes, Dashvara las daba como Zorvun y el señor Vifkan. Los niños no se movieron. De todas formas, entendieron rápidamente lo que ocurría.

Dashvara se acercó a la serpiente con tiento. El reptil no era muy largo, pero su veneno era letal y su cuerpo se movía a la velocidad del rayo. Dashvara acercó uno de los sables de madera, preparándose a cualquier ataque de parte de la serpiente. Un movimiento erróneo podía costarle la vida.

Ligero como el viento. Sutil como la arena. Golpea.

Dashvara golpeó, y sin errores. La cabeza de la serpiente quedó aplastada en la tierra arenosa. Bien. Retorció el palo para asegurarse de que estaba bien muerta. Saliendo de su silencio expectante, los niños soltaron gritos de alegría y lo rodearon para darle las gracias. Uno de ellos se agachó para coger la cola de la serpiente muerta y se marchó corriendo colina abajo blandiendo el cadáver como un trofeo.

—¡Una serpiente roja! —gritaba—. ¡La ha matado! ¡La ha matado!

Dashvara sonrió.

—Va a despertar hasta a Rokuish si sigue gritando así.

Oyó la risa de la niña que lo agarraba de la manga y se dio cuenta de que su rostro le resultaba familiar.

—Vaya, ¿eres la hija de Orolf, el herrero?

La niña asintió.

—Yo soy su hermano —dijo el otro niño, que parecía aún más joven.

Dashvara hizo una mueca sonriente.

—¿Os dais cuenta de que si esa serpiente os hubiese mordido os habríais muerto en unos minutos? Estad siempre atentos a lo que os rodea, niños. —Y como ambos asentían, mirándolo como si estuviesen bebiendo sus palabras, su sonrisa se ensanchó—: Anda, marchaos los dos a vuestra casa y decidle a vuestro padre que os dé un sable para que podáis protegeros la próxima vez.

Los vio correr hacia la herrería y disimuló una risa tras un carraspeo. Orolf lo iba a tener cada vez más difícil para rechazarle aquel famoso sable prometido.

Bueno, pensó, echando un vistazo a su alrededor. ¿Dónde te has metido, Rokuish?

Se suponía que tendría que haber llegado ya. Dejó los sables de madera, bajó la colina y, al pasar ante la casa del Shalussi, vio a su hermana Menara recogiendo la ropa y la saludó.

—¿Rokuish aún duerme?

La Shalussi negó con la cabeza.

—No. Dijo que iba a entrenarse. Se fue hace rato. ¿No lo has visto?

Dashvara hizo un gesto para despreocuparla.

—No, pero a lo mejor estaba en casa de Fushek. No te preocupes. Lo encontraré.

—Ahora que lo pienso —añadió Menara de pronto, cuando Dashvara ya se alejaba otra vez colina arriba—. No fue hacia el patio de Fushek, sino hacia el río.

¿Hacia el río? Con las cejas enarcadas, el Xalya le dio las gracias, volvió al patio de Fushek a recoger las armas de entrenamiento y se dirigió hacia el río. Cuando llegó, echó un vistazo a ambos lados, miró hacia el frente y… dejó escapar una carcajada. Inclinado de lado contra el tronco de un mutsomo, Rokuish estaba haciendo estiramientos. Dashvara cruzó el río y se detuvo ante el Shalussi. Este estaba tan concentrado tratando de levantar lo máximo una pierna que no se percató de su presencia.

—¿Qué estás haciendo exactamente, Rokuish? —inquirió Dashvara, reprimiendo la risa.

Rokuish dio un respingo y por poco no perdió el equilibrio.

—¡Odek! Casi me matas del susto —jadeó.

—¿Es que estás aprendiendo a andar en diagonal? —continuó Dashvara, burlón.

—No —replicó Rokuish, levantando ambas manos hacia el cielo—. Estoy haciendo lo que me aconsejaste. He corrido y ahora me estiro. ¿No es lo que me dijiste que hiciera?

Dashvara sonreía ampliamente.

—Bueno, en cierto modo, sí. Me alegro de que te lo tomes tan en serio. Donde hay voluntad, hay genio. —Le tendió uno de los sables de madera—. Observa.

Retrocedió unos pasos, extendió el brazo armado y lo curvó, levantó una bota, dio una vuelta entera sobre sí mismo, se inclinó hacia atrás hasta tal punto que un hombre normal se hubiera caído, se retuvo con una mano en el suelo y se levantó inmediatamente dando un salto hacia un lado y realizando un arco con su sable.

Rokuish reía.

—Yo andaré en diagonal, pero si de verdad luchas tirándote al suelo tú solo… no andas mucho mejor. Aun así, no ha estado mal. Me gustaría tener tu agilidad.

—Pues sólo te hace falta practicar. —Dashvara sonrió—. Y ahora que ya estás estirado, no hay nada mejor que practicar contra un adversario. —Como Rokuish asentía, añadió—: Y esta vez, Rok, ataca tú.