Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

4 El eslabón

Lifdor, Nanda, Shiltapi y Todakwa acababan de sacar sus sables y escudriñaban la estepa yerma con movimientos tensos. Sus ojos brillaban de miedo. Con los dos sables en mano, Dashvara se desplazaba silenciosamente bajo los rayos de la Luna. Veía a todos los líderes con una claridad diurna. Su rostro no sonreía, pero su corazón reía por dentro de verlos a todos mirándose con desconfianza sin imaginarse que una sombra iba a matarlos a todos. Levantó con la mano un sable y lo abatió contra la garganta del primero. Saltó antes de oír el ruido característico de quien se atraganta con su propia sangre y mató al siguiente. Lifdor, Nanda, Shiltapi… Todos murieron. Dashvara realizó un giro a la velocidad del rayo, evitó la hoja mortal de Todakwa y se abalanzó sobre él. Una luna negra se dibujó en la última garganta. Todakwa se desplomó en la tierra en silencio. El Príncipe de la Arena volvió a enderezarse ante los cuatro asesinos. Un viento frío soplaba en la estepa de Rócdinfer. Todos murieron.

—¡Despierta, mocoso durmiente!

Dashvara despertó sobresaltado y levantó ambas manos para parar cualquier ataque. Luego se dio cuenta de que no tenía sables y miró a Zaadma con una mueca contrariada.

—¿Qué te he hecho pues que no paras de seguirme?

—¿De seguirte? —replicó ella con viveza—. Te informo de que este olivo es mi olivo. Jamás me ha pasado que alguien duerma en mi jardín. Levántate —ordenó.

Dashvara obedeció, echando una mirada sorprendida a su alrededor. Ya era de día desde hacía tal vez un par de horas. Se encontraba en una pequeña elevación, no muy lejos del río. A unos cuarenta pasos, vio una bonita casa de piedra blanca rodeada de flores de todos los colores. El perfume a jazmín era tan fuerte que no acababa de entender cómo no había sospechado algo al caer dormido contra ese olivo.

—No tienes donde ir, ¿verdad? —inquirió Zaadma, cruzándose de brazos.

Dashvara se pasó la lengua por los labios resecos. Estaba sediento.

—Voy a beber agua —declaró.

—No te molestes en ir hasta el río. Tengo un buen vino republicano de Dazbon. ¿No quieres probarlo?

Dashvara se giró hacia ella, sorprendido. ¿Por qué seguía seduciéndolo y siendo amable con él si estaba más claro que el agua que no tenía ni una maldita moneda de oro?

—Si no pides nada a cambio…

Zaadma se echó a reír.

—Me diviertes, joven Shalussi. Sólo te pido a cambio que te guste el vino y que seas menos brusco. Ven conmigo.

Le dio la espalda y el Xalya la siguió hasta la casa. En cuanto entró, se quedó embelesado. El interior era sencillo pero hermoso. Tenía una especie de cuadro romboidal con azucenas. El suelo junto a la ventana estaba abarrotado de tiestos y flores. En el centro, había una alfombra dorada y, al fondo, a la izquierda, una enorme cama. Dashvara desvió la mirada y se cruzó con los ojos burlones de Zaadma.

—Siéntate, joven Shalussi.

Dashvara se sentó mientras ella sacaba una botella de una cesta.

—Me la trajo un amigo mío que es comerciante de vinos en Dazbon. Antaño, me gustaba el vino, pero ahora ya no, así que… —Le tendió la botella—. Tengo cinco botellas sin abrir. Claro que nunca me he atrevido a decirle a mi amigo que ya no las tomaba. Le hace tanta ilusión hacerme regalos… —Sonrió y, tras dejar un vaso ante el Xalya, se sentó a su vez en la alfombra muy formalmente.

Dashvara la miró con una ceja enarcada, bajó la vista hacia el vino y destapó la botella. Olía fuerte. Llenó el vaso en silencio y tomó un sorbo.

—¿Y bien? —inquirió Zaadma.

—No es que haya probado mucho vino tampoco —reconoció—, pero me parece bueno.

Zaadma asintió con la cabeza sin hablar. Ambos observaron un silencio que no era ni molesto ni relajado del todo.

—Me llamas joven Shalussi —dijo de pronto Dashvara—. ¿Eso significa que tú no eres una Shalussi?

Zaadma dejó escapar una risa cristalina.

—¿Yo? ¡No! De lo contrario, no me dejarían hacer lo que hago en este pueblo.

Dashvara frunció el ceño, sin entender, y Zaadma explicó:

—Las mujeres shalussis se casan con un hombre, tienen hijos, guardan la casa y trabajan en honrados oficios.

Dashvara resopló, incrédulo.

—Eso si no las venden los hombres.

Zaadma puso cara de incomprensión.

—¿Venderlas? Los hombres tienen suerte de que no los vendan ellas a ellos —bromeó.

Dashvara apretó los dientes. Cuanto más hablaba, más traicionaba su ignorancia, se percató.

—Por supuesto.

Zaadma sonrió.

—Al parecer, tú no vienes de un pueblo shalussi típico. Lo cual tampoco me extraña. No hay Shalussis sólo en la tierra de los Shalussis. Una prueba de ello es que Dazbon tiene una calle llamada Rúa de los Shalussis. ¿Vienes de algún poblado? No, mirándolo bien, pareces un hombre del campo. ¿Vienes de la estepa o del desierto?

—De una zona… intermedia —replicó Dashvara—. No quiero hablar de mí.

Zaadma puso cara aburrida y dejó que se alargara el silencio antes de añadir con voz más animada:

—Pues entonces, hablemos de las flores. ¿Sabes que he conseguido plantar un narciso de luna? En Dazbon, crecen a montones, pero aquí está todo más muerto que un fósil de aknosaurio. Son unas plantas maravillosas. Me llevé unas semillas cuando me marché con Aldek para sembrarlas, pero no llegué a verlas crecer. Y cuando vino ese amigo mío comerciante, le pedí, le supliqué que me trajera un narciso de luna especial, con el tallo negro. Esa variedad es muy cara porque los narcisos negros tardan mucho en florecer. Pronto le saldrán flores al mío, espero. ¿Qué te parece?

Dashvara se la quedó mirando, perplejo. Él llevaba días pensando sólo en matar a unos asesinos después de haber perdido a toda su familia y todo su clan, ¿y aquella dazboniense le hablaba de flores? Curiosamente, una sonrisa empezó a flotar en su rostro.

—¿Estás sonriendo? —exclamó Zaadma como si acabase de observar un milagro—. No puedo creerlo… —Hizo de pronto una mueca y entrecerró los ojos—. ¿Es que acaso mis flores te parecen una bobada?

Dashvara miró las macetas que tenía en el interior. Había pétalos blancos y rojos, delicados como una gota de agua. Le recordaban al jardín botánico que mantenían unos Xalyas, en una terraza del torreón.

—No —dijo al fin.

Zaadma carraspeó.

—Eres de una expresividad espeluznante. Con ese «no», ¿significa que te gustan las flores?

Dashvara contuvo un suspiro exasperado.

—Supongo.

Bebió el vino de un trago y señaló la botella.

—¿Puedo?

—Claro que puedes, joven Shalussi —murmuró Zaadma, seductora.

El Xalya puso los ojos en blanco y volvió a llenarse la copa.

—Está realmente bueno —apuntó tras tragarse el segundo vaso.

Zaadma pareció tratar de reprimir una sonrisa, en vano.

—Si no estás muy acostumbrado al alcohol, puede que un tercer vaso empiece a ser demasiado —aventuró.

De hecho, Dashvara empezaba a sentir los efectos del vino. Se encogió de hombros.

—A un hombre xa… shalussi no le afecta ni el hambre, ni el fuego del sol, ni el agua ensangrentada —pronunció solemnemente.

—El vino no es precisamente agua ensangrentada, pero no importa. Tú bebe todo lo que quieras. Aún tienes cuatro botellas —se burló.

Lo observó mientras él volvía a servirse y añadió:

—Es una pena, porque parecía que eras capaz de mantener una conversación interesante. En cambio, hablar con un borracho puede resultar menos apasionante.

Dashvara iba a levantar su tercer vaso pero detuvo su gesto.

—El vino ayuda a no pensar.

—Cierto —aprobó Zaadma—. Y tal vez así seas un poco menos brusco. No te lo niego. Supongo que intentas olvidar lo que te hicieron esos Xalyas en tu celda.

Dashvara le echó una mirada furibunda.

—¿Tú qué sabes de mis sufrimientos?

La mujer no contestó y, tras un silencio molesto, Dashvara casi lamentó haberse mostrado tan brusco. Y es que, mirando aquellas flores delicadas y esa alfombra dorada, oliendo aquel perfume a jazmines y emzarrojos, le parecía encontrarse en la casa de una diosa. No lograba sentir repulsión por esa joven. Ella, al fin y al cabo, no había matado a ningún Xalya.

—¿Por qué ya no bebes vino? —preguntó de pronto Dashvara.

Zaadma alzó la vista, ensimismada.

—Yo tampoco quiero hablar de mí —replicó.

Dashvara asintió, sombrío.

—Lo entiendo.

—¿Ah, sí? —Un destello peligroso pasó por sus ojos negros—. Me extrañaría que pudieras entenderlo. —Tras un silencio, su rostro se suavizó y añadió sonriendo—: Supongo que nuestros pequeños traumas acabarán por curar con el tiempo, ¿no crees?

Dashvara la contempló y, de pronto, tuvo una profunda certeza: a veces, animaba saber que no todos los seres del mundo compartían tus sufrimientos. Incluso eran capaces de calificarlos de «pequeños traumas». Meneó la cabeza, sintiéndose extrañamente aliviado. Tras otro silencio, miró las flores, pensó en aquellas manos suaves y bronceadas que les habían dado la vida, y no pudo más que decir:

—Este lugar… es muy hermoso.

La sonrisa de Zaadma se había ido borrando pero reapareció al oír su respuesta.

—Gracias. No sabes cuánto trabajo me da. Tengo que ir todos los días a rellenar los cubos de agua para regar las flores porque en estas tierras nunca se sabe cuándo va a llover y cuándo no. Entonces, ¿no te bebes ese vaso de vino?

Dashvara negó con la cabeza. Zaadma enarcó una ceja y, tras una vacilación, se inclinó ante él mostrando su generoso escote, cogió el vaso y echó su contenido en una maceta de flores blancas. Ante la mueca de sorpresa del Xalya, apuntó:

—Estas flores estaban un poco perezosas. Tal vez así se animen un poco.

Dashvara contestó con una simple sonrisa y entonces se preguntó qué demonios estaba haciendo ahí. Se levantó y se inclinó educadamente.

—Gracias por el vino.

—¿Ya te marchas? —protestó Zaadma—. ¿Vas a volver a tu pueblo?

Dashvara se ensombreció.

—No.

—Entonces, ¿por qué no te quedas? No tienes sitio donde hospedarte, ¿verdad? Mira, te propongo un trato. Yo te dejo dormir en la otra habitación que no uso nunca. Y tú a cambio buscas un trabajo y me das la mitad de tus ganancias. ¿Qué te parece?

Que me has tomado por un imbécil, pensó Dashvara. Negó con la cabeza.

—Tengo que encontrar un arma y no la conseguiré dándote la mitad de mis ganancias.

Zaadma resopló.

—Por supuesto. Tú también eres un incorregible amante de las armas. Bien. Te prometo que yo misma pondré mi dinero para comprarte un arma si el acuerdo sale bien durante… un tiempo indefinido.

—Un tiempo indefinido —se rió Dashvara, sarcástico—. ¿También haces ese tipo de acuerdos con los Shalussis del pueblo? ¿Les prometes tal vez algún milagro superior a cambio de que adoren tus purísimas gracias desde lejos?

Zaadma agrandó los ojos y se levantó con una mueca airada en el rostro.

—Largo de aquí —lo increpó.

El Xalya asintió con calma.

—No pretendía ofenderte. Ya te has ofendido tú misma demasiado. En cualquier caso, gracias por el vino.

Le dio la espalda a Zaadma, pasó el umbral y se alejó de la casa. Poco después, empezó a lamentar sus palabras. Al fin y al cabo, si Zaadma no era una Shalussi y había acabado en aquel pueblo en contra de su voluntad, ¿qué tipo de granuja podía echarle en cara su comportamiento?

Bah, deja de darle vueltas a nimiedades, Dash.

Ascendió la colina. Mientras subía, vio a un par de niñas correr detrás de un muchacho gritándole una canción entre risas. También vio, sentadas en la hierba, a una anciana y a una madre, con el recién nacido entre los brazos, charlando animadamente. Cada vez más turbado, Dashvara adelantó a dos ancianos que caminaban sin prisas y los oyó hablar de tiempos pasados con voces pausadas y alegres. El Xalya inspiró con lentitud mientras avanzaba. Aquel pueblo no era como él se lo habría imaginado un par de semanas atrás. La gente no se miraba con desconfianza. Ninguno de los Shalussis que vio llevaba armas. Sonreían y hacían su vida. Los ancianos, al parecer, no eran eliminados por su incapacidad para trabajar o llevar una espada. Según Zaadma, las mujeres shalussis no se vendían y los hombres las respetaban. Los Shalussis tenían sin duda una tecnología menos avanzada, eran posiblemente todos analfabetos y no entendían de honor como los Xalyas, pero no eran tan horribles como había pensado siempre.

El vino me está afectando más de lo que creo, caviló, preocupado.

Se sentó a la sombra de una acacia y se dedicó a observar el pueblo. Por alguna razón, le interesaba averiguar cuál era el día a día de los Shalussis. Una mujer sacó unas alfombras de su casa para sacudirlas. Un hombre se sentó no muy lejos de Dashvara y se dispuso a seguir esculpiendo un bol de madera. Un muchacho que no debía de tener más de quince años reparaba los goznes de una puerta mientras se ocupaba de que su hermano pequeño no se alejara demasiado.

Al de un rato, el poblado se animó aún más. Se empezó a oír un ruido parecido al de los tambores y Dashvara se levantó para ir a ver. Eran un grupo de mujeres y hombres que golpeaba rítmicamente con el pilón las semillas metidas en grandes morteros. Hablaban en un griterío caótico y alegre y una mujer de pelo grisáceo entonó una canción para seguir el ritmo. Era indudable: los Shalussis se comportaban como humanos.

¿Nooo me digas?, pensó con ironía. Es que son humanos, Dash, ¿o no te has dado cuenta todavía de que no estás en un pueblo de trolls?

Un golpeteo metálico le llamó entonces la atención. Dio la vuelta a la colina y se encontró con la herrería. Era grande y no tenía muro todo a lo largo del camino de suerte que se veía todo el interior, con sus máquinas, su fragua y sus instrumentos de herrero. Ahí, un hombre forzudo cubierto de sudor retiraba en ese momento el hierro incandescente con las tenazas y lo llevaba hasta el yunque. Los ojos de Dashvara centellearon. Como buen Xalya, había aprendido las artes de herrería y había forjado sus propios sables. Conocía cada paso para fabricar un arma blanca.

Si ese hombre pudiera tan sólo darme acero y material para trabajarlo…

Cuando el hombre empezó a trabajar su pieza a martillazos, Dashvara se quedó ahí mirando, con las manos a la espalda, preguntándose cómo podía convencer a ese Shalussi para que aceptara dejarle forjar los sables antes de que le devolviera el favor. Un sable, rectificó. No podía forjar dos o enseguida levantaría sospechas: los Xalyas eran conocidos por ser luchadores de dos manos. Entre los Shalussis, eran pocos los que renunciaban al escudo para coger un segundo sable.

Se pasó largo rato observando al herrero mientras trabajaba. Este, tras darle forma al machete, lo hundió en un cubo de agua fría y las chispas rojas dieron paso a un chisporroteo de vapor. Dashvara sintió que el Shalussi lo miraba de soslayo mientras se encaminaba hasta la rueda para afilar. Lo vio accionar el pedal y comenzó a resonar un chirriante sonido de piedra y metal.

Concentrado como estaba en el herrero y sus propios pensamientos, no advirtió el ruido de los cascos de caballo hasta que estuvieran muy cerca. En cuanto se giró, su rostro se endureció.

—¡Pero si es el chaval que dejamos en la Mano Blanca! —exclamó Walek, montado en su caballo.

Lo seguían otros dos jinetes.

—¿No estarás esperando a que Orolf te regale un sable por tu bonita cara? —se burló Walek—. Aunque a lo mejor le entra la locura silkiana, quién sabe. Silkia me dijo que fueras esta noche a verla —explicó—. Si de verdad piensa regalarte una noche gratis, yo no me lo pensaría dos veces. ¡Hiá! —gritó a su caballo—. ¡Que tengas un buen día, Orolf!

Dashvara vio a los tres jinetes bajar el camino hacia el río levantando una polvareda. Cruzaron el río y se alejaron hacia el suroeste.

—¿De veras estás buscando un sable, muchacho?

Dashvara dio un respingo y se dio cuenta entonces de que el ruido de la rueda ya no sonaba. Orolf lo observaba jugueteando con su larga barba. El Xalya asintió.

—Necesito un sable, ya que los Xalyas me quitaron el que tenía.

—Justo. Pero depende de qué metal quieras usar, puede resultar muy caro. Cuesta cinco monedas de oro forjar una buena daga. Y veinte un sable sencillo.

Dashvara no desesperó.

—Eso es… más de lo que tengo.

—¿Y cuánto tienes?

Dashvara lo miró a los ojos, vaciló y confesó:

—Nada más que lo que llevo, es decir, nada. Pero no haría falta que tú forjaras el sable. Puedo forjármelo yo mismo.

Orolf inesperadamente sonrió y sobresalieron sus gruesos labios y sus dientes blancos. El herrero se acercó y salió a la luz del sol. Un olor intenso a metal le abofeteó a Dashvara.

—¿Eres el prisionero que rescataron en el Torreón de los Xalyas? —Dashvara asintió—. Supongo que los odiarías con toda tu alma, ¿verdad?

Dashvara apretó la mandíbula.

—Con toda mi alma —confirmó.

Orolf meneó la cabeza como con tristeza.

—Ahora ya puedes dejar ese odio atrás. ¿Para qué quieres un sable?

Dashvara resopló.

—¿Acaso les preguntas a todos tus clientes qué pretenden hacer con las armas que fabricas?

Orolf se encogió de hombros.

—No a todos. Pero a un muchacho sin blanca que llega a un pueblo que no conoce, sí. Pienso que tienes otras prioridades antes que la de hacerte con un arma. Por ejemplo, trabajar en algo para ganarte la consideración del pueblo. Si te ven todos haciendo el gandul, nadie querrá darte de comer. Si acaso te darán los restos.

Que le hablase de comida fue muy duro. Dashvara no había comido desde el mediodía del día anterior y ahora que empezaba a olvidar eficazmente su hambre, venía aquel herrero y se la recordaba.

—Un sabio consejo —dijo sin embargo—. Soy un Shalussi nómada. No conozco las costumbres de los Shalussis sedentarios. Para mí, un sable es sinónimo de comida.

Orolf enarcó las cejas.

—¿Cazabas animales con el sable? —Entrecerró los ojos—. ¿O cazabas a humanos? ¿Eras un bandido?

Dashvara hizo una mueca.

No te hagas el poeta, Dashvara. Cuanto menos te inventes, mejor.

—No —contestó—. No era un bandido. Pero mi familia defendía sus bienes de los Ladrones de la Estepa y de los bandidos. Con el sable.

El herrero aún llevaba el machete que acababa de forjar. Apenas hubo realizado un movimiento hacia Dashvara, este dio un salto hacia atrás por puro reflejo. Orolf puso cara pensativa, sosteniendo el machete horizontalmente con ambas manos.

—¿Hasta qué punto conoces el arte de herrería? —preguntó—. ¿Ya has forjado un sable antes?

Dashvara asintió.

—¿Sabes forjar dagas? —El joven volvió a asentir—. ¿Machetes, herraduras, rastrillos, cazuelas, cucharones, clavos?

Un hijo primogénito de los Xalyas no forja clavos, Shalussi. Acalló sus orgullosas palabras dándose cuenta de que un Shalussi nómada, si de alguna forma había conseguido forjar sus armas, también debía de haber forjado sus cazuelas.

—¿A qué viene tanta pregunta? —replicó sin contestar, dando a entender que obviamente sabía forjar cualquier cosa con tal de que le dieran un poco de metal.

Orolf meció pensativamente la cabeza antes de soltar:

—No te conozco y no sé si puedo fiarme de ti. Pero quiero comprobar si de verdad lo que dices es cierto o si, como pienso, tu orgullo te da alas invisibles. Ven. Vas a forjarme unos eslabones.

Dashvara fue incapaz de reprimir un resoplido incrédulo. Sin embargo, siguió al herrero hasta la fragua. Orolf avivó el fuego y le señaló dónde podía encontrar el hierro. Dashvara cogió un lingote y lo echó al fuego con las tenazas. Empezó a sudar.

Unos eslabones, se repitió. Aquello iba a ser un fiasco, fijo. Cruzó la mirada alentadora de Orolf, tragó saliva y se puso manos a la obra. En cuanto el hierro fundió, se puso a trabajarlo y darle forma. Era tal vez el Príncipe de la Arena, y era un buen forjador de sables… pero no era un herrero.

Orolf se marchó en un momento pretextando que se iba a comer y avisándole que no se le ocurriese hacer una pausa. En cuanto lo vio alejarse, tuvo la tentación de coger otro lingote de hierro, dejar aquella maldita cadena y forjarse un sable, pero rápidamente constató que el herrero vivía justo enfrente y que iba echando ojeadas repetidamente por la ventana de su casa.

—Malditos Shalussis —murmuró Dashvara.

Se había quitado la camisa y sudaba a gotas gordas. Continuó sin descanso. Forjar eslabones era un trabajo sutil que requirió toda su concentración. Aprovechó para robar a escondidas un barrote de metal desechado. Basto pero útil en caso de emergencia, consideró, tras ocultar el objeto en su bota. Era poco probable que Orolf se diera cuenta del hurto.

Cuando al fin no le quedó más hierro que transformar, estaba agotado y se sentó sobre el suelo de la herrería, resoplando y abriendo y cerrando los puños con la impresión de que sus manos se habían quedado tan agarrotadas como el hierro.

Orolf volvió poco después y sonrió al verlo tirado en el suelo, exhausto.

—Veamos el trabajo.

Examinó la cadena acariciándose la barba. Al cabo de un largo silencio exasperante, concluyó:

—Un trabajo criminal. Casi no parece hierro trabajado. Mira, este eslabón se ha quedado fijado y habrá que volver a fundirlo. Además, el final de una cadena jamás se remata así.

La mirada asesina que le soltó Dashvara le arrancó una sonrisa burlona.

—No eres suficientemente hábil, lo siento. Pero hoy me has demostrado que eres un muchacho tenaz. Me gusta. Te ayudaré a encontrar un trabajo en el que no vayas desperdiciando mi hierro. Tú me devolverás el favor y, cuando considere que ha llegado el momento, te forjaré yo mismo el mejor sable que hayas visto. —Le tendió una mano amigable—. Mi nombre es Orolf.

Dashvara suspiró y se tragó la dignidad a la fuerza antes de levantarse y estrecharle la mano.

—Yo soy Odek.

Orolf parecía divertirse de verlo tan tenso.

—Sígueme, Odek. Te presentaré al viejo Bashak. Es un experto en adivinar vocaciones. Te advierto que si decide que no tienes ninguna vocación, ningún hombre de este pueblo te respetará y te echarán a patadas así que… trata de caerle bien.

Mientras no adivine más que las vocaciones, suspiró Dashvara.